Si has leído el libro de Génesis te darás cuenta de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, un ser único, dotado de razón, voluntad y espíritu, y le dio el mandamiento de permanecer en su camino y no violar su ley. Sin embargo, no fue así. El hombre, influenciado por la serpiente y por su propio deseo de ser como Dios, desobedeció. Adán y Eva transgredieron la orden de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, y con esa desobediencia arrastraron a toda la humanidad hacia la corrupción. Desde entonces, el pecado entró en el mundo, contaminando generaciones y separando al hombre de su Creador. Pero la historia no terminó allí. En su infinita misericordia, Dios envió a su único Hijo para que fuésemos redimidos del pecado y reconciliados con Él. En Cristo encontramos restauración, esperanza y vida eterna.
Amados hermanos, lo cierto es que cuando nos guardamos del mundo y de sus deseos, entonces pasamos a ser bienaventurados. Ser bienaventurado es ser dichoso, pleno y verdaderamente feliz, no por lo que poseemos en lo material, sino porque vivimos bajo la cobertura del Altísimo. Las personas que deciden obedecer a Dios y apartarse del pecado son admiradas, no por méritos humanos, sino porque la gracia de Cristo brilla en ellas. A esto nos ha llamado Dios: a apartarnos de la vanidad de este mundo, a decir no a la corrupción, y a cultivar una vida de oración, estudio de la Palabra y obediencia a sus mandamientos. En un mundo cada vez más corrompido por el pecado, la diferencia la marca aquel que camina en santidad.
31 Me regocijo en la parte habitable de su tierra;
Y mis delicias son con los hijos de los hombres.32 Ahora, pues, hijos, oídme,
Y bienaventurados los que guardan mis caminos.33 Atended el consejo, y sed sabios,
Y no lo menospreciéis.Proverbios 8:31-33
Este pasaje de Proverbios nos introduce a un tema central en la vida cristiana: la sabiduría. Pero no se trata de cualquier tipo de sabiduría. No hablamos de la sabiduría que proviene de la experiencia humana o del conocimiento académico, sino de aquella que viene de lo alto. Es la sabiduría divina que conduce al hombre a la verdadera cordura y lo guía hacia el camino correcto, que es Cristo mismo. La sabiduría celestial nos libra de engaños, nos muestra la senda de la justicia y nos sostiene en los momentos de prueba.
Hay hombres que creen ser sabios según los parámetros del mundo. Se glorían en sus logros, en sus riquezas y en sus conocimientos, pero su sabiduría es pasajera y vacía. Es vanidad, como lo expresó el sabio Salomón en Eclesiastés: todo lo que no tiene a Dios en su centro termina siendo vapor que se desvanece. La sabiduría terrenal no tiene la capacidad de salvar ni de sostener el alma en tiempos de adversidad. En contraste, la sabiduría que viene de lo alto permanece para siempre, porque está arraigada en la Palabra eterna de Dios.
El texto de Proverbios nos hace un llamado directo: “Atended el consejo, y sed sabios, y no lo menospreciéis.” La Palabra de Dios es el consejo divino que debemos escuchar y poner en práctica. Cuando atendemos a este consejo, somos librados del mal camino y recibimos entendimiento para discernir lo bueno de lo malo. Ser sabios, en el contexto bíblico, no es acumular información, sino vivir en obediencia a Dios, con temor reverente y un corazón dispuesto a honrarle en todo.
Si guardamos este camino, entonces seremos realmente bienaventurados. La bendición no se mide por lo que poseemos, sino por el gozo de estar en paz con Dios. La sabiduría celestial nos enseña a vivir con propósito, a valorar lo eterno por encima de lo pasajero, y a caminar de manera que agrademos al Señor en todo. Es mi oración a Dios que nos ayude a permanecer firmes frente a la falsa sabiduría de este mundo, que nos dé un corazón entendido para no dejarnos arrastrar por la corriente del pecado, y que podamos tener la mente de Cristo para perseverar hasta el fin.
Que su fortaleza esté con nosotros todos los días de nuestras vidas y que cada decisión que tomemos esté guiada por la sabiduría que viene de lo alto. Solo así podremos mantenernos en sus caminos y experimentar la verdadera dicha de ser llamados hijos de Dios.