En el segundo libro de Samuel capítulo 7 Dios envía a un profeta a darle buenas palabras al rey David y a la vez afirmar su reinado, estableciendo que su hijo edificaría la casa del Señor. Este mensaje fue un acto de fidelidad divina, una muestra de que Dios no solo estaba respaldando a David como rey, sino también confirmando que Su propósito se extendería a través de su descendencia. David estaba gozoso en gran manera al escuchar estas palabras, pues Dios había sido bueno y misericordioso con él, guiando cada paso de su vida desde sus humildes comienzos hasta el trono de Israel.
La promesa de que su hijo edificaría la casa del Señor era más que un simple mandato de construcción; era una señal de que la presencia de Dios continuaría con Israel, y que Su nombre sería exaltado de generación en generación. Esto también anticipaba la llegada de Aquel Hijo prometido que un día establecería un reino eterno, Jesucristo. Por lo tanto, las palabras dichas a David tenían un peso profético que trascendía a su propia vida y llegaban hasta el cumplimiento perfecto en Cristo.
Luego de las palabras que Dios le dio a David, este agradeció a Dios de la siguiente manera:
22 Por tanto, tú te has engrandecido, Jehová Dios; por cuanto no hay como tú, ni hay Dios fuera de ti, conforme a todo lo que hemos oído con nuestros oídos.
23 ¿Y quién como tu pueblo, como Israel, nación singular en la tierra? Porque fue Dios para rescatarlo por pueblo suyo, y para ponerle nombre, y para hacer grandezas a su favor, y obras terribles a tu tierra, por amor de tu pueblo que rescataste para ti de Egipto, de las naciones y de sus dioses.
24 Porque tú estableciste a tu pueblo Israel por pueblo tuyo para siempre; y tú, oh Jehová, fuiste a ellos por Dios.
2 Samuel 7:22-24
David no utilizó sus palabras para expresar cuán grande fue como rey, pues este sabía que todo lo que había logrado venía de la mano de Dios. Desde aquellos osos y leones que él derrotaba siendo un simple pastor de ovejas, hasta aquel gigante que atemorizaba al pueblo de Israel y que cayó con una piedrecita, todas esas victorias, pequeñas o grandes, fueron ganadas porque la mano de Dios estaba sobre él. Reconocer la soberanía de Dios en cada logro es un ejemplo claro de la verdadera humildad.
Si algo David tenía seguro era que no había otro Dios. Por eso exclamó: «Por tanto, tú te has engrandecido, Jehová Dios». Estas palabras encierran una gran lección para nosotros: las grandes cosas que suceden en nuestra vida no son nuestras obras, sino el reflejo del poder de Dios. Nosotros no merecemos mérito alguno, toda la gloria y la honra debe ser única y exclusivamente para Él. Muchas veces, el ser humano se exalta por logros personales, pero olvidamos que sin la gracia y dirección del Señor nada es posible.
El rey también reconocía la forma en la que Dios había apartado a Israel para Sí como pueblo amado. Israel no era cualquier nación; había sido escogida, rescatada de Egipto y establecida como pueblo santo para Dios. Esa elección mostraba la fidelidad del Señor a Su pacto, aun cuando el pueblo muchas veces se desviaba. Esto debe recordarnos que el amor de Dios no se basa en nuestros méritos, sino en Su pacto y misericordia eterna.
Hoy nosotros, por medio de Jesucristo, también hemos sido hechos parte de ese pueblo escogido. La obra redentora de Cristo nos ha injertado en el pacto, de manera que ahora somos linaje escogido, real sacerdocio, nación santa y pueblo adquirido por Dios (1 Pedro 2:9). Así como David reconoció la grandeza de ser llamado pueblo de Dios, también debemos nosotros reconocer con gratitud que ya no somos extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.
En conclusión, la oración de David en 2 Samuel 7 no es solo un testimonio histórico, sino una enseñanza vigente para nosotros hoy. Nos muestra la importancia de reconocer que todo lo que tenemos y somos viene de Dios. Nos recuerda que debemos vivir con gratitud, adoración y dependencia absoluta del Señor. Y nos asegura que así como Dios fue fiel con David e Israel, también será fiel con nosotros, Su iglesia. Al igual que David, levantemos nuestra voz para decir: «No hay como Tú, Jehová Dios», y vivamos cada día confiando en Su fidelidad eterna.