Perseverando hasta el Fin

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charles spurgeon 4

Este particular texto fue originalmente dirigido a los apóstoles cuando fueron enviados a enseñar y a predicar en el nombre del Señor Jesús. Tal vez en sus mentes flotaban brillantes visiones de honor y estima entre los hombres. No se trataba de una dignidad insignificante contarse entre los doce primeros heraldos de la salvación ante los hijos de Adán. ¿Acaso se necesitaba poner un freno a sus elevadas esperanzas? Tal vez sí. Para que no iniciaran su obra sin haber calculado el costo, Cristo les da una muy completa descripción del tratamiento que habrían de recibir, y les recuerda que no era el comienzo de su ministerio lo que les ganaría su recompensa, sino que «el que persevere hasta el fin, éste será salvo».

Sería bueno que cada joven aspirante al ministerio del Evangelio recordara esto. Si simplemente poner nuestra mano en el arado nos confirmara ser llamados por Dios, cuántos ministros no habría; pero ay, demasiados miran hacia atrás y comprueban no ser aptos para el reino. El precepto de Pablo a Timoteo es una muy necesaria exhortación para cada joven ministro: «Sé fiel hasta la muerte» (1). No se trata de ser fiel durante un tiempo, sino de ser «fiel hasta la muerte», cosa que le permitirá al hombre decir: «He peleado la buena batalla.»

¡Cuántos peligros rodean al ministro cristiano! Así como los oficiales de un ejército son los blancos elegidos de los tiradores apostados en sitios privilegiados, igual sucede con los ministros de Cristo. El rey de Siria dijo a sus siervos: «No peleéis ni con grande ni con chico, sino sólo contra el rey de Israel». De la misma manera el archienemigo enfoca su ataque principal contra los ministros de Dios. Desde el primer momento de su llamado a la obra, el predicador de la Palabra estará familiarizado con la tentación. Siendo todavía un principiante, hay multitudes de las más engañosas tentaciones para trastornar la cabeza del joven heraldo de la cruz; y cuando los halagos de la popularidad temprana hayan pasado, como pronto pasarán, y le asedien el áspero croar de la maledicencia y la lengua viperina de la ingratitud, se encontrará decaído y menoscabado donde una vez fue adulado y admirado; es más, el veneno de la malicia reemplaza a los melifluos manjares de la adulación.

Entonces, que se ciña sus lomos y pelee la buena batalla de la fe. En los años subsiguientes, suministrar fresco material domingo tras domingo, guiar haciéndolo como delante de Dios, vigilar las almas de los hombres, llorar con los que lloran, y regocijarse con los que se regocijan, ser un padre de crianza para los jóvenes convertidos, reprender severamente a los hipócritas, tratar fielmente a los rebeldes, hablar con solemne autoridad y paternal ternura a aquellos que se encuentran en las primeras etapas del declive espiritual, llevar con él a todas partes el cuidado de las almas de cientos, es suficiente para envejecerlo cuando es joven todavía, y desfigurar su rostro con las líneas del dolor, hasta que, como el Salvador, a la edad de treinta y tres años, los hombres pensarán que es de cincuenta años de edad. «Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?», le comentaron Sus adversarios a Cristo cuando sólo contaba con treinta y dos años.

Si el ministro cayera, amigos míos; si ubicado sobre un pináculo fuera derribado; si, estando en lugares resbalosos, titubeara; si el que porta el estandarte, cayera, como puede muy bien caer, ¡qué daño sería infligido a la Iglesia, qué gritos se oirían entre los adversarios, qué danzas serían vistas entre las hijas de los filisteos! ¡Cómo habría sido manchado en el polvo el estandarte de Dios, y el nombre de Jesús habría sido arrojado al cieno! Cuando el ministro de Cristo se vuelve un traidor, es como si temblasen los pilares de la casa; cada piedra de la estructura resiente el sacudimiento. Si Satanás tiene éxito en trastornar a los predicadores de la Palabra, es como si hubiese un árbol muy frondoso que súbitamente fuera derribado por el hacha, y se quedara postrado en el polvo hasta que se marchitara y se pudriera; pero, ¿dónde están las aves del cielo que hacían nido en sus ramas y adónde huyeron esas bestias del campo que encontraban una reconfortante sombra debajo de su ramaje? El espanto se ha apoderado de ellos, y huyen aterrados. Todos los que eran alentados por la palabra del predicador, fortalecidos por su ejemplo, y edificados por su enseñanza, están llenos de humillación y tristeza, y claman: «¡ay, hermano mío!» Por todos estos numerosos peligros nuestros y las pesadas responsabilidades, podemos con justicia apelar ante quienes se alimentan bajo nuestro ministerio, y suplicarles: «Hermanos, orad por nosotros». Bien, nosotros sabemos que aunque nuestro ministerio proceda del Señor, si hasta aquí hemos sido mantenidos fieles por el poder del Espíritu Santos, sin embargo, solamente el que persevere hasta el fin, éste será salvo.

Pero, hermanos míos, cuán glorioso es el espectáculo del hombre que persevera hasta el fin como un ministro de Cristo. Tengo grabado sobre mi corazón en este momento, el retrato de alguien muy, muy querido para mí, y creo que puedo aventurarme a realizar un ligero bosquejo de él, como un digno ejemplo de lo honroso que es perseverar hasta el fin: este hombre comenzó a predicar la Palabra siendo un joven todavía. Descendiente de ancestros que habían amado al Señor y servido en Su Iglesia, sentía el ardor del santo entusiasmo. Habiendo demostrado sus capacidades, entró a una institución educativa, y al completar sus cursos, se estableció en un lugar en el que por más de cincuenta años continuó sus labores. En sus tempranos días, su sobria sinceridad y su sana doctrina fueron reconocidas por Dios en muchas conversiones, tanto en el lugar donde trabajaba como en otros lugares. Asediado por la calumnia y los ultrajes, fue su privilegio sobrellevarlos. Sobrevivió a sus enemigos, y aunque había enterrado a una generación de sus amigos, pudo encontrar cálidos corazones que se agruparon a su alrededor hasta el fin. Visitando su rebaño, predicando en su propio púlpito, y haciendo muchísimos viajes para visitar otras iglesias, los años se sucedieron con tanta rapidez, que se convirtió en cabeza de una gran tribu de hijos y nietos, la mayoría de ellos caminando en la verdad. A la edad de ochenta años continuaba predicando, hasta que, agobiado por las enfermedades, aunque se mantenía tan gozoso y tan jovial como en el apogeo de su juventud, llegó su tiempo de morir. Él pudo decir verdaderamente cuando habló conmigo al final: «que yo sepa mi testimonio para Dios no se ha alterado nunca en relación a las doctrinas fundamentales; he crecido en experiencia, pero desde el primer día hasta ahora, no he tenido nuevas doctrinas que enseñar a mis oyentes. No he tenido que hacer ninguna confesión de error sobre puntos vitales, sino que me he adherido a las doctrinas de la gracia, y puedo decir ahora que las amo más que nunca.» Era alguien como Pablo, el anciano, que anhelaba predicar mientras sus vacilantes rodillas lo pudieran transportar al púlpito. Estoy muy agradecido por haber tenido un abuelo así. Durmió en Cristo hace sólo unas cuantas horas, y en su lecho de muerte hablaba tan jovialmente como suelen hacerlo los hombres que gozan del pleno vigor de la salud. De manera muy dulce hablaba de la preciosidad de Cristo, y principalmente de la seguridad del creyente; de la veracidad de la promesa; de la inmutabilidad del pacto; de la fidelidad de Dios, y de la infalibilidad del decreto divino. Entre las cosas que dijo al final está esta que, nosotros creemos, vale la pena que atesoren en su memoria: «El doctor Watts canta:

‘Firme como la tierra Tu Evangelio permanece,
Señor mío, esperanza mía, mi confianza.’

¿Cómo, doctor, no hay algo más firme que eso? ¿No pudiste encontrar una comparación mejor? Vamos, la tierra cederá bajo nuestros pies cualquiera de estos días, si nos apoyamos en ella. La comparación no sirve. El doctor estaba mucho más cerca del blanco, cuando dijo:

‘Firme como Su trono Su promesa permanece,
Y Él puede guardar muy bien
Lo que he puesto en Sus manos,
Hasta la hora decisiva.'»

«Firme como Su trono,» -dijo- «debe dejar de ser rey antes de quebrantar Su promesa o perder a Su pueblo. La soberanía divina nos asegura a todos.» Se durmió muy tranquilamente, pues su día había terminado, y la noche había llegado, y ¿qué otra cosa mejor podía hacer que ir a descansar en Jesús?

Quiera Dios que sea nuestra porción predicar la Palabra, en tanto que tengamos aliento, permaneciendo firmes hasta el fin en la verdad de Dios; y si no viéramos a nuestros hijos y a nuestros nietos testificando esas doctrinas que son queridas para nosotros, que al menos veamos a nuestros hijos caminando en la verdad.

No sé de nada, queridos amigos, que escogería tener como tema de la ambición de mi vida, que permanecer fiel a mi Dios hasta la muerte, ser todavía un ganador de almas, ser todavía un verdadero heraldo de la cruz, y dar testimonio del nombre de Jesús hasta la última hora. Son sólo esas personas las que serán salvas en el ministerio.

Nuestro texto, sin embargo, aparece de nuevo en el capítulo veinticuatro de Mateo, en su versículo trece, y en esa ocasión no estaba dirigido a los apóstoles, sino a los discípulos. Los discípulos, viendo las inmensas piedras que fueron usadas en la construcción del Templo, admiraban grandemente el edificio, y esperaban que el Señor expresara al paso unas pocas palabras de encomio; el vez de lo cual, Él, que no vino a admirar la arquitectura, sino a labrar piedras vivas procedentes de la cantera de la naturaleza, para usarlas en la construcción de un templo espiritual, transformó sus observaciones en una aplicación práctica, al advertirles de un tiempo de tribulación, en el que habría tal tribulación como no la había habido nunca antes, y agregó: «Ni la habrá». Describió que los falsos profetas abundarían, y el amor de muchos se enfriaría, y les advirtió que «el que persevere hasta el fin, este será salvo». Así que esta solemne verdad se aplica a cada uno de ustedes.

El cristiano, aunque no es llamado a la posición de peligro que significa testificar públicamente sobre la gracia de Dios, está destinado en su medida a testificar en relación a Jesús, y en su propia esfera y lugar, a ser una antorcha que arde y alumbra. No tiene los cuidados de una iglesia, pero tiene mucho más, pues están los cuidados del negocio: él está mezclado con el mundo; está forzado a asociarse con los impíos. En un alto grado, al menos seis días a la semana, debe caminar en una atmósfera incompatible con su naturaleza: es forzado a oír palabras que nunca le provocarán al amor ni a las buenas obras, y a contemplar acciones cuyo ejemplo es odioso. Está expuesto a tentaciones de todo tipo y tamaño, pues esta es la porción de los seguidores del Cordero. Satanás sabe cuán útil es un consistente seguidor del Salvador, y cuánto daño puede acarrear contra la causa de Cristo un profesante inconsistente, y por tanto vacía todas sus flechas de su aljaba para herir de muerte al soldado de la cruz.

Hermanos míos, muchos de ustedes han tenido una experiencia más extensa que la mía; ustedes saben cuán severa es la batalla de la vida religiosa; cómo deben contender hasta derramar la sangre, esforzándose en contra del pecado. Su vida es una escena de guerra continua, tanto externa como internamente; y, tal vez, en este momento, están clamando con el apóstol: «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» La carrera del cristiano consiste en luchar y no cesar nunca; siempre ara en un mar embravecido, y no descansa nunca hasta que llegue al puerto de la gloria. Si mi Dios los preserva, como deberá preservarlos, pues de lo contrario no serían Suyos; si Él los guarda, como deberá guardarlos, si han entregado sus almas a Su fiel custodia, ¡qué honor les espera!

Tengo en el ojo de la mente, en este preciso momento, a alguien que había estado asociado con esta iglesia durante unos sesenta años, y quien esta semana, lleno de años y maduro para el cielo, fue llevado por los ángeles al seno del Salvador. Llamado por la gracia divina cuando todavía era joven, fue unido a la iglesia cristiana temprano en su vida. Por la gracia divina, fue capacitado para mantener un carácter consistente y honorable durante muchos años; como uno de los líderes de esta iglesia, era aceptado por sus hermanos, y fue útil tanto por su piadoso ejemplo como por su sano criterio; habiendo servido en varios ministerios de la iglesia de Cristo, se ganó una buena posición. El domingo pasado asistió a la casa de Dios dos veces, como acostumbraba hacerlo en los últimos años, para adorar, gozar de la Palabra, y deleitarse en la mesa de la Comunión con mucho gozo. Fue a su cama sin sufrir de ninguna seria enfermedad, habiendo pasado su última noche en la tierra en alegre conversación con sus hijas. Antes de la luz matinal, con su cabeza apoyada en su mano, se quedó dormido en Cristo, habiendo sido admitido al reposo que queda para el pueblo de Dios. Cuando pienso en mi hermano, aunque lo vi poco durante los últimos años, no puedo sino gozarme en la gracia que iluminó su sendero. Cuando lo vi, la semana anterior a su partida, aunque lleno de años, no había casi ninguna falla en su mente. Él era justamente el cuadro del santo entrado en años en espera de su Señor, y dispuesto a trabajar por Su causa mientras tuviera vida. Me refiero, como la mayoría de ustedes sabe, al señor Samuel Gale. Demos gracias a Dios y tengamos ánimo: demos gracias a Dios porque ha preservado en este caso, a tantos cristianos, durante tantos años, y tengamos ánimo con la esperanza de que serán encontrados muchos en esta iglesia, en todas las épocas, cuyos cabellos grises serán coronados de gloria. «El que persevere hasta el fin,» -y sólo este- «será salvo».

Pero, queridos amigos, la perseverancia no es la porción de unos cuantos; no es para los laboriosos predicadores de la Palabra, o para los líderes consistentes de la iglesia; es la porción común de cada creyente en la iglesia. Debe ser así, pues sólo así demuestran que son creyentes. Debe ser así, pues únicamente por su perseverancia puede ser cumplida la promesa, «El que creyere y fuere bautizado, será salvo». Sin perseverancia, no pueden ser salvos; y, como deben ser salvos, habrán de perseverar por medio de la gracia divina.

Ahora voy a hablar sobre nuestro texto, con brevedad y sinceridad, conforme Dios me capacite, así: la perseverancia es el distintivo de los santos; el blanco de nuestros enemigos; la gloria de Cristo; y el cuidado de todos los creyentes.

I. Entonces, primero, LA PERSEVERANCIA ES EL DISTINTIVO DE LOS VERDADEROS SANTOS. Es su señal escritural. ¿Cómo puedo conocer a un cristiano?

Bien, hasta cierto punto, las palabras revelan al hombre; pero el discurso de un hombre no siempre es la copia de su corazón, pues muchos son capaces de engañar con un lenguaje afable. ¿Qué dice nuestro Señor? «Por sus frutos los conoceréis». Pero, ¿cómo habré de conocer los frutos de un hombre? ¿Vigilándolo durante un día? Puedo, tal vez, formarme una conjetura de su carácter al estar con él durante una sola hora, pero no podría pronunciarme confiadamente sobre el estado verdadero de un hombre ni siquiera habiendo estado con él una semana.

Una vez le preguntaron a George Whitfield qué pensaba del carácter de una cierta persona. «Nunca he vivido con él», fue su muy prudente respuesta. Si tomáramos el recorrido de la vida de un hombre, digamos durante diez, veinte, o treinta años, y, si mediante una cuidadosa supervisión, vemos que produce los frutos de la gracia por medio del Espíritu Santo, podemos llegar a una conclusión con mucha seguridad. Como la aguja verdaderamente magnetizada de la brújula, a pesar de muchas desviaciones, apunta real y naturalmente al polo; así, si puedo ver que a pesar de las debilidades, mi amigo apunta a la santidad, sincera y constantemente, entonces podré concluir con algo parecido a la certeza, que él es un hijo de Dios.

Aunque las obras no justifican al hombre delante de Dios, sí justifican la profesión de un hombre delante de sus semejantes. Yo no puedo decir si tienes razón en llamarte cristiano excepto por tu obras; por tus obras, entonces, como dice Santiago, serás justificado. Por tus palabras no puedes convencerme de que eres un cristiano, y mucho menos por tu experiencia, que no puedo ver, sino que debo creer a ojos cerrados; pero tus acciones dirán la verdad, y la dirán en voz alta, a menos que seas un redomado hipócrita. Si tu senda es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto, yo sabría que la tuya es una senda de justicia. Todas las otras conclusiones son únicamente el juicio de la caridad que estamos obligados a ejercer; pero hasta aquí puede llegar el hombre emitiendo el juicio de la certeza cuando la vida de un hombre ha sido consistente todo el tiempo.

Además, la analogía nos muestra que es la perseverancia la que debe señalar al cristiano. ¿Cómo conozco al ganador de una carrera? Allí están los espectadores y allá están los corredores. ¡Qué hombres tan fuertes! ¡Qué músculos tan magníficos! ¡Qué fortaleza y qué vigor! Allá está la meta, y allí es donde debo juzgar quién es el ganador, no aquí, en el punto de partida, pues «¿No sabéis que los corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero un solo se lleva el premio?» Yo podría seleccionar a esta persona, o a aquella, como probable ganador, pero no puedo estar absolutamente seguro hasta que la carrera haya terminado. ¡Allá van volando! Miren cómo se esfuerzan estirando sus músculos; pero uno ha tropezado, otro se desmaya, un tercero se queda sin aliento, y otros se quedan muy atrás. Solamente gana uno; ¿quién es él? Bueno, el que continuó hasta el fin. Así yo puedo deducir de la analogía que Pablo constantemente nos recuerda, basándose en los juegos de antaño, que sólo aquel que continúe hasta alcanzar la meta, podrá ser considerado cristiano del todo.

Un barco inicia un viaje a Australia; si se detuviera en Madeira, o se regresara después de llegar al Cabo, ¿considerarían que debería ser llamado un barco emigrante de Nueva Gales del Sur? No, tiene que completar su viaje, pues de lo contrario no merece el nombre. Un hombre ha comenzado a construir una casa, y ya ha levantado un costado de ella; ¿lo considerarían un constructor si se detuviera allí sin poner el techo o completar las otras paredes? ¿Ensalzamos a los hombres por ser guerreros porque saben cómo realizar una acometida impetuosa, pero pierden la campaña? ¿Acaso no nos hemos burlado, últimamente, de los jactanciosos despachos de los comandantes, procedentes de batallas en las que los dos grupos combatientes pelearon con valor, y sin embargo ninguno de ellos tuvo el sentido común de presionar para cosechar la victoria? ¿En qué consistía la verdadera fortaleza de Wellington, sino en que cuando había alcanzado la victoria sabía cómo segar la cosecha que había sido sembrada en sangre? Y solamente el que continúe hasta que ya no suene más la trompeta de guerra, es un verdadero vencedor, y recibirá la corona al fin.

Sucede con un cristiano lo que ocurría con el gran Napoleón: él decía, «la conquista me ha convertido en lo que soy, y la conquista ha de mantenerme.» Así, bajo Dios, la conquista te ha convertido en lo que eres, y la conquista ha de sostenerte. Tu lema debe ser ‘Excelsior», (más arriba), o, si no lo fuera, entonces no conoces el noble espíritu de los príncipes de Dios. Pero, ¿por qué multiplico los ejemplos, cuando el mundo entero resuena con la alabanza de la perseverancia?

Además, el juicio del sentido común de la humanidad nos dice que aquellos que simplemente comienzan, pero no permanecen, no serán salvos. Vamos, si cada hombre que comenzara a seguir a Cristo fuera salvo, ¿quién se condenaría? En un país como este, la mayoría de los hombres tiene al menos un espasmo religioso en su vida. Supongo que no hay ninguna persona ante mí, que en un momento u otro no haya determinado ser un peregrino. Tú, señor Flexible, fuiste inducido por un amigo cristiano, que ejercía alguna influencia en ti, para acompañarle un breve trecho, hasta que llegaste al Pantano del Desaliento, y te consideraste muy sabio cuando trepaste fuera del lodazal por aquella pared que estaba más cerca de tu propia casa. E incluso tú, señor Obstinado, no siempre eres terco; tienes arrebatos de reflexión e intervalos de ternura.

Querido lector, ¡cuán impresionado estabas en la reunión de oración! ¡Cuán emocionado estabas en aquel servicio de avivamiento! Cuando escuchaste a un celoso hermano predicar en el teatro, ¡qué impresión te produjo! ¡Ah, sí! El taller fue cerrado uno o dos domingos; no dijiste ningún juramento ni te embriagaste durante casi un mes, pero no pudiste aguantar más. Ahora, aunque esos que comenzaran fueran salvos, por qué habrías de tener seguridad, ya que al momento presente estás muy lejos de cualquier cosa semejante a la religión, de la manera que la oscuridad de medianoche está lejos de la deslumbrante luz del mediodía.

Además, yo digo que el sentido nos muestra que un hombre debe permanecer, pues de lo contrario no puede ser salvo, porque los peores hombres son aquellos que comienzan pero luego renuncian. Si pasaras todas las negras páginas de la infamia para encontrar el nombre del hijo de la perdición, ¿dónde lo encontrarías? Pues bien, en medio de los apóstoles. El hombre que había obrado milagros y había predicado el Evangelio, vendió a su Maestro por treinta piezas de plata; Judas Iscariote traiciona al Hijo del Hombre con un beso. ¿Dónde hay un nombre peor que el de Simón el Mago? «También creyó Simón mismo», dice la Escritura, y sin embargo, ofreció dinero a los apóstoles para que le vendieran al Espíritu Santo. ¡Qué infame notoriedad ha alcanzado Demas, que amó al presente mundo malvado! ¿Cuánto daño le hizo a Pablo Alejandro el calderero? «Me ha causado muchos males» – dijo él- «el Señor le pague conforme a sus hechos». Y sin embargo estuvo una vez en sumo peligro, e incluso expuso su propia persona en el teatro de Éfeso, para rescatar al apóstol. Nadie es tan malo como el que en un tiempo parecía ser bueno. «Si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?» Aquello que es mejor cuando está maduro, es peor cuando se pudre; el licor que es más dulce en alguna etapa, se vuelve el más amargo en otra etapa. «No se alabe tanto el que se ciñe las armas, como el que las desciñe»; pues incluso el sentido común nos enseña, que no es comenzar, sino continuar hasta el fin lo que marca el tiempo del hijo de Dios.

Pero no necesitamos mirar a la analogía y al mero sentido común. La Escritura es lo suficientemente clara. ¿Qué dice Juan? «Salieron de nosotros.» ¿Por qué? ¿Fueron santos alguna vez? ¡Oh, no! «Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros.» No eran cristianos, pues de lo contrario no hubieran apostatado así. Pedro dice: «Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno,» indicando de una vez muy claramente que el perro, aunque vomitó, siempre fue un perro. Cuando los hombres desembuchan sus pecados a regañadientes, no renunciando a ellos porque les desagradan sino porque no pueden retenerlos; si llega un tiempo favorable, volverán a tragar una vez más lo que parecieron abandonar. La puerca que fue lavada, ay, tráiganla a la sala, preséntenla en sociedad; fue lavada, y muy bien lavada por cierto; ¿quién vio jamás a un miembro tan respetable de la honorable confraternidad de cerdos? ¡Que pase! Sí, pero, ¿la conservarás allí? Espera y verás. Debido a que no la has transformado en hombre, en la primera ocasión, será descubierta revolcándose en el cieno. ¿Por qué? Porque no era un hombre, sino una puerca.

Y así, creemos que podemos aprender de otra multitud de pasajes, -si tuviéramos el tiempo de citarlos-, que los que regresan a la perdición no son santos para nada, pues la perseverancia es la insignia de los justos. «No obstante, proseguirá el justo su camino, y el limpio de manos aumentará la fuerza.» No sólo recibimos la vida por la fe, sino que la fe la sustenta; «Mas el justo vivirá por fe»; «Y si retrocediere, no agradará a mi alma.»

Lo que hemos aprendido de la Escritura, queridos amigos, ha sido abundantemente confirmado por la observación. Cada día bendigo a Dios porque en una iglesia tan numerosa, tenemos comparativamente muy pocas personas que han resultado ser falsas; pero he visto lo suficiente, y el Señor lo sabe, más que suficiente, para volverme celoso por ustedes con un celo piadoso. Puedo dar muchos ejemplos de hombres y mujeres que corrían bien. «¿Quién les estorbó para no obedecer a la verdad?» Recuerdo a un joven de quien opinaba tan favorablemente como de cualquiera de ustedes, y yo creo que merecía en aquella época nuestro juicio favorable. Caminaba entre nosotros, uno de los más esperanzadores de nuestros hijos, y esperábamos que Dios lo hiciera útil para Su causa. Cayó en malas compañías. Quedaba todavía en él suficiente conciencia, después de un largo trayecto pecando en secreto, para hacerle sentir incómodo en su perversidad, aunque no renunciaba a ella; y cuando al fin su pecado le miró en la cara, y otros lo descubrieron, quedó tan avergonzado, que, aunque llevaba el nombre de cristiano, tomó veneno para escapar la vergüenza que se había acarreado. Fue rescatado; rescatado por la pericia y la buena providencia de Dios; pero dónde se encuentra y qué hace, sólo Dios lo sabe, porque había tomado otro veneno más letal todavía que lo hizo esclavo de sus propias concupiscencias.

No crean que se trata solamente de los jóvenes. Es un hecho muy lamentable que hay, proporcionalmente, más rebeldías entre los viejos que entre los jóvenes; y si quieren encontrar a un gran pecador en ese sentido, lo encontrarán, de seguro, el noventa por ciento de las veces, con cabellos grises en su cabeza. ¿Acaso no he mencionado frecuentemente que no encuentran en la Escritura muchos casos de jóvenes que se descarrían? Pueden encontrar a los pecadores pecando, pero todos ellos se estaban volviendo viejos. Allí está Noé: ya no era joven. Allí está Lot, que cuando se embriagó, ya no era un muchacho. Allí está David con Betsabé: no era un joven al calor de la pasión. Allí está Pedro negando a su Señor: no era un muchacho en ese momento. Estos eran hombres de experiencia y conocimiento y sabiduría. «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga.»

Con tristeza recordamos a uno que, hace años, le oímos orar entre nosotros, y lo hacía dulcemente; era estimado y apreciado por todos nosotros. Recuerdo a un hermano que dijo muy amablemente, pero no demasiado sabiamente, «si él no es un hijo de Dios, yo tampoco.» Pero lo que hizo, hermanos míos, para nuestra vergüenza y tristeza, fue desviarse al peor y más inmundo de los pecados, y, ¿dónde está ahora? Tal vez la cantina nos lo podría decir, o peores lugares todavía. Así que hemos podido ver que el sol de la tierra puede eclipsarse, las estrellas de la tierra pueden apagarse, y toda la gloria humana puede derretirse hasta la vergüenza. Ningún verdadero hijo de Dios perece: grábense eso; pero este es el emblema de un verdadero hijo de Dios: que un hombre permanece hasta el fin; y si un hombre no persiste, sino que se escabulle y regresa a su antiguo amo, y otra vez se pone el viejo collar, y lleva de nuevo el yugo satánico, hay una prueba cierta de que no salió nunca del Egipto espiritual por medio de Jesucristo, su líder, y nunca ha obtenido esa vida eterna que no puede morir, porque es nacida de Dios. Entonces, de esta forma, queridos amigos, he dicho lo suficiente para demostrar, creo que más allá de toda disputa, que la verdadera divisa del cristiano es la perseverancia, y que sin ella, ningún hombre ha demostrado ser un hijo de Dios.

II. En segundo lugar, LA PERSEVERANCIA ES, POR TANTO, EL BLANCO DE TODOS NUESTROS ENEMIGOS ESPIRITUALES.

Tenemos muchos adversarios. ¡Miren al mundo! El mundo no objeta que seamos cristianos por un rato; pasará por alto alegremente ‘todo nuestro mal comportamiento’ en ese sentido, si ahora nos damos la mano y somos como solíamos ser antes. Sus antiguos compañeros que solían llamarles buenas personas cuando ustedes eran malas personas, ¿acaso no los perdonarían rápidamente por haber sido cristianos, si regresaran y se comportaran como en días pasados? ¡Oh!, ciertamente, considerarían a la religión de ustedes como una extravagancia de la necedad, pero fácilmente la pasarían por alto, si renunciaran a ella en el futuro. «¡Oh! -dice el mundo- «regresa; regresa a mis brazos otra vez; enamórate de mí, y aunque has hablado algunas duras palabras en contra mía, y has hecho crueles cosas en mi detrimento, jubilosamente te perdonaría.» El mundo está siempre dando de puñaladas a la perseverancia del creyente. Alguna veces le intimidará para que regrese, y para ello utilizará crueles mofas; y en otro momento le engañará: «¡regresa a mí; oh, regresa! ¿Por qué habríamos de estar en desacuerdo? ¡Tú estás hecho para mí, y yo estoy hecho para ti!» Y el mundo le llama con señas tan gentil y dulcemente, como la ramera de Salomón de antaño. El tema de esa ramera es que dejes de ser un peregrino, y te quedes a comprar y vender con ella en la Feria de las Vanidades.

Tu segundo enemigo es la carne. ¿Cuál es su meta? «¡Oh!» -clama la carne- «hemos tenido suficiente de esto; es cosa pesada ser un peregrino, renuncia a ello.» Pereza dice: «quédate quieto allí donde estás. Ya tuviste lo suficiente como un festín, al menos en relación a esta cosa tediosa.» Luego la lascivia clama: «¿voy a ser mortificada siempre? ¿Nunca me van a dar gusto? ¿No me darán una licencia, al menos, en esta constante guerra?» A la carne no le importa cuán suave sea la cadena, siempre que nos detenga firmemente e impida que prosigamos a la gloria.

Luego entra el diablo, y alguna veces toca el gran tambor, y grita con una voz tronante: «no hay un cielo; no hay Dios; eres un tonto por perseverar». O, cambiando sus tácticas, grita, «¡regresa! Te daré un mejor trato que el que tenías antes. Tú me considerabas un señor duro, pero eso es un embuste; ven y pruébame; soy un diablo diferente al que era hace diez años; ahora soy respetable en comparación a lo que era entonces. No quiero que vayas al vil teatro o al casino; ven conmigo, y sé un respetable amante del placer. Yo te digo, puedo vestir en burda tela o en traje de terciopelo, y puedo caminar en los salones de los reyes, así como en las plazuelas y callejones de los mendigos. Oh, regresa!» -repite- «y vuélvete uno de los míos». De tal forma que esta trinidad infernal, el mundo, la carne y el demonio, todos apuñalan a la perseverancia del cristiano.

Ellos frecuentemente atacarán su perseverancia en el servicio: «¿Qué se gana con servir al Señor? El diablo me dirá algunas veces, como le dijo a Jonás: «huye a Tarsis, y no te detengas en esta Nínive; no creerán en tu palabra, aunque hables en el nombre de Dios». A ti te dirá: «vamos, tú estás muy ocupado todos los días de la semana, entonces, ¿qué ganas con pasar tu día domingo con un grupo de mocosos en la escuela dominical? ¿Por qué andar repartiendo folletos en las calles? ¿Acaso obtendrás mucho bien de ello? ¿No sería mejor que descansaras un poco?» ¡Ah!, esa palabra reposo, a muchos de nosotros nos encanta; pero debemos recordar que lo arruinamos si procuramos obtenerlo aquí, pues el reposo se alcanza únicamente más allá de la tumba. Tendremos suficiente reposo una vez que lleguemos a la presencia de nuestro Señor. Entonces, el diablo quisiera asesinar sin tardanza la perseverancia en el servicio.

Si no puede detenernos en el servicio, procurará impedir nuestra perseverancia en el sufrimiento. «¿Por qué continuar siendo paciente?» -dice él- «¿por qué sentarte en medio de ceniza y rascarte con un tiesto? Maldice a Dios y muérete. Desde que eres un cristiano has sido siempre pobre; tu negocio no prospera; ves que no puedes hacer dinero a menos que hicieras como los demás. Debes ir acorde con los tiempos, pues de lo contrario no avanzarías. Renuncia a todo. ¿Por qué estar sufriendo siempre así?» De esta manera nos tienta el espíritu inmundo. O puedes estar apoyando alguna buena causa, y en el momento en que abres la boca, muchos se burlan y tratan de hacerte callar. «Bien,» -dice el diablo- «cállate. ¿De qué te sirve hablar? ¿Por qué volverte singularmente excéntrico y exponerte a un martirio perpetuo? «Todo está muy bien,» -dice- «si vas a ser un mártir, que te quemen de inmediato, y terminas con ello; pero si te van a colocar, como a Lord Cobham, para ser calcinado sobre un fuego lento durante días, no es confortable». «Vamos,» -dice el tentador- «por qué sufrir siempre; renuncia.» Ustedes ven, que el diablo dispara también contra la perseverancia en el sufrimiento.

O, tal vez, es la perseverancia en la tenacidad. El amor de muchos se ha enfriado, pero ustedes permanecen llenos de celo. «Bien,» -dice él- «¿de qué te sirve ser tan celoso? Otras personas son lo suficientemente buenas personas, y no podrías censurarlos: ¿por qué razón quieres ser más justo de lo que son ellos? ¿Por qué quieres empujar a la Iglesia delante de ti, y arrastrar al mundo detrás de ti? ¿Qué necesidad tienes de asistir a dos servicios en un día? ¿No basta con uno? Haz lo que hacen los demás; holgazanea como lo hace el resto de las personas; duerme igual que duermen los demás, y permite que tus lámparas se apaguen al igual que lo hacen las otras vírgenes.» De esta manera es asediada frecuentemente nuestra perseverancia en la tenacidad.

O, por otra parte, será en nuestros sentimientos doctrinales. «Vamos,» -dice Satanás- «¿sostienes estos credos denominacionales? Los hombres sensibles se están volviendo más liberales, están regalando lo que no les pertenece: la verdad de Dios; están quitando los antiguos mojones. Los actos de uniformidad deben ser repelidos, y los artículos y los credos deben ser apartados como madera inútil, pues son cosas innecesarias para esta época muy iluminada; alíneate con lo nuevo, y sé un ‘Cualquiercosista’ (2). Cree que lo negro es blanco; sostén que la verdad y la mentira son muy semejantes la una a la otra, y que no importa en cuál de las dos creamos, pues todos estamos en lo correcto, aunque llanamente nos contradecimos los unos a los otros; que la Biblia es una nariz de cera que se puede conformar a cualquier cara; que no enseña nada esencial, pero que la puedes hacer decir lo que quieras. «Haz eso», -dice- «y no tengas una posición firme en tu opinión.»

Creo que he demostrado, -y no necesito gastar más palabras en ello- que la perseverancia es el blanco al que apuntan todos los enemigos. Usa tu escudo, cristiano, por tanto; ponte tu armadura, y clama con potencia a Dios, para que por su Espíritu puedas perseverar hasta el fin.

III. En tercer lugar, hermanos, LA PERSEVERANCIA ES LA GLORIA DE CRISTO.

El hecho de que haga que todo Su pueblo persevere hasta el fin, es grandemente para Su honra. Si apostataran y perecieran, cada oficio, y obra, y atributo de Cristo sería manchado en el cieno. Si alguno de los hijos de Dios pereciera, ¿dónde quedarían los compromisos del pacto de Cristo? ¿Qué valor tendría Él, como mediador del pacto y como la fianza de ese pacto, si no ha guardado las promesas para toda Su simiente? Hermanos míos, Cristo es hecho un líder y un comandante del pueblo, para llevar a muchas almas a la gloria; pero si no las llevara a la gloria, ¿dónde estaría el honor del capitán? ¿Dónde estaría la eficacia de la sangre preciosa, si no redimiera eficazmente? Si sólo redimiera por un tiempo y luego permitiera que pereciéramos, ¿dónde estaría su valor? Si sólo borrara el pecado por unas cuantas semanas, y luego permitiera que el pecado regresara y permaneciera en nosotros, ¿dónde, pregunto, estaría la gloria del Calvario, y dónde estaría el lustre de la heridas de Jesús?

Él vive, Él vive para interceder, pero ¿cómo puedo honrar Su intercesión, si es infructífera? ¿Acaso no ora: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo»; y si no fueran llevados finalmente a estar con Él donde Él está, ¿dónde estaría el honor de Su intercesión? ¿Acaso no habría fallado el Intercesor, y el Mediador habría sido despachado sin éxito? ¿Acaso no está unido en este día con Su pueblo? Pero, ¿cuál sería el valor de la unión con Cristo, si esa unión no asegurara la salvación? ¿Acaso no está hoy a la diestra de Dios, preparando un lugar para Sus santos, y les prepararía un lugar para luego perderlos en el camino? ¡Oh!, ¿sería posible que Él consiga el arpa y la corona, y no salve almas para usarlas con ellas? Hermanos míos, si pereciera un verdadero hijo de Dios, sería tal deshonra para Jesús, que no puedo pensar en ello sin considerarlo una blasfemia. ¡Un verdadero creyente en el infierno! ¡Oh!, cuánta risa habría en el infierno: ¡qué desafío, qué júbilo tan impío! «¡Ah!, Príncipe de la vida y de la gloria», -dice el príncipe del abismo- «te he derrotado; he arrebatado la presa de manos del fuerte, y he liberado al cautivo legal; he quitado una joya de tu corona. ¡Mira, aquí está! Tú redimiste a esta alma con sangre y sin embargo está en el infierno.» Oye lo que grita Satanás: «Cristo sufrió por esta alma, y sin embargo, la hace sufrir a ella misma. ¿Dónde está la justicia de Dios? Cristo bajó del cielo a la tierra para salvar a esta alma, y falló en el intento, y yo la tengo aquí»; y conforme sumerge a esa alma en olas más profundas de dolor, el grito del triunfo se elevaría más y más blasfemamente: «¡Hemos conquistado el cielo! Hemos rasgado el eterno pacto; hemos frustrado los propósitos de Dios; hemos derrotado Su decreto; hemos triunfado sobre el poder del Mediador, y hemos tirado Su sangre al suelo!» ¿Sucedería algo así jamás? ¡Atroz pregunta! Eso no podría suceder nunca. Aquellos que están en Cristo son salvos. Aquellos a los que Jesucristo ha tomado realmente en unión Consigo mismo, estarán con Él donde Él está. Pero, ¿cómo podrías saber si estás en unión con Cristo? Hermanos míos, sólo podrían saberlo obedeciendo las palabras del apóstol: «Tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección.»

<h2>IV. Concluyo, por lo tanto, con una sugerencia acerca del último punto, y es LA PERSEVERANCIA DEBE SER EL GRAN CUIDADO DE CADA CRISTIANO:</h2>

Su cuidado de día y de noche. ¡Oh, amados! Los exhorto, por el amor de Dios, y por el amor de sus propias almas, que sean fieles hasta la muerte. ¿Tienen algunas dificultades? Deben conquistarlas. Aníbal atravesó los Alpes, pues su corazón estaba lleno de furia en contra de Roma; y ustedes deben atravesar los Alpes de la dificultad, pues confío que su corazón esté lleno de odio al pecado.

Cuando el señor Smeaton hubo construido el faro sobre Eddystone, después de una tormenta, miró ansiosamente para comprobar si el edificio estaba todavía allí, y fue su gran gozo cuando pudo ver que todavía permanecía, pues un contratista anterior había construido un edificio que consideró indestructible, y expresó un deseo de poder estar allí dentro en la peor de las tormentas que hubiese azotado jamás, y le tocó en suerte estar allí, y ni él ni el faro volvieron a ser vistos jamás.

Ahora, ustedes tienen que ser expuestos a multitudes de tormentas; ustedes deben estar en su faro en la peor de las tormentas que haya azotado jamás; entonces construyan firmemente sobre la Roca de las Edades, y hagan un trabajo seguro para la eternidad, pues si hacen esto, nunca caerán.

Por causa de esta Iglesia, les pido que lo hagan; pues nada puede deshonrar y debilitar tanto a la Iglesia como las caídas de los que profesan. Mil ríos fluyen al mar, y enriquecen los prados, pero ningún hombre escucha su sonido; pero si hay una catarata, su rugido se escuchará por varios kilómetros, y cada viajero notará la caída.

Mil cristianos difícilmente pueden honrar tanto a su Señor, como un hipócrita puede deshonrarle. Si alguna vez han probado que el Señor es lleno de gracia, oren para que su pie no resbale. Sería infinitamente mejor enterrarlos bajo tierra que verlos enterrados en el pecado. Si debo perderme, que Dios me conceda que no sea como un apóstata. Si debo perecer, después de todo, ¿no sería mejor no haber conocido nunca el camino de la justicia que, después de haber conocido su teoría, y algo de su gozo, regresara a los miserables elementos del mundo? Que su oración no sea contra la muerte, sino contra el pecado. Por ustedes mismos, por la Iglesia y por el nombre de Cristo, les pido que hagan esto.

Pero ustedes no pueden perseverar excepto por medio de mucha vigilancia en el aposento, mucho cuidado sobre cada acción, mucha dependencia de la fuerte mano del Espíritu Santo que es el único que los conduce a permanecer. Caminen y vivan delante de Dios, sabiendo dónde está su fortaleza, y pueden estar seguros que todavía cantarán esa dulce doxología de Judas: «Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén.» Una fe simple lleva al alma a Cristo, y Cristo mantiene viva la fe; esa fe le permite perseverar al creyente, y así entrar al cielo. Que esa sea la porción de ustedes y la mía por Cristo nuestro Señor. Amén.

Nota del traductor:

(1) En realidad esta cita del texto original no es de Timoteo sino de Apocalipsis 2: 10.

(2) ‘Anythingarian’: que hemos elegido traducir como Cualquiercosista, alguien que no sostiene ningún credo o dogma en particular.