La permanencia del amor, la fe y la esperanza

El capítulo 13 de la primera carta de Pablo a los Corintios es un gran sermón sobre el amor. ¿Qué es el amor? Creo que nunca llegaríamos a comprender en toda su plenitud el significado de esta palabra. Muchos lo definen como dar a los pobres, luchar por la patria, ayudar a los demás o tener un sentimiento fuerte hacia alguien. Sin embargo, cuando leemos lo que escribió el apóstol Pablo nos damos cuenta de que incluso esas cosas, por valiosas que parezcan, no alcanzan a expresar el verdadero amor de Dios.

La palabra “amor” viene de un término en latín que significa “pasión”. Y ciertamente, los seres humanos sentimos pasión por muchas cosas: el trabajo, el éxito, el arte, la familia, el conocimiento. Pero esa pasión, aunque intensa, no es lo mismo que el amor de Dios. El amor del que habla la Escritura no es simplemente un sentimiento humano, sino una realidad espiritual que transforma corazones. Por eso el apóstol Juan nos enseña una definición que sobrepasa toda filosofía: “Dios es amor”. Es decir, el amor no se limita a una emoción pasajera ni a una virtud humana; es parte de la esencia misma de Dios.

En el capítulo mencionado, Pablo habla de diferentes obras admirables: dar a los pobres, ofrecer la vida en sacrificio, poseer dones espirituales, hablar lenguas angélicas y hasta tener fe capaz de mover montañas. Sin embargo, añade con fuerza: “Si no tengo amor, nada soy”. Estas palabras nos confrontan, porque muchas veces pensamos que la vida cristiana se mide por lo que hacemos o por las habilidades que tenemos. Pero el apóstol nos recuerda que sin el amor de Dios en nosotros, todas nuestras obras pierden su verdadero valor.

Es fácil perder el enfoque de lo esencial. Con frecuencia nos inclinamos hacia logros visibles, ministerios exitosos o incluso al reconocimiento personal, olvidando que lo más importante es amar. Jesús mismo resumió toda la ley en dos mandamientos que están íntimamente relacionados con el amor: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo”. La vida cristiana auténtica no puede existir sin este fundamento. El amor es la raíz de toda obediencia y la motivación que da sentido a nuestra fe.

El apóstol Pablo concluye su enseñanza a los corintios con una frase poderosa:

Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.
1 Corintios 13:13

La fe es indispensable, porque sin ella es imposible agradar a Dios. La esperanza nos sostiene, recordándonos que somos peregrinos en la tierra y que tenemos una ciudad celestial preparada por el Señor. Pero, sobre todo, está el amor, que es eterno y que jamás pasará. La fe algún día se convertirá en vista cuando estemos en la presencia de Dios; la esperanza se cumplirá cuando recibamos lo prometido; pero el amor permanecerá para siempre porque proviene de la naturaleza misma de Dios.

Por eso, si queremos ser cristianos maduros, no basta con tener fe en las promesas ni con esperar en lo venidero. Debemos ser creyentes llenos de amor, reflejando el carácter de Cristo en todo momento. El amor verdadero no busca lo suyo, no se irrita fácilmente, no guarda rencor. Es paciente, bondadoso y se alegra en la verdad. Ese amor no se limita a palabras bonitas, sino que se manifiesta en hechos concretos: perdonando, sirviendo, compartiendo y mostrando compasión.

Pidámosle a Dios que nos haga creyentes llenos de amor, porque el amor cubre multitud de pecados y nos capacita para vivir en unidad. El amor genuino rompe barreras, restaura corazones heridos y nos acerca más a la voluntad del Padre. Que cada día podamos amar como Cristo nos amó, hasta el punto de dar su vida por nosotros. Ese es el estándar más alto, y aunque nunca lo alcanzaremos perfectamente en esta vida, debemos caminar en esa dirección, dejando que el Espíritu Santo nos moldee y nos enseñe a amar más y mejor.

Fíate de Jehová con todo tu corazón
¿Quién es el hombre para que te acuerdes de él?