Este pueblo de labios me honra

Jesús siempre habló en contra de las malas prácticas de los fariseos y escribas, ya que estos eran del tipo de líderes que aparentaban estar muy limpios por fuera, pero por dentro estaban como unos sepulcros blanqueados. Dios no quiere que seamos como ellos, Dios desea que podamos vivir una santidad plena, y no una hipocresía vestida de santidad que hace creer a los hombres que somos dioses.

Jesús dijo a los escribas y fariseos:

7 Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo:

8 Este pueblo de labios me honra; Mas su corazón está lejos de mí.
Mateo 15:7-8

En aquel entonces se vivía una situación muy molesta con estos líderes en Israel, y Jesús supo identificarlo muy bien y no sólo lo identificó sino que no lo dejó pasar por alto y cada vez que tenía la oportunidad de decirles en sus caras lo que estaban haciendo mal, lo hacía.

Hoy en día sufrimos una situación muy similar, y es que hay un grupo de personas que intenta poner lo de fuera como lo más importante de todo en la vida cristiana, rebajando los principios bíblicos a tal grado que quedan completamente olvidados y se crean nuevas doctrinas que confunden a las personas.

Por otro lado, a veces creemos que honrar a Dios es solamente gritar fuertemente aleluya, pero honrar a Dios va más allá de las palabras, se trata de honrarle con nuestras vidas todos los días.

Así que, queridos hermanos, vivamos una vida que honre a Dios cada segundo y prosigamos al blanco de la soberana vocación que es nuestro amado Señor Jesucristo.


Cuando Jesús denunció la hipocresía de los fariseos, no lo hacía con la intención de humillarlos, sino de llamarles al arrepentimiento. Su confrontación era un acto de amor, porque Él sabía que aparentar santidad no conduce a la vida eterna. Este ejemplo nos enseña que no basta con lucir piadosos ante los demás, sino que lo importante es la condición de nuestro corazón delante de Dios. Lo que el hombre no ve, Dios lo conoce en lo profundo.

El profeta Isaías, citado por Jesús, hablaba de un pueblo que decía las palabras correctas, pero su vida estaba vacía de obediencia real. De la misma forma, muchos hoy repiten frases religiosas, levantan las manos en adoración o incluso sirven en la iglesia, pero su estilo de vida refleja desobediencia, falta de amor y ausencia de comunión con el Señor. El cristianismo no es apariencia, es transformación verdadera por medio del Espíritu Santo.

La advertencia de Jesús también aplica a nuestra generación porque el riesgo de caer en la religiosidad externa es muy alto. Vivimos en tiempos en que la imagen lo es todo: lo que mostramos en redes sociales, la apariencia física, la manera de hablar en público. Sin embargo, Dios no se impresiona con nada de eso, sino que examina lo más íntimo de nuestro ser. Lo que realmente vale delante de Él es una vida íntegra, sincera y consagrada a su voluntad.

Un ejemplo práctico de esto es cuando nos preocupamos más por cómo nos ve la congregación que por cómo nos ve Dios en lo secreto. Podemos tener títulos, posiciones o reconocimiento humano, pero si nuestro corazón está lejos del Señor, de nada sirve. Jesús dijo que todo árbol se conoce por sus frutos, y los frutos del Espíritu (amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza) son la evidencia real de una vida regenerada.

Por eso, debemos examinar constantemente nuestro corazón y preguntarnos: ¿lo que hago, lo hago para agradar a Dios o para impresionar a los hombres? Una fe auténtica busca glorificar al Padre en lo secreto y en lo público, en lo grande y en lo pequeño. Esa es la diferencia entre un cristiano verdadero y un religioso de apariencia.

Honrar a Dios con nuestra vida implica obedecer sus mandamientos, vivir en santidad y practicar la justicia en todas nuestras acciones. No se trata solo de palabras, sino de hechos que respalden nuestra fe. Cada decisión diaria, por pequeña que parezca, refleja si realmente estamos caminando en integridad delante del Señor. La obediencia, aunque cueste, siempre será la mejor manera de mostrar nuestro amor hacia Él.

En conclusión, la enseñanza de Jesús sigue vigente: no podemos ser cristianos de labios solamente. Dios busca corazones sinceros que le sirvan con verdad y transparencia. Dejemos a un lado la apariencia externa y vivamos un evangelio real, que se note en nuestras acciones, en la manera en que tratamos al prójimo, en cómo administramos nuestro tiempo y recursos, y en cómo reflejamos el carácter de Cristo. Que no se diga de nosotros que honramos a Dios solo con palabras, sino que se vea en toda nuestra manera de vivir. Así estaremos cumpliendo con nuestro llamado de proseguir hacia la meta en Cristo Jesús, sin hipocresía y con un corazón puro delante del Padre.

La importancia del amor
Dios conoce los pensamientos de los hombres