Es muy fácil amar a nuestros amigos, incluso a veces se presenta como una obra cristiana ejemplar. Amar a quienes nos hacen bien no requiere gran esfuerzo, pues el corazón se siente naturalmente inclinado hacia la gratitud y la amistad. Sin embargo, amar a nuestros enemigos es otra historia: se trata de una obra divina, una acción que solo puede nacer de un corazón transformado por la gracia de Dios. La naturaleza humana rechaza la idea de amar a quien le hace daño, pero la enseñanza de Cristo nos conduce a un nivel de amor más alto y sublime.
Amar a quienes nos bendicen es fácil, pero no lo es amar a aquellos que viven en guerra contra nosotros, que nos critican, nos hieren o nos desean el mal constantemente. Y sin embargo, el Señor nos llama a ese tipo de amor, un amor que refleja el carácter de nuestro Padre celestial.
Veamos lo que nos dice el libro de Mateo respecto a este tema:
Es verdad, nos parece casi imposible amar a los enemigos. Pero Cristo mismo es nuestro ejemplo. Vino a los suyos y no lo recibieron. Fue maltratado, golpeado y crucificado, y aun así pronunció palabras llenas de gracia:
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Ese amor incondicional es el modelo que debemos imitar. Amar a los que nos odian no significa justificar el mal ni aceptar la injusticia, sino mostrar que en nuestro corazón reina Cristo y no el rencor. Cuando oramos por nuestros enemigos, no solo pedimos por su bienestar, también dejamos que Dios sane nuestra alma de la amargura y del deseo de venganza.
Muchas veces seleccionamos qué mandamientos obedecer, como si la Palabra de Dios fuese un menú a la carta. Somos capaces de aplicar el perdón solo a quienes nos agradan, y lo negamos a quienes más nos han herido. Pero el perdón en la Biblia no es negociable. Jesús no nos dejó espacio para decidir a quién amar y a quién no. El amor debe ser completo, incluso hacia los enemigos más difíciles.
Al final del pasaje, Cristo nos hace reflexionar: ¿qué mérito hay en amar solo a los que nos aman? Eso es natural y hasta los publicanos lo hacían. Incluso los gentiles, que no conocían a Dios, amaban a los suyos. Pero los hijos del Padre celestial están llamados a ir más allá, a demostrar un amor que no depende de las circunstancias ni de las acciones de los demás.
Amar a los enemigos es la marca de un corazón que ha sido transformado por el Espíritu Santo. No se trata de un sentimiento pasajero, sino de una decisión diaria de imitar al Señor. Es un amor que rompe cadenas, sana heridas y da testimonio poderoso del evangelio. Cada vez que respondemos con amor al odio, el mundo puede ver reflejado un poco más de Cristo en nosotros.
La conclusión de Jesús es clara: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. La perfección aquí no habla de impecabilidad humana, sino de un amor completo, íntegro y genuino. El amor que viene de lo alto y que abarca tanto al amigo como al enemigo. Ese es el estándar al que Cristo nos llama.