Dios es considerado como un ser supremo, es decir, alguien que supera en tamaño, poder e inteligencia a nosotros los humanos. Pero no solo es considerado así, sino que lo es en toda la extensión de la palabra. Para los creyentes esto no es un mito, ni un invento humano, ni una falacia construida por la religión. Es una realidad que proclamamos con certeza y de la cual damos testimonio. Por eso es importante que entendamos bien quién es Dios, porque muchas veces solo lo conocemos de manera superficial y no como Él realmente se revela en su Palabra.
Querido hermano, nuestro Dios es grande, poderoso y majestuoso. Sus atributos trascienden lo natural y no tienen límites. Su fuerza es incomparable, porque Él no tiene rivales. No existe alguien que pueda enfrentársele, ni en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra. Ese es nuestro Dios: inmenso, eterno y poderoso en batalla. Su poder sobrepasa lo ancho del mar, lo alto de los cielos y lo vasto del universo. Su sabiduría excede la inteligencia de los hombres y la ciencia más avanzada. Tan grande es nuestro Dios que ni siquiera los cielos pueden contenerlo. ¡Aleluya!
El salmista lo expresó con palabras que resuenan a lo largo de los siglos:
1 Señor, tú nos has sido refugio
De generación en generación.
2 Antes que naciesen los montes
Y formases la tierra y el mundo,
Desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios.
Salmo 90:1-2
Este pasaje nos enseña que Dios es eterno. Él existe desde antes que todo lo creado viniera a ser. Antes de que nacieran los montes, antes de que existiera la tierra y el mundo, ya Dios era Dios. Su existencia no depende de nada ni de nadie, porque Él es autosuficiente. Aquí se derrumba una de las mentiras más difundidas en algunos círculos evangélicos: esa idea de que Dios es Dios porque nos tiene a nosotros, como si sin nosotros estuviera incompleto, triste o limitado. Nada más lejos de la verdad. Dios no depende de los hombres para ser Dios. Él es perfecto en sí mismo, completo y glorioso desde la eternidad hasta la eternidad.
El salmista entendía bien esta verdad. Reconocía la grandeza de Dios y lo exaltaba como refugio eterno para su pueblo. Y nosotros también debemos reconocer que nunca llegaremos a conocer a Dios en su totalidad. Nos tomaría una eternidad y aún así no alcanzaríamos un conocimiento pleno de su ser, porque su grandeza es infinita. Pero esto no debe desanimarnos, al contrario, debe motivarnos a buscar conocerle cada día más a través de su Palabra y de la comunión con Él.
Conocer a Dios de manera bíblica transforma nuestra vida cristiana. No podemos vivir una fe madura si tenemos un concepto débil o erróneo de quién es Dios. Mientras más entendemos sus atributos, más crece nuestra fe, porque descubrimos que confiamos en un Dios que nunca falla, que siempre cumple sus promesas y que es absolutamente soberano. Al conocer su santidad, aprendemos a vivir en obediencia; al conocer su misericordia, descansamos en su perdón; al conocer su justicia, aprendemos a caminar en rectitud; al conocer su amor, vivimos con esperanza.
Por lo tanto, nuestro llamado es a profundizar cada día más en el conocimiento de Dios. No nos conformemos con una visión superficial. Escudriñemos las Escrituras, meditemos en sus atributos, contemplemos su grandeza en la creación y vivamos agradecidos por su gracia. Recordemos siempre que nuestro Dios es eterno, inmutable, santo y todopoderoso. Y que en ese Dios verdadero tenemos un refugio seguro de generación en generación.