El mayor privilegio que ha tenido este mundo es haber recibido a Dios hecho carne. En la historia muchos hombres de renombre han pisado este mundo, y muchos de ellos los recordamos al día de hoy, nos hablan de ellos en los libros de historias. Pero hay alguien llamado Jesucristo que sobrepasa la importancia de cada ser que ha pisado este mundo, puesto que es el único que fue capaz de entregarnos la salvación de nuestras almas, demostrando un amor que es indescifrable. Ningún emperador, filósofo, sabio o líder político puede compararse con Él, porque Cristo no vino solo a dejar enseñanzas morales, sino a entregar su propia vida en rescate por muchos.
La muerte de Cristo en la cruz nos regaló el más grande tesoro: «Ser hijos de Dios». No existen cursillos para ser hijos de Dios, no existen obras por las cuales podamos ganarnos este preciado título, lo único que nos hace hijos de Dios es la muerte de Cristo en la cruz, ya que por Él somos justificados y salvos de nuestras maldades, por lo cual, salvos de la ira de Dios. La filiación divina no se alcanza por méritos humanos, ni por tradiciones religiosas, sino por la fe en el sacrificio de Jesús. Es un don inmerecido que cambia nuestra identidad para siempre: de enemigos de Dios pasamos a ser llamados sus hijos amados.
La Biblia dice:
12 Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios;
13 los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
Juan 1:12-13
Cuando Cristo vino a morir por nosotros muchos lo negaron, por eso dice las Escrituras: «A los suyos vino y no le recibieron». Y aún al día de hoy hay muchos que no aceptan a Jesús como el Salvador, sino que lo ven como cualquier otro hombre, y esto es un grave error. Cristo no es un simple maestro ni un profeta más: Él es Dios mismo encarnado, el sol de la mañana, la luz verdadera que vino al mundo. Su valor es infinito porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad. Rechazarlo es rechazar la vida misma, pero recibirlo es entrar en una nueva relación de amor con el Padre.
Y lo que nos hace realmente hijos de Dios es que creamos que Cristo es Dios, que se hizo hombre y habitó entre nosotros y a través de su muerte nos dio un nuevo nacimiento, un nacimiento espiritual. No se trata de un simple cambio de religión, sino de una transformación radical del corazón. Nacer de nuevo implica dejar atrás la vida vieja, el dominio del pecado, y empezar una vida nueva en el Espíritu, guiada por la verdad de la Palabra. Este nuevo nacimiento es obra exclusiva de Dios, y es lo que nos permite llamarle «Padre» con confianza.
¿Te imaginas todo lo que le costó a Jesús hacernos hijos de Dios? Le costó humillarse a sí mismo, dejar su trono de gloria, despojarse de todo privilegio divino y hacerse siervo. Le costó sufrir el rechazo de los hombres, ser golpeado, escupido y finalmente crucificado. Le costó cargar con nuestros pecados y experimentar la separación del Padre en la cruz. Todo ese dolor tuvo un propósito: abrirnos la puerta de la adopción espiritual para que ahora tengamos acceso directo al trono de la gracia. Somos hijos porque Él decidió sufrir en nuestro lugar.
Por lo tanto, mantengamos nuestra creencia en Jesús y vivamos cada día recordando que somos hijos de Dios, por lo cual, debemos actuar diferente a los demás. Si somos hijos de la luz, debemos andar como hijos de la luz. No podemos conformarnos a este mundo ni vivir en tinieblas. Nuestra identidad como hijos de Dios nos llama a la santidad, a la obediencia, a la gratitud y al amor fraternal. Recordemos siempre que no somos huérfanos, tenemos un Padre que nos cuida, un Salvador que nos redimió y un Espíritu que nos guía. Vivamos como herederos del cielo, con la certeza de que un día veremos cara a cara a nuestro Padre eterno.
Ser hijo de Dios no es un título pasajero, es una realidad eterna. Es el mayor privilegio y la mayor responsabilidad. Seamos agradecidos, firmes en la fe y testigos de ese amor que un día nos alcanzó. Y cuando el mundo intente negar a Cristo o reducirlo a un simple personaje histórico, recordemos que para nosotros Él es todo: Salvador, Redentor, Señor y el motivo por el cual hoy podemos llamarnos con gozo «hijos de Dios».