Solamente por Gracia

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charles spurgeon 4

Este versículo es un resumen de todas las cosas que les he predicado todos estos años. Dentro del círculo de estas palabras está contenida toda mi teología relativa a la salvación de los hombres. Me gozo también al recordar que los miembros de mi familia que me han precedido en el oficio de ministros de Cristo, han predicado esta doctrina y ninguna otra.

Mi padre, que todavía es capaz de dar su testimonio personal por el Señor, no conoce ninguna otra doctrina, como tampoco mi abuelo conoció ninguna otra doctrina

Recuerdo todo esto por el hecho que una circunstancia más bien singular, grabada en mi memoria, nos vincula a mi abuelo y a mí a este texto. Esto ocurrió hace ya mucho tiempo. Yo era esperado para predicar en un cierto pueblo localizado en uno de los condados del oriente de Inglaterra. No siempre sucede que llego tarde, pues yo siento que la puntualidad es una de esas pequeñas virtudes que puede prevenir grandes pecados. Pero sucede que nosotros no tenemos ningún control acerca de las demoras de los trenes ni de sus fallas mecánicas. Así pues llegué con un considerable retraso al lugar donde me esperaban para predicar.

Como eran personas razonables, ya habían dado comienzo al servicio y habían progresado hasta el sermón. Conforme me aproximaba a la capilla, me di cuenta que alguien estaba predicando desde el púlpito, y ¿quién era el predicador? ¡Era mi querido y venerable abuelo! Él me vio entrar por la puerta principal y me siguió con la vista mientras yo me abría paso en medio de la multitud, y de inmediato dijo: «¡Aquí viene ya mi nieto! Él puede predicar el Evangelio mejor que yo, pero no puede predicar un mejor Evangelio; ¿No es verdad, Charles?» Mientras me abría paso entre la muchedumbre, yo le respondí: «Tú puedes predicar mejor que yo. Te ruego que continúes.» Pero él no estuvo de acuerdo con mi petición. Yo debía tomar la palabra en ese momento, y así lo hice, continuando con el tema exactamente donde mi abuelo lo había dejado. «Precisamente,» dijo él, «yo estaba predicando sobre la frase ‘Porque por gracia sois salvos.’ He estado proclamando la fuente y el origen de la salvación; y ahora les estoy mostrando su canal, es decir, por medio de la fe. Ahora te toca continuar a ti.»

Yo me siento como en mi casa en medio de todas estas gloriosas verdades de tal manera que no tuve ninguna dificultad en tomar el hilo del sermón de mi abuelo allí donde él lo dejó para unirlo a mi propio hilo, y continuar la predicación sin ninguna interrupción. Nuestra identificación mutua con las cosas de Dios, hizo fácil y posible que fuéramos predicadores conjuntos del mismo sermón.

Yo continué la predicación del sermón a partir de «por medio de la fe,» y después proseguí al siguiente punto, «y esto no de vosotros.» En ese momento, cuando estaba explicando la debilidad y la incapacidad de la naturaleza humana, y la certidumbre que la salvación no podía ser de nosotros, mi querido abuelo me hizo una seña jalando de mi saco y tomó nuevamente su turno en la predicación. «En relación al tema de nuestra naturaleza humana depravada,» dijo el buen anciano, «yo conozco casi todo acerca de eso, queridos amigos»; así que tomó la palabra, y por los siguientes cinco minutos hizo una solemne y humilde descripción de nuestro estado caído, la depravación de nuestra naturaleza y la muerte espiritual en la que fuimos encontrados.

Cuando hubo terminado su explicación hecha de una manera muy interesante, el nieto retomó la palabra, para gozo del querido anciano; pues, cada vez y cuando repetía en un tono lleno de ternura: «¡Muy bien! ¡Muy bien!» Una vez dijo: «Repite eso una vez más, Charles,» y, por supuesto, yo lo repetí. Fue un feliz ejercicio para mí, que pudiera participar en ese dar testimonio de verdades tan vitales y que están muy grabadas en mi corazón.

Al anunciar este texto me parece oír la querida voz de mi abuelo, que hace tanto tiempo se fue de esta tierra, diciéndome: «REPITE ESO UNA VEZ MÁS.» Yo de ninguna manera contradigo el testimonio de nuestros antepasados que ahora están con Dios. Si mi abuelo pudiera regresar a la tierra, me encontraría allí donde me dejó, firme en la fe, y fiel a esa forma de doctrina que ha sido una vez dada a los santos.

Voy a analizar el texto brevemente, haciendo unas cuantas declaraciones. La primera afirmación está claramente contenida en el texto:

I. HAY SALVACIÓN HOY. El apóstol dice: «sois salvos.» No dice: «serán,» o «ustedes pueden ser»; sino que dice: «sois salvos.» No dice: «ustedes son parcialmente salvos,» ni tampoco «en vías de ser salvos,» ni tampoco «esperanzados en la salvación»; sino que dice: «por gracia sois salvos.»

Que este punto nos quede tan claro como lo era para Pablo, y no debemos descansar hasta saber que somos salvos. En este instante o somos salvos o no somos salvos. Eso es claro. ¿A cuál de los dos grupos pertenecemos? Espero que, por el testimonio del Espíritu Santo, podamos recibir la seguridad de nuestra salvación como para cantar: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación.» No me voy a detener en este punto, sino que voy a pasar al siguiente.

II. LA SALVACIÓN PRESENTE DEBE SER POR GRACIA.

Si se puede afirmar de alguien, o de cualquier grupo de personas «tú eres salvo,» debemos agregar siempre las palabras «por gracia.» No hay ninguna otra salvación hoy excepto la salvación que comienza y termina con la gracia. Hasta donde yo sé, no hay nadie en el ancho mundo que pretenda predicar o poseer una salvación disponible hoy, excepto aquellos que creen que la salvación es sólo por gracia. Nadie en la Iglesia Católica afirma ser salvo ahora, completamente y eternamente salvo. Afirmar eso sería una herejía para ellos. Algunos pocos católicos pueden esperar entrar al cielo cuando mueran, pero la mayoría de ellos tienen el miserable prospecto del purgatorio ante sus ojos. Vemos constantes solicitudes de oraciones a favor de las almas que han partido, y esto no sería necesario si esas almas fueran salvas, y glorificadas con su Salvador. Las misas por el reposo del alma apuntan a la salvación incompleta ofrecida por la Iglesia Católica. Y así es, puesto que la salvación ofrecida por el Papa es una salvación por obras, y aun si fuera posible la salvación por medio de buenas obras, ningún hombre puede estar seguro que ha hecho suficientes buenas obras para tener segura su salvación.

Entre las personas que habitan entre nosotros, encontramos a muchos para quienes la doctrina de la gracia es algo totalmente extraño, y ellos no pueden ni siquiera soñar acerca de la salvación disponible hoy. Posiblemente confían que pueden ser salvos cuando mueran; esperan a medias que después de años de una santidad vigilante, puedan tal vez ser salvos al final; pero ser salvos ahora, y saber que son salvos, es algo que está más allá de ellos, y lo consideran una presunción.

No puede haber salvación presente a menos que sea sobre esta base: «por gracia sois salvos.» Es algo digno de nuestra atención que nadie se ha levantado para predicar la salvación que podemos recibir hoy por medio de obras. Pienso que sería algo demasiado absurdo. Puesto que las obras no son terminadas, la salvación es incompleta; o si la salvación fuera completa, el principal motivo del legalista se habría desvanecido.

La salvación debe ser por gracia. Si el hombre está perdido por el pecado, ¿cómo puede ser salvo excepto por medio de la gracia de Dios? Si ha pecado, el hombre está condenado; y ¿cómo es posible que él, por sí mismo, pueda revertir esa condenación? Supongan que él guarda la ley todo el resto de su vida. Él solamente habrá hecho lo que siempre estuvo obligado a cumplir y todavía sería un siervo inútil. ¿Qué ocurrirá con su pasado? ¿Cómo pueden ser borrados sus pecados? ¿Cómo puede ser rescatado de su antigua ruina? De conformidad con las Escrituras, y de acuerdo con el sentido común, la salvación sólo puede ser posible por medio de la gracia de Dios que es inmerecida.

La salvación en el tiempo presente debe ser por el favor inmerecido de Dios. Las personas pueden pretender la salvación por obras, pero no van a escuchar que nadie apoye su propio argumento diciendo: «Yo soy salvo por lo que he hecho.» Eso equivaldría a una superficialidad vacía a la cual muy pocos hombres recurrirían. El orgullo difícilmente consideraría una presunción tan extravagante. No, si somos salvos, debe ser por el favor inmerecido de Dios. Nadie profesa que sostiene el punto de vista opuesto.

Para que la salvación sea completa debe por ser por causa del favor inmerecido. Cuando los santos se mueren, nunca acaban sus vidas esperanzados en sus buenas obras. Quienes han vivido las vidas más santas y útiles invariablemente miran la gracia inmerecida en sus momentos finales. Nunca he estado junto al lecho de algún hombre piadoso que haya depositado toda su confianza en sus oraciones, o en el arrepentimiento o en la religiosidad. He escuchado a hombres eminentemente santos que en su lecho de muerte citan las palabras: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.» De hecho, entre más se acercan los hombres al cielo y entre más preparados están para entrar en él, más plena es su confianza en el mérito del Señor Jesús y más intensamente aborrecen toda confianza en ellos mismos.

Si esto sucede en nuestros últimos momentos, cuando el conflicto está casi terminado, debemos sentir más aún que es así mientras nos encontramos en lo duro del combate. Si un hombre es salvo en este tiempo presente de guerra, ¿cómo puede serlo si no es por medio de la gracia? Mientras tiene que deplorar el pecado que habita en él, mientras tiene que confesar innumerables deficiencias y trasgresiones, mientras el pecado esté mezclado en todo lo que hace, ¿cómo puede creer que es completamente salvo excepto que se deba al inmerecido favor de Dios?

Pablo se refiere a esta salvación como que ya pertenece a los Efesios: «por gracia sois salvos.» Los Efesios eran dados a artes exóticas y trabajos de adivinación. Por tanto habían hecho un pacto con los poderes de las tinieblas. Ahora, si gente como esa fue salvada, tiene que ser solamente por gracia. Así sucede con nosotros también. Nuestra condición original y nuestro carácter requieren que, si somos salvos de alguna manera, debemos agradecerlo al favor inmerecido de Dios. Yo sé que esto es así en mi caso; y creo que la misma regla es válida para los demás creyentes. Esto está bastante claro, y así continúo al siguiente encabezado:

III. LA SALVACIÓN PRESENTE POR GRACIA DEBE SER POR MEDIO DE LA FE.

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Una salvación presente debe ser por medio de la gracia, y la salvación por gracia debe ser por medio de la fe. Nadie puede asirse de la salvación por gracia por ningún otro medio que no sea la fe. Este carbón ardiente tomado del altar requiere de las tenazas de oro de la fe que deben transportarlo. Yo supongo que hubiera sido posible, si Dios así lo hubiera querido, que la salvación se hubiera podido obtener a través de las obras, y sin embargo también por medio de la gracia; pues si Adán hubiera obedecido perfectamente la ley de Dios, habría hecho solamente lo que estaba obligado a hacer, y así, si Dios lo hubiera recompensado, la propia recompensa habría sido de conformidad a la gracia, pues el Creador no le debe nada a la criatura. Habría sido muy difícil que este sistema operara, aunque su objeto era perfecto; pero en nuestro caso no habría funcionado del todo. La salvación en nuestro caso significa la liberación de la culpa y de la ruina, y esto no podría ser alcanzado por medio de buenas obras, pues no estamos en condiciones de llevar a cabo ninguna buena obra.

Supongan que yo les predicara que ustedes como pecadores deben realizar ciertas obras, y después de hacerlas serán salvos; y supongan que ustedes pueden realizarlas; una salvación así no sería considerada como que se ha obtenido completamente por gracia. Pronto se vería como algo que se ha ganado. Entendida de esa manera, la salvación vendría a ustedes, hasta cierto punto, como la recompensa por el trabajo realizado, y todo su aspecto habría cambiado.

La salvación por gracia sólo puede ser agarrada por la mano de la fe. Cualquier intento de tomarla llevando a cabo ciertos actos de la ley haría que la gracia se evaporara. «Por tanto, es por fe, para que sea por gracia.» «Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra.»

Algunos tratan de alcanzar la salvación por gracia a través de ceremonias; eso no funciona. Son bautizados, confirmados y llevados a recibir «el santo sacramento» de las manos del sacerdote, si son católicos o son bautizados, se hacen miembros de una iglesia, participan de la cena del Señor, si pertenecen a otros grupos. Yo les pregunto: ¿Acaso esto les trae la salvación? Les pregunto de nuevo «¿Tienen la salvación?» No se atreven a decir que sí. Si ustedes afirmaran que tienen una salvación de algún tipo, yo estoy seguro que no estarían pensando en la salvación por gracia.

Tampoco pueden alcanzar la salvación por gracia por medio de los sentimientos. La mano de la fe está construida para agarrar la salvación presente por medio de la gracia, pero el sentimiento no está adaptado para ese fin. Si dices: «Debo sentir que soy salvo, debo sentir una cierta medida de tristeza y otra medida de gozo, o de lo contrario no voy a admitir que soy salvo,» pronto encontrarás que este método no podrá dar una respuesta. Creer por medio de tus sentimientos sería lo mismo que ver con tu oído, o saborear con tu ojo, o escuchar con tu nariz. No son los órganos adecuados para eso.

Una vez que has creído, puedes gozar la salvación al sentir sus influencias celestiales; pero soñar que puedes alcanzar la salvación por medio de tus sentimientos es tan insensato como intentar llevar la luz del sol en la palma de tu mano, o el aliento del cielo en las pestañas de tus ojos. En todo este asunto hay un absurdo esencial.

Más aún, la evidencia producida por el sentimiento es singularmente voluble. Cuando tus sentimientos son pacíficos y llenos de deleite, súbitamente pueden ser cambiados y se tornan inquietos y tristes. El más voluble de los elementos, la más débil de las criaturas, la circunstancia más despreciable, puede hundir o levantar nuestros espíritus. Los hombres experimentados cada vez dan menos valor a las emociones presentes al reflexionar cuán poca confianza se puede depositar en ellas.

La fe recibe la verdad que Dios ha establecido en cuanto a cómo alcanzar Su perdón inmerecido, y de esta manera trae salvación para el creyente; pero el sentimiento, el ardor bajo el influjo de sermones apasionados, la entrega delirante a una esperanza que no se atreve a examinar la realidad, dar vueltas y vueltas como en una danza extática que se vuelve necesaria para poder sostenerse a sí misma, todo eso es solamente una agitación mecánica como un mar embravecido que no puede descansar. A causa de sus esfuerzos y trabajos, el sentimiento puede caer fácilmente en la tibieza, el decaimiento, la desesperación y todos los males relacionados. Los sentimientos son un conjunto de fenómenos nublados y llenos de viento que no pueden dar ninguna confianza en referencia a las verdades eternas de Dios. Ahora proseguimos nuestra presentación:

IV. SALVACIÓN POR GRACIA POR MEDIO DE LA FE Y ESTO NO DE NOSOTROS.

La salvación y la fe, y toda la obra de la gracia en su conjunto, no son de nosotros. En primer lugar no lo hemos merecido. No constituyen la recompensa por nuestros buenos esfuerzos del pasado. Nadie que no haya nacido de nuevo ha llevado una vida tan buena que Dios está obligado a darle mayor gracia, y a concederle la vida eterna; pues ya no sería más por gracia, sino como una deuda. La salvación nos es dada, nosotros no la ganamos. Nuestra vida inicial es siempre una vida de extravío lejos de Dios y nuestra nueva vida que constituye nuestro retorno a Dios es siempre el resultado de una misericordia inmerecida, derramada sobre quienes necesitan grandemente de esa misericordia, pero que nunca la han merecido.

No es de nosotros en otro sentido, no viene de nuestra excelencia original. La salvación viene de arriba; nunca evoluciona a partir de nuestro ser interior. ¿Acaso la vida eterna puede desarrollarse de las costillas desnudas de la muerte? Algunos se atreven a decirnos que la fe en Cristo, y el nuevo nacimiento son únicamente el desarrollo de cosas buenas que permanecen escondidas en nosotros por naturaleza; pero en esto, como su padre, hablan por sí mismos. Señores, si un hijo de ira es dejado para que se desarrolle, ¡cada día será un mejor candidato para el lugar preparado para el diablo y sus ángeles! Pueden tomar al hombre que no ha sido regenerado y pueden educarlo hasta el más alto nivel; pero él permanece y debe permanecer para siempre muerto en pecado, a menos que venga un poder superior para salvarlo de sí mismo. La gracia introduce en el corazón un elemento enteramente extraño. No mejora las cosas existentes ni las hace perpetuas; sino que mata y regenera. No hay continuidad entre el estado natural y el estado de gracia: el uno es oscuridad y el otro es luz; el uno es muerte y el otro es vida. La gracia, cuando nos llega, es como un carbón arrojado en el mar, donde ciertamente se apagaría con facilidad si no poseyera una cualidad milagrosa que es capaz de sorprender las inundaciones de las aguas, estableciendo su reino de fuego y luz aun en los abismos.

La salvación por gracia, por medio de la fe, no es de nosotros en el sentido de que es el resultado de nuestro propio poder. Estamos obligados a considerar la salvación ciertamente como un acto divino al igual que la creación o la providencia o la resurrección. En cada punto del proceso de salvación, esta palabra es apropiada: «y esto no de vosotros.» Desde el primer deseo de salvación y a todo lo largo del proceso hasta la plena recepción de la salvación por fe, es de principio a fin únicamente del Señor y no de nosotros. El hombre cree, pero esa fe es solamente un resultado entre muchos de la implantación de la vida divina en el alma del hombre por el propio Dios.

Aun el simple deseo de ser salvos por gracia no es de nosotros, sino que es un don de Dios. Allí está la clave del asunto. Un hombre debe creer en Jesús: es su deber recibir a Quien Dios ha designado para que sea la propiciación por los pecados. Pero el hombre no quiere creer en Jesús; prefiere cualquier otra cosa a la fe en su Redentor. A menos que el Espíritu de Dios convenza su juicio y fuerce su voluntad, el hombre no tiene corazón para creer en Jesús para vida eterna.

Yo le pido a cualquier hombre redimido que reflexione sobre su propia conversión y que explique cómo llegó a ser salvo. Te volviste a Cristo y creíste en Su nombre: estos fueron tus propios actos y hechos. ¿Pero qué fue lo que te hizo volver a Cristo? ¿Qué fuerza sagrada fue esa que te hizo volverte del pecado a la justicia? ¿Atribuyes esta singular regeneración a la existencia de algo mejor en ti por sobre cualquier cosa que se haya podido descubrir en tu vecino inconverso? No, tú confiesas que podrías haber sido lo que tu vecino es ahora si no hubiera sido porque algo potente tocó el resorte de tu voluntad, iluminó tu entendimiento, y te guió a los pies de la cruz. Llenos de gratitud confesamos ese hecho; debe ser así. La salvación es por gracia por medio de la fe, no es de nosotros, y nadie soñaría en honrarse a sí mismo por causa de su conversión, o por causa de cualquier efecto de la gracia que ha fluido de la primera divina causa. Por último:

V. «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.

» La salvación puede ser llamada Teodora, o el don de Dios: y cada alma que es salva puede apellidarse Dorotea, que es otra forma de decir lo mismo. Multipliquen sus frases y amplíen sus exposiciones; pero si le seguimos la pista a la salvación hasta llegar a su fuente, encontraremos que toda ella está contenida en el don indecible, y en la bendición inmerecida y sin medida del amor.

La salvación es el don de Dios, totalmente opuesto al concepto de un pago. Cuando un hombre paga a otro hombre su salario, hace lo correcto, y a nadie se le ocurriría abrumarlo de elogios por ello. Pero alabamos a Dios por la salvación porque no es el pago de una deuda, sino que es un don de la gracia. Nadie entra a la vida eterna en la tierra o en el cielo porque se lo ha ganado: es el don de Dios. Decimos: «Nada es más gratuito que un regalo.» La salvación es tan puramente, tan absolutamente un don de Dios, que nada puede ser más inmerecido.

Dios lo da porque Él decide darlo, de conformidad a ese grandioso texto que ha hecho que muchos hombres se muerdan el labio de rabia: «Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca.» Todos ustedes son culpables y están condenados, y el Gran Rey perdona a quien quiere. Esta es su prerrogativa real. Él salva en Su infinita soberanía de gracia.

La salvación es el don de Dios: enteramente es un don de Dios, en oposición a la noción de crecimiento. La salvación no es un producto natural que surge de dentro: es traída de una zona foránea, y plantada en el corazón por manos celestiales. La salvación en su totalidad es un don de Dios. Si quieres alcanzarla, allí está, completa. ¿Quieres recibirla como un don perfecto? «No, yo la voy a producir en mi propio taller.» No puedes forjar un trabajo tan raro y costoso, sobre el cual el propio Jesús derramó toda la sangre de su vida. Aquí hay una túnica sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Te cubrirá y te llenará de gloria. ¿Quieres tenerla? «¡No, me voy a poner a trabajar en el telar y voy a coser mi propia túnica!» ¡Eres un insensato orgulloso! Estás tejiendo tu propia telaraña. Estás bordando un sueño. ¡Oh! que quisieras aceptar sin costo lo que Cristo declaró consumado sobre la cruz.

Es el don de Dios: esto es, está eternamente seguro en oposición a los dones de los hombres que muy pronto se desvanecen. «Yo no os la doy como el mundo la da,» dice nuestro Señor Jesús. Si mi Señor Jesús te da la salvación en este momento, la tienes, la tienes para siempre. Nunca te la va a quitar; y si Él no te la quita, ¿quién podrá hacerlo? Si Él te salva ahora por medio de la fe, eres salvo, tan salvo que nunca perecerás, ni nadie te arrebatará de Su mano. ¡Que así sea con cada uno de nosotros! Amén.