Nada trajimos a este mundo

Alcanzar riquezas, buena posición, estabilidad económica y reconocimiento social es el sueño de la mayoría de las personas en este mundo. Vivir cómodamente, sin preocupaciones ni escasez, parece ser la meta común de casi todos. Y en cierto sentido, desear bienestar no es malo. ¿Quién no quiere vivir tranquilo, sin la angustia de las deudas o de la falta de recursos? Sin embargo, lo peligroso es cuando las riquezas llegan y, en lugar de ser agradecidos y responsables, nos olvidamos de que todo lo que tenemos no es más que un préstamo que Dios nos ha confiado por un tiempo limitado. Al final, llegará el día en que dejaremos atrás todo lo material y no podremos disfrutar más de ello.

En este mundo hay personas tan ricas que han perdido la cuenta de lo que poseen. Sus cuentas bancarias sobrepasan millones, sus propiedades se multiplican, y sin embargo, en muchos casos, les resulta difícil ayudar al necesitado. Con un pequeño gesto de generosidad podrían aliviar la carga de muchos, sin que eso representara un desbalance en sus finanzas, pero el amor al dinero endurece el corazón. Jesús fue muy claro al advertir: “Nadie puede servir a dos señores, porque amará a uno y aborrecerá al otro”. Y con estas palabras nos enseñó que el amor al dinero se convierte en una forma de idolatría que nos aleja de Dios.

Hay un dicho popular que dice: «Todo lo que sube tiene que bajar». Así mismo ocurre con las riquezas. Hoy pueden estar en nuestras manos, pero mañana pueden desaparecer. Los bienes materiales son efímeros, y por eso, si tenemos la oportunidad de hacer el bien con lo que Dios nos ha dado, no debemos desaprovecharla. La generosidad es una forma de adoración a Dios y una evidencia de que entendemos que todo lo que poseemos es suyo.

La historia de grandes hombres de fe nos recuerda esto. Martín Lutero, por ejemplo, héroe de la Reforma Protestante, se caracterizaba por ayudar a los más necesitados. Aun cuando él mismo no tenía abundancia, no dudaba en compartir lo poco o mucho que poseía, quedándose en ocasiones sin nada con tal de suplir a otros. Ese ejemplo nos muestra que la verdadera riqueza no está en acumular, sino en dar.

El apóstol Pablo también enseñó sobre este tema con palabras llenas de sabiduría:

6 Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento;

7 porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar.

8 Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto.

1 Timoteo 6:6-8

La verdadera ganancia no está en las riquezas materiales, sino en vivir una vida de piedad con contentamiento. Pablo sabía que el dinero no puede comprar la paz del alma ni la seguridad de la vida eterna. De nada sirve tenerlo todo si nos falta la comunión con Dios. Y para recordarnos esta verdad, también podemos citar las palabras de Job en medio de su calamidad: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá; Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Job entendía que todo lo que tenía provenía de Dios y que Él tenía el derecho soberano de dar y quitar.

Esto debemos tenerlo muy claro: no trajimos nada a este mundo y nada podremos llevarnos. Lo material es pasajero, pero lo eterno permanece. Por eso, debemos aprender a estar felices y agradecidos si tenemos lo necesario: abrigo y sustento. En lugar de quejarnos por lo que nos falta, agradezcamos a Dios por lo que nos ha dado, reconociendo que hay muchos que ni siquiera tienen lo básico. Y si, además, podemos ser de bendición para los demás, extendamos la mano con generosidad. Porque al hacerlo, no solo ayudamos al prójimo, sino que glorificamos a Dios con nuestros bienes.

Vivamos con la mirada puesta en lo eterno, recordando que las riquezas terrenales son temporales, pero la riqueza en Cristo es eterna. Seamos administradores fieles de lo que Él nos confía y procuremos que nuestras posesiones no nos posean a nosotros. La verdadera riqueza está en conocer a Dios y en vivir para su gloria.

Es importante también reflexionar que no se trata de vivir en pobreza extrema ni de rechazar los bienes materiales en sí mismos, sino de ponerlos en el lugar correcto. La Biblia nunca condena el tener, pero sí el amar las riquezas. De hecho, Dios prosperó a muchos de sus siervos como Abraham, David o Salomón; sin embargo, la diferencia radicaba en que ellos reconocían que todo venía de Dios y debían administrar con responsabilidad. Cuando entendemos esto, nuestras prioridades cambian y dejamos de ver la vida solo como una carrera por acumular, para comenzar a vivir con propósito eterno.

Por otra parte, la sociedad actual constantemente nos empuja a desear más. La publicidad, las redes sociales y la presión cultural crean la falsa idea de que la felicidad depende de lo que tenemos. Pero la realidad es que muchos con grandes fortunas viven en ansiedad, soledad y vacío interior. Esto nos confirma que la verdadera paz no proviene de las riquezas, sino de la relación con Dios. Cuando nuestro corazón está satisfecho en Él, incluso con lo mínimo podemos sentirnos plenos.

En conclusión, debemos recordar que la vida es corta y que todo lo material quedará en este mundo. Lo que realmente importa es lo que hacemos para la gloria de Dios y en servicio a los demás. Las riquezas pueden ser una bendición si se usan con sabiduría, pero una trampa si ocupan el primer lugar en nuestro corazón. Que aprendamos a vivir agradecidos, generosos y conscientes de que la mayor herencia que podemos dejar no son bienes materiales, sino un legado de fe y de amor en Cristo Jesús.

Mi socorro viene de Jehová
La terrible majestad de Dios