En nuestra sociedad actual existe una fuerte obsesión por ser el primero, el más grande o el más exitoso. Desde muy pequeños se nos enseña a competir, a destacar por encima de los demás, y a medir nuestro valor por los logros alcanzados. Sin embargo, el evangelio nos presenta un camino totalmente diferente y, en muchos casos, contrario a lo que el mundo enseña. La grandeza en el reino de los cielos no se mide por títulos, riquezas, influencia o reconocimiento humano, sino por la humildad con la que caminamos delante de Dios. Esta verdad es la que Jesús quiso enseñar a sus discípulos cuando surgió entre ellos la pregunta: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?”.
La reflexión de hoy está basada en Mateo 18:1-5:
En aquel tiempo los discípulos vinieron a Jesús, diciendo: ¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?
2 Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos,
3 y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
4 Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.
5 Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe.
En las versiones de Marcos y Lucas sobre esta misma historia se dice que había una disputa entre los discípulos, ellos discutían sobre quién había de ser el mayor en el reino de los cielos. Para aclarar esa duda, Jesús toma un niño para ilustrarlos y les dice que cualquiera que se humillare como un niño será el mayor:
y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande.
Lucas 9:48
Me llama mucho la atención la última parte del versículo 48 de Lucas 9: porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande. Cualquiera en su mente humana pensaría que para lograr un buen puesto en el reino de Dios debe alcanzar cierto nivel aquí en la tierra, humanamente hablando. Pero Jesús nos enseña lo contrario. Jesús nos dice que para ser grandes allá, debemos ser pequeños aquí. Es más, nos enseña que si no somos así, ni siquiera entraremos al reino de los cielos (Mt 18:3). Cualquiera que se humillare como un niño, será mayor en el reino de los cielos (Mt 18:4).
Cuando Jesús coloca a un niño en medio de sus discípulos, no lo hace al azar. El niño representa pureza, sencillez, dependencia y confianza. Los pequeños no tienen grandes ambiciones de poder ni cargan con el orgullo que caracteriza a los adultos. Más bien viven confiados en la provisión de sus padres. De la misma forma, el creyente está llamado a confiar plenamente en su Padre celestial, a no buscar reconocimiento personal, sino a vivir en dependencia de su gracia. Esta es la verdadera esencia de la grandeza en el reino de Dios.
Cuántos creyentes hoy se dejan seducir por los aplausos de los hombres. Algunos buscan notoriedad en los púlpitos, posiciones de liderazgo, influencia en la iglesia o prestigio social, pensando que allí está la grandeza. Sin embargo, olvidan las palabras del Señor en Mateo 23:12: porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Es triste cuando el orgullo espiritual invade el corazón, porque lo que debería ser un servicio humilde al Señor se convierte en un intento de alimentar el ego personal.
La enseñanza de Jesús es clara: en su reino no caben los orgullosos. La grandeza no está en cuánto sabemos, cuánto hacemos o cuánto nos reconocen, sino en cuánto servimos y cuánto nos humillamos. Recordemos que nuestro Señor mismo, siendo el Hijo de Dios, no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (Marcos 10:45). Si Él, siendo Dios, se humilló hasta lo sumo, ¿cómo no habremos de imitar su ejemplo?
El apóstol Pablo también nos exhorta a tener este mismo sentir de humildad en Filipenses 2:3-5: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. Ser como niños no significa ser inmaduros, sino sencillos, confiados, humildes y dispuestos a aprender y a depender de Dios en todo.
Amado hermano que lee este artículo, nunca olvide que mientras más pequeños somos, más grandes seremos allá. No permitamos que nada alimente nuestro ego ni que nos creamos superiores a los demás. Sigamos siendo humildes, sirviendo a todos nuestros hermanos en el amor del Señor. Porque al final, lo que cuenta no es cuántos títulos o reconocimientos obtuvimos, sino cuánto reflejamos el carácter de Cristo. Y ese carácter siempre se expresa en servicio, sencillez y humillación.
Pidamos a Dios que nos libre del orgullo y que nos ayude a tener un corazón como el de un niño: humilde, confiado y obediente. Recordemos siempre que en el reino de los cielos, la verdadera grandeza no se mide por lo que el mundo admira, sino por cuánto nos parecemos a Cristo en su mansedumbre y servicio. Que esta verdad transforme nuestra manera de vivir y nos impulse a seguir el ejemplo del Maestro, sabiendo que el que se humilla será enaltecido por Dios en su tiempo perfecto.