Muchos hijos viven disgustados con el comportamiento de sus padres, por la dejadez que algunos expresan y por toda clase de irresponsabilidades. Aun así, muchos hijos decimos con resignación y amor: «Como quiera que sea este es mi padre». Es increíble cómo el corazón humano es capaz de amar incluso en medio de los defectos más notables. Y esto, aunque difícil, es bueno, porque muestra que el amor filial es profundo. Pero debemos recordar algo aún más extraordinario: nosotros tenemos un Padre celestial, el cual es perfecto, y en Él no hay un solo defecto. Su carácter no se ve afectado por debilidad, cansancio o error. Él siempre es fiel, justo y amoroso.
En el pequeño párrafo de apertura hablé un poco sobre el tipo de padre que expresa dejadez. Es justo reconocer que también existen padres terrenales responsables, cariñosos y buenos. Padres que procuran dar lo mejor a sus hijos, que se esfuerzan día a día para educarlos, alimentarlos y guiarlos. Sin embargo, aun los mejores padres humanos no pueden ser perfectos. Siempre habrá fallas, limitaciones o errores, porque todos somos seres humanos frágiles. Pero, repito con gozo: nuestro Dios es perfecto. Él es el mejor Padre del mundo, y debemos sentirnos sumamente privilegiados de tener un Padre celestial como nuestro Dios.
Dios no es de esos padres que se cansan de los hijos por lo malos que puedan ser, ¡no! Su paciencia sobrepasa toda medida humana. Él siempre nos está llamando al arrepentimiento, siempre nos da buenos consejos a través de Su Palabra para que podamos vivir como hijos obedientes. Como un Padre amoroso, no se rinde con nosotros; aunque tropecemos, Él nos espera con los brazos abiertos. Aun cuando no lo buscamos, Él nos busca. Su amor se mantiene firme y constante.
La Biblia dice:
El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.
2 Pedro 3:9
Este pasaje nos recuerda que Dios siempre nos espera. Él no se apresura a castigarnos como lo merecemos, sino que con gran paciencia nos da oportunidades para volver a Él. Una de las comparaciones más hermosas que podemos hacer está en la parábola del hijo pródigo. Allí encontramos a un padre y dos hijos. Uno de ellos decidió marcharse y vivir de manera desordenada, malgastando todo lo que había recibido. Llegó un momento en que perdió todo, incluso la dignidad, y deseaba comer de las algarrobas de los cerdos. Fue entonces cuando tomó la mejor decisión de su vida: regresar a casa, arrepentido. Y lo sorprendente no fue solo que regresara, sino cómo fue recibido.
Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
Lucas 15:20
¿Qué mérito tenía el hijo pródigo? ¿Acaso había hecho algo bueno para merecer tan cálida bienvenida? Todo lo contrario, había fallado gravemente. Sin embargo, el padre corrió hacia él, lo abrazó y lo restauró como hijo. Esa es la clase de amor que refleja nuestro Padre celestial. Nosotros no tenemos méritos, no hay nada bueno en nosotros, y aun así Él decide amarnos. Ese amor no se agota, no tiene fecha de vencimiento, es eterno. A pesar de nuestros pecados, de nuestras caídas y rebeldías, Dios nos sigue amando con un amor que sobrepasa todo entendimiento.
Querido lector, ¿no es esto maravilloso? Tener un Padre celestial perfecto que nos recibe aun cuando no lo merecemos, que nos corrige con paciencia y que nos ama con un amor inmenso. Ningún padre terrenal puede igualar esa grandeza, porque el amor de Dios es incomparable. Su amor es más alto que los cielos y más profundo que el mar. En sus brazos encontramos refugio, perdón y propósito. Así es nuestro Padre celestial: perfecto, paciente y lleno de misericordia.