Reflexionando el otro día acerca del triste estado de las iglesias en nuestro tiempo, fui conducido a mirar en retrospectiva a los tiempos apostólicos, y a considerar en qué difiere la predicación de estos días, de la predicación de los apóstoles. Noté la vasta diferencia en su estilo en relación a la oratoria formal y determinada de la época presente. Observé que los apóstoles no tomaban un texto cuando predicaban, ni se reducían a un solo tema, y mucho menos a algún lugar de adoración, y más bien descubro que se paraban en cualquier lugar y declaraban desde la plenitud de su corazón, lo que sabían de Jesucristo. Pero la principal diferencia que observé radicaba en los temas de su predicación. Me sorprendí cuando descubrí que el elemento principal de la predicación de los apóstoles era la resurrección de los muertos. Encontré que yo había estado predicando la doctrina de la gracia de Dios, que había estado sosteniendo la elección libre, que había estado conduciendo al pueblo de Dios de la mejor manera que podía a las profundas cosas de Su palabra; pero me sorprendí al descubrir que no había estado copiando la manera apostólica ni siquiera a la mitad de lo que hubiera podido hacerlo.
Los apóstoles, cuando predicaban, siempre daban testimonio de la resurrección de Jesús, y la consecuente resurrección de los muertos. Parecería que el Alfa y la Omega de su evangelio fue el testimonio que Jesucristo murió y resucitó otra vez de los muertos de acuerdo a las Escrituras. Cuando eligieron a otro apóstol en el lugar de Judas, que se convirtió en un apóstata (Hechos 1: 22), dijeron: «Uno sea hecho testigo con nosotros, de su resurrección»; de tal forma que la esencia del oficio de un apóstol era ser un testigo de la resurrección.
Y cumplieron muy bien su oficio. Cuando Pedro se presentó ante la multitud, declaró que: «David habló de la resurrección de Cristo». Cuando Pedro y Juan fueron llevados ante el concilio, la mayor causa de su arresto fue que los gobernantes estaba resentidos «de que enseñasen al pueblo, y anunciasen en Jesús la resurrección de entre los muertos» (Hechos 4: 2). Cuando fueron puestos en libertad después de haber sido examinados, se nos dice que: «Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre ellos» (Hechos 4: 33). Fue esto lo que motivó la curiosidad de los atenienses cuando Pablo predicó en medio de ellos: «Parece que es predicador de nuevos dioses; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección.» Y esto provocó la risa de los areopagitas, pues cuando habló de la resurrección de los muertos, «unos se burlaban, y otros decían: Ya te oiremos acerca de esto otra vez.» En verdad dijo Pablo, cuando compareció ante el concilio de los fariseos y los saduceos: «Acerca de la resurrección de los muertos soy juzgado hoy por vosotros.» Y es igualmente cierto que constantemente aseveraba: «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe… aún estáis en vuestros pecados.»
La resurrección de Jesús y la resurrección de los justos son una doctrina en la que creemos nosotros, pero que raramente predicamos o nos interesamos en leer. Aunque he buscado en varias librerías un libro especialmente relacionado con el tema de la resurrección, todavía no he podido comprar ningún libro de ningún tipo relacionado con el tema; y cuando busqué en las obras del doctor Owen, que constituyen una mina inapreciable del conocimiento divino, y que contienen mucho que es valioso casi sobre cualquier tema, escasamente pude encontrar, incluso allí, más que una ligera mención de la resurrección. Ha sido clasificada como una verdad bien conocida, y, por tanto, no ha sido discutida nunca. No han surgido herejías relacionadas con ella; casi habría sido una misericordia si hubiesen surgido, pues siempre que una verdad es disputada por los herejes, los ortodoxos luchan denodadamente por ella, y el púlpito resuena con ella cada día.
Sin embargo, estoy persuadido de que hay mucho poder en esta doctrina; y si la predico esta mañana, verán que Dios reconocerá la predicación apostólica, y habrá conversiones. Pretendo ponerla a prueba ahora, para ver si no hubiera algo que no podemos percibir en el presente en la resurrección de los muertos, que sea capaz de mover los corazones de los hombres y llevarlos a sujetarse al Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Hay muy pocos cristianos que creen en la resurrección de los muertos. Podrían asombrarse al escuchar eso, pero no me sorprendería si descubriera que tú mismo albergas dudas con respecto a ese tema. Por la resurrección de los muertos se quiere expresar algo muy diferente de la inmortalidad del alma que cada cristiano cree, y en eso está a nivel con el pagano, que cree también en ella. La luz de la naturaleza es suficiente para decirnos que el alma es inmortal, así que el infiel que lo duda, es un necio peor que un pagano, pues éste, antes que la Revelación fuera dada, lo había descubierto: hay débiles vislumbres en los hombres de razón que enseñan que el alma es una cosa tan maravillosa que ha de perdurar para siempre.
Pero la resurrección de los muertos es una doctrina bastante diferente, que trata, no con el alma, sino con el cuerpo. La doctrina consiste en que este cuerpo material en el que existo ahora ha de vivir con mi alma; que no sólo es la «chispa vital de la llama celestial» la que ha de arder en el cielo, sino el propio incensario en el que el incienso de mi vida humea, es santo para el Señor y ha de ser preservado para siempre.
El espíritu, todo el mundo lo confiesa, es eterno; pero ¡cuántos hay que niegan que los cuerpos de los hombres se levantarán efectivamente de sus tumbas en el gran día! Muchos de ustedes creen que tendrán un cuerpo en el cielo, pero creen que será un fantasmal cuerpo etéreo, en lugar de creer que será un cuerpo semejante a este: carne y sangre (aunque no el mismo tipo de carne, pues no toda carne es la misma carne), un cuerpo sustancial, sólido, tal como el que tenemos aquí.
Y hay un grupo todavía menor de personas entre ustedes que creen que los impíos tendrán cuerpos en el infierno; pues está ganando terreno por doquier la convicción de que no habrá tormentos positivos para los condenados que afecten sus cuerpos, sino que habrá de ser un fuego metafórico, un azufre metafórico, unas cadenas metafóricas y una tortura metafórica.
Pero si fueran cristianos como profesan serlo, creerían que cada hombre mortal que haya existido jamás no solamente vivirá por la inmortalidad de su alma, sino que su cuerpo vivirá otra vez, que la propia carne en la que camina ahora en la tierra es tan eterna como el alma, y existirá eternamente. Esa es la peculiar doctrina del cristianismo.
Los paganos no adivinaron ni imaginaron nunca tal cosa, y, por ello, cuando Pablo habló de la resurrección de los muertos, «unos se burlaban», lo que demuestra que entendían que hablaba de la resurrección del cuerpo, pues no se habrían burlado si sólo hubiera hablado de la inmortalidad del alma, pues eso ya había sido proclamado por Platón y Sócrates, y había sido recibido con reverencia.
Ahora estamos a punto de predicar que habrá una resurrección de los muertos, tanto de los justos como de los injustos. Vamos a considerar primero la resurrección de los justos; y, en segundo lugar, la resurrección de los injustos.
I. Habrá UNA RESURRECCIÓN DE LOS JUSTOS.
La primera prueba que ofreceré de esto, es que ha sido la constante e invariable verdad de los santos desde los primeros períodos del tiempo. Abraham creía en la resurrección de los muertos, pues se dice en la Epístola a los Hebreos, en el capítulo 11, y en el versículo 19, que «pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir.» No albergo ninguna duda de que José creía en la resurrección, pues dio instrucciones concernientes a sus huesos; y seguramente no habría sido tan cuidadoso de su cuerpo, si no hubiera creído que habría de ser resucitado de los muertos. El patriarca Job era un firme creyente en la resurrección, pues comentó en el texto que es citado repetidamente (Job 19: 25, 26): «Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios.» David creía en la resurrección más allá de cualquier sombra de duda, pues cantó de Cristo: «Porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción.» Daniel creyó en ella, pues dijo que: «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua.» Las almas no duermen en el polvo; los cuerpos sí.
Les hará bien acudir a uno o dos pasajes para ver qué pensaban estos santos hombres. Por ejemplo, en Isaías, en 26: 19, se lee: «Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo!, porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos.» No ofreceremos ninguna explicación. El texto es positivo y seguro.
Dejemos que hable otro profeta: Oseas, en el capítulo 6 y versículos 1 y 2: «Venid y volvamos a Jehová; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará. Nos dará vida después de dos días; en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de él.» Aunque esto no declara la resurrección, la usa como una figura que no sería útil si no fuera considerada como una verdad establecida. Pablo también declara en Hebreos 11: 35, que esa fue la fe constante de los mártires, pues dice: «Otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección.»
Todos esos hombres y mujeres santos que, durante el tiempo de los Macabeos, se mantuvieron firmes por su fe, y soportaron el fuego y la espada e inenarrables torturas, creyeron en la resurrección, y esa resurrección los estimulaba para entregar sus cuerpos a las llamas, sin que les importara ni siquiera la muerte, sino que creían que después alcanzarían una bendita resurrección.
Pero nuestro Señor trajo la resurrección a la luz de la manera más excelente, pues explícita y frecuentemente la declaró. «No os maravilléis de esto»; -dijo- «porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz.» «Viene la hora cuando llamará a los muertos a juicio, y estarán delante de su trono.» En verdad, en toda Su predicación hubo un flujo continuo de una creencia firme, y de una positiva declaración pública de la resurrección de los muertos. No los abrumaré con pasajes de los escritos de los apóstoles: ellos abundan en el tema. De hecho, la Santa Escritura está tan llena de esta doctrina que me sorprende, hermanos, que nos hubiéramos apartado tan pronto de la firmeza de nuestra fe, y que se llegara a creer en muchas iglesias que los cuerpos materiales de los santos no vivirán otra vez, y especialmente que los cuerpos de los impíos no tendrán una existencia futura. Nosotros sostenemos según nuestro texto, que «ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos.»
Una segunda prueba, pensamos, la encontramos en la transposición de Enoc y Elías al cielo. Leemos de dos hombres que fueron al cielo en sus cuerpos. «Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios»; y Elías fue transportado al cielo en un carro de fuego. Ninguno de estos hombres dejó sus cenizas en el sepulcro: ninguno dejó su cuerpo para que fuera consumido por el gusano, y ambos ascendieron a lo alto en sus cuerpos mortales (sin duda cambiados y glorificados). Ahora, esos dos individuos fueron la garantía de que todos hemos de resucitar de la misma manera. ¿Sería verosímil que dos espíritus relumbrantes estuvieran en el cielo vestidos de carne, mientras que el resto de nosotros estuviéramos desvestidos? ¿Sería algo razonable que Enoc y Elías fueran los únicos santos que tuvieran sus cuerpos en el cielo, y que nosotros estuviéramos allí únicamente en nuestras almas, ¡pobres almas!, anhelando contar otra vez con nuestros cuerpos?
No; nuestra fe nos dice que habiendo ido estos dos hombres al cielo con seguridad, como lo expresa John Bunyan, por un puente que nadie más pisó, gracias al cual no se vieron en la necesidad de vadear el río, nosotros seremos alzados de las aguas, y nuestra carne no morará para siempre en la corrupción.
Hay un notable pasaje en Judas, en el que se habla de que cuando el arcángel Miguel contendía con el diablo por el cuerpo de Moisés, no se atrevió a proferir «juicio de maldición». Ahora, esto se refiere a la gran doctrina de que los ángeles vigilan los huesos de los santos. Ciertamente nos informa que el cuerpo de Moisés era vigilado por un grandioso arcángel; el diablo pensaba turbar ese cuerpo, pero Miguel contendía con él por esa causa. Ahora, ¿habría una contención acerca de ese cuerpo si no hubiese sido de ningún valor? ¿Contendería Miguel por aquello que habría de servir únicamente de alimento de los gusanos? ¿Lucharía con el enemigo por aquello que habría de ser esparcido a los cuatro vientos del cielo, para no ser reunido nunca en una armazón más buena y nueva? No; seguramente que no.
De esto aprendemos que un ángel vigila sobre cada tumba. No es una ficción cuando esculpimos sobre el mármol los querubes con sus alas. Hay querubes con alas extendidas sobre las lápidas sepulcrales de todos los justos; ay, y donde «los rústicos antepasados de aldea duermen», en algún rincón recubierto de ortigas, allí está un ángel noche y día para vigilar cada hueso y proteger cada átomo, para que en la resurrección esos cuerpos, con más gloria de la que tuvieron en la tierra, puedan levantarse para morar por siempre con el Señor. La custodia de los cuerpos de los santos, por parte de los ángeles, demuestra que resucitarán otra vez de los muertos.
Pero, además, las resurrecciones que ya han tenido lugar nos dan esperanza y confianza de que habrá una resurrección de todos los santos. ¿No recuerdan que está escrito que cuando Jesús resucitó de los muertos, muchos de los santos que estaban en sus sepulcros resucitaron, y vinieron a la ciudad, y aparecieron a muchos? ¿No han oído que Lázaro, aunque había estado muerto tres días, salió del sepulcro a la palabra de Jesús? ¿No han leído nunca cómo la hija de Jairo despertó del sueño de la muerte cuando Él dijo: «Talita cumi»? ¿No le han visto nunca a las puertas de Naín, ordenando que el hijo de la viuda se levante del féretro? ¿Han olvidado que Dorcas, que hacía vestidos para los pobres, se sentó y vio a Pedro después de haber estado muerta? ¿Y no recuerdan a Eutico que cayó del tercer piso abajo, y fue levantado muerto, pero, ante la oración de Pablo, fue resucitado de nuevo? O, ¿no vuela su imaginación al tiempo cuando el encanecido Elías se tendió sobre el niño muerto, y el niño respiró, y estornudó siete veces, y su alma volvió a él? O, ¿no han leído que cuando enterraron a un hombre, tan pronto como tocó los huesos del profeta, revivió, y se levantó sobre sus pies? Estas son prendas de la resurrección; unos cuantos especímenes, unas cuantas joyas ocasionales que son arrojadas en el mundo para decirnos cuán llena de joyas de la resurrección está la mano de Dios. Él nos ha dado pruebas de que es capaz de resucitar a los muertos por la resurrección de unos cuantos que después fueron vistos en la tierra por testigos infalibles.
Pero ahora debemos dejar estas cosas y debemos referirlos al Espíritu Santo a modo de confirmación de la doctrina de que los cuerpos de los santos resucitarán de nuevo. El capítulo en el que encontrarán una gran prueba está en la Primera Epístola a los Corintios, 6: 13: «Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo.» El cuerpo, entonces, es del Señor. Cristo murió, no solamente para salvar mi alma, sino para salvar mi cuerpo. Se afirma que Él «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido».
Cuando Adán pecó perdió su cuerpo, y perdió también su alma; era un hombre perdido, perdido por completo. Y cuando Cristo vino para salvar a Su pueblo, vino para salvar sus cuerpos y sus almas. «Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor.» ¿Acaso es este cuerpo para el Señor, y sin embargo será devorado por la muerte? ¿Acaso es este cuerpo para el Señor, y los vientos esparcirán muy lejos sus partículas donde nunca encontrarán a sus congéneres? ¡No!, el cuerpo es para el Señor, y el Señor lo tendrá. «Y Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará con su poder.»
Ahora miren el verso siguiente: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» No únicamente el alma es una parte de Cristo, unida a Cristo, sino el cuerpo lo es también. Estas manos, estos pies, estos ojos, son miembros de Cristo, si soy un hijo de Dios. Soy uno con Él, no únicamente en cuanto a mi mente, sino uno con Él en cuanto a este cuerpo físico. El propio cuerpo es tomado en unión. La cadena de oro que ata a Cristo a Su pueblo se extiende alrededor del cuerpo y del alma también. ¿Acaso no dijo el apóstol: «Los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia»? Efesios 5: 31, 32. «Los dos serán una sola carne»; y el pueblo de Cristo no sólo es uno con Él en espíritu sino que son «una sola carne» también. La carne del hombre está unida con la carne del Dios-hombre; y nuestros cuerpos son miembros de Jesucristo. Bien, mientras viva la cabeza, el cuerpo no puede morir; y mientras Jesús viva, los miembros no pueden perecer.
Además, el apóstol dice, en el versículo 19: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio.» Dice que este cuerpo es el templo del Espíritu Santo; y cuando el Espíritu Santo mora en un cuerpo, no sólo lo santifica, sino que lo vuelve eterno. El templo del Espíritu Santo es tan eterno como el Espíritu Santo. Se pueden demoler otros templos y sus dioses también, pero el Espíritu Santo no puede morir, ni «puede perecer Su templo». ¿Acaso este cuerpo que ha contenido una vez al Espíritu Santo será pasto de gusanos siempre? ¿No será visto más, sino que será como los huesos secos del valle? No; los huesos secos vivirán, y el templo del Espíritu Santo será edificado otra vez. Aunque las piernas -los pilares- de ese templo caigan, aunque los ojos -sus ventanas- se oscurezcan, y aquellos que ven a través de ellos no vean más, sin embargo, Dios reconstruirá este tejido, alumbrará otra vez los ojos, y restaurará sus pilares y renovará su belleza, sí, «cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad.»
Pero el argumento fundamental con el que concluimos nuestra prueba es que Cristo resucitó de los muertos, y, en verdad, Su pueblo lo hará también. El capítulo que leímos al comienzo del servicio es prueba de una demostración de que si Cristo resucitó de los muertos, todo Su pueblo ha de resucitar; que si no hay resurrección, entonces Cristo no ha resucitado. Pero no me quedaré considerando esta prueba por mucho tiempo, pues yo sé que todos ustedes sienten su poder, y no hay necesidad de que yo la exponga claramente.
Como Cristo resucitó en realidad de los muertos: carne y sangre, así será para nosotros. Cristo no era un espíritu cuando resucitó de los muertos; Su cuerpo podía ser tocado. ¿Acaso no puso Tomás su mano en Su costado? ¿Y no le dijo Cristo: «Palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.» Y si hemos de resucitar como resucitó Cristo -y eso es lo que se nos enseña- entonces resucitaremos en nuestros cuerpos, no como espíritus, no como excelentes cosas etéreas, hechos de no sé que, de alguna sustancia sumamente elástica y refinada, sino que «como el Señor nuestro Salvador resucitó, así todos sus seguidores han de resucitar».
Resucitaremos en nuestra carne, aunque «no toda carne es la misma carne»; resucitaremos en nuestros cuerpos, aunque no todos los cuerpos son los mismos cuerpos; y resucitaremos en gloria, aunque no todas las glorias son las mismas glorias. «Una carne es la de los hombres, otra carne es la de las bestias»; y hay una carne de este cuerpo, y otra carne del cuerpo celestial. Hay aquí un cuerpo para el alma, y otro cuerpo para el espíritu allá arriba; y, sin embargo, será el mismo cuerpo que resucitará de nuevo del sepulcro: el mismo, digo, en identidad, aunque no en gloria o en adaptación.
Llego ahora a algunos pensamientos prácticos derivados de esta doctrina, antes de pasar a otras consideraciones.
Hermanos míos, qué pensamientos de consuelo hay en esta doctrina, que afirma que los muertos resucitarán de nuevo. Algunos de nosotros hemos estado parados junto a la tumba esta semana; y uno de nuestros hermanos, que sirvió largamente a su Señor en nuestro medio, fue colocado en la tumba. Él fue un hombre valiente por la verdad, infatigable en la labor, abnegado en el deber, y siempre preparado a seguir a su Señor (se trata del señor Turner, de la escuela Lamb and Flag), y en la máxima medida de su capacidad, fue servicial para la iglesia. Ahora, allí se vieron algunas lágrimas derramadas: ¿saben a qué se debían? No hubo una sola lágrima solitaria que haya sido derramada por su alma. No tuvimos que recurrir a la doctrina de la inmortalidad del alma para que nos diera consuelo, pues la conocíamos bien, estábamos perfectamente seguros de que había ascendido al cielo. El servicio funerario acostumbrado en la Iglesia de Inglaterra no nos ofrece ningún consuelo relativo al alma del creyente que ha partido, y eso es sabio de su parte, puesto que está en la bienaventuranza, sino que nos alienta recordándonos la resurrección prometida para el cuerpo; y cuando hablo en relación a los muertos, no es para dar consuelo en cuanto al alma, sino en cuanto al cuerpo. Y esta doctrina de la resurrección tiene consuelo para los deudos en relación a la mortalidad enterrada. Ustedes no lloran porque su padre, hermano, esposa, esposo, haya ascendido al cielo: serían crueles si lloraran por eso. Ninguno de ustedes llora porque su amada madre esté delante del trono, sino lloran porque su cuerpo está en la tumba, porque esos ojos ya no pueden sonreírles, porque esas manos no pueden acariciarles, porque esos dulces labios no pueden pronunciar melodiosas notas de afecto. Lloran porque el cuerpo está frío, y muerto, semejante al barro. Ustedes no lloran por el alma.
Pero yo tengo un consuelo para ustedes. Ese mismo cuerpo resucitará de nuevo; ese ojo destellará con fuerza de nuevo; esa mano será extendida con afecto una vez más. Créanme, no les estoy diciendo ninguna ficción. Esa misma mano, esa mano real, esos brazos fríos, semejantes al barro, que cuelgan por el costado y se caen al ser levantados por ustedes, sostendrán un arpa un día; y esos pobres dedos, ahora helados y tiesos, serán agitados a lo largo de las cuerdas vivas de las arpas de oro en el cielo. Sí, ustedes verán ese cuerpo una vez más.
«Sus pecados innatos requieren
Que su carne vea el polvo,
Pero así como el Señor su Salvador resucitó,
Así han de hacerlo Sus seguidores.»
¿No secará eso sus lágrimas? «No está muerto, sino que duerme.» No está perdido, sino que es «semilla sembrada para que madure para la cosecha.» Su cuerpo está descansando por poco tiempo, bañándose en especias, para que sea apto para los abrazos de su Señor.
Y aquí hay consuelo para ustedes también, para ustedes, pobres sufrientes, que sufren en sus cuerpos. Algunos de ustedes son casi mártires que experimentan dolores de un tipo o de otro: lumbago, gota, reumatismos, y todo tipo de tristes situaciones de las que la carne es heredera. Escasamente transcurre un día sin que sean atormentados con un sufrimiento de algún tipo u otro; y si no fueran lo suficientemente necios para estar autorecetándose siempre, podrían tener a cada rato al doctor de visita en su casa.
Aquí hay consuelo para ustedes. Ese pobre cuerpo suyo destartalado vivirá otra vez sin sus dolores, sin sus agonías; ese pobre andamio trémulo recibirá el reembolso de todo lo que ha sufrido. ¡Ah!, pobre esclavo negro, cada cicatriz sobre tu espalda tendrá una franja de honor en el cielo. ¡Ah!, pobre mártir, la crepitación de tus huesos en el fuego te ganará algunos sonetos en la gloria; todos tus sufrimientos serán bien pagados por la felicidad que experimentarás allá. No temas sufrir en el cuerpo, porque tu cuerpo participará un día de tus deleites. Cada nervio se estremecerá de gozo, cada músculo se moverá por la bienaventuranza; tus ojos destellarán con el fuego de la eternidad; tu corazón palpitará y pulsará con bienaventuranza inmortal; tu estructura será el canal de beatitud; el cuerpo que es con frecuencia ahora una copa de ajenjo, será un recipiente de miel; este cuerpo que es a menudo un panal del cual destila hiel, será un panal de bienaventuranza para ti. Reciban consuelo, entonces, ustedes que sufren, que languidecen desfallecidos en el lecho: no tengan miedo, pues sus cuerpos vivirán.
Pero quiero extraer del texto una palabra de instrucción en relación a la doctrina del reconocimiento. Muchos se preguntan perplejos si conocerán a sus amigos en el cielo. Bien, ahora, si los cuerpos han de resucitar de los muertos, no veo razón alguna para que no los reconozcamos. Creo que conoceré a algunos de mis hermanos, incluso por sus espíritus, pues conozco muy bien su carácter, habiendo hablado con ellos de las cosas de Jesús, y conociendo muy bien las partes más prominentes de su carácter.
Pero veré también sus cuerpos. Siempre consideré como un golpe contundente, la respuesta a la pregunta que hizo al viejo John Ryland su esposa. ¿»Piensas», -preguntó- «que me conocerás en el cielo»? «Vamos» -le respondió- «te conozco aquí; y, ¿crees que seré más insensato en el cielo de lo que soy en la tierra?» La pregunta está fuera de toda disputa. Hemos de vivir en el cielo con cuerpos, y eso decide el asunto. Nos vamos a conocer los unos a los otros en el cielo; pueden tomar eso como un hecho positivo, y no como una simple fantasía.
Pero ahora tendremos una palabra de advertencia, y entonces habré concluido con esta parte de mi tema. Si sus cuerpos han de morar en el cielo, les suplico que los cuiden. No me refiero a que tengan cuidado con lo que comen y beben, y con lo que se han de vestir, sino que me refiero a que tengan cuidado de que sus cuerpos no sean contaminados por el pecado. Si esta garganta ha de gorjear para siempre los cánticos de gloria, no permitan que palabras de impudencia la ensucien. Si estos ojos han de ver al rey en su hermosura, entonces esta ha de ser su oración: «Aparta mis ojos, que no vean la vanidad». Si estas manos han de sostener una rama de palma, oh, entonces nunca han de recibir un soborno, nunca han de buscar el mal. Si estos pies han de caminar por las calles de oro, entonces no han ser ligeros tras la maldad. Si esta lengua ha de hablar por siempre de todo lo que Él dijo e hizo, ¡ah!, entonces no ha de expresar cosas ligeras y frívolas. Y si este corazón ha de palpitar para siempre con bienaventuranza, les suplico que no se lo entreguen a extraños; tampoco le permitan extraviarse tras el mal. Si este cuerpo ha de vivir para siempre, qué cuidado hemos de darle, pues nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, y son miembros del Señor Jesús.
Ahora, ¿creerán en esta doctrina o no? Si no creen, están excomulgados de la fe. Esta es la fe del Evangelio; y si no creen en ella, todavía no han recibido el Evangelio. «Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados.» Los muertos en Cristo van a resucitar, y resucitarán primero.
II. Pero ahora llegamos a LA RESURRECCIÓN DE LOS IMPÍOS.
¿Resucitarán los impíos también? Aquí tenemos un punto de controversia. Ahora tendré que decir algunas cosas duras: podría detenerlos un poco, pero les ruego que me escuchen con atención. Sí, los impíos resucitarán.
La primera prueba nos es proporcionada en la segunda Epístola a los Corintios, 5: 10: «Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.» Ahora, puesto que todos hemos de comparecer, los impíos han de comparecer, y recibirán según lo que hayan hecho en el cuerpo. Como el cuerpo peca, es natural que el cuerpo sea castigado. Sería injusto castigar el alma y no el cuerpo, pues el cuerpo ha estado tan involucrado con el pecado como lo ha estado el alma en todo momento.
Pero doquiera que voy ahora oigo que se afirma: «Los ministros en tiempos antiguos eran proclives a decir que había fuego en el infierno para nuestros cuerpos, pero no es así; es un fuego metafórico, un fuego imaginario.» ¡Ah!, no es así. Recibirán las cosas hechas en su cuerpo. Aunque sus almas habrán de ser castigadas, sus cuerpos serán castigados también. Ustedes que son sensuales y diabólicos, no se preocupan de que sus almas sean castigadas, porque nunca piensan acerca de sus almas, pero si yo les hablo de un castigo corporal, pensarán mucho más en él. Cristo ha dicho que el alma será castigada, pero describió con mayor frecuencia al cuerpo en aflicción para impresionar a Sus oyentes, pues sabía que eran sensuales y diabólicos, y que nada que no afectara el cuerpo los tocaría en lo más mínimo. «Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.»
Pero este no es el único texto que demuestra la doctrina, y les daré uno que es mejor: Mateo 5: 9: «Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.» No dice: «que toda tu alma», sino «todo tu cuerpo.» Amigo, esto no dice que tu alma estará en el infierno -eso es afirmado muchas veces- sino que declara positivamente que tu cuerpo estará. Ese mismo cuerpo que ahora está parado en el pasillo, o sentado en la banca, si llegaras a morir sin Cristo, arderá por siempre en las llamas del infierno. No es una fantasía del hombre, sino una verdad que tu carne material y tu sangre, y esos propios huesos sufrirán: «todo tu cuerpo sea echado en el infierno.»
Pero por si una prueba no te satisface, escucha otra extraída del mismo Evangelio, capítulo 10: 28: «No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. El infierno será un lugar para cuerpos así como para almas. Tal como he observado, siempre que Cristo habla del infierno y del estado perdido de los impíos, habla en todo momento de sus cuerpos; escasamente le encuentran diciendo algo acerca de sus almas. Él dice: «Donde el gusano de ellos no muere», que es una figura de un sufrimiento físico: el gusano que tortura por siempre lo íntimo del corazón, como un cáncer dentro de la propia alma.
Él habla del «fuego que no puede ser apagado.» Ahora, no comiencen a decirme que se trata de un fuego metafórico: ¿a quién le importa eso? Si un hombre me amenazara con darme un golpe metafórico en la cabeza, poco me preocuparía al respecto; seria bienvenido para que me diera los golpes que quisiera. ¿Y qué dicen los impíos? «A nosotros no nos importan los fuegos metafóricos.» Pero, amigo, son reales, sí, tan reales como tú mismo. Hay un fuego real en el infierno, tan ciertamente como ahora tienes un cuerpo real, hay un fuego exactamente igual en todo al que tenemos en la tierra, excepto en esto: que no consumirá, aunque te torturará.
Tú has visto al asbesto cuando está al rojo vivo dentro del fuego, pero cuando lo sacas, no se ha consumido. De igual manera tu cuerpo será preparado por Dios de tal manera que arderá para siempre sin ser consumido; estará metido, no como tú consideras, en un fuego metafórico, sino en una llama real. ¿Tenía en mente nuestro Salvador una ficción cuando dijo que arrojaría cuerpo y alma en el infierno? ¿Para qué habría un abismo si no hubiese cuerpos? ¿Por qué el fuego, por qué las cadenas, si no fueran a estar los cuerpos allí? ¿Puede tocar el fuego al alma? ¿Pueden encerrar el abismo a los espíritus? ¿Pueden las cadenas atar a las almas? No; el abismo y el fuego y las cadenas son para los cuerpos, y los cuerpos estarán allí. Tú dormirás en el polvo por poco tiempo.
Cuando mueras, tu alma será atormentada sola, -eso será un infierno para ella- pero en el día del juicio tu cuerpo se unirá a tu alma, y entonces tendrás infiernos gemelos, cuerpo y alma estarán juntas, ambos repletos de dolor hasta el borde, tu alma sudando gotas de sangre por los poros más íntimos y tu cuerpo cubierto de agonía de la cabeza a los pies; conciencia, juicio, memoria, todos siendo torturados, pero más aún: tu cabeza siendo atormentada por dolores desgarradores, tus ojos saltando de sus cuencas con cuadros de sangre y dolor; tus oídos siendo atormentados con
«Tétricos gemidos y quejidos profundos.
Y alaridos de torturados espíritus.»
Tu corazón palpitará precipitadamente por la fiebre; tu pulso se agitará en agonía a una enorme velocidad; tus miembros crujirán en el fuego como los de los mártires, pero no arderán; tú mismo, colocado en un recipiente de aceite hirviente, estarás dolorido, pero permanecerás siendo indestructible; todas tus venas se convertirán en una senda que será recorrida por los pies ardientes del dolor; cada nervio será una cuerda sobre la cual el diablo tocará por siempre su diabólica melodía del ‘Lamento Inenarrable del Infierno’; tu alma se dolerá eternamente y para siempre, y tu cuerpo palpitará al unísono con tu alma.
¡Ficciones, señor! De nuevo lo digo: no son ficciones, y vive Dios que se trata de una verdad sólida y severa. Si Dios es veraz, y esta Biblia es verdadera, lo que he dicho es la verdad, y descubrirán algún día que así es.
Pero ahora debo tener un pequeño razonamiento con los impíos sobre uno o dos puntos. Primero, razonaré con aquellos de ustedes que están muy orgullosos de sus atractivos cuerpos, y que se arreglan con excelentes ornamentos, y se tornan gloriosos en sus ropajes. Hay algunos de ustedes que no tienen tiempo para la oración, pero tienen suficiente tiempo para ataviarse; no tienen tiempo para la reunión de oración, pero tienen suficiente tiempo para cepillarse su cabello por toda una eternidad; no tienen tiempo para doblar sus rodillas, pero tienen tiempo abundante para tratar de parecer listos y grandiosos. «¡Ah, fina dama, tú que cuidas tu rostro muy bien maquillado!, recuerda qué dijo alguien en la antigüedad cuando alzó una calavera para contemplarla:
«Díganle a ella, que aunque se cubra con una pulgada de pintura,
A este cutis ha de llegar al final.»
Y algo peor que eso: ese bello rostro será marcado con las garras de los demonios, y ese hermoso cuerpo será únicamente el instrumento del tormento. ¡Ah!, vístete para el gusano, altivo caballero; úngete para las rastreras criaturas del sepulcro; y peor aún, ven al infierno con tu cabello empolvado: ‘un caballero en el infierno’; desciende al abismo con tus preciosos vestidos; señor mío, vé allá, para encontrarte no más alto que los demás, excepto tal vez por una mayor tortura, y sumergido más profundamente en las llamas.
Ay, no nos conviene desperdiciar aquí tanto tiempo en las cosas menudas, cuando hay tanto por hacer, y tan poco tiempo para hacerlo, en lo relacionado a la salvación de las almas de los hombres. Oh Dios, nuestro Dios, libra a los hombres de celebrar y de darle gusto a sus cuerpos, cuando sólo los están engordando para el matadero, y alimentándolos para que sean devorados en las llamas.
Además, óiganme cuando digo que están gratificando a sus concupiscencias: ¿saben que esos cuerpos cuyas lascivias gratificamos aquí, estarán en el infierno, y que tendrán las mismas concupiscencias en el infierno que las que tiene aquí? El libertino se apresura a dar gusto a su cuerpo en lo que desee; ¿podrá hacer eso en el infierno? ¿Podrá encontrar un lugar allí en el gratifique su concupiscencia y encuentre indulgencia para su sucio deseo? Aquí, el borracho puede vaciar por su garganta la copa intoxicante y mortal; pero, ¿dónde encontrará el licor para beber en el infierno, cuando la borrachera será tan ardiente sobre él como lo es aquí? Ay, ¿dónde encontrará siquiera una gota de agua para refrescar su lengua ardiente? El hombre que ama aquí la glotonería, será un glotón allá, pero ¿dónde estará la comida que le satisfaga, cuando aunque sostuviera su dedo en alto vería que los panes se alejan, y no le será permitido que tome ningún fruto? ¡Oh, tener tu pasiones, y, sin embargo, no poder satisfacerlas! ¡Encerrar a un borracho en su celda y no darle nada de beber! Se arrojaría contra la pared para conseguir el licor, pero no hay licor para él. ¿Qué harás en el infierno, oh borracho, con esa sed en la garganta, y no pudiendo tragar nada sino flamas que incrementan tu suplicio?
Y, ¿qué harás tú, oh persona disoluta, cuando todavía quisieras estar seduciendo a otros, pero no hay nadie con quien puedas pecar? ¿Hablo claramente? Si los hombres quieren pecar, encontrarán hombres que no se avergüencen de reprocharles. ¡Ah, tener un cuerpo en el infierno, con todas sus concupiscencias, pero sin el poder de satisfacerlas! ¡Cuán horrible será ese infierno!
Pero escúchenme todavía una vez más. Oh, pobre pecador, si viera que vas al escondrijo del inquisidor para ser atormentado, ¿no te rogaría que te detuvieras antes de que traspasaras el umbral? Y ahora te estoy hablando de cosas que son reales. Si estuviera esta mañana sobre un escenario, y estuviera actuando estas cosas como si fueran fantasías, les haría llorar: haría llorar a los piadosos al pensar que tantos serán condenados, y haría llorar a los impíos al pensar que serán condenados. Pero cuando hablo de realidades, no los conmueven ni la mitad de lo que lo harían las ficciones, y están sentados como lo estaban antes de que el servicio comenzara.
Pero óiganme mientras afirmo de nuevo la verdad de Dios. Yo te digo pecador, que esos ojos que ahora miran a la lujuria, mirarán a las aflicciones que te han de vejar y atormentar. Esos oídos que prestas ahora para oír la canción de la blasfemia, oirán gemidos, y quejidos, y hórridos sonidos, que sólo los condenados conocen. Esa misma garganta por la que ahora derramas la bebida, estará llena de fuego. Esos propios labios y brazos tuyos serán torturados al mismo tiempo. Vamos, si tú tienes un dolor de cabeza, correrías a tu médico; pero, ¿qué harás cuando tu cabeza, y tu corazón, y tus manos, y tus pies te duelan todos a la vez? Cuando sólo tienes un dolor en tus riñones, buscas las medicinas que te sanen, pero ¿qué harás cuando la gota, y el reumatismo, y le vértigo y todo lo vil ataquen tu cuerpo a la vez? ¿Cómo te comportarás cuando seas aborrecible con todo tipo de enfermedad, leproso, paralítico, negro, podrido, tus huesos te duelan, tu médula tiemble, cada miembro que tienes esté lleno de dolor; tu cuerpo un templo de los demonios y un canal de aflicciones? Y, ¿proseguirás a ciegas? Como va el buey al degolladero, y como lame la oveja el cuchillo del carnicero, lo mismo ocurre con muchos de ustedes.
Señores, ustedes están viviendo sin Cristo, muchos de ustedes; son justos con justicia propia e impíos. Uno de ustedes sale esta tarde para tomar su porción de placer del día; otro es un fornicador en secreto; otro puede engañar a su vecino; otro puede maldecir a Dios de vez en cuando; otro viene a esta capilla pero en secreto es un borracho; otro parlotea acerca de la piedad, y Dios sabe que es un hipócrita desventurado. ¿Qué harás en aquel día cuando estés delante de tu Hacedor? Es poco que tu ministro te censure ahora; es poco ser juzgado por el juicio del hombre; ¿qué harás cuando Dios truene, no tu acusación, sino tu condenación: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles»?
¡Ah!, ustedes que son sensuales, yo sabía que no les conmovería nunca mientras hablara acerca de tormentos para sus almas. ¿Les conmuevo ahora? ¡Ah, no! Muchos de ustedes se irán y se reirán, y me llamarán -como recuerdo que me llamaron una vez antes- «un clérigo del fuego del infierno». Bien, vayan; pero verán un día al predicador del fuego del infierno en el cielo, tal vez, y ustedes mismos serán echados fuera; y mirando hacia abajo con una mirada reprobatoria, pudiera ser, les recordaré que oyeron la palabra, y no la escucharon.
¡Ah, hombres, es algo sin importancia oírla; será algo duro soportarla! Ahora me escuchan inconmovibles; será trabajo más duro cuando la muerte se aferre a ustedes y estén rostizándose en el fuego. Ahora desprecian a Cristo; no le despreciarán entonces. Ahora pueden desperdiciar sus días domingo; entonces darían mil mundos por un domingo si pudieran tenerlo en el infierno. Ahora pueden mofarse y burlarse; entonces no habrá ni mofas ni burlas; estarán gritando, y aullando, y llorando y pidiendo misericordia; pero:
«No se permiten actos de perdón
En la fría tumba a la que nos apresuramos;
La oscuridad, la muerte y la larga desesperación,
Reinan en eterno silencio allí.»
¡Oh, mis queridos lectores! ¡La ira venidera! ¡La ira venidera! ¡La ira venidera! ¿Quién de ustedes morará con el fuego consumidor? ¿Quién de ustedes habitará con las llamas eternas? ¿Puedes hacerlo tú, amigo mío? ¿Y tú? ¿Puedes habitar con la llama eterna? «Oh, no», -respondes- «¿qué debo hacer para ser salvo?» Escucha lo que Cristo tiene que decir: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo; el que cree no será condenado». «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.»