Muchas veces pensamos que Jesús anda bien lejos de nosotros, pero no es así: está más cerca de lo que imaginamos. El apóstol Pablo dijo: “Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos” (Hechos 17:28). Vivimos en Dios, porque Él es la vida misma. Si creías que Jesús está a kilómetros de distancia, no es así: Él está muy cerca; lo cierto es que, con frecuencia, no lo reconocemos.
Este artículo está basado en Lucas 24:16:
Mas los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen.
Se trata de una historia profundamente humana y a la vez gloriosa. Cristo ya había resucitado, pero los dos discípulos que iban camino a Emaús no lo reconocieron. Sus palabras revelaban desconsuelo: hablaban de “un profeta poderoso en obra y en palabra” que había sido crucificado, y de ciertas noticias sobre la tumba vacía que no terminaban de creer. Jesús, con firmeza y amor, les dijo: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!”. No era que les faltara información; era que su corazón estaba nublado por el dolor, el miedo y las expectativas equivocadas. Conocían los hechos, pero no veían al Señor detrás de ellos.
Nos parecemos a ellos más de lo que admitimos. También nosotros somos, a veces, “tardos de corazón”: hemos visto la mano de Dios en el pasado, hemos probado Su consuelo y Su provisión, y aun así dudamos cuando llega la prueba. “Señor, ¿dónde estás?”, preguntamos, como si Él se hubiera escondido. Sin embargo, en su misteriosa pedagogía, Dios permite que pasemos por temporadas en que nuestros ojos están “velados” para que aprendamos a depender de Su Palabra y no de nuestras sensaciones. Entonces, a su tiempo, Él abre nuestros ojos y reconocemos con mayor claridad la hermosura de Cristo.
Observa la paciencia del Maestro: en lugar de abandonar a los desanimados, camina a su lado. Lucas nos dice que Jesús “les declaró las Escrituras” comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, mostrando cómo todo apuntaba a Él. ¡Qué lección para nosotros! El Señor abre nuestras Escrituras antes de abrir nuestros ojos. Primero endereza nuestra comprensión; luego, transforma nuestras afecciones. El ardor que los discípulos experimentaron no fue producto de un impulso emocional, sino de una mente iluminada por la Palabra: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?”.
Los versículos 30 y 31 narran el giro decisivo:
30 Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.
31 Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista.
En la mesa, al partir el pan, sus ojos fueron abiertos. Palabra y mesa; Escritura y comunión. Dios suele usar estos medios de gracia para revelarnos a Cristo: cuando la Biblia es expuesta fielmente y cuando la iglesia comparte la mesa—ya sea en la sencillez de una comida fraterna o en la solemnidad del sacramento—el Señor se hace cercano. No siempre veremos señales extraordinarias; a menudo será en la sencillez de lo ordinario donde Cristo se manifiesta.
También aquí hay una advertencia: podemos caminar con Jesús y, sin embargo, no reconocerlo si nos aferramos a nuestras expectativas. Los discípulos esperaban un libertador político; el Resucitado se les acercó como un compañero de camino y un expositor de la Palabra. Cuántas veces buscamos a Cristo en lo espectacular y lo pasamos por alto cuando llega en forma de una promesa recordada, una oración respondida discretamente, una exhortación amorosa, una providencia a tiempo. El Señor está cerca: en el consuelo que llega por medio de un hermano, en la corrección que nos libra del tropiezo, en la paz que sobrepasa entendimiento cuando todo alrededor tiembla.
¿Qué hacer, entonces, cuando sentimos que nuestros ojos están velados? Primero, permanezcamos en el camino: no nos aislemos del pueblo de Dios. Segundo, pidamos lo que el salmista pedía: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley”. Tercero, sentémonos a la mesa: cultivemos la comunión cristiana, la oración en conjunto, la adoración congregacional. Cristo se deleita en darse a conocer en medio de su iglesia.
Lo mismo nos ha pasado a muchos: hemos vivido años con Cristo cerca y no lo veíamos. Pero por su pura misericordia, el Padre ha quitado el velo y nos ha permitido reconocer al Hijo. No somos mejores que aquellos discípulos ni más sabios que fariseos o escribas; somos deudores de gracia. Por eso proclamamos con humildad y gozo: “El Señor ha resucitado verdaderamente”.
Hermanos, no dudemos: Jesús está alrededor nuestro. Camina a nuestro lado cuando el ánimo decae, nos abre las Escrituras cuando la confusión nos cerca, parte el pan con nosotros cuando la soledad aprieta. Él está para consolarnos y hablarnos con sublime ternura. Que hoy arda nuestro corazón al oír su voz y que, al partir el pan, nuestros ojos sean abiertos para reconocer al Viviente que jamás nos ha dejado ni nos dejará.