Las Misiones del Evangelio

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Charles Spurgeon

No me voy a limitar al uso de este texto. Como es una vieja costumbre basarnos en textos cuando predicamos, he tomado uno, pero les voy a predicar en general, acerca de un tema que les va a interesar, y que siempre ha interesado: el tema de las misiones del Evangelio. Estamos persuadidos que todos ustedes coinciden en que es un deber absoluto a la vez que un privilegio eminente de la Iglesia, proclamar el Evangelio al mundo. No concebimos que Dios hará su propio trabajo sin instrumentos, sino que como siempre ha empleado medios en la obra de regeneración de este mundo, continuará haciéndolo, y que es necesario que la Iglesia haga su máximo esfuerzo para difundir la verdad dondequiera que pueda llegar a los oídos de algún hombre.

No tenemos dos opiniones sobre ese punto. Algunas iglesias podrán tenerlas, pero nosotros no. Nuestras doctrinas, aunque supuestamente llevan a la apatía y a la pereza, en todo momento han demostrado ser eminentemente prácticas; los padres de la misión siempre fueron amantes celosos de las doctrinas de la gracia de Dios; y creemos que los grandes pilares de la empresa misionera, si ha de tener éxito, deben ser siempre aquellos que sostienen firmemente y con valentía la verdad de Dios, y que también tienen fuego y celo, y el deseo de difundir la verdad por todas partes.

Pero hay un punto en el que tenemos una gran diferencia de opiniones, y se refiere a la razón por la cual hemos tenido tan poco éxito en nuestras labores misioneras. Habrá algunos que dicen que el éxito ha sido proporcional a la agencia, y que no podríamos haber tenido más éxito. Yo estoy lejos de compartir esa opinión, y no creo que ellos mismos la expresarían de rodillas ante el Dios Todopoderoso. No hemos sido exitosos al grado que podríamos haberlo esperado, ciertamente no al grado que los apóstoles fueron exitosos, ciertamente nada parecido al éxito de Pablo o Pedro, ni siquiera al de esos hombres eminentes que nos han precedido en los tiempos modernos, que fueron capaces de evangelizar países enteros, volviendo a miles de personas a Dios.

Ahora, ¿cuál es la razón de esto? Tal vez podemos volver nuestros ojos a lo alto, y pensar que podemos encontrar la razón en la soberanía de Dios, que ha retenido Su Espíritu, y no ha derramado su gracia como en otros tiempos. Estoy preparado a conceder todo lo que los hombres puedan decir sobre ese punto, pues yo creo en la ordenación de todo por el Dios Todopoderoso. Creo en un Dios presente en nuestras derrotas así como en nuestros éxitos; un Dios tan presente en el aire inmóvil como en la tempestad veloz; un Dios de mareas bajas como un Dios de inundaciones. Pero todavía debemos mirar a casa buscando la causa. Cuando Sión se esfuerza, da a luz hijos; cuando Sión se dedica en serio a su trabajo, Dios acompaña en serio ese trabajo; cuando Sión ora continuamente, Dios bendice a Sión. Por tanto, no debemos buscar arbitrariamente la causa de nuestro fracaso en la voluntad de Dios, sino que debemos ver también, cuál es la diferencia entre nosotros y los hombres de los tiempos apostólicos, y qué es lo que hace que nuestro éxito sea tan insignificante en comparación con los tremendos resultados de la predicación de los Apóstoles. Creo que voy a poder demostrar una o dos razones por las cuales nuestra santa fe no es tan próspera como lo era entonces.

En primer lugar, no tenemos hombres apostólicos; en segundo lugar, no se ponen a trabajar en un estilo apostólico; en tercer lugar, no tenemos iglesias apostólicas que los apoyen; y en cuarto lugar, no tenemos la influencia apostólica del Espíritu Santo en la medida en que la tenían en aquellos tiempos.

I.En primer lugar, TENEMOS POCOS HOMBRES APOSTÓLICOS EN ESTOS TIEMPOS.

No diré que no tenemos ninguno. Por aquí y por allá podremos encontrar uno o dos, pero desdichadamente sus nombres nunca se escuchan; no se destacan en el mundo, y no son notables predicadores de la verdad de Dios. Tuvimos a un Williams una vez, un verdadero apóstol, que iba de una isla a otra isla, sin preocuparse por su vida; pero Williams ya fue llamado para recibir su recompensa. Tuvimos a un Knibb, que trabajó para su Señor con devoción seráfica, y no le daba pena llamar a algún esclavo oprimido: su hermano. Pero Knibb, también, ha entrado en su reposo. Tenemos uno o dos que todavía permanecen, nombres preciosos que atesoramos; los amamos fervientemente, y nuestras oraciones siempre se elevarán al cielo por ellos. Siempre decimos en nuestras oraciones: «¡Dios bendiga a hombres como Moffat! ¡Dios bendiga a quienes se esfuerzan con sinceridad y laboran con éxito!» Pero vuelvan la vista a su alrededor y ¿dónde podemos encontrar a más hombres iguales a ellos? Todos ellos son hombres buenos; no encontramos falla en ellos; son mejores que nosotros; nosotros no somos nada comparados con ellos; pero a pesar de eso debemos decir que no son iguales a sus padres, ellos difieren de los poderosos apóstoles de muchas maneras, cosa que ellos mismos reconocerían con prontitud.

No sólo estoy hablando de misioneros, sino también de ministros; pues pienso que tenemos mucho que lamentar en relación a la propagación del Evangelio, tanto en Inglaterra como en tierras extranjeras, y lamentar la falta de hombres llenos del Espíritu Santo y de fuego.

En primer lugar, no tenemos hombres con celo apostólico. Convertido de una manera muy singular, por una intervención directa del cielo, Pablo, a partir de ese momento, se convirtió en un hombre entregado. Siempre se había esforzado, tanto en su pecado como en sus persecuciones; pero después que escuchó esa voz del cielo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» y recibió el poderoso oficio de un apóstol, habiendo sido enviado como un vaso elegido a los gentiles, escasamente pueden concebir cuán profunda y asombrosa entrega manifestó. Ya fuera que comiera, o bebiera, o cualquier cosa que hiciera, todo lo hacía para la gloria de su Dios; nunca desperdició ni una hora; él empleaba su tiempo ya sea atendiendo a sus propias necesidades con sus manos, o levantando esas mismas manos en la Sinagoga, o en la Colina de Marte, o en cualquier parte donde pudiera atraer la atención de la multitud. Su celo era tal, y tan ardiente, que no podía (como nosotros desafortunadamente lo hacemos) limitarse a una pequeña esfera; Pablo predicaba la Palabra en todas partes. No fue suficiente para Pablo que se le destinara como apóstol de Pisidia, sino que tenía que ir también a Panfilia; no fue suficiente para él ser el gran predicador de Panfilia y de Pisidia, sino que tenía que ir a Atalia; y cuando hubo predicado en toda Asia, tenía que abordar un barco con destino a Grecia, y predicar allí también. Yo creo que Pablo no oyó solamente una vez, en sueños, a los hombres de Macedonia diciéndole: «¡Pasa a Macedonia y ayúdanos!» sino que cada día y cada hora oía en sus oídos el grito de multitudes de almas: «¡Pablo, Pablo, pasa aquí y ayúdanos!» Pablo no podía dejar de predicar. «¡ay de mí si no anuncio el evangelio!» «Pero lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.» ¡Oh! Si hubieran podido ver a Pablo predicar, no se habrían ido como se van cuando nos oyen predicar, con la convicción a medias que no queremos decir realmente lo que decimos. Sus ojos predicaban un sermón sin necesidad de usar los labios, y sus labios lo predicaban no de una manera fría y sin vida, sino que cada palabra caía con un poder sobrecogedor en los corazones de sus oyentes. Predicaba con poder, porque se había entregado plenamente. Si lo hubieran visto predicar, habrían tenido la convicción que era un hombre que sentía que tenía una obra por realizar y la debía realizar, y no podía contenerse ni estar tranquilo a menos que la realizara. Era el tipo de predicador que se hubiera podido bajar del púlpito e ir derecho a su ataúd, para luego comparecer ante Dios, listo para entregar sus últimas cuentas. ¿Dónde están los hombres como ese hombre? Yo confieso que no puedo reclamar ese privilegio, y rara vez oigo un sermón solitario que se pueda aproximar a la marca de ese sincero, profundo y apasionado anhelo por las almas de los hombres.

No tenemos ahora ojos como los ojos del Salvador, que podían llorar por Jerusalén; tenemos pocas voces como esa voz sincera y apasionada que parecía exclamar perpetuamente: «Venid a mí, y yo os haré descansar.» «¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise juntar a tus hijos, así como la gallina junta sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!» Si los ministros del Evangelio fueran más entregados en su trabajo de predicación; si, en vez de dar conferencias y dedicar una buena parte de su tiempo a actividades literarias y políticas, quisieran predicar la Palabra de Dios, y predicarla como si estuvieran pidiendo por sus propias vidas, ¡ah! entonces, hermanos míos, podríamos esperar gran éxito; pero no podemos esperarlo mientras hagamos nuestro trabajo a medias, y mientras no tengamos ese celo, esa sinceridad, y ese propósito profundo que caracterizó a los hombres de otros tiempos.

Continuando, considero que no tenemos en nuestros días hombres que puedan predicar como Pablo, en cuanto a su fe. ¿Qué hacía Pablo? Fue a Filipos; no conocía a nadie allí. Absolutamente a nadie. Pablo tenía la verdad de su Señor, y creía en el poder de esa verdad. No tenía ningún séquito y estaba desposeído de toda pompa, de cosas llamativas, de toda ostentación. No se subía a un púlpito con un cómodo cojín para dirigirse a una respetable congregación, sino que caminaba por las calles y empezaba a predicar a la gente. Fue a Corinto, a Atenas, solo, sin ayuda, para predicar el Evangelio del Dios bendito. ¿Por qué? Porque tenía fe en el Evangelio y creía que iba a salvar almas, e iba a arrojar al suelo a los ídolos, destronándolos. No tenía ninguna duda acerca del poder del Evangelio; pero en nuestros días, hermanos míos, no tenemos fe en el Evangelio que predicamos. ¡Cuántos hay que predican un evangelio sin estar seguros que va a salvar almas; y, por lo tanto, añaden cosas que les son propias para (eso piensan ellos) así poder ganar hombres para Cristo!

Hemos conocido a algunas personas que creían en las doctrinas calvinistas, pero que predicaban Calvinismo en la mañana y Arminianismo en la noche, porque temían que el Evangelio de Dios no convertiría a los pecadores. Así que querían fabricarse un evangelio propio. Yo sostengo que un hombre que no cree que su evangelio pueda salvar las almas de los hombres, no cree en absoluto en el Evangelio. Si la verdad de Dios no va a salvar las almas de los hombres, las mentiras de los hombres no podrán; si la verdad de Dios no vuelve a los hombres hacia el arrepentimiento, estoy seguro que no hay nada en este mundo que pueda. Cuando creemos que el Evangelio es poderoso, entonces comprobaremos que es poderoso. Si vengo a este púlpito y digo: «Sé que lo que predico es verdad,» el mundo dice que me encanta hablar de mí mismo. «Ese joven es dogmático.» Ay, y ese joven quiere ser dogmático; él se gloría en eso, lo considera como uno de sus títulos especiales, pues cree firmemente en lo que predica. Dios no quiera que alguna vez suba vacilante las escaleras del púlpito para algo de lo que no estoy seguro, algo que espero que pueda salvar a los pecadores, pero sin tener certeza absoluta.

Cuando tengo fe en mis doctrinas, esas doctrinas prevalecerán, pues la confianza es la que obtiene la victoria. Quien tiene el valor suficiente para tomar el estandarte, y mantenerlo en alto, ciertamente tendrá sus seguidores. Quien dice: «yo sé,» y lo afirma categóricamente en el nombre de su Señor, sin discusión, antes de mucho tiempo encontrará hombres que escuchen lo que dice, y que dirán: «Este hombre habla como quien tiene autoridad y no como los escribas y los fariseos.» Esa es una razón que explica por qué no tenemos éxito: no tenemos fe en el Evangelio. Enviamos hombres educados a la India para confundir a los Brahmanes cultos. ¡Tonterías! Dejen que los Brahmanes digan lo que quieran; ¿acaso nos interesa disputar con ellos? «Oh, pero son tan intelectuales y tan brillantes.» ¿Qué nos importa eso? No debemos buscar ser brillantes para encontrarnos con ellos. Dejen que los hombres del mundo combatan sus errores metafísicos; nosotros tenemos que decir simplemente: «Esta es la verdad: quien la crea será salvo, y quien la niegue será condenado.»

No tenemos ningún derecho de rebajar el terreno elevado del testimonio divino que tiene autoridad; y mientras no mantengamos ese nivel, y salgamos como debe ser, ceñidos con el cinturón de la divinidad (predicando, no lo que puede ser verdad, sino afirmando lo que Dios ha revelado con toda certeza) no obtendremos éxito. Necesitamos una fe más profunda en nuestro Evangelio; necesitamos estar muy seguros de lo que predicamos. Hermanos, considero que no tenemos la fe de nuestros padres. Yo mismo me siento como un simple principiante en materia de fe. Algunas veces pensé que podría creer en cualquier cosa; pero ahora, tan pronto se me presenta una simple dificultad, me vuelvo tímido, y me da miedo. Cuando predico con cierta incredulidad en mi corazón es cuando predico sin éxito; pero cuando predico con fe pudiendo decir: «sé que mi Dios ha dicho, que en esa misma hora me dará lo que debo predicar, y sin importarme la estima de los hombres, predico lo que creo que es cierto,» entonces es cuando Dios reconoce la fe y la corona con su propia corona.

Nuevamente: no nos negamos a nosotros mismos lo suficiente, y esa una razón por la cual no prosperamos. Lejos esté de mí decir algo en contra de la abnegación de esos valiosos hermanos que han abandonado su país y han atravesado el tormentoso océano para predicar la Palabra. Los consideramos hombres que deben recibir honor; pero sin embargo, pregunto: ¿dónde está la abnegación de los apóstoles en nuestros días? Pienso que una de las desgracias más grandes que han caído sobre la iglesia en estos días fue esa última misión a Irlanda. Unos hombres fueron a Irlanda, pero como hombres de gran valor, valientes hombres intrépidos, regresaron, y eso es todo lo que podemos decir sobre ese asunto. ¿Por qué no vuelven otra vez? Porque dicen que los irlandeses los desaprobaron pública y ruidosamente. Pues bien, ¿se pueden imaginar a Pablo que saca un microscopio de su bolsillo, y mira a través de ese microscopio al hombrecillo que le dice: «no pienso ir allá a predicar porque los irlandeses me abuchearon.» «¡Cómo!» responde Pablo, «¿este hombre es un predicador? ¡Ciertamente qué pequeña edición de ministro es!» «¡Oh! pero nos lanzaron piedras; ¡no tienes idea de qué mal nos trataron!» Díganle eso al apóstol Pablo. Estoy seguro que les daría vergüenza hacer eso. «¡Oh! pero en algunos lugares la policía intervino y nos amenazó porque íbamos a generar un alboroto popular.» ¿Qué habría respondido Pablo a eso? ¡Intervención de la policía! No sabía que teníamos algún derecho de preocuparnos por los gobiernos. Nuestra misión es predicar la Palabra, y si nos encarcelan, allí nos quedaremos; no hay ningún problema, finalmente. «¡Oh! pero pudieron haber matado a algunos de nosotros.» Eso es justamente. ¿Dónde está ese celo que tenía todo por basura a fin de ganar a Cristo? Creo que si hubieran matado a unos pocos de nuestros ministros, el cristianismo hubiera prosperado. Sin importar el luto que hubiéramos guardado, y yo hubiera sido el primero en guardarlo, digo que la matanza de una docena de ellos no hubiera sido mayor causa de tristeza que la muerte de cientos de nuestros hombres en una lucha exitosa por el territorio nacional. Yo consideraría que mi sangre habría sido derramada con un buen fin en un esfuerzo tan santo. ¿Cómo prosperó el Evangelio en tiempos pasados? ¿Acaso no entregaron algunos sus vidas por el Evangelio; y otros más no alcanzaron la victoria pasando sobre los cadáveres asesinados de sus hermanos; y no debe ser así ahora? Si vamos a retroceder porque tenemos miedo de perder la vida, sólo el cielo sabe cuándo será predicado el Evangelio en todo el mundo. Nosotros no.

¿Qué han hecho otros misioneros? ¿Acaso no han encarado la muerte en sus más horribles formas, y han predicado la Palabra en medio de incontables peligros? Hermanos míos, de nuevo repetimos, no estamos criticando, pues nosotros mismos podríamos errar de la misma manera; pero estamos seguros que en eso no somos iguales a Pablo. Él fue a un sitio donde le apedrearon y le arrastraron fuera de la ciudad, suponiendo que estaba muerto. ¿Acaso dijo Pablo: «Pues bien, en el futuro no voy a ir a ningún lugar donde me traten mal»? No, pues dice: «Cinco veces he recibido de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces he sido flagelado con varas, tres veces he padecido naufragio.» Estoy seguro que no tenemos la abnegación de los Apóstoles. Nosotros somos simples caballeros ociosos y guerreros de salón. Cuando llego a mi casa y veo qué vida tan confortable y feliz llevo, me digo a mí mismo: «¡Qué poca cosa hago por mi Señor! Me avergüenzo porque no puedo negarme a mí mismo por Su verdad, e ir por todas partes predicando Su Palabra.» Veo con lástima a la gente que dice: «No prediques tan a menudo; vas a matarte.» ¡Oh Dios mío! ¿Qué habría respondido Pablo a esto: «Cuida tu físico; tú eres muy temerario; estás demasiado lleno de entusiasmo»?

Cuando me comparo con esos hombres de otros tiempos, digo: «Oh que esos hombres pretendan llamarse cristianos, pero que busquen detener nuestra obra de fe y nuestra labor de amor, por causa de una pequeña consideración acerca del físico, que más bien se fortalece al predicar la Palabra de Dios.»

Pero oigo que alguien susurra: «Debes ser flexible.» Mi querido amigo, estoy siendo sumamente flexible. No estoy criticando a esos amigos; son buenas personas; somos «honorables personas todos;» pero sólo diré que en comparación a Pablo, somos menos que nada y vanidad; pequeñas criaturas enanas e insignificantes, que difícilmente pueden verse junto a esos hombres gigantes de otros tiempos.

Unos de mis oyentes o lectores tal vez puedan sugerir que esta no es la única causa, y observan: «yo creo que debes disculparlos, pues los ministros no pueden hacer milagros ahora.» Bien, he considerado eso también, y ciertamente es una desventaja, pero no la considero muy grande; pues si lo fuera, Dios no la hubiera dejado existir. Él dio ese don a la Iglesia en su infancia, pero ahora ya no la necesita. Nos equivocamos al atribuir demasiado a los milagros. ¿Cuál era uno de ellos? Dondequiera que iban los apóstoles podían hablar el idioma del lugar. Bien, en el tiempo que le hubiera tomado a Pablo caminar de aquí a la India, podríamos aprender el indostano, y podemos ahora llegar rápidamente utilizando los medios de transporte disponibles ahora: así que no se ganaría mucho. Luego, para dar a conocer el Evangelio a los pueblos, se necesitaban milagros, de tal manera que todo el mundo hablara de ese tema; pero ahora tenemos imprentas que nos ayudan. Lo que digo hoy, podrá ser leído en seis meses más allá de los montes Apalaches (Estados Unidos); y lo mismo con otros ministros, lo que dicen y lo que hacen puede ser impreso de inmediato y distribuido por todas partes; así que tienen medios para darse a conocer que no están muy por detrás del poder de los milagros.

Asimismo tenemos una gran ventaja sobre los apóstoles. Dondequiera que iban eran perseguidos, y algunas veces, los mataban; pero ahora, aunque ocasionalmente oímos acerca del asesinato de un misionero, esto ocurre muy raras veces. La matanza de un inglés en cualquier parte, provocaría el envío de una flota de buques de guerra para recompensar esa ofensa con un castigo. Todo el mundo respeta a un inglés en cualquier parte; tiene el sello del gran César; él es un verdadero cosmopolita: es un ciudadano del mundo. Eso no podría decirse de los pobres judíos despreciados. Tal vez a Pablo le tenían cierto respeto, pues él era un ciudadano romano, pero no así al resto de los judíos. Ahora no nos pueden matar sin que esto genere mucho ruido. El asesinato de dos o tres ministros en Irlanda provocaría un tremendo tumulto en todo el país; el gobierno tendría que intervenir, todo el mundo se levantaría en armas, y luego podríamos predicar con la protección de la policía, y así recorrer todo el territorio, provocando a los sacerdotes, asustando al anticristo, y haciendo que la superstición huyera de sus cuevas para siempre.

II. En segundo lugar, NO HACEMOS NUESTRO TRABAJO EN UN ESTILO APOSTÓLICO.

¿Cómo es eso? Pues, en primer lugar, hay una queja general que no hay la suficiente predicación por parte de ministros o misioneros. Ellos están tranquilos interpretando, estableciendo escuelas, y haciendo esto y lo otro y lo de más allá. No estamos criticando esto; pero esa no es la labor a la que se deberían dedicar; su oficio es predicar, y si predicaran más, podrían esperar un mayor éxito. El misionero Chamberlain predicó una vez en un determinado lugar, y muchos años después se descubrieron unos discípulos en ese lugar originados por ese único sermón. Williams predicaba en todas partes donde iba, y Dios lo bendecía; Moffat predicaba en todas partes adonde iba, y su trabajo era reconocido. Ahora tenemos nuestras iglesias y nuestras imprentas, en las que invertimos mucho dinero. Esto es hacer buenas cosas, pero no es hacer el bien. No estamos utilizando los medios que Dios ha ordenado, y por lo tanto no podemos esperar que progresemos.

Algunos dicen que hay demasiada predicación en Inglaterra en nuestros días. Pues bien, la tendencia de los tiempos es rebajar la predicación, pero es la «locura de la predicación» la que va a cambiar el mundo. No corresponde a los hombres decir: «si predicas menos, puedes estudiar más.» Se requiere mucho estudio cuando se tiene una iglesia establecida; pero yo entiendo que los apóstoles no necesitaban ningún estudio, sino que simplemente entregaban las sencillas verdades cardinales de la religión, no utilizando solamente un texto, sino recorriendo todo el catálogo de la verdad. Así pues pienso que, en las labores evangélicas itinerantes, no debemos quedarnos en un solo tema, pues de esa manera tendríamos que estudiar, sino que más bien sería conveniente predicar toda la verdad dondequiera que vamos. De esta manera siempre encontraremos palabras que entregar, y verdades siempre listas para enseñar a la gente.

A continuación considero que se ha cometido un gran error al no afirmar la divinidad de nuestra misión, permaneciendo firmes en la verdad, que es una revelación que no debe ser puesta a prueba por los hombres, sino que debe ser creída; siempre sosteniendo esto: «El que cree y es bautizado será salvo; pero el que no cree será condenado.» Me duele cuando leo que nuestros misioneros sostienen disputas con los Brahmanes, y se dice algunas veces que el misionero ha derrotado al Brahmán porque ha mantenido la calma, y así el Evangelio ha sido muy honrado como consecuencia del debate. Yo considero que el Evangelio fue rebajado por la controversia. Pienso que el misionero debe decir: «Vengo a decirles algo que el Único Dios del cielo y de la tierra ha dicho, y les digo antes de anunciarlo, que si creen serán salvos, y si no, serán condenados. Vengo a decirles que Jesucristo, el Hijo de Dios, se encarnó, para morir por el pobre hombre indigno, que por su mediación, y muerte, y sufrimiento, el pueblo de Dios puede ser liberado. Ahora, si quieren escucharme, van a oír la palabra de Dios: si no quieren, sacudo el polvo de mis pies contra de ustedes, y me voy a otro lado.» Miren a la historia de cada impostura; esa historia muestra que la pretensión de autoridad asegura un grado de progreso. ¿Cómo fue que Mahoma llegó a tener una religión tan poderosa en su tiempo? Él estaba completamente solo, y fue a la plaza y dijo: «He recibido una revelación del cielo.» Era una mentira, pero pudo convencer a unos hombres para que le creyeran. Dijo: «Tengo una revelación del cielo.» La gente le miró a la cara; vieron que parecía sincero, que creía lo que decía, y unas cinco o seis personas se le unieron. ¿Pudo probar lo que decía? No. Dijo: «deben creer lo que digo, o no habrá un Paraíso para ustedes.» Hay un poder en ese tipo de cosas, y dondequiera que iba su afirmación era creída, no sobre la base de un razonamiento, sino a causa de su autoridad, que él declaraba que le venía de Alá; y al cabo de un siglo de haber proclamado su mentira, mil sables habían brillado fuera de sus fundas, y su palabra había sido proclamada a través de África, Turquía, Asia, y aún en España. El hombre reclamaba autoridad, él reclamaba divinidad; por lo tanto tenía poder. Tomen por otro lado el crecimiento de los Mormones. ¿Cuál ha sido su fuerza? Sencillamente esta: la aseveración de su poder venido del cielo. Se hace esa afirmación y la gente la cree, y ahora tienen misioneros en casi todos los países de la tierra habitable, y el libro del Mormón es traducido a muchas lenguas. Aunque no podrá haber nunca un engaño más transparente, y una falsificación menos hábil, y más mentiras detectables sobre la propia superficie, sin embargo esta simple pretensión de poder fue el vehículo para acarrear el poder.

Ahora bien, hermanos míos, nosotros tenemos poder; nosotros somos los ministros de Dios; nosotros predicamos la verdad de Dios; el gran Juez del cielo y de la tierra nos ha dicho la verdad, y no nos corresponde a nosotros discutir con gusanos de la tierra. ¿Por qué debemos temblar y temerles? Estemos firmes y digamos: «Nosotros somos los siervos del Dios viviente; les decimos lo que Dios nos ha dicho, y les advertimos, que si rechazan nuestro testimonio, en el día del juicio el castigo para Tiro y Sidón será más tolerable que para ustedes.» Si la gente rechaza eso, nosotros habremos hecho nuestro trabajo. No es nuestro trabajo hacer que los hombres crean; nuestro trabajo es testificar de Cristo en todas partes, predicar y proclamar el Evangelio a todos los hombres.

Pero hay un pasaje en la Biblia que parece militar en contra de lo que he dicho, si la traducción común es correcta, el pasaje que dice que Pablo: «tomó a los discípulos aparte, discutiendo cada día en la escuela de Tirano.» Pero esto se puede traducir mejor como: «dialogando cada día en la escuela de Tirano.» Albert Barnes dice que: «discutiendo no es una traducción adecuada,» pues la palabra griega no tiene ese significado. Jesús, cuando predicaba, «dialogaba.» Cuando un hombre se le acercó y le dijo: «Maestro, ¿qué cosa buena haré para tener la vida eterna? Él «dialogó» con el hombre. Cuando otro le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia,» Cristo no discutió con él, sino que «dialogó.» Su estilo usual era hablar a la gente, y sólo muy raras veces discutió con los hombres. Podríamos renunciar a todos los libros que han sido escritos en defensa del cristianismo si quisiéramos predicar sólo a Cristo, si, en lugar de defender los puestos de avanzada, dijéramos: «Dios se encargará de ellos,» y lleváramos a cabo una incursión en contra del enemigo; entonces por el Santo Espíritu de Dios llevaríamos todo delante de nosotros. ¡Oh Iglesia de Dios! debes creer que eres invencible; pero si te quedas paralizada temblando y llena de temor, entonces estás arruinada. Alza tu cabeza y di: «Yo soy la hija de Dios; yo soy la novia de Cristo.» No te detengas a demostrarlo, sino afírmalo; marcha en medio de la tierra, y reyes y príncipes se inclinarán ante ti, porque habrás retomado tu antigua fuerza y habrás asumido tu antigua gloria.

Tengo que hacer una observación más en relación al estilo de nuestro trabajo. Me temo que no participamos lo suficiente del método divino de cubrir vastos territorios. Pablo era un gran errante: él predicaba en un lugar, y doce personas se convertían allí; establecía una iglesia de inmediato; no se detenía hasta tener quinientos; sino que cuando tenía doce, se iba a otro lugar. Una santa mujer lo recibe; ella tiene un hijo y una hija; ellos son salvos y bautizados: allí hay otra iglesia. Luego continúa; dondequiera que va la gente cree y es bautizada, dondequiera que encuentra a una familia que cree, él o su acompañante bautiza a toda la casa, y continúa su camino siempre formando iglesias y nombrando ancianos a cargo de ellas. En estos días vamos y nos establecemos en un lugar, hacemos una base allí, y trabajamos gradualmente alrededor de ella, y pensamos que esa es la manera de tener éxito. ¡No, no! Saquea todo un continente; intenta grandes cosas y grandes cosas serán hechas. Pero dicen que si simplemente pasas por un lugar, esto será olvidado como son olvidadas las tormentas del verano, que mojan todo pero que no satisfacen a nadie.

Sí, pero tú no sabes cuántos elegidos de Dios puede haber por allí; no debes quedarte en un solo lugar; continúa tu camino; los elegidos de Dios están en todas partes. Yo les digo que si no pudiera recorrer este país, Inglaterra, no podría soportar predicar. Si predicara aquí todo el tiempo, muchos de ustedes se endurecerían al escuchar el Evangelio. Me gusta ir aquí, allí, y a todas partes. Mi ambición mayor es esta: que pueda ir a todo el país, y a la vez mantener mi cuartel general en un solo lugar. Creo firmemente que cubrir vastos territorios es un gran plan de Dios. Debemos tener ministros y pastores fijos, pero quienes son como los apóstoles deben ir más lejos de lo que lo hacen.

III. Pero yo tengo una tercera cosa que decir que va a dar en el blanco en cuanto a muchos de nosotros: esto es, que NO TENEMOS IGLESIAS APOSTÓLICAS.

¡Oh! si hubieran podido ver una iglesia apostólica, ¡qué cosa tan diferente parecería en relación a cualquiera de nuestras iglesias! Tan diferente, casi diría yo, como la luz lo es de la oscuridad, tan diferente como el lecho seco de un arroyo en el verano lo es de un poderoso río que fluye, siempre lleno, profundo y claro, siempre apresurándose hacia el océano.

Ahora, ¿dónde está nuestra vida de oración comparada con la de ellos? Confío que algo sabemos acerca del poder de la oración en esta iglesia, pero no creo que oremos como ellos lo hacían. «Y partiendo el pan casa por casa, participaban de la comida con alegría y con sencillez de corazón, alabando a Dios.» Como regla, no había ningún miembro de la iglesia que fuera frío o indiferente; entregaban completamente sus almas a Dios; y cuando Ananías y Safira sustrajeron del precio, cayeron y murieron por su pecado. ¡Oh! si nosotros oráramos con la sinceridad que ellos lo hacían, tendríamos un éxito parecido. Cualquier medida de éxito que pudiéramos haber tenido aquí se ha debido enteramente a las oraciones de ustedes bajo la soberanía de Dios; y en todos los lugares donde he estado he manifestado con orgullo que mi gente es gente de oración. Si otros ministros también tuvieran personas de oración; si la Iglesia orara por los misioneros con el mismo número de oraciones, y siendo las condiciones las mismas, Dios las bendecirá, y habrá más prosperidad que nunca.

No tenemos la costumbre apostólica de la liberalidad. En los días de los apóstoles ellos daban todos sus bienes. No se les requería que lo hicieran en aquel tiempo, y no se requiere ahora; a nadie se le ocurre solicitar tal cosa; sin embargo, nos hemos ido hasta el otro extremo, y muchos no dan absolutamente nada. Hay hombres que poseen fortunas y sin embargo se preocupan tanto por sus familias, aunque sus familiastienen todo, que dan lo mismo que la joven sirvienta que se sienta a su lado. Hay un dicho común, que los miembros de las iglesias cristianas no dan en proporción a su riqueza. Damos por cortesía y porque es respetable. Muchos de nosotros damos, espero, porque amamos la causa de Dios; pero muchos decimos: «hay un pobre albañil, que trabaja muy duro toda la semana y sólo gana lo suficiente para mantener a su esposa y a su familia: él va a dar un peso; ahora, yo gano tantos miles de pesos a la semana (soy un hombre rico) ¿cuánto daré? Bueno, voy a dar cien pesos.» Otro dice: «voy a dar veinte pesos esta mañana.» Ahora, si compararan su riqueza con lo que tiene el albañil, verían que él da todo lo que le queda por encima de su nivel de manutención, mientras que ellos, comparativamente, no dan nada.

Queridos hermanos, no somos cristianos a medias; esa es la razón por la cual no podemos tener éxito a medias. Somos cristianos, pero me pregunto si lo somos plenamente. El Espíritu de Dios no ha entrado en nosotros para darnos esa vida, y ese fuego, y esa alma que poseían en aquellos tiempos antiguos.

IV. Finalmente, como resultado de las otras cosas que hemos visto, y tal vez en parte por causa de ellas también, NO TENEMOS EL ESPÍRITU SANTO EN ESA MEDIDA QUE POSEÍAN LOS APÓSTOLES.

No veo ninguna razón por la cual esta mañana, si Dios así lo quisiera, yo no pudiera estar frente a ustedes y predicar un sermón que fuera el instrumento de la conversión de cada alma presente en este lugar. No veo ninguna razón por la cual, mañana, yo no pudiera predicar un sermón que fuera el medio de salvación de todos los que lo oyeran, si el Espíritu de Dios fuera derramado. La Palabra es capaz de convertir, de manera tan amplia como Dios el Espíritu quisiera aplicarla; no veo ninguna razón por la cual, si tenemos conversiones solas o en pequeños grupos ahora, no haya un momento cuando cientos y miles vengan a Dios. El mismo sermón que Dios bendice para diez personas, si Él quisiera sería de bendición para cien personas. Estoy seguro que en los últimos tiempos cuando venga Cristo y comience a tomar el reino para Sí, cada ministro de Dios tendrá tanto éxito como Pedro en el día de Pentecostés.

Estoy seguro que el Espíritu Santo es capaz de hacer que la Palabra tenga éxito, y la razón por la que no prosperamos es que no tenemos al Espíritu Santo apoyándonos con poder y energía como ellos lo tenían en aquel entonces. Hermanos míos, si tuviésemos al Espíritu Santo en nuestro ministerio, nuestro talento no tendría ninguna importancia. Los hombres pueden ser pobres y sin ninguna educación; sus palabras pueden ser entrecortadas y con muchos errores gramaticales; sin las frases impactantes de Hall, o los gloriosos truenos de Chalmers; pero si el poder del Espíritu estuviera con ellos, los más humildes evangelistas tendrían mucho más éxito que los más pomposos teólogos, o los más elocuentes predicadores. Es la graciaextraordinaria, no el talento, lo que prevalece al final del día; el poder espiritual extraordinario, no el poder mental extraordinario. El poder mental puede llenar una capilla; pero el poder espiritual llena la Iglesia. El poder mental puede reunir una congregación; el poder espiritual salva almas. Necesitamos poder espiritual.

¡Oh! conocemos a algunas personas ante cuyo talento reconocemos que no valemos, pero que no tienen poder espiritual, y cuando ellos hablan no tienen al Espíritu Santo apoyándolos; pero conocemos a otros, hombres sencillos de mucho valor y empeño que hablan con el dialecto de su región, y que predican en sus lugares de origen y el Espíritu Santo viste cada una de sus palabras con poder; los corazones son quebrantados, las almas son salvadas, y los pecadores nacen de nuevo. ¡Espíritu del Dios viviente! Te necesitamos. Tú eres la vida, el alma; Tú eres la fuente del éxito de tu pueblo; sin Ti no pueden hacer nada. Contigo pueden hacerlo todo.

Así he intentado mostrarles lo que pienso que es la causa de nuestra falta de éxito parcial. Y ahora permítanme, con toda sinceridad, suplicarles a nombre de Cristo y del Santo Evangelio de Cristo, que se motiven para desarrollar esfuerzos renovados para difundir Su verdad, y para orar con más entrega para que venga Su reino, y Su voluntad se cumpla en la tierra así como en el cielo. ¡Ah! Mis amigos, si yo pudiera mostrarles los cientos de miles de espíritus que ahora caminan en las tinieblas exteriores; si pudiera llevarlos a la tenebrosa cueva del infierno y mostrarles los millares y millares de almas paganas en medio de una tortura indecible, sin haber escuchado ni una palabra, pero que fueron justamente condenadas por sus pecados; me parece que podrían ustedes preguntarse: «¿Hice algo por salvar a estos infelices millares de personas? Ellos han sido condenados, y ¿acaso puedo decir que soy inocente de su sangre?»

¡Oh! Dios de misericordia, si estas ropas están limpias de la sangre de los hombres, tendré un motivo eterno para bendecirte en el cielo. ¡Oh, Iglesia de Cristo! Tienes una razón muy importante para preguntarte si estás limpia en esta materia. Ustedes dicen con demasiada frecuencia, ustedes hijos de Dios: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» Ustedes son demasiado parecidos a Caín; no se preguntan a ustedes mismos si Dios no va demandar de manos de ustedes la sangre de sus compañeros. ¡Oh! hay una verdad que dice: «Si el centinela no les advierte, ellos morirán, pero yo demandaré su sangre de manos del centinela.» ¡Ah! Muchos más de nosotros deberíamos estar predicando a los paganos, y sin embargo, tal vez, somos indolentes y estamos haciendo muy poco o nada. Muchos de ustedes, sí, todos ustedes, deberían estar haciendo mucho más de lo que están haciendo ahora a favor de los propósitos evangélicos y para la divulgación del Evangelio de Cristo. ¡Oh! Háganse esta pregunta en sus corazones: ¿podría decir a un espíritu condenado si me lo encuentro en el infierno, «Pecador, hice todo lo que podía hacer por ti?» Me temo que algunos tendrán que decir: «No, no lo hice; es cierto que pude haber hecho más; pude haber laborado más, aunque no hubiera tenido éxito, pero no lo hice.»

Ah, queridos amigos, pienso que hay una razón muy importante para dudar que algunos de nosotros creemos verdaderamente en nuestra religión. Una vez, un infiel se encontró con un cristiano y dijo: «Yo sé que no crees en tu religión.» «¿Por qué?» preguntó el cristiano. «Por que,» respondió el infiel, «durante años te has encontrado conmigo cuando voy a mi trabajo. ¿Tú crees, no es cierto, que hay un infierno en el que son arrojados los espíritus de los hombres?» «Si, lo creo,» replicó el cristiano. «Y tú crees que a menos que yo crea en Cristo seré enviado allí?» «Sí.» «No lo crees, estoy seguro, ya que si creyeras serías un infeliz muy inhumano pasando a mi lado, día a día, sin decirme nunca nada acerca de eso y sin advertirme al respecto.»

Yo sostengo que hay algunos cristianos que son verdaderamente culpables en este asunto; Dios los perdonará, la sangre de Cristo puede lavar completamente aún eso, pero ellos son culpables. ¿Has pensado alguna vez en el tremendo valor de una sola alma? Queridos amigos, si hubiera un solo hombre sin salvación en Siberia y todo el resto del mundo fuera salvo, si Dios moviera nuestras mentes, valdría la pena que toda la gente de Inglaterra fuera tras esa alma. ¿Han pensado alguna vez en el valor de un alma? ¡Ah! ustedes no han escuchado los aullidos o los gritos del infierno; no han oído los poderosos himnos y hosannas de las almas glorificadas; no tienen una noción de lo que es la eternidad, pues de lo contrario conocerían el valor de un alma.

Ustedes que han sido quebrantados por la convicción de pecado, humillados por el Espíritu, y llevados a clamar por misericordia por medio del Jesús del pacto; ustedes saben algo del valor de un alma, pero muchos de mis lectores no lo saben. ¿Podríamos predicar descuidadamente, podríamos orar fríamente, si supiéramos cuán preciosa es la cosa que nos concierne? No, estaríamos doblemente entregados a nuestra tarea para que Dios quisiera salvar a los pecadores. Estoy seguro que el estado de cosas presente no puede continuar por mucho tiempo; no estamos haciendo casi nada; el cristianismo está en un bache. La gente piensa que nunca será mejor; que es claramente imposible hacer maravillas en estos días. ¿Acaso estamos en una condición peor que las naciones católicas lo estaban cuando un hombre, un Lutero, predicó? Entonces Dios puede encontrar a un Lutero ahora. No estamos en un peor estado que cuando Whitefield comenzó a predicar, y todavía Dios puede encontrar a Sus Whitfields ahora. Es un engaño suponer que no podemos tener el éxito que ellos tuvieron. Lo tendremos con la ayuda de Dios; veremos cosas mayores que estas con la ayuda de Dios por su Espíritu. En todo caso, no dejaremos que la Iglesia de Dios descanse si no la vemos prosperar, sino que presentaremos nuestra protesta sincera y de todo corazón en contra de la frialdad y el letargo de los tiempos, mientras nuestra lengua se mueva en nuestras bocas, protestaremos contra el relajamiento y la falsa doctrina que prosperan en todas la iglesias, y entonces esa feliz doble reforma (una reforma de doctrina y del Espíritu) se dará entre nosotros. Dios sabe que entonces diremos: «¿Quiénes son éstos que vuelan como nubes, y como palomas hacia sus palomares?» y muy pronto se escuchará el aviso de la venida de Cristo. Él mismo descenderá de los cielos; y escucharemos que se dice y que se canta: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Porque reina el Señor nuestro Dios Todopoderoso.»