La Pobreza Voluntaria de Nuestro Señor

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El apóstol tenía urgencia de alentar a la iglesia de Corinto a la liberalidad. Era una iglesia que contaba con muy grandes talentos. Una iglesia inusualmente dotada, de tal forma que era capaz de mantener en su seno una forma de adoración no muy común, y que no podría convertirse de manera conveniente en la norma general de la iglesia cristiana. Me refiero a que una gran proporción de sus miembros hablaban para edificación, mientras que en la mayoría de las otras iglesias, no había una abundancia de ese don espiritual.

Estaba ubicada en medio de una ciudad de refinados habitantes, y agradó a Dios llamar en esa ciudad a algunos de los hombres de mayor talento. Pero estaban lejos de ocupar los primeros lugares en otros aspectos. Necesitaban ser exhortados a deshacerse de un pecado que ninguna iglesia que tuviera un ministerio hubiera tolerado jamás, y que sólo esa iglesia toleraba, pues nadie se preocupaba del problema, y por tanto nadie era responsable de resolverlo. Este pecado era una gran falta de liberalidad en el ofrendar.

Ahora, para estimular a la iglesia de Corinto, el apóstol esgrime el argumento de la gran liberalidad mostrada por la iglesia de Macedonia, que era mucho más pobre. Él afirma que los macedonios dieron en medio de su pobreza, no sólo hasta donde podían ofrendar, sino sobrepasando ese límite con generosidad. Es correcto que estimulemos el celo de un cristiano usando el ejemplo de otro cristiano; y es una obligación ineludible de todos los creyentes, caminar de tal manera, que sean dignos ejemplos para los demás del rebaño.

Pero aun este argumento resulta muy pobre, comparado con otro que era usado por el apóstol constantemente, es decir, el ejemplo de Cristo, la grandiosa Cabeza y Ejemplo de la iglesia. Él propina un eficiente golpe a todo tipo de egoísmo, cuando haciendo de lado el comentario acerca de las iglesias de Macedonia, dice: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo.» ¡Oh, ese bendito Señor nuestro! ¡Ciertamente Él es necesario para nosotros de diez mil maneras! No hay ni una sola parte de Él, no hay posición que Él tome, no hay acción que Él lleve a cabo, no hay palabra que brote de Sus labios, ningún pensamiento de Su corazón, ningún aspecto de Su carácter sin par, que no sean de utilidad para nosotros, Su pueblo. Aun en Su pobreza Él se vuelve nuestro instructor, de la misma manera que en Su muerte se vuelve nuestro Salvador.

Refiriéndonos de inmediato al texto, les pediremos que consideren, en primer lugar, el ejemplo que recibimos, contemplándolo en sus diversas fases; y luego, en segundo lugar, permítanme que en breves pero sinceras frases, los exhorte a seguir Su ejemplo, practicando actos de gratitud.

I. EL EJEMPLO QUE RECIBIMOS.

Es el ejemplo de nuestro Señor, de Quien dijo Pablo: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo.» Parece, entonces, que la venida de Cristo del cielo a la tierra para sufrir por nosotros, es llamada aquí «gracia.» Fue un acto de gracia de Su parte: un acto puramente gratuito. Él no estaba obligado a hacerlo. Nosotros no lo merecíamos de Sus manos. No había ningún mérito nuestro que pudiera haber sido visto anticipadamente, o mérito de ningún otro tipo, que hubiera sido capaz de atraerlo de los cielos para arrastrarlo al pesebre y a la tumba; pero Él vino en un acto de misericordia inmerecida hacia pecadores sin merecimiento alguno. La gracia fue el origen y la fuente de Su venida. Ese eterno amor de Dios, por el cual fuimos elegidos desde el principio, fue el mismo amor que envió al Salvador para que redimiera a los elegidos. Fue esa gracia de la que brotan todas las misericordias del pacto, (el antiguo manantial de gracia inmerecida), la que trajo al Salvador aquí. Fue porque Él, siendo Dios, era amor, porque Él, siendo Dios, era lleno de gracia y verdad, que abandonó las esferas celestiales para poder llevarnos a ellas, a través de Su descenso a las profundidades de nuestra miseria. «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo.» Debemos mirar a la cruz perpetuamente, creo, bajo la luz de ser enteramente un acto de gracia de parte de Cristo, y el resultado de la gracia hacia nosotros proveniente del Padre divino. ¡Oh!, allí no ven nada hacia ustedes, excepto únicamente la gracia.

«La misericordia es la que llena el trono
Mientras la ira permanece callada.»

La ira cae sobre el Salvador, pero todo lo que tienen que ver en Cristo ahora es gracia, pura gracia, gracia para quitar el pecado que Le hizo sangrar y gracia para aceptar al pecador que fue el culpable de Su muerte. La cruz nos revela la gracia en el trono, la gracia en su punto culminante; gracia triunfal y resplandeciente en grado sumo. El que quiera ver la gracia, que contemple al Salvador que sangra, cargando sobre Él con los pecados de los hombres, y sufriendo en su lugar. «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo,» la bondad, la prodigalidad, la benevolencia, la generosidad, la compasión, la condescendencia, la ternura, «la gracia de nuestro Señor Jesucristo.»

Y cuando Pablo hubo nombrado así la obra que el Salvador consumó, identificándola con el título de «la gracia de nuestro Señor Jesucristo,» hace luego referencia a las alturas desde donde el Salvador descendió: «Que siendo rico.» Se ha hecho la atinada observación que esta pequeña frase es una clara prueba de que nuestro Salvador tenía una existencia antes de haber nacido en este mundo. Que, de hecho, Él era divino, pues se dice que «siendo rico, se hizo pobre.» Porque Él no fue rico nunca en esta vida, nunca. Si se dijera que Él fue rico en un tiempo con el Espíritu Santo, como lo han afirmado los unitarios con el objeto de eliminar la fuerza de este versículo, entonces nunca se volvió pobre en ese sentido.

No hubo ningún período en esta tierra en la vida del Salvador, en el que se pudiera decir que fue rico, pero que luego se volvió pobre. Entonces, tuvo que haber sido en un previo estado de ser que nuestro Señor fue rico, y ahora les pediré que nos traslademos en el pensamiento al tiempo en que Jesucristo era rico. ¡Pobres son nuestras palabras! ¡No son sino una adaptación del lenguaje mortal a un tema inmortal! «Siendo rico.» Cuando leemos la palabra «rico,» parecería que de una u otra forma, hace palidecer la descripción de lo que era Jesucristo, pues Él era infinitamente más rico de lo que el mundo pueda entender jamás por esa descripción. Sus riquezas eran mucho más abundantes que cualquier riqueza vistosa que el mundo pueda ofrecer, que no deja de ser transitoria y corruptible. Él era rico. Sí, pero era algo más que eso. Sin embargo, haremos uso de esa palabra conforme podamos.

Jesús era rico en posesiones. Como Dios sobre todo, habiendo hecho todas las cosas, todas las cosas eran Suyas. Él pudo haber dicho: «¡Los millares de animales en los collados son Míos; Mías las minas de oro y los secretos tesoros de plata; Míos, los lugares donde los diamantes relucen y donde la perla emite sus delicados rayos; todas las cosas son Mías; mil estrellas resplandecen como mis lámparas, y toda la anchura del espacio, tan lleno de las maravillas de la creación: todo esto es Mío!»

Él era rico en servicio. Mil ángeles servían a Sus puertas. Sólo debía quererlo, y los mensajeros de alas potentes volaban para cumplir Sus misiones. Lo adoraban sin cesar. Día sin noche rodeaban Su trono, gozándose. Cuando estaba aquí en la tierra, dijo que Él podía orar a Su Padre y le enviaría doce legiones de ángeles. ¿Cuánto más no sería este el caso cuando estaba sentado en el trono del cielo, y los ángeles eran los cortesanos que servían ante ese trono?

Él era rico en honor. Los atrios llenos de la pompa de Salomón no se podrían comparar jamás con los atrios del Hijo de Dios. Toda la gloria se centraba en Él. Él era «Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos,» co-igual y co-eterno con el Padre. A Él era el cántico perpetuo; a Él era el incesante incienso; a Él eran las arpas de oro; a Él la oleada de las más elevadas sinfonías del cielo, pues Él era adorado por todos, y exaltado muy por encima de los principados y potestades, y de todo nombre que se nombra.

Y Él era rico en amor, la mejor de todas las riquezas. Su Padre lo amaba. «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.» Esa fue la verdad eternamente, y, además de eso, había espíritus puros que fueron creados por Él, que lo amaban con toda la fuerza de su ser. Él no necesitaba que nuestro amor lo hiciera rico. Había suficiente amor en Dios hacia Él, y si Él lo hubiera querido así, hubiera podido crear mil razas de criaturas más nobles que nosotros, y todas ellas Lo hubieran amado con el amor más profundo.

Él era rico, también, en felicidad. No podemos concebir que el Salvador experimentara algún tipo de aflicción, o de dolor, o de necesidad en el cielo. Él poseía todo lo que pudiera desear, si tal lenguaje pudiese ser usado en relación al infinito Dios: Él era esencial e inefablemente la felicidad misma. Lo mismo que creemos acerca del Dios altísimo, es decir, que Su pecho no tiene arrugas marcadas por preocupación alguna y Su alma no es turbada por el dolor, eso mismo ocurría con el Glorioso, que después condescendió a ser coronado de espinas, y traspasado por la lanza por causa nuestra. «¡Siendo rico!» ¡Oh!, la palabra, como lo he dicho antes, es una pobre palabra miserable. Es la mejor palabra que encontró Pablo, pero hay tal magnificencia acerca de Cristo que decimos que fue rico en todos los sentidos, rico en toda concepción, y rico más allá del supremo esfuerzo de nuestra imaginación; rico más allá de todo lo que tú y yo seamos capaces de concebir jamás, aun cuando lleguemos al estado celestial. Tan rico, tan infinito, tan glorioso, tan divino: ¡eso es lo que Él era! «Siendo rico.»

¡Y, sin embargo, Él tuvo consideración de nosotros! ¡Y, sin embargo, Él se inclinó hacia nosotros! ¡Oh, hermanos míos, qué ejemplo para que nosotros tengamos la misma gracia y generosidad, de tal forma que si somos hechos ricos aquí, nosotros también estemos igualmente dispuestos a inclinarnos como Él lo hizo; pero, ay, mientras nuestro abatimiento no es nada, Su abatimiento es grandioso!

Luego el apóstol prosigue diciendo: «por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico.» No dice que fue hecho pobre. No fue un acto de la providencia el que lo hizo pobre. No se declaró en bancarrota. No fue un rey expulsado de sus dominios. No era un soberano caído, a quien le proporcionamos abrigo y compasión, sino que «se hizo pobre.» Esto es, fue Su propio acto voluntario; volverse pobre fue Su propia voluntad alegre. Y ahora no puedo evitar decir que esa palabra «pobre» me parece que no es lo suficientemente fuerte. Supongo que es la mejor palabra que nuestro lenguaje pueda proporcionarnos, pero aun así, jamás hubo pobreza como Su pobreza. Es una palabra que sólo examina superficialmente la condescendencia del Salvador.

Él era pobre. Bien, Él era pobre en el sentido ordinario del término. Nació de padres humildes. No fue el hijo de un príncipe o el hijo de algún poderoso. Era conocido como el hijo del carpintero. Después que Su madre le hubo puesto los pañales, le colocó en un pesebre. Él no fue como quienes nacen en habitaciones de mármol y son cubiertos de púrpura. Él fue un plebeyo, y ocupó un lugar humilde inclusive en Su nacimiento.

Es enviado a Egipto: muy pronto se convierte en un exiliado. Difícilmente cualquier pobreza en el mundo se puede comparar a la pobreza del pobre emigrante que deja su país, ya sea por falta de pan o por temor de su vida; y cuando descienden a Egipto Jesucristo y Su madre, son un cuadro vivo de la pobreza. Estamos agradecidos si sólo contamos con una pequeña casita en nuestra propia tierra en que habitamos, pero el Hijo de Dios debe acampar en Egipto durante un tiempo. Y cuando regresó no buscó amistades entre los comerciantes o las personas de la clase media, y mucho menos entre los grandes y los soberbios de espíritu, sino que se vistió con la túnica del obrero, «la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo;» y sus íntimos conocidos eran pescadores de Galilea.

¿Acaso David no dijo de Él: «He exaltado a un escogido de mi pueblo»? Y Cristo fue enfáticamente escogido del pueblo. Él estuvo con ellos en todas sus fatigas, en todas sus aflicciones; tan cerca de ellos estuvo, que nadie era más pobre que Él. «Las zorras tienen guaridas,» dijo, «y las aves del cielo nidos; pero Yo, el Hijo del Hombre no tengo dónde recostar mi cabeza.» Él fue tan pobre que yo no he leído nunca que haya dejado un testamento acerca de Sus bienes en el mundo. Todo lo que Él poseía de bienes personales eran simplemente los vestidos que usaba, que los soldados se repartieron, y allí estaba Él, desnudo, muerto, y dependiendo de la caridad. Por tumba no contaba ni siquiera con Su propio sepulcro: ni un triste pedazo de dos metros de tierra poseía, en que Su cuerpo durmiente pudiera descansar, sino que, ¡una tumba prestada dio refugio al Salvador! Así, Él se volvió pobre en lo externo, pero, ¿cuál fue Su pobreza interior?

Él fue pobre en cuanto a Sus amigos. Judas Lo traicionó. Pedro Lo negó. ¡Todos los discípulos Lo abandonaron y huyeron! Él fue pobre en siervos, pues aunque lavó los pies de Sus discípulos, ¡ellos no lavaron los Suyos! Y cuando Él llegó al punto en el que la simpatía humana podría haberlo consolado de alguna manera, tuvo que decir con un patetismo melancólico: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» ¡Oh, tan pobre se ha vuelto, que no hay un ojo que lo mire en Su dolor solitario! Tan pobre era Él, que los consuelos que sobran para los más abyectos, le fueron denegados. Ni una sola promesa destelló para proyectar su luz sobre Su alma. En un momento, ninguna presencia de Dios le proporcionó alegría. Él fue abandonado por Su Padre y Su Dios. «Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?» indicaba una pobreza de alma tan profunda, como ese cuerpo desnudo y lacerado indicaba la pobreza externa. Él lo había perdido todo, o más bien, había renunciado a todo, había hecho todo a un lado: Su corona de gloria intercambiada por las espinas de la vergüenza; ¡el manto imperial de dominio fue arrojado, para que pudiera vestirse de Su propia sangre! ¡Ya no era más adorado, sino escupido! ¡Ya no era más reverenciado, sino despreciado, y hecho oprobio y abominación en medio de los pueblos! ¡Ningún trono, sino una cruz! ¡Ninguna luz ni brillo de gloria inmarcesible, sino las tinieblas de mediodía-medianoche! ¡Ninguna vida ni inmortalidad, sino «Consumado es» y la entrega del espíritu! «Por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico.»

Yo quisiera poder adentrarme más en esta profundidad el día de hoy, pero ni mi capacidad ni mi tiempo me serían de utilidad en este momento. Que sus propias meditaciones les ayuden a explorar la pobreza del Salvador; una pobreza, verdaderamente, como ni tú ni yo la conoceremos nunca, e, impulsados por Su ejemplo, no nos avergoncemos por ser pobres: es más, no debemos sentir ningún temor ni siquiera ante el pensamiento de ser pobres. Gocémonos más bien porque, en esto, tendremos comunión con nuestro Señor, y si le servimos debemos ser pobres; si obedecemos Su voluntad, debemos hacer el sacrificio de nuestros bienes y de nuestra prosperidad terrenal: asumamos gozosamente el despojo de nuestros bienes. Como nuestro Señor, debemos contar como un gozo cuando somos desnudados de esa manera, pues así tendremos comunión con Él «que por amor a nosotros se hizo pobre, siendo rico.»

En seguida el apóstol dirige nuestra atención a los objetos de este maravilloso abatimiento condescendiente de nuestro Señor, es decir, nosotros mismos. «Por amor a nosotros se hizo pobre;» por amor a los corintios, y por amor a nosotros.

Y, ¡oh!, ¿dónde se podrá encontrar objetos de este sorprendente amor, que sean más indignos de lo que nosotros hemos sido? Al contemplar el amor que yo recibí personalmente de mi Salvador, aunque me maravillo ante el hecho en sí, a menudo he pensado que lo podría entender mucho mejor si le hubiere sido otorgado a alguien más, que cuando es derramado abundantemente en mi propia alma. Yo no sé por qué, pero de alguna manera la salvación del más vil de los pecadores no me sorprende ni la mitad de lo que me sorprende mi propia salvación, y yo encuentro mucho más fácil creer en la genuina salvación de cualquier hombre, que a veces creer en la mía. ¿Por qué habría de amarnos Él? ¡Oh!, hay tal indignidad en cada uno de nosotros, que no vemos en nuestros compañeros, que nos conduce a maravillarnos por haber sido elegidos.

Bien dijo el apóstol: «por su gran amor con que nos amó, cuando estabais muertos en vuestro delitos y pecados.» ¡Es por Su grandioso amor que Él nos ama ahora que vivimos, pero es todavía un amor más maravilloso el que haya derramado la sangre de Su vida para comprar nuestra humanidad, cuando estaba en su grave estado anterior! Nadie alabará más a Dios por Su gracia que yo, si recibo el privilegio de verlo cara a cara, pues estaré más endeudado con su misericordia electiva. Yo supongo que ustedes sentirán lo mismo, y que cada quien decidirá, en la competencia de humildad, que nadie cederá ante su compañero, sino que cada uno se colocará más abajo y cantará con mayor fuerza la alabanza del Amor sin par, de este Esposo Celestial de nuestras almas.

«Por amor a vosotros se hizo pobre.» Ni una sola espina en esa corona fue por Él, sino por amor a nosotros. ¡Ni un escupitajo en esas mejillas, ningún cabello arrancado de ellas, por Él; sino todo por amor a nosotros! ¡Por nosotros, el cruel azote que abre surcos en esos santos hombros! ¡Por nosotros, esas gotas de sudor púrpura que manchan la fría tierra! ¡Por nosotros, cada uno de esos crueles clavos: por nosotros, por nosotros, la lanza que atravesó Su costado! ¡Oh, que cada cristiano realmente reclame un interés personal en los dolores y gemidos de Jesús! ¡Son dulces posesiones! ¡Oh, anhelemos atesorarlos! ¡Son más valiosas que todas las joyas! ¡Esas gotas de sangre: más valiosas que los rubíes, y esas lágrimas derramadas: más centelleantes que diamantes! ¡Atesoren el amor de Jesús! Albérguenlo en sus almas. Hagan un corazón dentro de su corazón para atesorarlo. ¡Considérenlo la cosa más rica y preciosa que ustedes puedan tener: el amor de Jesús con toda su dulzura y deleite eternos! «Por amor a vosotros se hizo pobre.»

Ahora bien, si Él hizo todo esto por amor a nosotros, que somos tan indignos, ¿qué deberíamos hacer tú y yo por Él, que es tan digno? Si Él vació Su grandioso Yo por nosotros, que somos como nada, ¿no deberíamos estar listos a vaciar nuestros pequeños egos por Él, que es tan grandioso?

Si Él dio todo por nosotros, ¿cómo podemos darle menos que todo a Él? ¡Y aun cuando hayamos dado todo, lo consideraremos todo demasiado poco por tal Señor y por tal amigo! Jesús dio todo Jesús. ¿No entregaremos nosotros todo nuestro ser?

Sin embargo, para concluir la exposición del versículo y nuestra contemplación de este grandioso ejemplo, el apóstol nos dice que Cristo tenía un propósito al hacer esto, y era: «Para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.» Me gusta esta fraseología, y creo que debemos leerla de nuevo: «Para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.» No hace mucho, una persona que había sido miembro de otra denominación muy diferente, se unió a esta iglesia. En su iglesia anterior, la doctrina del Segundo Advenimiento, que nosotros también creemos, ocupa un lugar infinitamente más prominente del que nosotros podríamos darle jamás, pues es el evangelio de salvación de ellos. Esta mujer, sin embargo, profesó haber sido convertida a Dios, aquí, y dijo: «siempre se me enseñó a confiar en Cristo glorificado; pero ahora llego a ver que mi confianza debe ser en Cristo crucificado.» Esto era lo que Pablo predicaba, y es lo que nosotros predicamos. Yo creo que es un error que va creciendo, creer que seremos enriquecidos por medio de Cristo glorificado. Les concedo que lo seremos, pues Cristo nos enriquece en cualquier condición; pero el texto dice que es con Su pobreza que nosotros seremos enriquecidos. El tesoro más resplandeciente que puede recibir el cristiano le llega por medio de Cristo crucificado, y debemos tener cuidado en todas nuestras ideas del Segundo Advenimiento, que no nos volvamos judaizantes como para imaginar la venida de un reino temporal y una gloria temporal, y regresar a los tenues elementos del antiguo pacto, pues si lo hacemos así, pasaremos por alto la verdadera joya, el tesoro espiritual, cuyo amor está extinguiéndose a medias en la iglesia cristiana. Cristo en Su pobreza debe ser más comúnmente el objeto de nuestra contemplación, pues es por medio de esa pobreza que nosotros seremos enriquecidos.

Ahora, quiero preguntarles si son ricos hoy. Si Jesucristo murió por ustedes, estoy seguro que no ha pasado por alto ese propósito al morir, y por tanto ustedes son ricos. Pero ustedes dicen que son pobres, y estaban refunfuñando hace sólo una hora, al pensar que eran tan pobres. ¡Vamos, ahora! ¡Vamos, ahora! Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre: ¿pasaremos por alto el designio de esa gran renunciación? ¿No se cumplirá Su propósito? No podemos suponer eso ni por un instante. Bien, entonces, Él los ha enriquecido. ¡Cristiano, tú no puedes contar tus tesoros! Un catálogo de ellos seria demasiado largo para que tú pudieras completar su lectura. No tienes una propiedad: no tienes un granero para almacenar allí tu cosecha. Tal vez, algunos de ustedes no tienen más pertenencias que los vestidos con los que han venido a este santuario. Pero a pesar de eso, a pesar de eso, ustedes son ricos: pues reflexionen:

«Todas las cosas son suyas, son el don de Dios,
Compradas con la sangre de un Salvador:
Este mundo es suyo, y los mundos venideros:
La tierra es su alojamiento, y el cielo su hogar.»

Ustedes tienen ángeles que son sus protectores. Tienen a Cristo que es su intercesor y su amigo. Tienen al propio Espíritu Santo como su consolador. Los brazos eternos los sostienen. Las alas divinas los cubren. La gloria divina está en ustedes. ¡Oh!, ¿qué más podrían desear? Ustedes tendrán toda la provisión que necesiten, pues habitarán en la tierra, y verdaderamente serán alimentados. Sí, Cristo nos ha enriquecido en el más alto sentido posible de riqueza. Él no se agrada con hacer a Su pueblo rico en un sentido común. Como afirma Lutero, Él da los desperdicios a los cerdos; es el lugar apropiado para ellos; a los cerdos les agradan; hacen el mejor uso de esos desperdicios.

No dudo que también tenía razón en lo que dijo de todo el imperio turco, que Dios había dado al gran Turco (sultán de Turquía), que era el principal monarca en su tiempo. Dijo: «es sólo un mendrugo para un perro.» Y así es. Todos los reinos de este mundo no son más que unos cuantos huesos, que el dueño de la casa arroja a los perros, y les permite que los devoren como puedan. Tal vez, todo el tiempo que se hace esperar al hijo, y puede que espere un buen tiempo por la comida, es porque la hora todavía no ha llegado. El perro puede comer cuando quiera, pero el hijo debe comer a la hora establecida por el Padre. Agradezcamos si Dios no nos da nuestra porción aquí. Es una de las cosas que deben ser temidas: que reciban su porción en esta vida. Se dice de algunos que tienen su porción en esta vida, y nuestro Señor dijo de los fariseos: «de cierto os digo que ya tienen su recompensa.»

¡Oh!, pidamos a Dios que no nos dé nuestra recompensa aquí. Si hemos ayudado a los pobres, y sólo hemos recibido ingratitud, agradezcamos porque eso demuestra que nuestra recompensa no está aquí. Si nos esforzamos por trabajar para Cristo, y se tergiversa nuestro trabajo, agradezcamos, pues eso nuevamente prueba que nuestra recompensa no viene de los hombres ni es recibida aquí, sino de Dios, y es por toda la eternidad. Recibir nuestra recompensa aquí, y que nuestra porción nos llegue de los hombres, es algo que debemos lamentar con lágrimas y lamentos y gemidos. Que Dios nos conceda que nos cercioremos que nuestras riquezas sean de una mejor calidad que las que el hombre mundano ambiciona.

Bien, si es así, si Cristo nos ha enriquecido, ¡yo espero que no sea una ficción o una fantasía de parte de ninguno de ustedes! Ustedes son ricos en el alma: ustedes saben que lo son; ustedes son opulentos, y el argumento que se deriva de esto es que deben entregarse a su Señor. Si Él los ha enriquecido, sírvanle. Si les ha dado la capacidad de estar contentos, tranquilos y felices, si ustedes tienen un bendito gozo en su alma: si tienen paz con Dios por medio de Jesucristo, entonces, ¿quién debería servir a Dios como deberías hacerlo tú? Grandemente favorecido como lo eres tú, las mismas piedras clamarían contra ti si no fueras liberal en el servicio y alabanza de tu Señor.

Y esto me lleva al último tema, que es, en pocas palabras:

II. EXHORTARLOS A QUE SIGAN EN LA PRÁCTICA EL EJEMPLO DE CRISTO.

Ha habido algunos cristianos avanzados (no me refiero a todos), pero ha habido algunos cristianos avanzados, que han sido hechos capaces, literalmente, de seguir el ejemplo del Salvador. Cómo deberíamos honrar la memoria de tales hombres como Juan Wesley, por ejemplo. Él podría haber sido, como en efecto lo fue, miembro del consejo de gobierno de la Universidad, y podría haber recibido un excelente emolumento. La así llamada «Iglesia,» estaba abierta para él, y sin duda un obispado habría pronto recompensado sus esfuerzos y su elocuencia. Pero él pasó su vida puramente sirviendo a su Señor, de acuerdo a su conocimiento y convicción, y cuando se hizo un inventario de su vajilla, sólo poseía dos cucharas, una en Bristol y otra en Londres. Y cuando murió, ¿qué dejó en el mundo? Todo su tesoro ya se había ido al cielo, y murió en la pobreza, habiendo servido a su Dios con todo lo que tenía, y haciendo que el propósito de su vida fuera vivir enteramente para el servicio de su Señor.

Y así también han sido las vidas de algunos de nuestros misioneros. Han cortado con todos los lazos de parentesco, y se han entregado como los antiguos héroes romanos en la batalla, que aferrándose a la espada se consagraban a Dios. Se entregaban para vivir y para morir, sin ningún pensamiento de ganancia en este mundo; es más, sin soñar con poseer nada mientras vivieran. Así era la vida apostólica, y también sería más común, creo, en la iglesia cristiana, si un alto grado de gracia nos fuera concedido.

Yo no creo que sea el deber de la mayoría, ni que será la porción del noventa y nueve por ciento de ustedes; pero hay algunos, y tendríamos que tener más, que, siendo llamados por Dios para alguna obra especial, deberían decidir que, si fueran ricos, si ostentaran una posición, si ocuparan un puesto en la sociedad, renunciarían al más brillante prospecto terrenal, por ese prospecto todavía más brillante de llevar la cruz y heredar la corona.

Yo espero que llegue el tiempo, si Dios envía a Inglaterra alguna vez un avivamiento de la religión, en que los pobres y los de clase media encuentren ministros consagrados. Y también cuando, de las más altas esferas de la sociedad, vengan a nosotros hombres que pudieron haber llevado una corona, pero que prefirieron proclamar el Evangelio. Hombres que pudieron haber acumulado su riqueza hasta que se volviera como la torre de Babel, pero que prefirieron volverse pobres, para enriquecer a muchos con su pobreza. No nos es dado a todos hacer eso, pero ese es el precepto del cristianismo, y allí donde pueda cumplirse absolutamente, y pueda llevarse a cabo hasta su máximo límite, traerá mucha gloria a Dios.

Bien, pero me parece que el precepto nos obliga a todos. Me aventuraría a decir, y no me sorprendería que a ciertas personas no les guste lo que diga, que yo creo que es anticristiano e impío, que un cristiano viva con el propósito de acumular riqueza.

Ustedes preguntarán: «¿Acaso no debemos esforzarnos al máximo, para obtener todo el dinero que podamos?» Pueden hacerlo. Deben hacerlo. No dudo que haciéndolo, puedan prestar un buen servicio a la causa de Dios. Pero lo que dije fue que vivir con el objetivo de acumular riquezas es anticristiano. Hay miles de hombres que únicamente viven para eso: ahorrar, ahorrar, ahorrar, y hacer una fortuna. Y cuando mueren, ¿qué pasa? Bien, entonces saldrá en los periódicos que Fulano de Tal murió y dejó una fortuna, y algunos dirán: «Adivinen cuánto dejó.» Se hablará de ello en toda la ciudad. «¡Caramba, pagaron en impuestos testamentarios una importante suma!» ¡Sí!

Bien, ahora, si tuviesen un administrador (les haré la pregunta), si tuviesen un administrador y ese administrador muriera, y se enteraran que al morir dejó cien mil libras esterlinas, ¿qué dirían? Dirían: «¡Ah, yo sé a quién le pertenecía ese dinero! Él era sólo un administrador, y sin embargo dejó cien mi libras esterlinas. Yo sé de dónde procedía ese dinero.» No querrían hacer la pregunta, pero dirían: «¡Ah, era un ladrón, un viejo bribón!»

No estoy seguro que lo que voy a mencionar se aplique a todo el mundo. Por lo menos, sí se aplica a los que ocupan una posición muy elevada y prominente. Un hombre dice que es un administrador. Eso es lo que él mismo afirma. No lo decimos nosotros, sino que es él quien lo dice. Se pone de pie y da gracias a Dios porque es un buen administrador, pero ese viejo individuo se ha apropiado de unas bolsas extrañamente pesadas que carga consigo. Es más de lo que un administrador tendría, si administrara el dinero de su jefe correctamente.

Afirmar que la mayoría de ustedes debería gastar todo lo que gana sería simplemente algo ridículo. Subir al púlpito y decirles a los que se dedican a los negocios que deberían dar para la causa de Dios, cada año, todo lo que posean, sería, pienso, una muy intolerable estupidez de mi parte. No digo eso para nada. Permitan que sus hijos, por todos los medios, tengan lo que legalmente pueden exigir de ustedes. Hagan una adecuada provisión si son capaces de hacerlo. Que sus hijos sean educados liberalmente. Que no haya restricciones en la casa, para que no haya quejas de que hacen falta cosas. Dios los ha puesto en esa posición, y pueden gastar de acuerdo a su condición. Lo que quiero decir es esto: si ustedes establecen como su objetivo en este mundo, vivir simplemente para acumular una cierta cantidad de dinero, y morir y dejarla en herencia, entonces están viviendo con un objetivo anticristiano, y su espíritu está separado del espíritu de nuestro Señor Jesucristo.

Mi Señor no hizo fortuna alguna. Ninguno de ustedes dejará menos de lo que Él dejó. Hace algún tiempo leímos acerca de un obispo cuyo testamento se certificó bajo juramento por un valor debajo de ciento cincuenta mil libras esterlinas, y alguien dijo: «Él fue un verdadero sucesor de los apóstoles, pues estaría obligado a decir que si el testamento del apóstol Pablo se hubiera podido certificar bajo juramento, la certificación habría estado por debajo de ciento cincuenta mil libras esterlinas.» Y yo pienso que muy probablemente lo estaría.

¡Ah!, pero una ocurrencia como esa, siempre provoca una risa burlona en el mundo. Ellos afirman: «¡Oh, sí, sí, sí; este es un cuadro de lo que representa tener lo mejor de dos mundos!» Pero no es el cuadro del Salvador, que vivió enteramente para la causa de Dios y la causa de la verdad. Es todo lo contrario. Me gustaría ver que ustedes, mis queridos amigos, que son pobres, sientan que es un privilegio dar continuamente de su pobreza a Él, que los amó y Se entregó por ustedes, y no arrojen la carga de la obra de Dios, sobre los pocos ricos que pueda haber entre nosotros. Que cada persona tome con honestidad su parte en la carga de la iglesia, que, ciertamente no es carga, sino un privilegio y un deleite. Me gustaría ver que traigan sus ofrendas al tesoro de Dios, no porque se les pida que lo hagan, o porque sean presionados a hacerlo, o sean conducidos a ello, sino porque ustedes quieren hacerlo por amor a Él.

Bien, entonces quienes son prosperados en los negocios ¡y que haya muchos más prósperos entre ustedes!, descubrirán invariablemente que lo que les queda será endulzado, si dan para su Señor la proporción plena y adecuada. Me temo que no es probable que se arriesguen, o que caigan en la pobreza por lo que hacen por la causa de Cristo. Yo lamentaría si por cualquier extravagancia o imprudencia de algún tipo, se pusieran en ese peligro; pero en general eso no es probable, de tal forma que no necesito ponerlos en guardia contra ese peligro. Pero si dan a Dios, descubrirán que, si dan cubetas llenas, Dios se los retornará en carretadas; y si ustedes dan carretadas, Sus camiones se estacionarán a sus puertas, y Él los bendecirá en proporción a lo que ustedes Le den.

De esta manera he aplicado el principio a la riqueza, pero también debería ser aplicado a todo lo que el cristiano haga. Espero que muchos de ustedes tengan una buena reputación. Hubo un tiempo en que yo la tenía, pero la predicación del Evangelio trae con frecuencia sobre ti todo tipo de embustes. Recuerdo muy bien el primer artículo agresivo en mi contra que leí en un periódico. Estaba tan lleno de mentiras como un huevo está lleno de nutrimento, y no pude evitar respingar cuando lo leí. Pero pronto aprendí la lección que no podía darme el lujo de mantener una reputación si era un ministro cristiano; yo debía estar preparado para servir a Dios con todo mi corazón, y toda mi alma, y toda mis fuerzas, y que a pesar que los hombres o los diablos dijeran lo que quisieran, no les iba a prestar atención, sino que continuaría sirviendo a Dios, y entonces comprendí que era muy dulce cantar:

«Si sobre mi cara, por causa de Tu amado nombre,
Se acumulan la vergüenza y el reproche,
Yo alabaré el reproche y daré la bienvenida a la vergüenza
Si Tú te acuerdas de mí.»

Ahora, por allá hay un joven que piensa que es cristiano, pero los otros compañeros del taller donde trabaja se han burlado de él, y a medias está considerando renunciar a su creencia. ¿Cómo, cómo? Cuando Jesucristo, siendo rico, por amor a ustedes Se hizo pobre, ¿acaso te avergüenzas que se rían de ti unos cuantos necios? Y aquí está una joven mujer que trabaja para una familia que es muy impía. A ella difícilmente le gusta mostrar su estandarte de Cristo. ¡Oh!, hermana mía, piensa en el Señor, y en la vergüenza y los escupitajos que soportó por ti, y haya en ti este sentir que hubo también en Cristo Jesús. ¡Encórvate, encórvate, hermano mío! ¡Encórvate, hermana mía! El camino al cielo es cuesta abajo en un cierto sentido. La forma de levantarse es rebajarte en tu autoestima, y cuando pienses que eres menos que nada, y consideres tu propia riqueza y todo lo que posees como propiedad de Cristo, y libremente le entregues todo a Él, entonces te darás cuenta de lo que significa realmente ser un cristiano, y sólo hasta entonces.

¡Quiera Dios que algunos de mis lectores se entreguen plenamente al Señor! ¡He estado observando para ver si Dios levanta de entre nosotros algunos espíritus únicos, algunas almas encendidas, algunos hombres y mujeres consagrados, con la antigua sangre heroica del viejo cristianismo corriendo por sus venas! ¡Que se levante todavía gente de ese tipo, y que cada uno de ellos busque seguir allí donde el Señor guía el camino, para alabanza y gloria de Su gracia!

Ahora, hay algunos de ustedes que han oído todo esto, aunque yo no me haya dirigido directamente a ustedes. Sin embargo los he tenido en mente todo el tiempo. Me refiero a los inconversos. Piensen en el amor de Jesús cuando vino en la carne, y que ese dulce amor sea una especie de llave que abra sus corazones, con la que Cristo los abrirá y entrará. Si Él ha tocado y no han abierto, yo confío que Él mismo abrirá la puerta por Su amor, y ¡que ustedes sean Suyos en este instante! Si ustedes se vuelven Suyos, sean realmente Suyos. Ustedes han servido al diablo: ahora sírvanle a Él. Si ustedes sirven a Cristo, no le sirvan con una entrega a medias. Sírvanle, y no se equivoquen. Entréguenle toda su alma. Si Él es digno que lo poseamos, Él es digno que lo poseamos enteramente, y es digno que le entreguemos nuestra alma entera. Que puedan hacer eso, y el Señor recibirá la alabanza por siempre jamás. Amén.