Nosotros los seres humanos estamos llenos de debilidades sin fin, pues esa es la naturaleza que hemos heredado de Adán. Desde la caída en el Edén, la humanidad arrastra consigo la fragilidad, el pecado y la incapacidad de ser totalmente perfectos delante de Dios. Sin embargo, el hecho de que estemos bajo debilidades e imperfecciones no debe ser un motivo para desmayar o sentirnos derrotados. Al contrario, debe ser una razón para acercarnos con humildad a Dios, reconociendo que en nuestra debilidad Él se glorifica. El Espíritu Santo nos ayuda en esas debilidades y en las pruebas que enfrentamos, pruebas que a veces pensamos que nunca lograremos superar, pero en las que Dios muestra su poder sustentador.
Si eres un cristiano débil, ¡qué bendición! Esa debilidad es la que nos impulsa a buscar más de Dios y a depender completamente de Él. Nos hace conscientes de que nuestra esperanza no está en nosotros mismos, sino en el Señor. Recuerdo haber escuchado hace años a alguien decir mientras predicaba: «Este lugar no es para débiles, es para fuertes». Pero al meditar en las Escrituras comprendí que la realidad es otra: Dios no está buscando a los fuertes en sus propias fuerzas, sino a los débiles que reconocen su necesidad de Él. Porque en esos corazones humildes es donde su gracia se derrama con mayor poder.
La Biblia nos da muchos ejemplos de hombres que parecían fuertes a los ojos del mundo, pero que en algún momento mostraron su fragilidad humana. Elías, después de haber enfrentado a los profetas de Baal y haber visto el fuego descender del cielo, huyó aterrorizado por la amenaza de Jezabel (1 Reyes 19). Job, un hombre íntegro y temeroso de Dios, en medio de su sufrimiento llegó a desear no haber nacido (Job 3). Pedro, uno de los discípulos más cercanos a Jesús, lo negó tres veces en la hora más crítica (Mateo 26). Estos ejemplos nos muestran que incluso los grandes siervos de Dios enfrentaron debilidades profundas. Sin embargo, Dios no los abandonó, sino que los levantó y los fortaleció en su momento de mayor necesidad.
Queridos hermanos, esta debe ser nuestra esperanza y nuestro gozo: que en medio de todas las cosas que nos puedan pasar, servimos a un Dios poderoso que nunca nos abandona. Él renueva nuestras fuerzas como las del búfalo y nos hace volar tan alto como el águila. Isaías 40:29-31 lo confirma: “Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán”.
El apóstol Pablo fue un experto en experimentar esta realidad. Él mismo confesó que tenía un aguijón en la carne que le recordaba su debilidad, y al pedir tres veces al Señor que lo quitara, recibió la respuesta: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9). Por eso Pablo pudo decir: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Esa es la paradoja de la vida cristiana: la verdadera fortaleza no está en nosotros, sino en Cristo. Y esa fortaleza se manifiesta con mayor claridad cuando reconocemos nuestras limitaciones y descansamos en el poder del Espíritu Santo.