Vivimos en un tiempo donde las crisis sociales, políticas y espirituales parecen multiplicarse. Basta con encender la televisión o revisar las noticias para darnos cuenta de que el mal avanza a pasos agigantados. Este panorama no solo genera preocupación en los ciudadanos, sino que también nos invita a reflexionar profundamente sobre las causas que llevan a nuestras naciones al colapso. Como creyentes, entendemos que detrás de la corrupción y la violencia hay una raíz espiritual: el alejamiento de Dios. Cuando el ser humano deja de reconocer a su Creador y se vuelve hacia sus propios caminos, inevitablemente cosecha frutos de dolor, injusticia y desesperanza.
Hoy en día observamos un verdadero desastre en gran parte de nuestros países. La corrupción, la violencia, la injusticia social y el engaño parecen haberse apoderado de muchas naciones. Dictaduras que oprimen al pueblo, crímenes cada vez más atroces, robos a gran escala, promesas políticas incumplidas y el maltrato de líderes hacia sus ciudadanos hacen que nuestras sociedades colapsen como nunca antes en la historia reciente. Todo esto refleja una crisis no solo política y social, sino profundamente espiritual, porque cuando el ser humano aparta a Dios de su vida, inevitablemente los frutos son de maldad y destrucción.
Al leer la historia del pueblo de Israel en la Biblia, encontramos un claro paralelo. Cada vez que ellos se alejaban de Dios sufrían consecuencias terribles: derrotas en la guerra, sequías, opresión de enemigos y crisis internas. Sin embargo, cuando reconocían a Jehová como su Dios y obedecían sus mandamientos, experimentaban paz, prosperidad y victoria. Esta verdad sigue vigente en nuestros días. Los gobiernos y sociedades que desechan a Dios se hunden cada vez más en el pecado y el caos, y la humanidad entera va de continuo hacia el mal. Pero también es cierto que cada nación, cada familia y cada individuo que decide honrar al Señor experimenta la bendición de su presencia.
El salmista lo expresó con claridad:
12 Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová,
El pueblo que él escogió como heredad para sí.
13 Desde los cielos miró Jehová;
Vio a todos los hijos de los hombres;
14 Desde el lugar de su morada miró
Sobre todos los moradores de la tierra.
Salmos 33:12-14
Aquí se nos enseña que la verdadera dicha de una nación no se encuentra en su poder económico, en sus recursos naturales, en su armamento ni en sus alianzas políticas, sino en reconocer a Jehová como su Dios. Una nación que teme al Señor y vive conforme a sus mandamientos es una nación bendita. La bienaventuranza no depende de los hombres ni de los sistemas humanos, sino del Dios todopoderoso que gobierna sobre toda la tierra. Nadie puede amar tanto a una nación como Dios puede hacerlo, y nadie puede cuidar de ella como lo hace el Señor.
La historia de Israel es un ejemplo claro. Con Dios al frente, vencieron ejércitos más grandes y mejor preparados, derribaron murallas imposibles y conquistaron territorios que humanamente no podían alcanzar. Pero cuando se rebelaron contra Dios, el resultado fue totalmente distinto: derrota, exilio y sufrimiento. Esta es la misma realidad para todo pueblo y para toda persona que decide rechazar al Señor. La diferencia entre quienes confían en Jehová y quienes lo ignoran es abismal, no necesariamente en lo material, sino en lo espiritual y eterno. El creyente tiene esperanza, tiene una fe viva y una meta segura, mientras que el incrédulo vive sin rumbo, atrapado en lo pasajero.
En este sentido, no debemos pensar únicamente en las naciones como un todo, sino también en nuestras familias y en nuestra vida personal. Cada hogar que decide poner a Dios en primer lugar será un hogar fortalecido, capaz de resistir las pruebas y de mantenerse firme en medio de la adversidad. La bendición que se derrama sobre una nación comienza en los corazones de las personas que la conforman. Si cada individuo buscara a Dios, nuestras sociedades experimentarían un cambio profundo y real.
Servir a Dios es, sin lugar a dudas, la bienaventuranza más grande que puede experimentar el ser humano. No existe tesoro bajo el cielo ni gloria terrenal que se compare con la dicha de pertenecer al Creador. En medio de un mundo caótico, donde la maldad aumenta y los corazones se endurecen, los hijos de Dios pueden vivir con la certeza de que el Señor sigue en su trono, y que tarde o temprano juzgará a las naciones y traerá justicia. Pero mientras tanto, nuestro llamado es claro: confiar en Dios, vivir en obediencia y proclamar su Palabra, porque solo en Él está la verdadera esperanza para los pueblos.
Así que, aunque nuestros países estén en crisis y la corrupción avance, mantengamos firme nuestra fe. Recordemos siempre que “bienaventurada es la nación cuyo Dios es Jehová”. No pongamos nuestra esperanza en gobiernos o sistemas humanos, sino en el Rey de reyes y Señor de señores, que gobierna desde la eternidad y para siempre. En Él está nuestra confianza, y en Él está la única esperanza para un mundo en decadencia.
Con esta convicción, cada creyente debe convertirse en un testigo fiel de la gracia de Dios. No podemos quedarnos callados frente al pecado y la injusticia, sino que debemos ser luz en medio de la oscuridad. El mundo necesita escuchar que todavía hay esperanza, y esa esperanza tiene nombre: Jesucristo. Él es el único capaz de transformar corazones, restaurar sociedades y traer verdadera paz a las naciones. Que nuestro clamor sea siempre que Dios tenga misericordia de nuestras tierras y que más personas se vuelvan a Él en arrepentimiento y fe.