La Resurrección Espiritual

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Sería natural que esperaran que, en el día conocido usualmente como el domingo de Pascua de Resurrección, eligiera el tema de la resurrección. Pero no lo haré; pues aunque he leído porciones que se refieren a ese glorioso tema, mi mente es asediada por un asunto que no es la resurrección de Cristo, aunque en alguna medida está vinculado con ella: la resurrección en esta vida del hombre perdido y arruinado por medio del Espíritu de Dios.

Podrán observar que el apóstol habla aquí de la iglesia de Éfeso, y, ciertamente, de todos aquellos que fueron elegidos en Cristo Jesús, aceptados en Él, y redimidos con Su sangre; y dice de ellos: «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados.»

¡Qué visión tan sobrecogedora nos presenta un cadáver! Cuando anoche trataba de captar este pensamiento, me subyugó por completo. El pensamiento de que pronto mi cuerpo será un carnaval para los gusanos, es abrumador. Dentro y fuera de estas cuencas que recogen el brillo de mis ojos, se arrastrarán cosas inmundas, toda la prole de la repugnancia. Cuando este cuerpo quede inerte en la muerte quieta, fría, abyecta y pasiva, y se vuelva entonces una cosa malsana y nauseabunda, desechado incluso por quienes me amaron, dirán: «Sepultaré mi muerto de delante de mí.» Tal vez ustedes apenas puedan hacerse a la idea de que una cosa así les ocurra, en el momento en que se las comento. Es algo extraño que ustedes, que han caminado hoy hasta este lugar, sean llevados a la tumba. Que los ojos con que ahora me contemplan sean sumidos en una oscuridad eterna. Que las lenguas que hace unos momentos articulaban el canto, pronto sean un inerte bulto de arcilla. Y que su fornida y sólida estructura corporal, aquí presente en este lugar, pronto sea incapaz de mover un sólo músculo, y se convierta en algo repugnante, hermano del gusano y hermana de la corrupción. Difícilmente podrían aceptar la idea. La muerte realiza una obra muy terrible en nosotros, actuando como un vándalo sobre este tejido mortal, rasgando en pedazos de tal manera esta hermosa estructura que Dios ha edificado, que no podemos soportar contemplar su obra destructora.

Ahora, en la medida de lo posible, esfuércense por comprender la condición de un cadáver, y cuando lo hayan logrado, por favor entiendan que esa es la metáfora empleada en mi texto, para explicar la condición del alma de ustedes por naturaleza. Así como el cuerpo está muerto, inerte, inhábil, insensible, a punto de corromperse y pudrirse, así somos nosotros si no somos resucitados por la gracia divina: muertos en nuestros delitos y pecados, cargando a la muerte por dentro, susceptibles de progresar a peores estados de pecado y de maldad, hasta que todos nosotros, dejados de la gracia de Dios, nos convertimos en seres repugnantes, putrefactos por el pecado y la maldad, igual que un cadáver en su proceso de descomposición natural.

Entiendan que la doctrina de la Santa Escritura afirma que el hombre, por naturaleza, desde la caída, está muerto. Es un ser corrompido y arruinado. En un sentido espiritual, está completa y totalmente muerto. Y si alguno de nosotros recibe la vida espiritual, tiene que ser por la obra vivificadora del Espíritu de Dios, que nos es otorgada soberanamente a través de la buena voluntad de Dios el Padre, y no por méritos propios, sino enteramente por Su propia gracia abundante e infinita.

Ahora, en este día, espero no resultarles tedioso; voy a procurar que el tema sea interesante en la medida de lo posible, y también trataré de ser breve. La doctrina general del día de hoy es que todo hombre que nace en este mundo, está muerto espiritualmente, y que la vida espiritual tiene que serle dada por el Espíritu Santo, y no puede ser obtenida de ninguna otra fuente. Voy a ilustrar esa doctrina general de una manera más bien singular. Ustedes recordarán que nuestro Salvador resucitó a tres muertos. Se nos informa que durante Su vida resucitó por lo menos a tres personas. La primera fue una jovencita, la hija de Jairo, quien, estando muerta en su lecho, resucitó a vida por las únicas palabras que pronunció Cristo: «Talita cumi.» El segundo caso fue el hijo de la viuda, que iba en su féretro y era llevado a su tumba. Jesús lo resucitó a vida diciendo: «Joven, a ti te digo, levántate.» El tercer caso, y el más memorable, fue el de Lázaro, que ya no estaba en su cama, ni en su ataúd, sino en su tumba, ay, y en estado de descomposición. Pero, no obstante eso, el Señor Jesucristo, con la voz de Su omnipotencia, clamando: «¡Lázaro, ven fuera!» lo sacó de la tumba.

Voy a usar estos tres casos como ejemplos de los diferentes estados de los hombres, aunque todos estén completamente muertos. En segundo lugar, como ilustraciones de los diferentes medios de gracia usados para resucitarlos, aunque, después de todo, la misma mediación es empleada. Y, en tercer lugar, como ilustraciones de la experiencia posterior de los hombres resucitados; pues, aunque en un mayor grado es la misma, existen algunos puntos de diferencia.

I. Entonces daré comienzo indicando, primero que nada, LA CONDICIÓN DE LOS HOMBRES POR NATURALEZA.

Los hombres, por naturaleza, están muertos todos. Allí está la hija de Jairo. Yace en su cama. Da la impresión de que está viva. Su madre apenas acaba de besar su frente. Su mano está sostenida por la de su padre amante, que no puede concebir que esté muerta. Pero está muerta, tan muerta que ya no podría estarlo más. En seguida viene el caso del joven llevado en su féretro. Está más que muerto. Ha comenzado a descomponerse. Los signos de la putrefacción son visibles en su rostro, y está siendo llevado a su tumba. Sin embargo, aunque haya más manifestaciones de la muerte en él, no está más muerto que la niña. Está completamente muerto. Los dos están muertos y la muerte realmente no reconoce grados. El tercer caso va todavía más lejos en su manifestación de la muerte, pues es el caso del cual Marta, usando palabras fuertes, dijo: «Señor, hiede ya, porque es de cuatro días.» Y sin embargo, fíjense, la hija de Jairo estaba tan muerta como Lázaro, aunque la manifestación de la muerte no era tan completa en su caso. Todos estaban igualmente muertos.

Yo cuento en mi congregación con algunas benditas personas que son hermosas cuando se las mira. Quiero decir, hermosas en su carácter, así como en su apariencia exterior. Están dotadas de todo lo que es bueno y agradable. Pero, fíjense en esto, si no son regeneradas, todavía están muertas. Aquella muchacha, muerta en su habitación sobre su lecho, mostraba pocas señales de su muerte. El ojo amoroso no había cerrado aún sus párpados. Sus ojos todavía destellaban luz. Parecía un lirio recién cortado. Era tan bella como la vida misma. El gusano no había comenzado a carcomer sus mejillas, y el rubor no se había desvanecido todavía de su rostro. Casi parecía estar viva. Y lo mismo sucede con algunos de los que me acompañan aquí. Tienen todo lo que el corazón podría anhelar, excepto la cosa que es necesaria. No les falta nada, excepto el amor al Salvador. Todavía no están unidos a Él mediante una fe viva. ¡Ah, lamento decirlo, ustedes están muertos! ¡Están muertos! Están muertos como el peor de los hombres, aunque su muerte no sea tan aparente.

Tengo ante mi presencia, también, a algunos jóvenes que han alcanzado una mayor edad que esa bella damita, que murió en su niñez. Ustedes poseen muchas cualidades hermosas, pero ya comenzaron a entregarse a hábitos perniciosos. Todavía no se han convertido en pecadores sin esperanza. Todavía no se han vuelto nocivos a los ojos de los demás. Apenas están comenzando a pecar. Son como el joven que era transportado en su ataúd. Todavía no se han convertido en borrachos reconocidos. Todavía no han comenzado a maldecir y blasfemar contra Dios. Todavía son aceptado por la buena sociedad. Todavía no los han proscrito. Pero están muertos, totalmente muertos, tan muertos como el peor caso, el de Lázaro. Pero me atrevo a decir que nos encontramos aquí con caracteres que también son ilustraciones de ese caso. Allí está Lázaro en su tumba, descompuesto y putrefacto. Y así hay algunos hombres que no están más muertos que otros, pero su muerte se ha vuelto más aparente. Su carácter se ha tornado abominable. Sus actos claman contra ellos. Están proscritos de la sociedad decente que rueda la piedra para tapar la boca de su tumba. Los hombres sienten que no pueden mantener relaciones con ellos, pues han abandonado tan completamente todo sentido de rectitud, que dicen: «¡Apártenlos de nuestra vista, no podemos aguantarlos!» Sin embargo, estos pútridos individuos pueden vivir. Estos hombres que estamos describiendo no están más muertos que la joven en su lecho, aunque la muerte se ha revelado más plenamente en su corrupción. Jesucristo tiene que resucitar tanto a unos como a otros, y llevarlos a todos al conocimiento y al amor de Su nombre.

1. Ahora, entonces, estoy a punto de entrar en las minucias de la diferencia de estos tres casos. Voy a tomar el caso de la muchacha. Está aquí con nosotros el día de hoy. Tengo muchos ejemplos de ella presentes delante de mí. Al menos yo creo que así es. Ahora, ¿me permitirían señalar todas las diferencias? Aquí está la muchacha. Mírenla. Pueden soportar el espectáculo. Está muerta, pero, ¡oh!, la belleza todavía permanece allí; es bella y encantadora, aunque la vida la ha abandonado. En el caso del joven, no hay belleza. El gusano ha comenzado a roerlo. Su honor se ha desvanecido. En el tercer caso, hay una absoluta putrefacción. Pero en ella, hay belleza en sus mejillas todavía. ¿Acaso no es hermosa? ¿Acaso no es encantadora? ¿No la amarían todos? ¿No debería ser admirada, e incluso imitada? ¿No es la niña más bella entre las bellas? Ay, lo es. Pero Dios el Espíritu todavía no la ha mirado. Ella todavía no ha doblado su rodilla ante Jesús clamando misericordia. Lo tiene todo excepto la religión verdadera. ¡Qué lástima por ella! ¡Qué lástima que una persona tan bella esté muerta! ¡Ay, hermana mía! ¡Qué lástima que tú, la benevolente, la amable, después de todo, estés muerta todavía en tus delitos y pecados! Como Jesús lloró por causa de aquel joven que había cumplido todos los mandamientos, pero una cosa le faltaba, así lloro yo por ti en este día. ¡Ay!, tú, criatura llena de hermosura, de carácter amable y bondadosa en tu comportamiento, ¿por qué habrías de permanecer muerta? Pues estás muerta, a menos que tengas fe en Cristo. Tu excelencia, tu virtud, y tu bondad, no te servirán de nada. Estás muerta y muerta te quedarás, a menos que Él te resucite.

Noten, también, que en el caso de esta muchacha que les hemos presentado, la hija de Jairo, todavía es inundada de caricias. Ha estado muerta sólo un momento o dos, y la madre acaricia todavía sus mejillas con sus besos. ¿Acaso no le llueven lágrimas, como si quisiesen sembrar otra vez las simientes de la vida en esa tierra inerte, que se muestra lo suficientemente fértil para generar la vida con el auxilio de una lágrima vivificante? Ay, pero esas lágrimas saladas son lágrimas estériles. Ella no vive, aunque reciba las caricias. No sucede así con el joven. Él fue colocado en el féretro. Nadie lo tocará más, pues de lo contrario sería inmundo. Y en cuanto a Lázaro, está enterrado con una piedra en la entrada. Pero esta muchacha todavía es acariciada. Lo mismo sucede con muchos de ustedes. El ministro ha orado a menudo por ustedes. Son admitidos en la congregación de los santos, comparten con ellos como pueblo de Dios, oyen lo mismo que ellos oyen, y cantan lo mismo que ellos cantan. ¡Ay de ustedes! ¡Ay de ustedes, porque todavía están muertos! ¡Oh, me duele el corazón cuando pienso que algunos de ustedes son todo lo que el corazón podría anhelar, excepto una cosa específica: la única cosa que puede salvarlos. Ustedes son acariciados por nosotros, recibidos en la compañía y el trato de los vivos de Sion, siendo aprobados y aceptados. ¡Ay, pero todavía permanecen sin vida! ¡Oh!, en su caso, si son salvados, tendrán que unirse con los peores individuos para decir: «he sido resucitado por la gracia divina. De lo contrario, no habría vivido jamás.»

Y, ahora, ¿pueden volver a ver a esta muchacha? Noten que todavía no la han envuelto en su mortaja. Lleva sus propias vestiduras. Tal como se acostó cuando se sintió enferma, así yace en su lecho. Aún no la cubren con la sábana y el sudario. Lleva todavía su ropa de dormir. Aún no la entregan a la muerte. No sucede lo mismo con aquel joven: a él ya le cubre su mortaja. Tampoco ocurre lo mismo con Lázaro: tiene atadas sus manos y sus pies con vendas. Pero la muchacha no tiene una mortaja que la cubra. Así sucede con la persona joven de quien queremos hablar el día de hoy. Ella no tiene malos hábitos todavía. No ha llegado aún hasta ese punto. Aquel joven, allá, ha comenzado a tener malos hábitos. Y aquel pecador de cabellos grises que está allí, tiene atadas las manos y los pies con sus malos hábitos. Pero la jovencita es hasta el momento semejante a los vivos, y se comporta igual que cualquier cristiano. Sus hábitos son tersos, y buenos y gentiles. Parece que el mal no abunda en ella. ¡Ay!, ¡Ay!, pero que estés muerta, a pesar de tu hermoso vestido. ¡Ay!, tú que te has colocado la guirnalda de la benevolencia en tu frente, que te has ceñido con las blancas vestiduras de la pureza exterior, si no has nacido de nuevo, estás muerta todavía. Tu belleza se desvanecerá como una mariposa, y en el día del juicio serás separada de los justos, a menos que Dios te haga vivir. ¡Oh!, yo quisiera llorar por esos jóvenes que darían la impresión de haber sido liberados de formar cualquier tipo de hábitos que los pudieran conducir al descarrío, pero que todavía no han nacido de nuevo y no son salvos. ¡Oh!, quiera Dios, jóvenes varones y mujeres, que sean resucitados por el Espíritu.

Y podrán observar, además, que la muerte de esta niña fue una muerte confinada a su aposento. No sucedió lo mismo con el joven. Él fue llevado a las puertas de la ciudad, y mucha gente lo vio. Tampoco sucedió así con Lázaro. Los judíos vinieron a llorar a su tumba. Pero la muerte de esta muchacha está en su recámara. Ay, lo mismo sucede con la jovencita o el jovencito que quiero describir ahora. Su pecado es todavía algo secreto, guardado por él: hasta el momento la iniquidad no se ha manifestado; únicamente su concepción está en su corazón. Sólo se encuentra el embrión de la concupiscencia, que no se ha convertido en un acto. El joven no ha vaciado todavía la copa intoxicante, aunque ha oído algunos susurros sobre su dulzura. Todavía no ha corrido a los caminos de la maldad, aunque ha tenido tentaciones que se han precipitado contra él. Hasta el momento ha guardado su pecado en su habitación, y casi no se ha manifestado. ¡Qué lástima, hermano mío!, ¡qué lástima, hermana mía!, que ustedes que en su comportamiento externo son tan buenos, oculten pecados en el cuarto de su corazón, y muerte en la clandestinidad de su ser, que es una muerte tan real como la del pecador descarado, aunque no sea plenamente manifiesta. Quiera Dios que puedas decir: «Y Él me ha dado la vida, pues con todo y mi belleza y con todo y mi excelencia, yo estaba por naturaleza muerto en mis delitos y pecados.»

Vamos, permítanme que insista en este asunto. Hay algunas personas en mi congregación a las que miro con temor. ¡Oh!, mi queridos amigos, mi muy amados amigos, cuántos hay en medio de ustedes, lo repito, que son todo lo que el corazón pudiera anhelar, excepto por una cosa: que ustedes no aman a mi Señor. ¡Oh!, ustedes, jóvenes, que vienen a la casa del Señor, y que son tan buenos en lo exterior; ¡ay de ustedes!, porque carecen de la raíz que importa. ¡Oh, hijas de Sion, que siempre están en la casa de oración, oh, pero que todavía están sin la gracia en su corazón! Tengan mucho cuidado, se los suplico, ustedes que son las más hermosas, las más jóvenes, las más rectas, y las más honestas; cuando los muertos sean separados de los vivos, a menos que sean regeneradas, tendrán que ir con los muertos; y aunque sean sumamente hermosas y buenas, serán arrojadas fuera, a menos que vivan.

2. De esta manera he concluido con el primer caso. Ahora nos referiremos al joven, que ocupa el segundo lugar. No está más muerto que el otro caso, pero su estado es más avanzado. Vengan ahora y detengamos el féretro. ¡No pueden mirarlo! Sus mejillas están hundidas y hay un vacío allí. No es como el caso de la jovencita, cuyas mejillas estaban todavía bien formadas y sonrosadas. Y los ojos, ¡oh, cuánta negrura hay allí! Mírenlo: pueden ver que muy pronto irrumpirán las roeduras del gusano. La corrupción ha comenzado su obra. Lo mismo sucede con algunos jóvenes aquí presentes. No son lo que fueron en su niñez, cuando sus hábitos eran decentes y correctos. Tal vez han sido seducidos ya hacia la casa de la mujer extraña. Han sido tentados a desviarse del sendero de la rectitud. Su corrupción está comenzando a brotar. Ahora desdeñan mantenerse bajo la tutela materna. Desprecian perversamente las reglas que rigen la moral. Según ellos, son libres, y serán libres. Vivirán una vida alegre y feliz. Y así continúan con su diversión ruidosa aunque perversa, y evidencian en ellos las señales de la muerte. Han llegado más lejos que la muchacha. Ella era todavía hermosa y gentil. Pero aquí hay algo que es el reflejo de la obra de la muerte. La muchacha era acariciada, pero al joven nadie lo toca. Yacía en el féretro, y aunque unos hombres lo cargaban en sus hombros, se retraían de él. Está muerto y se sabe que está muerto. Joven, tú has llegado tan lejos como eso; sabes que los hombres buenos te rehuyen. No fue sino ayer que las lágrimas abundantes y continuas de tu madre se derramaban cuando advertía a tu hermano menor que evitara caer en tu pecado. Tu propia hermana, cuando te besó esta misma mañana, oró a Dios para que te regenere en esta casa de oración. Pero tú sabes que últimamente se ha avergonzado de ti. Tu conversación se ha vuelto tan profana e impía, que ella misma difícilmente te soporta. Hay hogares en los que antes eras bienvenido; en los que antes doblabas tu rodilla en oración con ellos, al momento de la oración familiar; y tu nombre era mencionado también; pero ahora prefieres no visitarlos, pues cuando vas, te tratan con reserva. El buen hombre de la casa siente que no puede permitir que su hijo salga contigo, pues lo contaminarías; ya no se sienta junto a ti, como solía hacerlo, para hablar de las mejores cosas; permite que te sientes en la habitación con ellos por pura cortesía, pero se queda lejos de ti; siente que no tienes un espíritu afín con el suyo. Tratan de mantenerse alejados de ti, aunque no te evitan por completo; todavía eres recibido por el pueblo de Dios, pero hay una frialdad que manifiesta que entienden que no tienes vida.

Y noten también, que este joven, aunque llevado a su tumba, no era como la muchacha. Ella todavía vestía las ropas de la vida, pero él yacía envuelto con la mortaja encerada de la muerte. Muchos de ustedes han comenzado a formar malos hábitos; ustedes saben que el diablo está apretando la tuerca en su dedo. Antes era una tuerca de la que podían zafarse de vez en cuando. Afirmaban que podían dominar sus placeres: ahora sus placeres los controlan a ustedes. Sus hábitos no son recomendables ahora. Ustedes saben que no lo son. Ustedes permanecen convictos mientras yo les hablo en este día. Ustedes saben que sus caminos son malos.

¡Ah, joven, tú que no has ido tan lejos como el libertino descarado y el profano sin remedio, ten cuidado pues tú estás muerto! A menos que el Espíritu te dé vida, serás arrojado al valle de la Gehena, para ser alimento de ese gusano que nunca muere, sino que come almas por toda la eternidad. Y, ¡ah!, joven, yo lloro, yo lloro por ti. No has llegado tan lejos como para que rueden la piedra para tapar tu salida. Todavía no te has vuelto aborrecible. Todavía no eres un borracho que se tambalea, ni eres el blasfemo infiel. Hay mucha maldad en ti, pero todavía no has rebasado los límites. Ten mucho cuidado. Seguirás progresando en el mal. No se puede detener al pecado. Cuando el gusano está allí, no puedes poner tu dedo en él y decir: «detente, no comas más.» No, él continuará hasta que estés completamente arruinado. Que Dios te salve ahora, antes de que llegues a esa consumación por la que el infierno suspira, y que únicamente el cielo puede evitar.

Una observación más relativa a este joven. La muerte de la muchacha estaba en su habitación; la muerte del joven estaba a las puertas de la ciudad. En el primer caso que describí, el pecado era secreto. Pero, joven, tu pecado no lo es. Has llegado tan lejos que tu hábitos son abiertamente perversos. Te has atrevido a pecar delante de la faz del sol de Dios. Tú no eres como otros, que tienen la apariencia de buenos. Tú sales y dices abiertamente: «yo no soy ningún hipócrita. Me atrevo a hacer lo malo. No profeso ser justo. Yo sé que soy un maleante incorregible. Me he descarriado, y no me avergüenzo de pecar en la calle.» ¡Ah, joven, joven! Tal vez tu padre esté diciendo ahora: «¡que yo hubiese muerto por él, que lo hubiese visto enterrado en su tumba antes de que hubiera llegado tan lejos en la maldad! ¡Cuando lo vi por primera vez, y mis ojos se alegraron al ver a mi hijo, que al minuto siguiente lo hubiese visto golpeado por la enfermedad y la muerte! ¡Oh, que su espíritu infantil hubiese sido llamado al cielo, y que no hubiera vivido para que no llevara de esta manera en aflicción mis cabellos grises a la tumba!» Tu diversión a las puertas de la ciudad causa miseria en la casa de tu padre. Tu desenfreno descarado delante del mundo, causa agonía en el corazón de tu madre. Yo te suplico: detente. ¡Oh, Señor Jesús, toca el féretro ahora! Detén a algún joven en sus hábitos depravados, y dile: «Levántate»! Entonces se unirá a nosotros confesando que los que viven han sido resucitados por Jesús, por medio del Espíritu, aunque estuvieron muertos en delitos y pecados.

3. Ahora llegamos al tercer caso y el último: LÁZARO MUERTO Y ENTERRADO. ¡Ah!, queridos amigos, no puedo llevarlos para que vean a Lázaro en su tumba. Aléjense, oh, aléjense de él. ¿Adónde huiremos para evitar la pestilencia de ese cadáver maloliente? Ah, ¿adónde huiremos? No hay ninguna belleza allí. No nos atrevemos a mirarlo. Ni siquiera permanece un vestigio de vida. ¡Oh, qué horrible espectáculo! No voy a procurar describirlo. No tendría palabras y ustedes quedarían demasiado horrorizados. Tampoco me atrevería a describir el carácter de algunas personas que están aquí presentes. Me daría vergüenza decir las cosas que algunos de ustedes han hecho. Mis mejillas se sonrojarían al comentar los actos tenebrosos que practican habitualmente algunos de los impíos de este mundo. Ah, el último grado de la muerte, la última etapa de la corrupción, oh, cuán terrible. Pero el último grado del pecado, ¡es mucho más terrible! Algunos escritores parecen tener una aptitud para enlodarse en este charco lodoso y extraer esta arcilla fangosa. Yo confieso que no tengo ninguna aptitud. No podría describirles las concupiscencias y los vicios de un pecador empedernido. No puedo decirles cuál es el libertinaje, las lujurias degradantes, los diabólicos pecados bestiales que cometen los hombres impíos, cuando la muerte espiritual ha completado su obra perfecta en ellos, y el pecado se ha manifestado en toda su temible perversión. Es posible que haya algunos aquí presentes. Ellos no son cristianos. No son como la muchacha, que todavía era acariciada, ni siquiera como el joven, que era llevado en la procesión fúnebre: no, han llegado tan lejos que la gente decente los evita. Su propia esposa, cuando llegan a su casa, corre escaleras arriba para apartarse de su camino. Son despreciados. Alguien así es la ramera, a quien la gente le voltea la cara en la propia calle. Alguien así es el libertino, a quien le cedemos amplio espacio para no tocarlo. Él es un hombre que ha llegado demasiado lejos. La piedra ha cubierto su entrada. Nadie le llama respetable. Habita, tal vez, en una calle sucia en un barrio bajo. No sabe adónde ir. Aun cuando se encuentra en este lugar, siente que si su vecino supiera cuál es su culpa se apartaría de él, y permanecería lejos de él. Pues ha llegado a la última etapa. No da señales de vida. Está totalmente podrido. Y fíjense en esto: en el caso de la muchacha, el pecado estaba en el aposento, era secreto. En el siguiente caso, estaba en las calles, era público. Pero en este caso, es secreto de nuevo. Está en la tumba. Pues pueden observar que los hombres, cuando han avanzado sólo una parte del camino de la maldad, lo hacen abiertamente. Pero cuando se han entregado plenamente a ella, su concupiscencia se vuelve tan degradante que están obligados a hacerlo en secreto. Son puestos en la tumba, para que todo esté escondido. Su impudencia es tal que sólo puede ser perpetrada a la medianoche, un acto que sólo puede hacerse cuando le cubre la mortaja de las sorprendidas cortinas de la oscuridad.

¿Contamos aquí con algunas de esas personas? No puedo decir que contemos con muchas, pero todavía tenemos algunas. ¡Ah!, siendo visitado constantemente por penitentes, he tenido que sonrojarme a veces por esta ciudad de Londres. Hay comerciantes cuyo prestigio es elevado y notorio. Hay algunos que poseen distinguidas mansiones, que en la bolsa de valores gozan de buena reputación y son considerados honorables, y todo mundo trata con ellos y son bien recibidos por la sociedad. Pero, ¡ah!, hay algunos comerciantes de Londres que practican lujurias que son abominables. Yo tengo en mi iglesia y en mi congregación (y me atrevo a decir lo que los hombres se atreven a hacer), hay en mi congregación mujeres cuya ruina y destrucción ha sido obrada por algunos de los hombres más respetados en una sociedad respetable. Pocos se atreverían a hacer una intrépida afirmación como esa. Pero si ustedes hacen descaradamente esa cosa, yo debo comentarla. El embajador de Dios no debe lavarse la boca de antemano; él debe censurar valerosamente, de la misma manera que los hombres pecan descaradamente.

¡Ah!, hay algunas personas que despiden un terrible hedor para la nariz del Todopoderoso; hay algunos cuyo carácter es repugnante más allá de toda repugnancia. Deben ser ocultados en la tumba de la clandestinidad, pues los hombres quieren proscribirlos de la sociedad, y se encargarían de eliminarlos de la existencia si lo supiesen todo. Y sin embargo (y ahora viene una bendita mediación), sin embargo, este último caso puede ser salvado al igual que el primero, y con la misma facilidad. El hediondo Lázaro puede salir de su tumba, igual que la muchacha dormida puede levantarse de su cama. El último, el más corrompido, el más desesperadamente abominable, puede ser revivido todavía; puede integrarse a la exclamación: «Y él me dio vida a mí, cuando estaba muerto en mis delitos y pecados.» Confío en que ustedes entenderán lo que deseo transmitir: que la muerte es la misma en todos los casos, pero su manifestación es diferente, y que la vida debe proceder de Dios y de Dios únicamente.

II. Y ahora prosigo a otro punto: LA RESURRECCIÓN.

Todas estas tres personas fueron resucitadas, y todas ellas fueron resucitadas por el mismo ser: esto es, por Jesús. Pero todas ellas fueron resucitadas de una manera diferente. Noten, en primer lugar, a la joven muchacha en su cama. Cuando fue revivida, se nos informa: «Mas él, tomándola de la mano, clamó diciendo: Muchacha, levántate.» Era todavía un silbo apacible y delicado. Su corazón recibió otra vez su pulso, y ella vivió. Fue un delicado contacto de la mano (no una demostración abierta), y la voz apacible fue oída: «Levántate.»

Ahora, usualmente cuando Dios convierte a los jóvenes en la primera etapa del pecado, antes de que hayan formado malos hábitos, lo hace de una manera delicada; no por los terrores de la ley, la tempestad, el fuego y el humo, sino que lo hace como con Lidia, «y el Señor abrió el corazón de ella» para que estuviese atenta a la palabra. Sobre tales, «cae como el delicado rocío del cielo abajo en la tierra.» Con los pecadores endurecidos la gracia desciende en aguaceros que repiquetean sobre ellos; pero en jóvenes convertidos a menudo viene con delicadeza. Sólo se manifiesta el dulce aliento del Espíritu. Ellos tal vez difícilmente piensen que se trate de una conversión verdadera; pero lo es, si han recibido la vida.

Ahora analicen el siguiente caso. Cristo no hizo con el joven, lo mismo que había hecho con la hija de Jairo. No; lo primero que hizo, fue que puso Su mano, no sobre él, fíjense, sino sobre el féretro, «y los que lo llevaban se detuvieron.» Y después de eso, sin tocar al joven, dijo en una voz más alta: «¡Joven, a ti te digo, levántate!» Noten la diferencia: la nueva vida de la joven muchacha le fue dada secretamente. La vida del joven le fue dada más públicamente. El milagro fue realizado en una de las calles de la ciudad. La vida de la muchacha le fue dada delicadamente por un contacto; pero en el caso del joven debía hacerse, no por medio del contacto físico, sino tocando el féretro. Cristo quita al joven sus instrumentos de placer. Él ordena a sus compañeros, que por el mal ejemplo están llevándolo en su féretro a su tumba, que se detengan, y entonces hay una reforma parcial momentánea, y después de eso viene la poderosa voz de mando: «¡Joven, a ti te digo, levántate!»

Pero ahora viene el peor caso. Y, por favor, a su mejor conveniencia, cuando estén en casa, analicen cuáles preparaciones realizó Cristo para tratar el caso de Lázaro. Cuando resucitó a la muchacha, subió a la habitación, sonriendo, y diciendo: «No está muerta, sino que duerme.» Cuando resucitó al joven, le dijo a la madre: «No llores.» No fue así cuando vino al último caso. Había algo más terrible involucrado en ello: y era que un hombre se estaba descomponiendo en su tumba. Fue precisamente en esa ocasión que leemos: «Jesús lloró;» y después que hubo llorado se dice que «se estremeció en espíritu;» y luego dijo: «Quitad la piedra;» y luego vino la oración: «Yo sabía que siempre me oyes.» Y ustedes notarán que luego vino lo que no está expresado plenamente en ninguno de los otros casos. Está escrito, «Jesús clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!» No está escrito que Jesús haya clamado a gran voz a ninguno de los otros resucitados. Les habló; fue Su palabra la que salvó a todos ellos; pero en el caso de Lázaro, Él clamó a gran voz.

Ahora, tenemos tal vez aquí con nosotros a algunos de los últimos personajes: a los peores de los peores. ¡Ah, pecador, que el Señor te resucite! Pero es una obra que hace que el Salvador llore. Yo creo que cuando Él viene para llamar a algunos de ustedes para que salgan de su muerte en el pecado, para llamar a aquellos que han llegado a la máxima extremidad de culpa, viene llorando y suspirando por ustedes. Hay una piedra allí que hay que quitar: sus malos hábitos depravados; y cuando esa piedra es quitada, un silbo apacible y delicado no bastará; tiene que ser una voz potente y aplastante, como la voz del Señor, que quebranta los cedros del Líbano: «¡Lázaro, ven fuera!»

John Bunyan fue uno de esos seres en descomposición. ¡Cuán poderosos medios se utilizaron en su caso! Sueños terribles, convulsiones horrendas, pavorosas sacudidas a un lado y al otro. Todo tuvo que ser empleado para volverlo a la vida. Y sin embargo, algunos de ustedes piensan, cuando Dios los está aterrando con los truenos del Sinaí, que Él realmente no los ama. No es así: estaban tan muertos que se necesitaba de una voz potente para abrir sus oídos.

III. Este es un tema interesante: quisiera poder explayarme al respecto, pero mi voz me está fallando.

Por tanto, permítanme ir al tercer punto muy brevemente. LA EXPERIENCIA POSTERIOR DE ESTAS TRES PERSONAS FUE DIFERENTE. Al menos podemos entender esto basándonos en los mandamientos de Cristo. Tan pronto como la muchacha resucitó, Cristo dijo: «Denle de comer;» tan pronto como el joven resucitó «lo dio a su madre;» tan pronto como Lázaro vivió, Él dijo: «Desatadle, y dejadle ir.» Yo creo que hay algo en esto. Cuando los jóvenes que todavía no han adquirido malos hábitos son convertidos, cuando son salvados antes que se hubieran vuelto detestables a los ojos del mundo, la orden es: «Denle de comer.»

Los jóvenes necesitan instrucción. Necesitan edificación en la fe. Generalmente carecen de conocimiento. No tienen la profunda experiencia del hombre mayor. No saben tanto acerca del pecado, ni tampoco saben mucho acerca de la salvación, como lo sabe el hombre mayor que ha sido un pecador culpable. Necesitan ser alimentados. Así que nuestro oficio como ministros, cuando recibimos a las jóvenes ovejas, es recordar el mandato: «Apacienta mis corderos.» Cuídalos. Dales mucho alimento. Los jóvenes buscan a un ministro que instruya. Buscan libros instructivos. Escudriñan las Escrituras, y buscan ser instruidos. Ese es su principal oficio. «Denle de comer.»

El siguiente caso fue diferente. Entregó al joven a su madre. ¡Ah!, eso es exactamente lo que hará contigo, joven, si te da la vida. En el momento en que seas convertido, te entregará otra vez a tu madre. Tú estabas con ella cuando te sentaste en su regazo cuando eras un bebé. Y allí es donde deberás ir otra vez. Oh, sí; la gracia teje otra vez los lazos que desató el pecado. En el momento en que un joven se vuelve abandonado, desecha la tierna influencia de una hermana y las cálidas relaciones de una madre: pero si es convertido, una de las primeras cosas que hará será buscar a la madre, y a la hermana, y descubrirá un encanto en su compañía que no había conocido antes. Ustedes que se han entregado al pecado, que esta sea su ocupación, si Dios los ha salvado. Busquen buenas compañías. Así como Cristo entregó al joven a su madre, busquen a su madre, la iglesia. Esfuércense en la medida de lo posible, para que sean encontrados en la compañía de los justos, pues, así como eran llevados antes a su tumba por malos compañeros, necesitan ser conducidos al cielo por buenos compañeros.

Y luego sigue el caso de Lázaro. «Desatadle, y dejadle ir.» No sé por qué Lázaro no fue desatado nunca. He estado revisando todos los libros que tengo acerca de las prácticas y costumbres del Oriente, y no he podido encontrar la clave para entender la diferencia entre el joven y Lázaro. El joven, tan pronto como Cristo habló, «se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar.» Pero Lázaro, con sus vendas, acostado en el nicho de su tumba, no podía hacer otra cosa que arrastrarse fuera del hueco que fue abierto en la pared, para luego recostarse contra él. No podía hablar. Su rostro estaba envuelto en un sudario. ¿Por qué no sucedió lo mismo con el joven? Yo estoy inclinado a pensar que la diferencia radica en sus respectivas riquezas. El joven era el hijo de una viuda. Muy probablemente estaba envuelto únicamente en unas ropas comunes, y no estaba vendado ajustadamente como Lázaro. Lázaro pertenecía a una familia rica. Muy probablemente lo vendaron con mayor cuidado. Si fue así, o no, yo no lo sé. Lo que quiero sugerir es esto: cuando un hombre se ha adentrado grandemente en el pecado, Cristo hace esto con él: corta sus malos hábitos. Muy probablemente la experiencia del viejo pecador no será la experiencia de alimentarse. No será la experiencia de caminar con los santos. Lo más que podrá hacer será quitarse sus vendas, deshacerse de sus viejos hábitos. Tal vez hasta su muerte tendrá que estar rasgando, pedazo tras pedazo, la mortaja encerada en la que ha estado envuelto. Allí está su borrachera. ¡Oh, qué lucha tendrá con ella! Allí está su concupiscencia. ¡Qué combate tendrá contra ella, por muchos meses! Allí está su hábito de blasfemar. ¡Cuán a menudo vendrá un juramente a su boca, y tendrá un trabajo muy duro para volvérselo a tragar! Allí está su búsqueda de placeres: ya ha renunciado a ella. Pero cuán a menudo lo buscarán sus compañeros para convencerlo que vaya con ellos. Su vida en lo sucesivo siempre será un desatar y un dejar ir. Pues lo necesitará hasta que suba para estar con Dios por toda la eternidad.

Y ahora, queridos amigos, debo concluir haciéndoles esta pregunta: ¿han sido resucitados? Debo advertirles que, buenos, malos o indiferentes, si no han sido revividos, están muertos en el pecado, y serán echados fuera al final. Debo pedirles, sin embargo, a quienes se han adentrado más profundamente en el pecado, que no desesperen. Cristo puede darles la vida como nadie puede. ¡Oh, que les diera vida, y los condujera a creer! ¡Oh, que clamara ahora a gran voz a algunos: «¡Lázaro, ven fuera!» y convirtiera a algunas rameras en mujeres virtuosas, y algunos borrachos en hombres sobrios. ¡Oh, que bendijera la palabra, especialmente para los jóvenes y los afables y los bondadosos, convirtiéndolos ahora en herederos de Dios y en hijos de Cristo!

Y ahora sólo tengo que decir algo a aquellos que han sido resucitados. Y luego les diré adiós el día de hoy, y ¡que Dios les bendiga! Mis queridos amigos, ustedes que han sido resucitados, permítanme aconsejarles que se cuiden del demonio. Con toda seguridad los perseguirá. Mantengan sus mentes siempre ocupadas, y así escaparán de él. Oh, estén conscientes de sus artimañas. «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida.» El Señor les bendiga, por amor de Jesús.