Jesús: La piedra desechada por los edificadores

El pueblo de Israel sabía que había de venir el Mesías, porque así lo anunciaron los profetas desde tiempos antiguos. Pasajes como Isaías 9:6, Miqueas 5:2 y Zacarías 9:9 dejaban en claro que Dios enviaría a su Ungido para traer salvación. Sin embargo, la expectativa de muchos israelitas estaba distorsionada. Ellos no esperaban un Mesías que los librara del pecado y de la ira de Dios, sino un libertador político que rompiera las cadenas del imperio romano que los dominaba en aquel tiempo. Por esa razón, cuando Cristo vino, no lo recibieron como el Hijo de Dios, cumpliéndose lo que dice el evangelio de Juan: “A los suyos vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11).

Durante su ministerio, Jesús realizó incontables milagros entre el pueblo de Israel. Sanó enfermos, dio vista a los ciegos, limpió leprosos, multiplicó panes y peces, e incluso resucitó muertos. Nadie antes había hecho semejantes señales, y aun así fue menospreciado y rechazado. El desprecio llegó al punto de que lo entregaron para ser crucificado como si fuese un criminal más. El hecho de que la muerte de Cristo formara parte del plan soberano de Dios no exonera de culpa a quienes le entregaron, pues ellos actuaron con maldad. Esto lo confirma Pedro en su primer discurso después de Pentecostés:

“Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:22-23).

Este pasaje demuestra claramente la tensión entre la soberanía de Dios y la responsabilidad humana. Cristo fue entregado conforme al plan eterno del Padre, pero quienes le crucificaron lo hicieron voluntariamente, desechando al Hijo de Dios. Los fariseos, escribas y gran parte del pueblo gritaron “¡Crucifícale!”, mostrando la dureza de sus corazones. Al día de hoy, muchos judíos continúan esperando un Mesías, sin reconocer que aquel prometido ya vino, murió y resucitó hace más de dos mil años.

La Biblia insiste en que Jesús, el rechazado por los líderes, es precisamente el escogido de Dios:

“Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo” (Hechos 4:11).

Aunque los judíos lo rechazaron, Dios lo exaltó hasta lo sumo. Jesús es la piedra angular sobre la cual se edifica la verdadera iglesia, y en ningún otro hay salvación. Esta verdad sigue siendo vigente hoy, porque nuestra sociedad también rechaza a Cristo. El mundo moderno construye sobre sistemas políticos, filosofías humanas, ideologías pasajeras y proyectos personales, mientras menosprecia al que es la única roca firme. Pero si nuestra vida o nuestra sociedad no está cimentada en Cristo, todo lo demás se derrumba, pues “si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican” (Salmo 127:1).

Muchas veces señalamos al pueblo de Israel diciendo: “¡Qué perversos fueron al rechazar a Jesús!”. Sin embargo, no somos mejores que ellos. Todos nosotros, en nuestra naturaleza pecaminosa, hemos rechazado a Cristo en algún momento. La única diferencia es que, como canta Marcos Vidal, “sus ojos estaban vendados, mas Tú, en tu infinito amor, te nos has revelado”. Es decir, la gracia de Dios ha quitado el velo de nuestros ojos para que podamos ver y creer en Cristo.

Este Jesús, despreciado por los hombres, ha sido constituido por Dios como Rey de reyes y Señor de señores. Tiene suprema autoridad sobre todas las cosas y ha recibido un nombre que es sobre todo nombre. Como dice la Escritura: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Esa es nuestra esperanza, y esa debe ser también nuestra proclamación: Jesucristo, el rechazado, es hoy la piedra viva sobre la cual descansa nuestra fe y nuestra salvación.

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