Temblando a la Palabra de Dios

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charles spurgeon 4

La pintura de retratos es un gran arte. Muchos lo intentan, pero los maestros de ese arte son escasos. En la Palabra de Dios contamos con una galería de retratos tan fieles, tan sorprendentes, que únicamente la mano del Señor podría haberlos pintado. La mayoría de nosotros nos hemos sobrecogido al ver allí nuestro retrato. Lo mejor de todo es que al pie de cada pintura, tenemos el juicio del Señor sobre el carácter, de tal forma que somos capaces de formarnos una valoración de cuál es nuestra verdadera condición delante del Señor. Aquí tienen a un hombre dibujado vívidamente: es pobre y de espíritu humilde, y tiembla a la Palabra del Señor. Aquí, también, comprueban la valoración del Señor acerca de él: «Pero miraré a aquel.»

Espero reflexionar primordialmente sobre el carácter descrito en las palabra finales, «y que tiembla a mi palabra.» Vamos a complementar nuestro texto con el versículo cinco: «Oíd palabra de Jehová, vosotros los que tembláis a su palabra.» Este temblor es, en la opinión de Dios, un admirable rasgo de su carácter. El glorioso Jehová, desde Su trono en el cielo, habla de las personas humildes de espíritu, que tiemblan a Su Palabra: y luego el profeta toma el acorde y clama: «Oíd palabra de Jehová, vosotros los que tembláis a su palabra.» Es una muy grande misericordia que haya descripciones en la Palabra de Dios sobre santos que caen muy bajo, y alcanzan los más débiles grados de gracia, y los más tristes estados de ánimo. Algunas veces encontramos a los hijos de Dios sobre las alturas: su vida espiritual es vigorosa, y su gozo interno abundante. Cuando les describimos a los santos que se encuentran en esa condición, muchas personas del tipo de Poca Fe y de Desaliento, claman de inmediato: «¡Ay, yo lo desconozco! ¡Quisiera experimentar eso, pero, lamentablemente, no es así!» Ellos se desalientan gravemente por esas mismas cosas que deberían levantar sus espíritus y estimular sus deseos: pues, en verdad, si un creyente es capaz de escalar las Montañas Deleitosas, hay mayor esperanza de que otro pueda también lograrlo. Sin embargo, debemos dar gracias a Dios porque, en Su inapreciable Escritura, ha pintado para nosotros retratos del creyente en su abatimiento. En la galería de cuadros de las personas salvadas por fe, encontramos tanto a Rahab como a Sara, al descarriado Sansón así como al santo Samuel. En el registro de familia del Señor, tenemos los nombres de creyentes que fueron débiles, y tristes y deficientes. En ese sagrado registro tenemos también ejemplos de hombres indudablemente llenos de gracia, que se encontraron en condiciones muy penosas e indeseables. Se habla de hombres pertenecientes al pueblo de Dios cuando sus almas están enfermas, cuando la gracia se encuentra en un nivel muy bajo, y cuando el gozo está eclipsado. El pueblo de Dios es reconocido como tal en la Escritura, cuando es época de invierno en sus espíritus, y la gracia se queda adormecida como savia paralizada en el árbol. El Señor reconoce la vida espiritual en los Suyos, aun cuando haya poca evidencia de ella, y esa evidencia sea confusa. Es sumamente alentador que las Escrituras mencionen evidencias que, aunque sean pequeñas, son seguras.

Conozco a muchos del pueblo de Dios que han sido grandemente consolados por el texto: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.» «Oh,» han dicho, «sentimos efectivamente amor por todo el pueblo de Dios, sea quien sea; y si esa es una evidencia de gracia, contamos con esa evidencia.» Los apóstoles podían decir: «Lo sabemos, y estamos muy seguros de ello, que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos;» por tanto, nosotros también podemos sentirnos alentados a gozar de la misma segura confianza en que, asimismo, hemos pasado de muerte a vida, por nuestro sentido de amor a los santos. Algunos de ustedes podrían considerar que esta es una base incierta de consuelo; pero yo doy testimonio que es como una madriguera de conejos entre las rocas; un resguardo muy seguro del enemigo.

Hay una evidencia muy especial, también, en la que Dios habla de aquellos que piensan en Su nombre: «Y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre.» Si nuestros pensamientos descansan amorosamente en el nombre del Señor, este es un signo salvador; y, sin embargo ¡cuán pequeño parece! Los pensamientos son como la paja, pero muestran en qué sentido sopla el viento. En verdad, la red de consuelo del Señor tiene mallas lo suficientemente pequeñas para retener al pez más pequeño.

Además, es también muy consolador que el Señor diga: «Alabarán a Jehová los que le buscan; vivirá vuestro corazón para siempre.» Aun los buscadores vivirán. Aunque todavía sean buscadores más bien que poseedores, tienen la promesa del Señor de vida eterna. Aunque solamente estén buscando, y hayan desfallecido en la búsqueda, el amor que los impulsó a buscar, los hará seguir adelante.

Esta es, ciertamente, una bendita palabra: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» «Yo invoco Su nombre,» dijo alguien, «yo sé que lo hago. Estoy clamando a Él en oración. Yo deseo que sea perpetuado en mí Su nombre. Lo escojo por mi Dios , y me entrego a Él; si eso es invocar el nombre del Señor, entonces, en verdad, yo soy un hijo de Dios.» Este precioso pasaje ha sido un sostén especial para mi propio corazón en momentos de gran angustia de espíritu. Yo sé que invoco el nombre del Señor, y seré salvo.

Cuán a menudo, también me he dicho: «¡Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo!» Ver aunque sea un rayo de luz, es evidencia concluyente que ya no soy un ciego. El ojo que puede ver un solitario rayo de luz, tiene una evidencia más clara de haber sido restaurado, de ser posible, que si viviera bajo los reflectores de la luz del sol; pues si puede ver un sólo rayo, entonces no sólo está allí la vista, sino que está allí en abundancia. El hombre que puede confiar en Jesús, cuando la gracia está en su nivel más bajo en su propia alma, no es de ninguna manera un hombre de poca fe, sino que más bien es un hombre de vigorosa confianza.

Queridos amigos, regocíjense porque el Señor, en Su infinita misericordia, se ha dignado expresar las palabras de mi texto, pues sirven de una muy confortable evidencia para el pueblo de Dios. Hay un himno que los cantores del Jubileo solían cantar, que comienza: «Colúmpiate bajo, dulce carro.» Me temo que no sé lo que los cantores quieren decir con esa expresión. Por tanto le doy mi propia interpretación, y digo que estoy muy contento cuando una promesa se columpia tan bajo que me puedo subir a ella. En verdad, una promesa de Dios es un carro tapizado de amor, jalado por corceles alados que transportan nuestros corazones a lo alto; y es una misericordia cuando se columpia tan bajo como este texto: «Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.»

«Tiembla a mi palabra.» Esta es la descripción para la cual pido su atención. Aquí están los hombres elegidos a los que mira el Señor, y con quienes mora. Ellos no son los hidalgos de la tierra, sino los elegidos del cielo. Ellos no bailan, sino tiemblan; y sin embargo, tienen mayor razón para estar felices que aquellos que pasan sus vidas en la risa.

Indaguemos en lo relativo a estos elegidos, primero: ¿quiénes son estas personas que tiemblan a la Palabra de Dios? En segundo lugar, preguntémonos, ¿por qué tiemblan? ¿De dónde proviene su humildad de espíritu, y su humillación delante del Señor? Luego, a continuación, daremos un vistazo a una comparación que es utilizada aquí, y responderemos la pregunta: ¿a qué los compara Dios? ¿Qué dice Dios que hará por ellos? Permítanme leerles el pasaje: «Jehová dijo así: El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.» Allí comprueban que Dios prefiere al hombre que tiembla, que al templo, y al de corazón contrito hace una mayor promesa, que al santuario consagrado de Su gloria. ¡Que el Espíritu Santo bendiga estas meditaciones!

I. Ayúdenme con sus oraciones mientras procuro responder la pregunta: ¿QUIÉNES SON ESTAS PERSONAS QUE TIEMBLAN A LA PALABRA DE DIOS? Me parece que oigo clamar a sus corazones: «¡oh, que fuéramos contados entre ellos! Permítanme comenzar a responder la pregunta diciéndoles QUIÉNES NO SON ESTAS PERSONAS.

No son un pueblo orgulloso: no claman: «¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz?» Ellos oyen con humildad; oyen la Palabra de Dios, e internamente reverencian al amonestador celestial. Ya no son más ni descuidados ni temerarios, pues la voz del Señor los ha reorientado. Han inclinado su cabeza delante de Jehová, y escuchan con embelesada atención todo lo que Él diga. Pues son como el niño Samuel cuando dijo: «Habla, Jehová, porque tu siervo oye.» Reciben la enseñanza, y son humildes, y de ninguna manera pertenecen a la escuela de los que corrigen al infalible, y juzgan al que no se equivoca.

No son un pueblo profano, eso es claro: no se mofan ni del pecado ni de la Palabra de Dios. Es una terrible señal de dureza de corazón cuando un hombre no encuentra otro libro de chistes tan disponible a sus manos como la Santa Escritura. Si los hombres quieren jugar con palabras, no siempre deben ser culpados por ello; pero deberían bastarles las palabras del hombre para su diversión, y no tomar la Palabra de Jehová para convertirla en su pelota de frontenis. Ciertamente el alma del hombre es perversa cuando trata la Palabra del Señor con ligereza, y la considera igual que la palabra de Shakespeare o Spencer. Esos no son los hombres que tiemblan a la Palabra de Dios, sino son todo lo contrario. No les importa ser descritos así; de hecho, rechazan la idea de temer al Libro que desprecian. Hay algunos que son descaradamente burladores. Tuercen los textos de la Escritura; los pervierten para escarnecerlos. Ridiculizan incluso al bendito Cristo de Dios; y ni siquiera el Espíritu Santo se ha librado de sus expresiones profanas, aunque sea una cosa temible hablar mal de Él. No, el hombre orgulloso, y el hombre profano, están tan lejanos como los polos, del hombre que tiembla a la Palabra de Dios.

Debo incluir en la misma lista a los indiferentes, ya que los que temen al Señor no son personas indiferentes. Contamos entre nosotros con una clase que nos causa gran angustia de corazón. No es probable que se burlen de la Palabra de Dios, pero no tiene poder sobre ellos; no la escarnecen, pero no se alimentan de ella. Tienen el suficiente tacto y sentido para no convertirse en infieles, pero no dan la debida importancia a la verdad que aceptan. El Libro de Dios permanece en sus casas honrado pero sin ser leído. No se preocupan de ir y escuchar las explicaciones acerca de su significado; o si, por pura costumbre, asisten con regularidad a la casa de Dios, oyen el Evangelio, pero les entra por un oído y les sale por el otro. Como el rey de Francia que fue traído a Londres con gran ceremonia, pero no era sino un prisionero del Príncipe Negro (1), así está la Biblia empastada en piel y con adornos de oro, pero es mantenida encadenada. No hay una consideración práctica para ella, no le dan ningún peso, no la escudriñan, no meditan sobre ella, no la aplican a su conciencia ni a su vida diaria. Los que descuidan la gran salvación no pueden ser descritos como que tiemblan a la Palabra de Dios. Ponen lejos de sí una consideración de la ley del Altísimo, y viven como si se les hubiese otorgado licencia para actuar como se les dé la gana. ¡Oh, amigos, las almas indiferentes no pueden ser contadas con las que tiemblan a la Palabra de Dios!

Este no era un pueblo ni escéptico ni crítico. Ellos temblaban a la palabra de Dios, y no se sentaban en el trono de infalibilidad usurpada, y citaban a la Escritura a su tribunal. Abundan hombres hoy en día (me duele decir que algunos de ellos están en el ministerio) que toman la Biblia, no para que ella los juzgue, sino para juzgarla. Su juicio pone en la balanza la sabiduría del propio Dios. Hablan de manera sumamente altiva, y su arrogancia se exalta a sí misma. ¡Oh, amigos, no sé cómo se sientan en relación al escepticismo prevaleciente en esta época, pero yo me siento enfermo del corazón! Yo evito los lugares donde haya alguna probabilidad de escuchar expresiones de hombres que no tiemblan a la Palabra de Dios. Me aparto de la multitud de libros que propugnan por la duda y el error. Ese mal es demasiado doloroso para mí. Si me contentara con ser un ismaelita, y mi mano fuera contra todos, buscaría a estos grupos, pues allí encontraría que cada facultad de mi ser es convocada a la guerra: pero como yo amo la paz, me enferma y me entristece reunirme con los enemigos de mi alma. Si yo supiera que el nombre de mi madre podría ser difamado en un cierto círculo, me mantendría alejado de él; si yo supiera que el carácter de mi padre podría ser arrastrado en el fango, me iría lejos para no escuchar un sonido tan ofensivo. Preferiría ser sordo y ciego, antes de oír o leer las falsedades modernas que, en estos tiempos, tan a menudo hieren mi espíritu.

Siento más y más una ternura por la verdad de Dios semejante a la que siento por el buen nombre de mi esposa o de mi madre. Yo desearía que los denostadores modernos tuvieran alguna compasión de nosotros, los viejos creyentes, para quienes ese tipo de plática representa una gran tortura. Pueden guardarse sus dudas para el consumo en su casa. Cuando un hombre iba a proferir un juramento, un sabio le pidió que se esperase hasta que estuviera muy lejos del pueblo, para que nadie pudiera oírlo; pues podría ofender al oído cristiano. Cuando un hombre tiene algo que decir en contra de la verdad eterna de Dios, que lo diga a quienes les gusta escuchar eso: sus compañeros y admiradores. Pero en cuanto a nosotros, estamos resueltos a no ser torturados por este tipo de cosas: no podemos soportarlo; y no permaneceremos en medio de quienes nos salpican con eso. «Oh, pero ¿estás abierto a ser convencido?» No estamos abiertos a ningún convencimiento que sea contrario a la verdad que nos ha salvado de ser arrojados al abismo. No estamos dispuestos a dejarnos convencer de algo que nos robe nuestra esperanza eterna, y nuestro gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. No necesitamos deliberar, pues hemos decidido. Sostener siempre la verdad de Dios, como si eventualmente pudiera resultar ser una mentira, le haría perder todo su consuelo. Estar siempre preparado para abandonar a nuestro Dios y Señor, y seguir al filósofo de moda, significaría deslealtad perpetua. No, no hemos llegado hasta aquí por medio de una conjetura. Hemos conocido a nuestro Señor y Su verdad durante estos cuarenta años, y para nosotros ahora, no se trata de: puede ser o puede no ser. No especulamos ni dudamos, sino que sabemos a Quién hemos creído, y por Su gracia seremos fieles a Él en la vida y en la muerte.

Quienes tiemblan a la Palabra de Dios no son personas presuntuosas, que obtienen un consuelo ficticio de ella. A veces nos encontramos con algún hombre con una vana confianza, que pone a sus espaldas toda advertencia y toda amenaza, y únicamente se apropia de cada promesa, aunque la promesa no le haya sido dada a él. Este hombre se roba el pan de los hijos, y sin duda, se atreve a poner en su boca criminal lo que Dios ha reservado para Sus propios hijos. Este ladrón desconoce por completo lo que significa temblar a la Palabra de Dios: hace que sea demasiado libre aquello que el hombre piadoso difícilmente se atreve a mirar. No voy a decir una palabra a favor de la incredulidad: es un terrible pecado; pero quiero decir mucho en honor de esa santa cautela, de esa sagrada modestia, de esa piadosa reverencia, que trata las cosas santas con profunda humildad y cuidadoso celo.

Algunos de los más amados hijos de Dios le tienen tanto miedo a la presunción, que llegan hasta el otro extremo, y difícilmente se atreven a tener la confianza que deberían tener. Algunas de las personas más santas que conozco tienen miedo de decir lo que podrían decir; pues con dificultad se atreven a llamarse hijos de Dios.

Por otro lado, he oído que otros dicen lo que me temo que no debían haber dicho, pues se han jactado de que nunca han tenido una duda. Oí a un ministro de gran experiencia, que cree en la doctrina de la perfección, aseverar muy claramente que había vivido en medio de la iglesia de Dios durante muchos años, y que había conocido a muchas personas que se consideraban perfectas, pero no creía que nadie estuviera de acuerdo con ellas; y, por otro lado, él había conocido íntimamente a ciertas personas que él consideraba que eran casi tan perfectas como podría llegar a serlo un hombre, pero en cada caso esas mismas personas habían sido las primeras en negar todo concepto de perfección personal, y se lamentaban de su propia imperfección reconocida.

Esa es también mi observación. Desconfío de los hombres que publican su propia perfección: no le creo a ninguno de ellos, sino más bien tengo una más baja opinión de ellos, de la que me atrevo a manifestar. La deformidad habla de su belleza, mientras que la verdadera belleza lamenta su deformidad. Yo contemplo con amante simpatía a esos que sé que son semejantes a lirios cargados de rocío: están tan cargados de rocío del cielo que se inclinan profundamente hasta casi tocar el suelo. Puedo necesitar un ojo entrenado para ver la belleza de la humildad, pero ciertamente nada puede sobrepasar una casta belleza. El lirio del valle tiene un encanto en sí que no se encuentra en las flores que ponen en alto sus gloriosos colores. Yo prefiero esos lirios, pues creo que Jesús vive en medio de ellos, y que ama mucho a los hombres que poseen un espíritu contrito y humillado, que tiemblan a Su Palabra. Hay demasiado latón y muy poco oro en la perfección del presente día. Tiene una frente de bronce, y una forma de sentarse junto al camino, una forma que antaño no pertenecía a la verdadera pureza. Yo prefiero temblar a la palabra de Dios que testificar acerca de mi excelencia. Hemos tenido suficientes apologistas de sí mismos; tengamos ahora testigos a favor de Dios.

Les he dicho mayormente lo que no son los que tiemblan; y ahora debo decirles un poco QUÉ SON ESTAS PERSONAS. Son gente que verdaderamente cree que hay una Palabra de Dios. Hay muchas personas que profesan y se llaman a sí mismas cristianas, y sin embargo no creen que este sagrado Libro es verdaderamente la Palabra de Dios. Si se les dice que es inspirado, ellos responden: «también lo es el Corán y también lo son los Vedas.» Hablan de esta manera: «Este es el libro religioso de la antigua nación hebrea. Es un libro muy respetable, pero ciertamente no es infalible, ciertamente no lo es: no es verdaderamente la propia palabra de Dios.» Bien, entonces, nosotros claramente nos separamos de quienes hablan así. No podemos tener ningún tipo de comunión con ellos, en ningún grado ni medida, con relación a las cosas de Dios. Ellos son para nosotros como paganos y publicanos. Si vamos a ser considerados en la categoría de quienes tiemblan a la Palabra de Dios, debemos creer que hay una Palabra del Señor ante la que se debe temblar, como lo creemos de manera completamente firme, sin que nos importe cómo hablan los demás.

Son personas que conocen la Palabra de Dios. No pueden temblar, en el sentido significado aquí, a una voz que nunca han oído, o a un libro que nunca han abierto. No hay nada sagrado en tanto papel, tinta, y pastas, nada a la manera de un volumen que te haga temblar: debes oír hablar al Señor, y saber lo que te dice. Cuando, como el antiguo rey, encuentran la Palabra de Dios y leen sus santas leyes, entonces van a temblar. Se sorprenderán al descubrir cuánto han quebrantado la ley, y cuán lejos están del pleno gozo del Evangelio, y entonces tiemblan. Una apreciación inteligente de la Palabra de Dios es lo único que puede hacer a un hombre temblar ante ella; y entre más la entienda, más causa para temblar encontrará en ella. Ay, y entre más la goce, más temblará. El gozo más elevado que ofrece a los mortales, está acompañado de un miedo reverente y de un santo estremecimiento delante de Dios. Si el creyente fuera más allá del gozo de la Palabra literal, y viera a la misma Palabra Encarnada, en todo el esplendor de Su persona, temblaría aún más. ¿Por qué dijo Juan: «Cuando le vi, caí como muerto a sus pies»? Una visión de la Palabra Encarnada crea un temblor aún mayor, que el pleno entendimiento de la Palabra como está escrita y revelada. Sin embargo, tal temblor es un signo de gracia, y de ninguna manera debe ser censurado.

Pero, ¿qué significa este temblor? Créanme, no quiere decir un miedo esclavizado. Quienes tiemblan a la Palabra de Dios, podrían hacerlo al principio, porque la palabra los amenaza de muerte. Pero después, conforme avanzan y crecen en la gracia, y se vuelven conocedores del amor de Dios, y entran en el secreto de Su pacto, tiemblan por una razón muy diferente. Tiemblan porque tienen una santa reverencia de Dios, y consecuentemente de esa Palabra en la que reside tanto de la majestad y del poder del Altísimo. Estos son los hombres de quienes vamos a hablar en este momento: estos son quienes reverencian la Palabra, que no aceptan que se toque ninguna de sus sílabas, que la consideran divina en su medida, y por consiguiente sagrada, como las faldas de la Deidad. Lo que Dios ha hablado lleva una porción de Su majestad, y reconocemos esa majestad. Yo digo que estos espíritus selectos son personas que durante toda su vida continúan temblando a la Palabra de Dios.

George Fox, el famoso fundador de la Sociedad de Amigos, era llamado un «Cuáquero» (temblador) únicamente por esta razón: que a menudo, cuando el Espíritu de Dios estaba en él, y predicaba la Palabra con poder, temblaba de la cabeza a los pies bajo el peso del mensaje. Ningún hombre debe avergonzarse de temblar cuando Moisés dijo: «Estoy espantado y temblando.» En la presencia de Dios un hombre tiembla. En verdad sería peor que el demonio si no lo hiciera; pues los demonios creen y tiemblan. Los demonios llegan hasta ese punto; y el que conoce a Dios, y tiene algún sentido de Su infinito poder y de Su pureza y Su justicia inconcebibles, tiemblan delante de Él. Yo creo que no sólo temblaba George Fox sino que hacía temblar a los demás; y si temblamos a la Palabra de Dios, haremos temblar a otros. Cuando descansa en nosotros el verdadero poder, manifestará nuestra propia debilidad, pero no será obstaculizado por ella.

II. He descrito a estos tembladores en la medida en que mi escaso conocimiento y corto tiempo lo han permitido: ha llegado el momento de inquirir, ¿POR QUÉ TIEMBLAN?

Ya he estado arando en este campo de investigación. No tiemblan porque van a perderse. Los que van a perderse están generalmente libres de temblores: «Porque no tienen congojas por su muerte, pues su vigor está entero.» Yo quisiera, endurecido lector, que temblaras; y debido a que no tiemblas por ti mismo, yo tiemblo por ti. ¡Oh, que te juzgaras tú mismo, para que no seas juzgado! Yo quisiera que tú te condenaras a ti mismo, para que Dios te absuelva; yo quisiera que tú estuvieras terriblemente temeroso, pues entonces la gran causa de miedo habría desaparecido. Fíjate cómo el texto bendice a todos los contritos y a los que tiemblan; y, cuando lo hayas visto, procura estar entre ellos.

El pueblo de Dios tiembla, primero, debido a Su suma majestad. Miren lo que les pasó a Ezequiel, a Habacuc, a Juan el amado, cuando tuvieron visiones de Dios. Ningún hombre puede ver el rostro de Dios y vivir. Siempre debe haber un tipo de nube en medio. A través del velo de la humanidad de Cristo vemos a Dios y vivimos; pero Dios está absolutamente más allá del alcance de toda criatura. Su visión sería demasiado para nosotros. ¡Aun el vislumbre de Sus faldas es algo sobrecogedor! Los que han visto a Dios en cualquier tiempo han temblado a Él y a Su palabra. Pues la Palabra del Señor está llena de majestad. Hay una realeza divina en cada frase de la Escritura que el verdadero creyente siente y reconoce, y por eso tiembla delante de ella.

Ellos tiemblan ante el poder escudriñador de la Palabra de Dios. ¿Nunca vienen a este lugar y se sientan en una banca, y dicen: «Señor, concédeme que Tu Palabra me examine y me pruebe, para que no sea engañado»? Cierta gente debe tener siempre dulzuras y consuelos; pero los sabios hijos de Dios no desean estas cosas en una medida indebida. Pedimos por nuestro pan de cada día, no por el azúcar de cada día. Los creyentes sabios oran para que la Palabra del Señor demuestre que es viva y poderosa, y que discierna los pensamientos y las intenciones de los corazones; que haga con ellos lo que hace el carnicero con el animal cuando lo parte por la mitad, y deja las propias entrañas abiertas para que sean inspeccionadas; ay, corta el hueso por la mitad, y permite que se vea la médula. Eso es lo que la Palabra de Dios ha hecho por ustedes y por mí, estoy seguro; y cuando lo ha hecho, hemos temblado. Puedo atestiguar personalmente acerca de la forma en que la solemne Palabra de Dios hace que toda mi alma tiemble hasta en su centro. La Palabra de Dios ha compungido profundamente a muchos de ustedes y han clamado: «¿Soy salvo o no?» El hombre que no tembló nunca delante de Dios, no le conoce. Es muy fácil dar por un hecho la salvación de sus almas, y sin embargo, estar equivocados. Es infinitamente mejor preguntar acerca de su camino veinte veces, que perderse en el camino. Y yo no culpo al hombre que con santa ansiedad dice: «¿es así, o no es así? Pues yo quiero saber y estar seguro.» Oh amados, yo no lamento que ustedes tiemblen delante del fuego purificador de la verdad sagrada; estaría más angustiado si no lo hicieran.

La Palabra examinadora de Dios hace que el hombre tiemble; así lo hace la Palabra cuando está en la forma de amenazas. Créanme, queridos amigos, las palabras de Dios acerca de la condenación de los pecadores son terribles. De aquí que haya personas que procuren cercenarlas, y eliminar su significado solemne; y dicen: «no podría descansar confortablemente si creyera en la doctrina ortodoxa acerca de la ruina del hombre.» Muy cierto, pero ¿qué derecho tenemos de descansar confortablemente? ¿Qué fundamento o razón puede haber para que alguna vez tengamos un pensamiento confortable en relación a la condenación de los que rechazan al Salvador? Si con esa terrible condenación delante de nosotros con que la Santa Escritura amenaza a los impíos, nos volvemos demasiado indiferentes, ¿qué será de la iglesia de Dios cuando haya quitado la doctrina de la Biblia, y haya renunciado a ella? Pues, los pecadores se endurecerán, y los que profesan lo harán más a la ligera. El que busca consuelo a expensas de la verdad, será un insensato por sus dolores. Al final, bienaventurado será ese hombre que puede soportar la Palabra de Dios, cuando es trueno y fuego consumidor; y no se rebela en contra de ella, sino que se inclina delante de ella. Si te hace temblar, tenía por objetivo hacerte temblar.

Alguien dijo, después de haber escuchado a Massillon, «¡cuán elocuente sermón! ¡Cuán gloriosamente ha predicado!» Massillon replicó: «entonces él no me entendió; otro sermón ha sido tirado a la basura.» Si un sermón concerniente al castigo futuro del pecado no hace que el oyente tiemble, es claro que no es de Dios; pues el infierno no es algo que de lo que se pueda hablar sin temblar. Mi deseo más íntimo es sentir más y más el poder sobrecogedor del juicio de Jehová contra el pecado, para que pueda predicar con la mayor solemnidad acerca del peligro del impenitente, y con lágrimas y temblores, pueda suplicarles que sean reconciliados.

El que conoce rectamente al Señor tiembla también con miedo para no quebrantar la ley de Dios. Él ve cuán perfecta es la ley de Dios, y cuán espiritual es, y cómo abarca toda la vida humana, y el hombre clama: «es alta; no puedo alcanzarla; oh, Dios mío, ayúdame, te lo ruego.» Él ve la ley con reverencia. Admira con un temor sagrado. Tiembla a la palabra de Dios, no porque le desagrade, sino porque no puede soportar estar tan lejos del cumplimiento de sus justas demandas. Él ve la ley cumplida en Cristo, y allí está su paz; pero sin embargo, la paz está mezclada con el más profundo temor. «Oh,» dirá alguno: «si tiembla de esa manera, demuestra que no conoce el amor de Dios.» Demuestra que efectivamente lo conoce.

¿Han oído del muchacho cuyo padre le amaba profundamente? Otros muchachos le pidieron que fuera y robara en un huerto con ellos, pero él respondió: «no, no iré.» Ellos replicaron: «tu padre no te reprenderá, ni te pegará; puedes venir sin problemas.» A esto él respondió: «¡qué!, ¿piensan que porque mi padre me ama, por eso yo lo afligiré? No, yo lo amo, y amo hacer lo que él desea que yo haga. Debido a que me ama temo enfadarlo.» Eso es semejante al hijo de Dios. Entre más conoce el amor de Dios, más tiembla al pensar que puede ofender al Altísimo.

También nosotros temblamos por temor de perder las promesas cuando son desplegadas delante de nosotros, resplandecientes como joyas invaluables. Oímos de algunos que «no pudieron entrar a causa de incredulidad;» y nos sobrecoge el temblor de que nos suceda lo mismo. Temblamos porque haya algún pasaje de la Escritura o doctrina de la revelación que no seamos capaces de creer: oramos pidiendo gracia para que nunca tambaleemos por nada de la Palabra. Yo pienso que Martín Lutero habría enfrentado al propio diablo infernal sin ningún miedo; y sin embargo, tenemos su propia confesión que sus rodillas a menudo se entrechocaban cuando estaba a punto de predicar. Temblaba porque no quería ser infiel a la Palabra de Dios. Los ángeles tienen un santo temor de Dios, y muy bien ustedes y yo podemos temblar cuando estamos involucrados en Su servicio. Predicar toda la verdad es una terrible responsabilidad. Era lo que hacía el Hijo del hombre para cumplir a plenitud su misión aquí abajo. Ustedes y yo, que somos embajadores de Dios, no debemos tratarlo a la ligera, sino que debemos temblar a la Palabra de Dios.

III. Ahora hemos completado la descripción de estas personas que tiemblan, y hemos mostrado por qué tiemblan y se agitan en grado sumo; nuestra tercera pregunta será, ¿A QUÉ LOS COMPARA DIOS?

Pongan atención, pues hay algo que debe ser notado y considerado. El Señor compara a los que tiemblan a Su Palabra con un templo. «¿Dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo?. . . Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.» Ellos son Su templo. Y para los judíos el templo era algo muy maravilloso. Allí estaba la santa y hermosa casa, el gozo de toda la tierra. Cubierta de madera incorruptible, y bañada de oro puro, sus piedras labradas colocadas sin martillo o hacha. Para la mente del israelita no hubo nunca un edificio comparable. Sin embargo, el glorioso Jehová habla sin darle importancia al templo, y dice: «¿Dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.»

Así, entonces, un hombre que tiembla a la Palabra de Dios es templo de Dios; lo es enfáticamente. Él está mucho más allá del sentido en que fue honrada la casa de Salomón. Su corazón está lleno de adoración. Su temblor es, en sí mismo, adoración. Como los ángeles velan sus rostros en la presencia del Señor, así los hombres buenos y veraces velan los suyos, temblando todo el tiempo, mientras adoran a Aquel que vive para siempre. Como el templo, incluyendo los postes de las puertas, se conmovían a la presencia del Dios de toda la tierra, así cada parte de nuestra humanidad se conmueve impactada por el asombro, cuando Aquel que habita entre los querubines resplandece dentro de nuestro espíritu. ¡Aquellos de nosotros a quienes el Infinito atrae a Sí, debemos temblar! Los impíos en su brutalidad, podrán estar libres del temor de Dios; pero el hombre a quien la gracia ha dado una santa sensibilidad, adora con temor y temblor.

Observen que el Señor no nos compara simplemente con el templo, sino que nos prefiere al templo; y además, nos prefiere incluso al grandioso templo del universo no hecho de manos humanas, que Él mismo coloca muy por encima de la casa que Salomón construyó. El Señor dice: «El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies;» y sin embargo parece decir: «Todo esto no es mi reposo, ni el lugar de mi habitación; sino que con este hombre habitaré, con el que tiembla a mi Palabra.» El Señor prefiere al espíritu tembloroso, no únicamente a la casa de oro abajo, sino a la casa celestial arriba. El Señor habla del cielo como Su trono; y ¿qué es el que tiembla a la Palabra de Dios sino el trono de Dios? Dios está entronizado evidentemente en él. Bajo un sentido de la divina presencia, el peso estupendo de la Deidad ha aplastado al hombre, y lo ha hecho temblar en cada parte de su naturaleza. La gloria de la revelación es la que causa el hundimiento del corazón, el encogimiento del alma.

En cuanto a la tierra, es el estrado de Jehová; pero también lo es, este humilde hombre tembloroso. Él está anuente de ser el estrado de Dios, deseoso de ser como el polvo debajo de los pies de Dios. ¿Quiénes de ustedes, amados míos en el Señor, no se sentirían altamente honrados si les fuera permitido ser como el estrado de la Majestad Infinita? ¡Es un lugar demasiado alto para nosotros! Ser puestos como una estera a las puertas de Su templo para que los santos más pobres sacudan sus zapatos sobre ella, es un honor mayor de lo que merecemos: sentimos que es así. De todas maneras, yo hablo por mí: cuando Dios está cerca de mí, siento como si fuera un honor ser el siervo del más pequeño de Su pobre pueblo. «Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad.» Sin embargo, ¡vean!, del corazón y de la conciencia del hombre que tiembla a Su Palabra, el Señor hace Su trono y Su estrado. Es una comparación sublime: ustedes son los templos de Dios, y algo más. Entre más estudien estos versículos, más se asombrarán.

Y ¿qué es lo que Dios hará? Él dice: «Miraré a aquel.» Lo mirará, primero, con aprobación.» El Señor parece decir: «No miraré a los orgullosos fariseos; no miraré a los presuntuosos; sino que miraré al hombre humilde que confía y tiembla. Fijaré mi mirada en él; será contemplado por mí. Alzaré la luz de mis rostro a él. Él es recto conmigo, y me mostraré lleno de gracia a él.» Es justo que la criatura tiemble delante de su Juez; es necesario que un hijo otorgue el debido honor a su augusto Padre; por tanto el Señor mirará a los tales con aprobación. La señorita Steele ora dulcemente en su canto:

«Humilde a Tus pies mi alma quiere estar,
Aquí mora la seguridad, y la divina paz;
Permíteme vivir bajo tu mirada divina,
Pues Tuya es la vida, la vida eterna.»

A continuación el texto quiere decir que Él mirará a aquel para cuidarlo. Ustedes saben cómo usamos la expresión: «voy a cuidarlo;» así mirará Dios al hombre que tiembla a Su Palabra. Ustedes que se cuidan solos, pueden hacerlo; pero el que tiembla tendrá a Dios para que le cuide. Cuando ustedes se vuelven tan satisfechos de sí mismos que como jóvenes, pueden correr sin cansancio, se cansarán y caerán. ¡Oh, no confíen en ustedes mismos, sino tiemblen delante del Señor, y Él los cuidará, y verá que ningún mal se acerque a ustedes!

«Con profundo temor pronuncia Su nombre,
A Quien no pueden alcanzar ni palabras ni pensamientos,
Un corazón contrito le agradará más
Que las más nobles formas de elocuencia.»

La mirada del Señor querrá decir una tercera cosa, es decir: deleite. Entendemos una parte de ese significado en el término aprobación: es maravilloso que Dios se deleite en el hombre que tiembla a la Su Palabra. El Señor no tiene ese placer en los hombres descuidados y seguros carnalmente. Ese que va pisando con fuerza en su carrera cristiana como si fuese alguien, y todo estuviese seguro, no es un favorito del cielo. El hombre que toma las cosas con tranquilidad y confianza en sí mismo, con un tipo de sentimiento atolondrado que al fin todo le saldrá bien, no tiene consideración de Dios. ¿Han visto al admirable hombre que profesa que ha despreciado al de corazón enternecido? Fíjate en ese hombre, pues el fin de ese hombre será un fracaso: «grande será su ruina.» ¿Han oído al predicador jactancioso, autosuficiente en cuanto a su conocimiento y elocuencia? Observen también a ese hombre, pues su fin es confusión. Pero miren al que tiembla, cuya única esperanza está en Cristo, cuya única fortaleza es en el Señor, pues será sostenido. Observen al que desconfía de sí mismo que nunca salta sobre un privilegio como si fuera suyo por derecho de méritos, sino que lo acepta humildemente como un don para alguien indigno. Ese es el hombre que permanecerá en el día malo. El que camina por la vida temiendo, es el hombre que no tiene nada que temer. «Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios,» dice la Palabra de Dios. El que teme caer bajo juicio, y clama, «No nos metas en tentación, mas líbranos del mal;» él será guardado de pecado; pero el que se precipita temerariamente a la tentación caerá en ella. ¡El que vigila tanto de día como de noche, se pone su armadura cuando no parece que haya guerra, y lleva siempre su espada desenvainada cuando no hay un enemigo visible: oh, ese es el hombre que arrostrará al enemigo mortal de las almas!

El Espíritu Santo está en él, y el Señor le tiene consideración; no caerá por manos enemigas. Aunque tiemble a menudo, al final estará seguro. Gloria será dada a Dios que le ayudó. El que tiene confianza en sí mismo no habría glorificado a Dios si hubiera tenido éxito, o habría arrojado en alto su sombrero dentro de las puertas del cielo, y habría engrandecido su propio nombre. En cuanto a este hombre, él se quita su corona. «Non nobis, Domine,» (No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros), clama, cuando entra al cielo. «No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros,» es todavía su clamor. Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre; al que nos guardó para que no cayéramos, y nos preservó para Su reino y Su gloria, a él sea todo honor. Todo hombre que hoy tiembla a la Palabra de Dios dice: «Amén,» a esto. ¡Dios les bendiga, amados míos! ¡Que el Señor los mire, y more con ustedes!

Nota del traductor:

(1) El Príncipe Negro: (1330-1376) Hijo de Eduardo III de Inglaterra, tenía el título de Duque de Cornwall. Participó en multitud de batallas durante la guerra de los Cien Años, capturando a Juan II de Francia en la batalla de Poitiers.