Al considerar las obras de Dios en la creación, hay dos preguntas que surgen de inmediato en la mente atenta, que deben ser contestadas antes de que podamos obtener la clave para la filosofía y la ciencia de la propia creación. La primera es la pregunta de la autoría: ¿Quién hizo todas estas cosas? Y la segunda pregunta es la del objetivo: ¿Con qué propósito fueron creadas todas ellas? La primera pregunta, «¿Quién hizo todas estas cosas?» puede responderla con facilidad cualquier persona que tenga una conciencia honesta y una mente sana, pues cuando alza sus ojos a lo alto para leer en las estrellas, verá que esas estrellas escriben con letras de oro esta palabra: Dios. Y mirando hacia abajo, a las olas, si sus oídos están abiertos a la honestidad, oirá que cada ola proclama: Dios. Si mira a las cumbres de las montañas, estas no hablarán, pero con una respetuosa majestuosidad de silencio parecerán publicar:
«Divina es la mano que nos hizo.»
Si escuchamos el murmullo del arroyo en la ladera de la montaña, y los retumbos de una avalancha, y los mugidos del ganado, y el canto de los pájaros; si ponemos atención a cada voz y sonido de la naturaleza, escucharemos la respuesta a esa pregunta: «Dios es nuestro Hacedor; Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos.»
La siguiente pregunta, relativa al propósito: ¿Para qué fueron hechas estas cosas?, no es tan fácil de contestar fuera de la Escritura; pero cuando leemos la Escritura descubrimos este hecho: que como la respuesta a la primera pregunta es Dios, entonces, la respuesta para la segunda pregunta es la misma. ¿Para qué fueron hechas estas cosas? La respuesta es: para la gloria de Dios, para Su honra, y para Su complacencia. Ninguna otra respuesta es compatible con la razón. Cualquier otra respuesta que propongan los hombres, será igualmente desacertada. Consideren por un momento que hubo un tiempo cuando Dios no tenía criaturas, cuando moraba solo, el poderoso Hacedor de las edades, glorioso en un retiro increado, divino en Su eterna soledad: «yo Jehová, y ninguno más que yo.» ¿Puede alguien responder esta pregunta: ‘por qué creó Dios a las criaturas’ de cualquier otra manera que no sea: «las hizo para Su complacencia y para Su gloria»? Ustedes podrían contestar que las hizo para Sus criaturas; pero nosotros replicamos que no había criaturas entonces para que las hiciera para ellas. Admitimos que la respuesta es acertada ahora. Dios prepara la cosecha para Sus criaturas; cuelga al sol en el firmamento para bendecir a Sus criaturas con luz y calor; ordena a la luna que camine en su curso durante la noche para que alegre la oscuridad de Sus criaturas sobre la tierra. Pero la primera respuesta, remontándonos al origen de todas las cosas, no puede ser otra sino esta: «Para Su complacencia fueron y son creadas.» «Todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo y por sí mismo.»
Ahora, esto que es válido para los obras de la creación, es igualmente válido para las obras de la salvación. Alcen sus ojos a lo alto, más arriba de aquellas estrellas que centellean sobre el piso del cielo; miren a lo alto, donde los espíritus vestidos de blanco, más claros que la luz, brillan como estrellas en su magnificencia; miren allí, donde los redimidos con sus sinfonías corales «rodean el trono de Dios regocijándose,» y hagan esta pregunta: «¿Quién salvó a esos seres glorificados, y con qué propósito fueron salvados?» Les decimos que es la misma respuesta que dimos previamente a la pregunta anterior: «Él los salvó: Él los salvó por amor de su nombre.» El texto es una respuesta para las dos grandes preguntas relativas a la salvación: ¿Quién salvó a los hombres, y por qué son salvados? «Él los salvó por amor de su nombre.»
Intentaré adentrarme en este tema el día de hoy. Que Dios lo bendiga para cada uno de nosotros y seamos contados en el número de los que serán salvos «por amor de su nombre.» Tratando el texto desde una perspectiva literal (y de esa forma lo entenderá la mayoría) tenemos cuatro aspectos. Primero, un glorioso Salvador: «Él los salvó;» en segundo lugar, un pueblo favorecido: «Él los salvó;» en tercer lugar, una razón divina por la que fueron salvados: «por amor de su nombre;» y en cuarto lugar, un obstáculo superado, en la palabra «pero,» implicando que había una dificultad que fue eliminada. «Pero él los salvó por amor de su nombre.» Un Salvador; los salvados; la razón; el obstáculo quitado.
I. Primero, entonces, aquí tenemos A UN GLORIOSO SALVADOR: «Él los salvó.» ¿Quién es descrito por la palabra «él»?
Posiblemente muchos de mis lectores responderían: «es obvio, el Señor Jesucristo es el Salvador de los hombres.» Correcto, amigos míos; pero no es toda la verdad. Jesucristo es el Salvador; pero no más que Dios el Padre, o Dios el Espíritu Santo. Algunas personas que ignoran el sistema de la verdad divina, piensan que Dios el Padre es un grandioso Ser lleno de ira, y enojo, y justicia, pero que no tiene nada de amor. Piensan que Dios el Espíritu es tal vez una mera influencia que procede del Padre y del Hijo. Nada puede ser más incorrecto que esas opiniones.
Es cierto que el Hijo me redime, pero recuerden que el Padre entregó a Su Hijo a la muerte por mí, y el Padre me eligió con una elección eterna de Su gracia. El Padre borra mi pecado; el Padre me acepta y me adopta en Su familia por medio de Cristo. El Hijo no podría salvar sin el Padre, de la misma manera que el Padre no podría salvar sin el Hijo; y en cuanto al Espíritu Santo, si el Hijo redime, ¿no saben que el Espíritu Santo regenera? Él es quien nos hace nuevas criaturas en Cristo, el que nos engendra otra vez a una esperanza viva, quien purifica nuestra alma, quien santifica nuestro espíritu, y quien, al final, nos presenta sin mancha y sin fallas delante del trono del Altísimo, aceptos en el Amado. Cuando tú dices: «Salvador,» recuerda que hay una Trinidad en esa palabra: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, siendo este Salvador tres personas bajo un solo nombre. Tú no puedes ser salvado por el Hijo sin el Padre, ni por el Padre sin el Hijo, ni por el Padre y el Hijo sin el Espíritu. Pero así como son uno en la creación, así son uno en la salvación, trabajando juntos en un Dios para nuestra salvación, y a ese Dios sea la gloria eterna, mundo sin fin, amén.
Pero observen cómo en este pasaje, este ser Divino reclama la salvación enteramente para Él. «Pero él los salvó.» Moisés, ¿dónde estás tú? ¿Acaso no los salvaste tú, Moisés? Tú alzaste la vara sobre el mar, y se dividió en dos mitades; tú elevaste tu oración al cielo, y las ranas llegaron, y las moscas abundaron, y el agua se convirtió en sangre, y el granizo azotó la tierra de Egipto. Moisés, ¿acaso no fuiste su salvador? Y tú, Aarón, tú ofreciste los novillos que Dios aceptaba; tú los condujiste junto con Moisés a través del desierto. ¿No fuiste tú el salvador de ellos? Ellos mismos responden, «no, nosotros fuimos los instrumentos, pero Él los salvó. Dios hizo uso de nosotros, pero toda la gloria es para Su nombre, y no para nosotros.» Pero, Israel, tú fuiste un pueblo fuerte y poderoso; ¿no te salvaste a ti mismo? Tal vez fue debido a tu propia santidad que el Mar Rojo se secó; tal vez las aguas partidas estaban aterradas por la piedad de los santos que estaban parados en sus márgenes; tal vez fue Israel quien se libró a sí mismo. No, no, dice la Palabra de Dios; Él los salvó; ellos no se salvaron a sí mismos, ni sus semejantes los redimieron.
Y, sin embargo, fíjense bien, hay algunos que debaten este punto, que piensan que los hombres se salvan a sí mismos, o, al menos, que los sacerdotes y los predicadores pueden ayudarles a lograrlo. Nosotros afirmamos que el predicador, bajo el poder Dios, puede ser instrumento para cautivar la atención del hombre, para advertirle y para sacudirlo; pero el predicador no es nada; Dios es todo. La elocuencia más poderosa que haya destilado jamás de los labios de un predicador seráfico, no es nada sin el Espíritu Santo de Dios. Ni Pablo, ni Apolos, ni Cefas, cuentan para nada: el crecimiento lo ha dado Dios y Dios debe llevarse toda la gloria.
Hay algunas personas que encontramos por aquí y por allá, que dicen: «yo soy convertido del señor Tal y Tal; yo soy un convertido del Reverendo doctor esto o aquello.» Bien, si lo es usted, señor, no le puedo ofrecer mucha esperanza del cielo. Únicamente los convertidos de Dios van allá; no prosélitos de hombre, sino los redimidos del Señor. Oh, es algo de escasa importancia convertir a un hombre a nuestras propias opiniones; es grande ser el instrumento de convertir a esa persona, al Señor nuestro Dios.
Hace un tiempo recibí una carta de un buen ministro bautista de Irlanda, que anhelaba que yo fuera a Irlanda, según decía, para activar el interés bautista porque estaba en un nivel bajo allá, y mi visita tal vez motivaría a la gente a tener una mejor opinión de los bautistas. Yo le respondí que ni siquiera atravesaría una calle simplemente para hacer eso, y menos aún, atravesaría el Canal de Irlanda. No pensaría en ir a Irlanda por eso; pero si pudiera ir para hacer cristianos, bajo el poder Dios, y ser el medio de traer hombres a Cristo, dejaría al criterio de ellos lo que fueran después, y confiaría que el Espíritu Santo de Dios los dirigiera y guiara para que consideraran cuál denominación es más afín con la verdad de Dios. Hermanos, yo podría hacerlos a todos ustedes bautistas, tal vez, y sin embargo, no se habrían beneficiado en nada por ello; podría convertirlos a todos de esa manera, pero una conversión así equivaldría a que fuesen lavados para tener más grandes manchas, para convertirse en hipócritas y no en santos. He visto algo de la conversión en gran escala. Se han levantado grandes promotores del avivamiento; han predicado tronantes sermones que han hecho que las rodillas de los hombres chocaran entre sí. «¡Qué hombre tan maravilloso!» ha dicho la gente. «Ha convertido a tantos con un solo sermón.» Pero busquen a sus convertidos un mes después, y, ¿dónde estarán? Verán a algunos de ellos en la cantina, oirán que otros siguen maldiciendo, descubrirán que otros son pillos y timadores, porque no eran convertidos de Dios, sino únicamente del hombre. Hermanos, si se hace la obra de conversión, debe ser hecha por Dios, pues si Dios no convierte, no hay nada que se haga que sea duradero, y nada que sirva para la eternidad.
Pero algunos replican: «muy bien, señor, pero los hombres se pueden convertir a sí mismos.» Sí, lo hacen, y es una conversión magnífica. Muy frecuentemente se convierten a sí mismos. Pero entonces, eso que el hombre hace, el hombre lo deshace. El que se convierte a sí mismo un día, revierte su conversión al día siguiente; hace un nudo que sus propios dedos pueden soltar. Recuerden esto: ustedes pueden convertirse a ustedes mismos una docena de veces, pero «Lo que es nacido de la carne, carne es,» y «no puede ver el reino de Dios.» Es únicamente «lo que es nacido del Espíritu» lo que » es espíritu,» lo que es susceptible de ser reunido en el ámbito del espíritu al final, donde solamente se encontrarán cosas espirituales delante del trono del Altísimo. Debemos reservar esta prerrogativa enteramente para Dios.
Si alguien declarara que Dios no es Creador, le tildaríamos de infiel. Si negara la doctrina de que Dios es el Hacedor absoluto de todas las cosas, nos opondríamos de inmediato, porque el que quita a Dios del trono de la misericordia, comparado con el que Le quita del trono de la creación, es un infiel de la peor calaña, por ser más engañoso, pues dice a los hombres que se pueden convertir a sí mismos, en vez de reconocer que Dios lo hace todo. «Él» solamente, el grandioso Jehová: Padre, Hijo y Espíritu Santo, «él los salvó por amor de su nombre.»
Así he procurado exponer con claridad la primera verdad del divino y glorioso Salvador.
II. Ahora, en segundo lugar, LAS PERSONAS FAVORECIDAS:
«Él los salvó.» ¿Quiénes son ellos? Ustedes responderán: «ellos eran las personas más respetables que pudieran encontrarse en el mundo; eran personas muy entregadas a la oración, amantes, santas, y llenas de mérito; y, por tanto, debido a que eran buenas, Él las salvó.» Muy bien, esa es su opinión. Yo les diré lo que dijo Moisés: «Nuestros padres en Egipto no entendieron tus maravillas; no se acordaron de la muchedumbre de tus misericordias, sino que se rebelaron junto al mar, el Mar Rojo. Pero él los salvó.» Lean el versículo 7, y conocerán su carácter. En primer lugar, eran personas necias: «Nuestros padres en Egipto no entendieron tus maravillas.» A continuación, eran personas malagradecidas: «No se acordaron de la muchedumbre de tus misericordias.» En tercer lugar eran personas rebeldes: «Sino que se rebelaron junto al mar, el Mar Rojo.» Ah, estas son las personas que salva la gracia inmerecida, estos son los hombres y estas son las mujeres a quienes el Dios de toda gracia condesciende a cobijar en Su pecho, haciéndolos nacer de nuevo.
Observen, en primer lugar, que eran personas necias. Dios no envía siempre Su Evangelio al sabio y al prudente, sino más bien a los necios:
«Toma al necio y le hace conocer
La maravillas de Su amor agonizante.»
No supongan, amigos míos, que porque son hombres sin letras y leen con dificultad; no supongan, que porque han sido criados en la extrema ignorancia, y a duras penas han aprendido a deletrear su nombre, que por eso no pueden ser salvos. La gracia de Dios puede salvarlos, y luego iluminarlos.
Un hermano ministro me contó una vez la historia de un hombre que era conocido como un tonto en una cierta aldea, y era considerado siempre como un cabeza hueca; nadie creía que pudiera entender algo. Pero un día se acercó a oír la predicación del Evangelio. Había sido un borracho, y tenía suficiente ingenio para ser malvado, que es una forma de ingenio muy común. Le agradó al Señor bendecir la palabra a su alma, de tal forma que fue un hombre cambiado; y lo que resultó una maravilla es que su religión le dio un algo que comenzó a desarrollar sus facultades latentes. Descubrió que tenía algo por qué vivir, y comenzó a hacer lo que podía. En primer lugar él quería leer su Biblia, para poder leer el nombre de su Salvador; y después de muchos martilleos y deletreos, al final fue capaz de leer un capítulo. Luego se le pidió que orara en una reunión de oración; así podía ejercitar sus poderes vocales. Su oración la conformaron cinco o seis palabras, y se sentó lleno de vergüenza. Pero debido a que oraba continuamente con su propia familia en casa, pudo llegar a orar como el resto de los hermanos, y prosiguió hasta que se convirtió en un predicador, y, cosa muy singular, poseía una fluidez, una profundidad de entendimiento y un poder de pensamiento, que difícilmente se encuentran entre los ministros que sólo ocasionalmente ocupan los púlpitos. Fue muy sorprendente que la gracia contribuyera a desarrollar sus poderes naturales, dándole un objetivo, y dándole firmeza y devoción para cumplirlo, sacando así a la luz todos sus recursos para que fueran plenamente manifiestos.
Ah, quienes son ignorantes no deben ceder ante la desesperación. Él los salvó; no por sus méritos, pues no había nada en ellos por lo que deberían ser salvados. Él los salvó, no debido a su sabiduría, sino que, aunque eran ignorantes, y no entendían el significado de Sus milagros, «él los salvó por amor de su nombre.»
Además observen que eran personas muy ingratas, y sin embargo, Él las salvó. Las libró un sinnúmero de veces, y obró poderosos milagros para su beneficio; pero aun así se rebelaron. Ah, sucede lo mismo contigo, apreciado lector. Has sido rescatado muchas veces del borde de la tumba; Dios te ha dado casa y comida, día tras día, y te ha dado provisión, y te ha guardado hasta esta hora; pero, ¡cuán ingrato has sido! Como dijo Isaías: «El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento.»
Cuántos hay en esta condición, que han recibido tantos favores de Dios, que no les bastaría un año para relatar su historia, mas sin embargo, ¿han hecho algo alguna vez por Él? Ellos no conservarían un caballo que no trabajara para ellos, y ni siquiera un perro que no los reconociera. Pero aquí tenemos a Dios; los ha sostenido día a día, y ellos a cambio han hecho mucho en contra de Él, pero no han hecho nada por Él. Él ha puesto el pan en sus propias bocas, los ha nutrido, y ha sostenido su fortaleza, y ellos han derrochado esa fortaleza en desafiarle, en maldecir Su nombre y en quebrantar Su día de reposo. «Pero él los salvó.» Algunas personas de este tipo han sido salvadas. Yo espero que habrá aquí algunos que sean salvados por la gracia vencedora, y sean hechos hombres nuevos por el poder eficaz del Espíritu de Dios. «Pero él los salvó.» Cuando no había nada recomendable en ellos, sino que merecían ser arrojados fuera por su ingratitud, «él los salvó.»
Y noten, una vez más, que era un pueblo rebelde. «Se rebelaron junto al mar, el Mar Rojo.» ¡Ah, cuántas personas hay en este mundo que son un pueblo rebelde contra Dios! Si Dios fuera semejante al hombre, ¿quién de nosotros estaría aquí hoy? Si somos provocados una vez o dos veces, alzamos nuestra mano. En algunos hombres la pasión arde frente a la primera ofensa; otros, que son más plácidos, pueden soportar ofensa tras ofensa, hasta que al fin dicen: «todo tiene un límite, y ya no puedo soportar más; ¡o acabas con esto o acabo contigo! ¡Ah!, si Dios tuviese ese temperamento, ¿dónde estaríamos? Bien podría decir: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos; porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos.» Era un pueblo rebelde, «Pero él los salvó.» ¿Te has rebelado contra Dios? Ten ánimo. Si te arrepientes, Dios ha prometido salvarte. Es más, Él puede darte el arrepentimiento e inclusive darte la remisión de los pecados, pues Él salva al pueblo rebelde por amor de Su nombre.
Me parece que alguno de mis lectores dirá: «bien, señor, ¡eso es promover realmente el pecado!» ¿De veras, amigo? ¿Por qué? «Porque le está hablando a los peores hombres y les está diciendo que a pesar de todo, todavía pueden ser salvos.» A ver, cuando me dirigí a los peores hombres, ¿te hablé a ti o no? Tú respondes: «no; yo soy uno de los hombres más respetables y de los mejores que hay.» Bien, entonces, caballero, no tengo ninguna necesidad de predicarte, pues tú piensas que no lo necesitas. «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.» Pero estas pobres personas, a quienes tú dices que estoy alentando a pecar, necesitan que se les predique. Te dejo. ¡Buenos días! Tú guardas tu propio evangelio, y me pregunto si con él encontrarás tu camino al cielo. No, no me pregunto, yo sé que no lo encontrarás, a menos que seas conducido como un pobre pecador a creer en las palabras de Cristo, y ser salvado por amor de Su nombre. Pero yo me despido de ti y continuaré mi camino. ¿Pero, por qué dices que yo aliento a los hombres a pecar? Yo los invito a que se arrepientan del pecado. Yo no dije que Él salvó al pueblo rebelde, y que luego permitió que se rebelara contra Él como lo había hecho antes; yo no dije que Él salvó al pueblo impío y que luego le permitió que pecara como lo hacía antes.
Pero ustedes conocen el significado de la palabra «salvados;» Lo expliqué la otra mañana. La palabra «salvados» no quiere decir simplemente llevar a los hombres al cielo; quiere decir algo más: quiere decir salvarlos de sus pecados; quiere decir darles un nuevo corazón, espíritus nuevos, vidas nuevas; significa hacerlos hombres nuevos. ¿Hay algo de licencioso cuando se dice que Cristo toma a los peores de los hombres para convertirlos en santos? Si lo hay, yo no puedo verlo. Yo sólo deseo que Él tome a los peores de esta congregación y los convierta en santos del Dios vivo, y entonces habría mucho menos libertinaje.
Pecador, yo te doy consuelo, no en tu pecado, sino en tu arrepentimiento. Pecador, los santos del cielo fueron alguna vez tan malos como tú lo has sido. ¿Eres un borracho, un blasfemo, una persona inmunda? «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados.» ¿Está negra tu ropa? Pregúntales a ellos si sus vestiduras fueron negras alguna vez. Te responderán: «sí, nuestras ropas han sido lavadas.» Si no hubiesen sido negras, no habrían tenido la necesidad de que fueran lavadas. «Han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.» Entonces, pecador, si eran negras, y fueron salvados, ¿por qué tú no podrías ser salvado?
«¿No son Sus misericordias ricas y gratuitas?
Entonces di, alma mía, ¿por qué no por ti?
Nuestro Jesús murió en el madero,
Entonces ¿por qué, alma mía, por qué no por ti?
Cobren ánimo, penitentes; Dios tendrá misericordia de ustedes. «Pero Él los salvó por amor de su nombre.»
III. Ahora abordaremos el tercer punto: LA RAZÓN DE LA SALVACIÓN:
«Pero él los salvó por amor de su nombre.» No hay otra razón para que Dios salve a un hombre, sino por amor de Su nombre; no hay nada en un pecador que le haga merecer la salvación, o que lo recomiende para que reciba misericordia; debe ser el propio corazón de Dios el que dicta el motivo de la salvación de los hombres. Una persona dice: «Dios me salvará porque soy muy recto.» Amigo, Él no hará algo así. Otro dirá: «Dios me salvará porque soy muy talentoso.» Hombre, no lo hará. ¡Tu talento! Tú, un idiota altanero y baboso, ¡tu talento no es nada comparado con el talento del ángel que una vez estuvo delante del trono, y pecó, y fue arrojado para siempre al abismo insondable! Si Él salvara a los hombres por su talento, habría salvado a Satanás, pues tenía suficientes talentos. En cuanto a tu moralidad y bondad, no son sino harapos inmundos, y nunca te salvará por algo que hagas. Nadie sería salvado si Dios esperara algo de nosotros: debemos ser salvados pura y simplemente por razones vinculadas a Él mismo, y que se anidan en Su propio pecho.
Bendito sea Su nombre, Él nos salva «por amor de su nombre.» ¿Qué quiere decir eso? Pienso que significa esto: el nombre de Dios es Su persona, Sus atributos, y Su naturaleza. Por amor de Su naturaleza, por amor de Sus mismos atributos, Él salvó a los hombres; y, tal vez, podemos incluir esto también: «Mi nombre está en él:» esto es, en Cristo; Él nos salva por amor de Cristo, que es el nombre de Dios. Y ¿qué significa eso? Pienso que significa esto:
Él los salvó, primero, para manifestar Su naturaleza. Dios es todo amor, y Él quería manifestarlo; mostró ese amor cuando hizo el sol, la luna, y las estrellas, y esparció las flores en la tierra verde y sonriente. Mostró Su amor cuando hizo que el aire fuera un bálsamo para el cuerpo, y la luz del sol fuera alegría para el ojo. Él nos calienta en el invierno con abrigos y con el combustible que ha almacenado en las entrañas de la tierra. Pero quería revelarse todavía más. «¿Cómo puedo mostrarles que los amo con todo mi infinito corazón? Entregaré a la muerte a mi Hijo para que salve a los peores de ellos, y así manifestaré mi naturaleza.» Y Dios lo ha hecho; Él ha manifestado Su poder, Su justicia, Su amor, Su fidelidad, y Su verdad; Él ha manifestado Su ser entero en la grandiosa plataforma de la salvación. Fue, por decirlo así, el balcón en el que se asomó Dios para mostrarse al hombre: el balcón de la salvación. De esta manera se manifestó a Sí mismo, mediante la salvación de las almas de los hombres.
Lo hizo también, para vindicar Su naturaleza. Algunos dicen que Dios es cruel; ellos le llaman perversamente: un tirano. «¡Ah!,» dice Dios, «pero voy a salvar a los peores pecadores y vindicaré mi nombre; voy a borrar el estigma; voy a quitar la mancha; ellos no serán capaces de referirse a Mí de esa manera, a menos que sean unos mentirosos inmundos, pues Yo seré abundantemente misericordioso. Voy a quitar esta mancha, y ellos verán que mi grandioso nombre es un nombre de amor.» Y agregó esto: «Haré esto por amor de mi nombre; esto es, para hacer que este pueblo ame mi nombre. Yo sé que si tomo a los mejores hombres, y los salvo, ellos amarán mi nombre; pero si tomo a los peores hombres, oh, ¡cómo me van a amar! Si voy y tomo a algunos que son la hez de la tierra, y los hago mis hijos, oh, ¡cuánto me van a amar! Entonces serán leales a mi nombre; lo considerarán más dulce que la melodía; será más precioso para ellos que el perfume de nardo de los mercaderes orientales; lo valorarán como el oro, sí, más que el oro fino. El hombre que me ama más, es el hombre al que se le han perdonado más pecados: él debe mucho, por tanto, amará mucho.» Esta es la razón por la que Dios escoge a menudo a los peores hombre para hacerlos Suyos.
Un viejo escritor dijo: «todas las esculturas del cielo fueron hechas con madera nudosa; el templo de Dios, el Rey del cielo, es de cedro, pero los cedros eran todos árboles nudosos antes de que Él los cortara.» Eligió a los peores, para manifestar Su destreza y Su pericia, para hacerse un nombre, como está escrito: «Y será a Jehová por nombre, por señal eterna que nunca será raída.» Ahora, queridos lectores, cualquiera que sea su condición, aquí hay algo que les ofrezco y que es muy digno de su consideración, es decir: que si somos salvados, somos salvados por amor de Dios, por amor de Su nombre, y no por nosotros mismos.
Ahora, esto coloca a todos los hombres en un mismo nivel en lo que concierne a la salvación. Supongan que para entrar a este jardín (Royal Surrey Gardens), se hubiese establecido la regla que cada persona debía mencionar mi nombre como clave de admisión. La ley es: ningún hombre será admitido por su rango o título, sino únicamente por la mención de un cierto nombre. Allí viene un noble; menciona el nombre y entra: allí viene un mendigo, cubierto de harapos. Menciona el nombre (la ley dice que es solamente la mención del nombre la que concederá la admisión) y él lo menciona y entra, pues no hay ninguna otra distinción. De esto modo, mi señora dama, si usted viene, con toda su moralidad, deberá hacer uso de Su nombre: y si tú vienes, pobre habitante inmundo de un sótano o de un desván, y mencionas Su nombre, las puertas se abrirán de par en par, pues hay salvación para todo aquel que haga mención del nombre de Cristo, y sólo de ese nombre. Esto abate el orgullo de los moralistas, humilla la autoexaltación del que presume justicia propia, y nos coloca a todos, como pecadores culpables, en igualdad de condiciones delante de Dios, para recibir misericordia de Sus manos, «Por amor de su nombre,» y únicamente por esa razón.
IV. Pero ya me he detenido demasiado; permítanme concluir haciendo un comentario de los obstáculos superados, que están sugeridos en la palabra «Pero.» Y lo haré de una manera que intenta ser interesante, en la forma de una parábola.
En un tiempo, Misericordia estaba sentada en su trono, que era blanco como la nieve, rodeada por los ejércitos del amor. Un pecador, a quien Misericordia se había propuesto salvar, fue traído a su presencia. El heraldo tocó la trompeta, y después de tres llamados, con voz muy alta, dijo: «Oh cielo, tierra e infierno, yo los convoco en este día para que vengan delante del trono de Misericordia, y declaren por qué este pecador no debe ser salvado.» Allí estaba el pecador, temblando de miedo; él sabía que había una multitud de oponentes, que querían abrirse paso para entrar en el salón de Misericordia, y con ojos llenos de ira, dirían: «él no debe escapar y no lo hará; ¡él debe perderse!» Sonó la trompeta y Misericordia estaba sentada plácidamente en su trono ¡hasta que entró uno con fiero rostro; su cabeza estaba cubierta de luz; hablaba con voz de trueno, y de sus ojos salían rayos! «¿Quién eres tú?», preguntó Misericordia. Él respondió, «yo soy la Ley; la ley de Dios.» «Y, ¿qué tienes que comentar?» «Tengo que decir esto,» y levantó una tabla de piedra, escrita a ambos lados; «estos diez mandamientos han sido quebrantados por este miserable. Yo demando su sangre; pues está escrito, ‘El alma que pecare, esa morirá.’ Así pues, perezca él, o habrá de hacerlo la justicia.» El miserable tiembla, sus rodillas chocan entre sí, la médula de sus huesos se derrite internamente, como si fuese hielo derretido por fuego, y él tiembla verdaderamente aterrado. Ya le parecía ver el rayo arrojado en su contra, penetrando en su alma, y el infierno abierto en su imaginación delante de él, y se consideró perdido allí para siempre. Pero Misericordia sonrió, y dijo: «Ley, yo te voy a responder. Este desdichado merece morir; la justicia demanda que perezca: te concedo la demanda.» Y, ¡oh!, cómo tiembla el pecador. «Pero hay uno allá que ha venido conmigo el día de hoy, mi Rey, mi Señor; Su nombre es Jesús; Él te dirá cómo puede ser pagada la deuda para que el pecador quede libre.» Entonces Jesús habló y dijo, «oh Misericordia, haré lo que me pides. Tómame, Ley. Ponme en el huerto. Hazme sudar gotas de sangre. Luego, clávame en un madero. Azota mi espalda antes de que me mates. Cuélgame de la cruz. Que la sangre de mis manos y de mis pies corra en abundancia. Bájame al sepulcro. Déjame pagar todo lo que debe el pecador. Yo moriré en su lugar.» Y la Ley salió y azotó al Salvador, lo clavó en la cruz, y regresó con su rostro radiante de satisfacción, y se paró ante el trono de Misericordia, y Misericordia preguntó: «Ley, ¿qué tienes que agregar ahora?» «Nada,» respondió, «hermoso ángel, nada.» «¡Cómo!, ¿ninguno de estos mandamientos está en contra de él? «No, ninguno. Jesús, su sustituto, los ha guardado todos. Él pagó la pena por su desobediencia, y ahora, en vez de su condenación, yo pido como una deuda de justicia que el pecador sea absuelto.» «Permanece aquí,» dijo Misericordia, «siéntate en mi trono. Tú y yo juntos enviaremos ahora una nueva citación.» La trompeta sonó otra vez. «Vengan aquí, todos los que tengan algo que decir en contra de este pecador, para que no sea absuelto.» Y se levanta otro, uno que a menudo afligió al pecador, uno que tenía una voz no tan alta como la de la Ley, pero penetrante y estremecedora, una voz cuyos susurros eran tan cortantes como una daga. «¿Quién eres tú?» preguntó Misericordia. «Yo soy la Conciencia; este pecador debe ser castigado; él ha hecho demasiado contra la ley de Dios y debe ser castigado; yo lo exijo; y no le permitiré descansar hasta que sea castigado, y no me detendré allí, pues le seguiré inclusive al sepulcro, y le perseguiré más allá de la muerte con remordimientos indecibles.» «No,» respondió Misericordia, «escúchame,» y haciendo una pausa por unos momentos, tomó un manojo de hisopo y roció con sangre a Conciencia, diciendo: «Escúchame, Conciencia, ‘la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado.’ Ahora, ¿tienes algo que decir?» «No,» respondió Conciencia, «nada.»
‘Cubierta está su injusticia;
Él es libre de condenación.’
«Desde este momento ya no le atormentaré. Seré una buena conciencia para él, por la sangre de nuestro Señor Jesucristo.» La trompeta sonó una tercera vez, y aullando desde las cavernas más profundas, se aproximó un negro diablo repulsivo, con odio en sus ojos, y una majestad infernal en su aspecto. Se le pregunta: «¿tienes algo en contra de ese pecador?» «Sí,» respondió, «lo tengo; él ha hecho una alianza con el infierno, y un pacto con la tumba, y aquí está, firmado por su propia mano. Él le pidió a Dios que destruyera su alma en una borrachera, e hizo votos que nunca se volvería a Dios; ¡miren, aquí está su pacto con el infierno!» «Veámoslo,» dijo Misericordia; y le fue entregado, mientras el diablo sombrío miraba al pecador, y lo atravesaba con sus negras miradas. «¡Ah!,» dijo Misericordia, «pero este hombre no tenía el derecho de firmar la escritura; un hombre no puede vender la propiedad ajena. Este hombre fue comprado y pagado de antemano; él no se pertenecía; el pacto con la muerte es anulado, y la alianza con el infierno es hecho pedazos. Sigue tu camino, Satanás.» «No,» dijo, aullando de nuevo, «tengo algo más que agregar: ese hombre siempre fue mi amigo; siempre escuchó mis insinuaciones; se burlaba del Evangelio; hacía burla de la majestad del cielo; ¿acaso recibirá el perdón, mientras yo tengo que encaminarme a mi guarida infernal, para soportar para siempre la pena de mi culpa?» Misericordia respondió: «Lárgate, demonio; estas cosas las hizo en los días anteriores a su regeneración; mas la palabra ‘pero’ las borra. Vete a tu infierno, y considera esto como otro azote que se te propina. El pecador será perdonado, ¡pero tú nunca lo serás, diablo traidor!» Y luego Misericordia, se volvió al pecador sonriendo y dijo: «¡pecador, la trompeta debe sonar por una última vez!» Otra vez fue tocada, y nadie respondió. Entonces se levantó el pecador, y Misericordia dijo: «pecador, haz tú mismo la pregunta: pregunta al cielo, a la tierra y al infierno, pregunta si alguien puede condenarte.» Y el pecador puesto de pie, con una voz alta y valerosa preguntó: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios?» Y miró al infierno, y Satanás estaba allí, mordiendo sus ataduras de hierro; y miró a la tierra y estaba silenciosa; y en la majestad de la fe, el pecador subió al mismo cielo, y preguntó: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios?» «¿Dios?» Y vino la respuesta: «No, Él justifica.» «¿Cristo?» Y fue susurrado dulcemente: «No, Él murió.» Entonces, mirando a su alrededor, el pecador preguntó gozosamente: «¿Quién me separará del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor?» Y el pecador que estaba condenado antes, regresó a Misericordia y permaneció postrado a sus pies, e hizo votos de ser suya para siempre, si lo guardaba hasta el fin, y lo convertía en lo que ella deseaba que fuera. Entonces ya no sonó más la trompeta, sino que los ángeles se regocijaron, y el cielo se alegró, pues el pecador había sido salvado.
Así ven ustedes que he dramatizado, como se dice, el hecho; pero no me importa como se diga; es una manera de llamar la atención del oído, cuando ninguna otra cosa puede hacerlo. «Pero,» ¡no hay peros, el obstáculo fue quitado! Pecador, cualquiera que sea ese «pero,» nunca disminuirá para nada el amor del Salvador; no lo hará menor nunca, sino que permanecerá siendo el mismo.
«Ven, alma culpables, y huye
A Cristo para que sane tus heridas;
Este es el glorioso día del Evangelio,
En el que abunda la gracia.
Ven a Jesús, pecador, ven.»
De rodillas haz tu confesión con llanto; mira a Su cruz, y contempla al Sustituto; cree y vivirás. A ustedes, que son casi demonios, a ustedes, que se han adentrado profundamente en el pecado, Jesús les dice ahora: «Si reconocen su necesidad de Mí, vuélvanse a Mí, y Yo tendré misericordia de ustedes: y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.»