Miles de millones de niños han nacido en toda la historia de la humanidad. Algunos de ellos han dejado un pequeño legado, otros han dejado un gran legado que ha trascendido generaciones, pero solo uno dejó una huella imposible de medir, un legado eterno que cambió el rumbo de la historia y de nuestras vidas. Ese niño no fue simplemente un personaje más en la humanidad, sino el Salvador del mundo: nuestro amado Señor Jesús. Nació de una madre como cualquier otro niño, en un pesebre humilde, pero su nacimiento no tiene comparación alguna, porque en Él se cumplían las promesas eternas de Dios y en Él se encontraba la esperanza de toda la humanidad.
Desde el momento en que Adán y Eva pecaron en el Edén, el mundo quedó sumergido en oscuridad, bajo la opresión y las cadenas del pecado. La humanidad entera ha vivido marcada por esa herida espiritual que la separó de Dios. Sin embargo, desde el principio, el Señor mostró su inmenso amor y su plan perfecto para restaurar lo que había sido dañado. A pesar de nuestro duro corazón y de nuestras constantes fallas, Dios nunca dejó de amar a su creación. Con paciencia y misericordia nos fue mostrando, a través de los profetas, que un día enviaría la luz verdadera para sacarnos de las tinieblas.
Una de las profecías más hermosas y claras fue la del profeta Isaías, quien anunció siglos antes el nacimiento de Jesús:
Mas no habrá siempre oscuridad para la que está ahora en angustia, tal como la aflicción que le vino en el tiempo que livianamente tocaron la primera vez a la tierra de Zabulón y a la tierra de Neftalí; pues al fin llenará de gloria el camino del mar, de aquel lado del Jordán, en Galilea de los gentiles.
Isaías 9:1
El final de este verso es profundamente esperanzador: la gloria de Dios brillaría en Galilea de los gentiles. Nosotros, los que no pertenecíamos al pueblo de Israel, estábamos en completa oscuridad y sin esperanza. Sin embargo, esa luz prometida también alcanzaría a los gentiles, a nosotros, para mostrarnos que el amor de Dios es universal y eterno. Aquello que parecía imposible para el hombre estaba en los planes de Dios: traer salvación a toda nación, lengua y pueblo.
El salmista y Job mismo se preguntaban con asombro: ¿qué es el hombre para que Dios se acuerde de él? La Biblia lo expresa así:
¿Qué es el hombre, para que lo engrandezcas,
Y para que pongas sobre él tu corazón,
Y lo visites todas las mañanas, Y todos los momentos lo pruebes?Job 7:17-18
A pesar de que somos tan pequeños y limitados, Dios se acordó de nosotros. No nos dejó hundidos en la desesperanza, sino que envió a su único Hijo, nacido en un pesebre en Belén, para ser nuestro Salvador. Ese niño creció, enseñó, sanó, murió en la cruz y resucitó al tercer día, y todo lo hizo para librarnos de las tinieblas y llevarnos a su luz admirable.
El mismo profeta Isaías también anunció claramente cómo sería este niño y qué representaría para la humanidad:
Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.
Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto.Isaías 9:6-7
Aquí vemos con claridad que el nacimiento de Jesús no fue un accidente ni una casualidad. Desde antes de la fundación del mundo, Dios ya había diseñado su plan de salvación. Este niño, Jesús, no sería simplemente un líder o un profeta, sino Dios mismo hecho carne, el Príncipe de Paz que reinaría para siempre. Su imperio no tendría límite y su justicia permanecería eternamente.
Por eso, hoy podemos levantar nuestras manos y alabar a Jesús, porque su nacimiento cambió la historia para siempre. Él transformó corazones, dio vida nueva y convirtió nuestro corazón de piedra en uno de carne sensible a su voz. Ese niño que nació en Belén sigue siendo el Rey de reyes y Señor de señores.
Tenemos el privilegio más grande del mundo: ser amados por Dios de manera incondicional. Ese niño nació, caminó entre los hombres, murió por nuestros pecados y resucitó para darnos vida eterna. Hoy vive en nuestros corazones y sigue iluminando con su luz a todo aquel que cree en Él. Que nunca olvidemos que en Jesús encontramos la esperanza, el gozo y la salvación que el mundo entero necesita.