La Oración de Pedro

http://www.spurgeonaudio.com/audios/La%20Oracion%20de%20Pedro.mp3 Los discípulos habían estado pescando toda la noche. Pero ya habían dejado de pescar; […]
charles spurgeon

Los discípulos habían estado pescando toda la noche. Pero ya habían dejado de pescar; habían descendido de sus barcas, y estaban remendando sus redes. Un extraño se acerca. Probablemente lo habían visto antes, y recordaban lo suficiente de Él como para sentir respeto. Aunado a eso, el tono de voz con que les habló, y Su porte, de inmediato subyugaron su corazón. Él pidió prestada la barca de Simón Pedro y predicó un sermón a una multitud atenta. Cuando terminó de hablar, como para demostrar que no pediría prestada la barca sin darles su pago, les ordenó que bogaran mar adentro y echaran otra vez las redes. Así lo hicieron, y, en vez de llevarse una decepción, de inmediato encerraron una gran cantidad de peces, tantos, que las barcas no podían contenerlos. La red no era lo suficientemente fuerte y comenzó a romperse.

Sorprendido por este extraño milagro, y probablemente sobrecogido por la figura majestuosa de ese Personaje sin par que lo había realizado, Simón Pedro se consideró sumamente indigno de estar en tal compañía, y cayó de rodillas suplicando esta extraña oración: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.» Por tanto deseo que, en primer lugar, oigamos:

I. LA ORACIÓN SEGÚN LA PEOR INTERPRETACIÓN QUE PODAMOS DARLE.

Es siempre incorrecto dar la peor interpretación a las palabras de alguien, y por tanto no pretendemos hacerlo, excepto a manera de licencia. Únicamente por unos momentos, vamos considerar lo que podría llegar a pensarse de estas palabras. Cristo, por supuesto, no interpretó a Pedro de esta manera. Él entendió el mejor sentido a la frase. Pero si algún criticón hubiese estado allí, le habría dado una incorrecta interpretación a esta petición: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.»

Los impíos oran virtualmente con este tipo de oración. Cuando el Evangelio llega a ciertas personas y perturba sus conciencias, dicen: «sigue tu camino por hoy; cuando haya una ocasión más conveniente, te buscaré.» Cuando algún predicador problemático les habla de sus pecados, cuando pone una verdad quemante en sus conciencias, y los sacude de tal manera que no pueden dormir ni descansar, se enojan mucho con ese predicador y con la verdad que él tenía la obligación de predicarles. Y si ellos no le piden que se aparte de su camino, son ellos los que se apartan, lo que equivale a lo mismo, y el espíritu es: «no queremos abandonar nuestro pecado; no podemos desprendernos de nuestros prejuicios, de nuestras más queridas concupiscencias y tener que partir, alejándonos de nuestras costas; déjennos en paz; ¿qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» Pedro no quería decir nada parecido, pero puede que haya algunas personas aquí presentes que sí quieran decir algo semejante, y que cuando evitan el Evangelio, y no le prestan atención, y lo desprecian y lo odian, si sumamos todo eso, virtualmente están diciendo: «Apártate de nosotros, oh Cristo.»

¡Ay!, me temo que hay algunos cristianos que de hecho (no diré que intencionalmente) realmente dicen esta oración. Por ejemplo, si un creyente en Cristo se expone a la tentación; si busca el placer que se mezcla con el pecado; si abandona las reuniones de los santos y encuentra consuelo en la sinagoga de Satán; si su vida es inconsistente en la práctica y también se vuelve inconsistente en virtud de su descuido de los deberes santos, de las ordenanzas, de la oración privada, de la lectura de la Palabra, y de cosas semejantes, ¿acaso ese cristiano no estaría diciendo: «Apártate de mí, Señor»? El Espíritu Santo mora en nuestros corazones y gozamos de Su presencia consciente, si somos obedientes a Sus amonestaciones. Pero si caminamos en dirección opuesta a Él, Él caminará en dirección opuesta a nosotros, y muy pronto tendremos que decir:

«¿Dónde está la bienaventuranza que conocí
Cuando vi por primera vez al Señor?»

¿Por qué retira el Espíritu Santo el sentido de Su presencia? ¿Acaso no es porque nosotros le pedimos que se vaya? Nuestros pecados Le piden que Se vaya; nuestras Biblias no leídas le piden a grandes voces, por decirlo así, que Se vaya. Tratamos al sagrado Huésped como si estuviéramos cansados de Él, y Él percibe esta insinuación y esconde Su faz, y luego nos afligimos y comenzamos a buscarlo de nuevo. Pedro no hace eso, pero nosotros sí. ¡Ay!, cuán a menudo debemos decir: «¡oh, Santo Espíritu, perdónanos por haberte vejado de tal manera, por haber resistido Tus advertencias, por haber apagado Tus dictados, y por haberte contristado! Regresa a nosotros, y habita con nosotros para siempre.»

Esta oración en su peor interpretación es ofrecida, en la práctica, por algunas iglesias cristianas. Yo creo que cualquier iglesia cristiana que se vuelva desunida, de tal forma que sus miembros no tengan un verdadero amor los unos por los otros, repite esa horrible súplica por esa misma falta de unidad. Es equivalente a que esa iglesia diga: «Apártate de nosotros, Espíritu de unidad! Tú únicamente habitas donde hay amor: nosotros quebrantamos Tu reposo: apártate de nosotros!» El Espíritu Santo se deleita en morar con un pueblo que es obediente a Su enseñanza, pero hay iglesias que no quieren aprender: rehúsan cumplir la voluntad del Señor, o aceptar la Palabra del Señor. Tienen otras normas, algún libro de hombres, y en las excelencias de la composición humana olvidan las glorias de la composición divina. Ahora, yo creo que allí donde cualquier libro, cualquiera que sea, sea puesto por encima o al lado de la Biblia, o donde cualquier credo o catecismo, independientemente de cuán excelentes sean, sean puestos a la par de esa perfecta Palabra de Dios, cualquier iglesia que haga eso, de hecho, está diciendo: «Apártate de nosotros, Señor.» Y cuando se trata de un error doctrinal real, particularmente de esos errores dolorosos de los que escuchamos hoy día, tal como la regeneración bautismal, y las doctrinas afines a ella, por decirlo así, es una terrible imprecación que pareciera decir: «¡Vete de nosotros, oh Evangelio! ¡Vete de nosotros, oh Espíritu Santo! Danos señales y símbolos, y eso basta; pero apártate de nosotros, oh Señor; estamos contentos sin ti.»

En cuanto a nosotros, nosotros como iglesia, podemos decir en la práctica esta oración. Si casi nadie asiste a nuestras reuniones de oración; si las oraciones en esas reuniones son frías y están muertas; si el celo de nuestros miembros se extingue; si no hay preocupación por las almas; si nuestros niños crecen sin el debido entrenamiento en el temor de Dios; si la evangelización de esta gran ciudad fuese entregada a otro grupo de obreros y nosotros nos quedáramos impasibles; si nos tornáramos fríos, poco generosos, indiferentes, apáticos; ¿qué peor cosa podríamos hacer en contra nuestra? ¿Cómo podríamos hacer esta terrible oración con mayor fuerza: «Apártate de nosotros: somos indignos de Tu presencia: vete, buen Señor? Que la palabra ‘Icabod’ sea escrita sobre nuestra paredes; queremos quedarnos con todas las maldiciones de Gerizim resonando en nuestros oídos.»

Digo, entonces, que la oración pudiera entenderse en este peor sentido. No tenía ese sentido: nuestro Señor no lo entendió así: nosotros tampoco debemos entenderla así en lo relativo a Pedro; pero cuidémonos, ¡oh!, cuidémonos de no ofrecerla así, nosotros mismos, en la práctica.

Pero ahora, a continuación, vamos a esforzarnos por tomar la oración tal como brotó de los labios y del corazón de Pedro:

II. UNA ORACIÓN QUE PODRÍAMOS JUSTIFICAR, Y CASI RECOMENDAR.

¿Por qué dijo Pedro: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador»? Hay tres razones. Primero, porque era un hombre; segundo, porque era un hombre pecador; y además, porque lo sabía, y se volvió un hombre humilde.

Así, entonces, el primer motivo de esta oración es que Pedro sabía que era un hombre, y por tanto, siendo un hombre, se sentía asombrado en presencia de alguien como Cristo. La primera visión de Dios ¡cuán asombrosa es para cualquier espíritu, aunque sea puro! Yo supongo que Dios nunca Se reveló completamente, no se podría haber revelado completamente a ninguna criatura, independientemente de cuán elevada fuera su capacidad. El Infinito deja anonadado a lo finito.

Ahora, allí estaba Pedro, contemplando por primera vez en su vida, de una manera espiritual, el sumo esplendor y gloria del poder divino de Cristo. Miró esos peces, y de inmediato recordó la noche de trabajo agotador en la que ningún pez recompensó su paciencia, y ahora los veía en grandes cantidades en la barca, y todo como resultado de este hombre extraño que estaba sentado allí, después de haber terminado de predicar un sermón todavía más extraño, que condujo a Pedro a considerar que nadie antes había hablado así. No sabía cómo ocurrió, pero se sintió avergonzado; temblaba y estaba asombrado ante esa presencia. No me sorprende, pues leemos que Rebeca, al ver a Isaac, descendió de su camello y cubrió su rostro con un velo; y leemos que Abigail, al encontrarse con David, se bajó prontamente del asno y se postró sobre su rostro, diciendo: «¡Señor mío, David!»; y encontramos a Mefi-boset depreciándose en la presencia del rey David, llamándose a sí mismo un perro muerto; no me sorprende que Pedro, en la presencia del Cristo perfecto, se abatiera hasta volverse nada, y en su primer asombro ante su propia nada y la grandeza de Cristo, casi no supiera qué decir, como alguien aturdido y deslumbrado por la luz, perturbado a medias, e incapaz de reunir sus pensamientos y ponerlos en un determinado orden. El mismísimo primer impulso fue como cuando la luz del sol golpea el ojo, y es una llamarada que amenaza con cegarnos. «¡Oh!, Cristo, soy un hombre; ¿cómo podré soportar la presencia del Dios que gobierna a los mismos peces del mar, y obra milagros como éste?»

Su siguiente motivo fue, ya lo he dicho, porque era un hombre pecador, y hay en ello algo de alarma mezclada con asombro. Como hombre se quedó pasmado ante el resplandor de la Deidad de Cristo; como pecador se quedó alarmado ante Su deslumbrante santidad. No dudo que en el sermón que Cristo predicó, había una denuncia tan clara del pecado, ajustando el juicio a cordel y a nivel la justicia, y tal declaración de santidad de Dios, que Pedro se sintió con el velo quitado, descubierto, con su corazón al desnudo: y ahora venía el remate. Quien había hecho esto podía también gobernar los peces del mar: debía, por tanto, ser Dios, y fue a Dios a Quien todos los defectos y males del corazón de Pedro habían sido revelados y por Quien fueron plenamente conocidos, y casi temiendo con un tipo de grito de alarma inarticulado, porque el criminal estaba en la presencia del Juez, y el hombre manchado en la presencia del Inmaculado, dijo: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador

Pero he comentado que hubo una tercera razón, es decir, que Pedro era un hombre humilde, como se desprende del dicho, porque se conocía a sí mismo, y confesó valientemente que era un hombre pecador. Ustedes saben que a veces ha habido personas en el mundo que súbitamente descubrieron que algún rey o príncipe se acercaba a su pequeña casucha, y la buena ama de casa, cuando el mismo rey era el que venía a su choza, sentía como si el lugar en sí era tan inconveniente para él, que aunque ella hiciera lo mejor posible para su majestad, y estuviera contenta en su alma porque él honraría su casa con su presencia, no podía evitar decir: «¡oh!, que su majestad hubiera ido a otra casa más digna, que hubiera ido a la casa del hombre importante que está un poco más adelante, pues yo soy indigna de que su majestad venga aquí.»

Así Pedro sintió como si Cristo se rebajara casi al venir a él, como si fuera algo demasiado bueno de parte de Cristo, demasiado grande, demasiado amable, demasiado condescendiente, y parece que quiso decir: «ve a un lugar más elevado, Señor; no te sientes en este lugar tan bajo, en mi pobre barca, en medio de estos pobres peces torpes; no te sientes aquí, pues Tú tienes el derecho de sentarte en el trono del cielo, en medio de los ángeles que cantarán Tus alabanzas día y noche; Señor, no Te quedes aquí; ve arriba; toma un mejor asiento, un lugar más elevado; siéntate entre seres más nobles, que sean más dignos de ser bendecidos con las sonrisas de Su Majestad.»

¿No creen ustedes que quiso decir eso? Si están de acuerdo, no solamente podemos disculpar su oración, sino inclusive alabarla, pues hemos sentido lo mismo. «¡Oh!» hemos dicho, «¿acaso habita Jesús con unos cuantos pobres hombres y mujeres que se han reunido para orar en Su nombre? ¡Oh!, ciertamente no es un lugar lo suficientemente bueno para Él; Él debe tener el mundo entero y a todos los hijos de los hombres cantando Sus alabanzas; Él debe tener el cielo, incluso el cielo de los cielos: que los querubines y serafines sean Sus siervos, y los arcángeles desaten el calzado de Su pies: que se eleve al trono más elevado de gloria, y que se siente allí, y que no lleve más la corona de espinas. Que no sea despreciado ni rechazado más. Que sea adorado y reverenciado por siempre y para siempre.» Pienso que hemos sentido eso, y, si es así, podemos entender lo que sintió Pedro, «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.» Ahora, hermanos y hermanas, hay momentos en los que estos sentimientos, si no pueden ser admirados en nosotros, son sin embargo disculpados por nuestro Señor, y tienen de todas formas algo en ellos, que Él mira con satisfacción. ¿Quieren que les mencione uno?

Algunas veces un hombre es llamado a una eminente posición de utilidad, y conforme el panorama se abre ante él, y ve lo que tendrá que hacer, y con qué honor el Señor se agrada en cubrirlo, es muy natural, y pienso que es casi espiritual, que se sobrecoja y diga: «¿quién soy yo para ser llamado a una obra como esta? Mi Señor, yo estoy dispuesto a servirte, pero ¡oh!, no soy digno.» Como Moisés, que estaba lo suficientemente contento de ser el siervo del Señor, y sin embargo dijo, y lo dijo de corazón: «Señor, soy tardo en el habla; soy hombre inmundo de labios, ¿cómo puedo hablar por Ti?» O, como Isaías, que se regocijó en decir: «Heme aquí, envíame a mí,» pero que sentía, «¡Ay de mí! Porque soy hombre incircunciso de labios; ¿cómo podré ir?» Pero no como Jonás, que no quería ir en lo absoluto, sino que a toda costa quería ir a Tarsis para escaparse de la obra en Nínive; sin embargo, tal vez también con un poco del sabor de la amargura de Jonás, pero principalmente con un sentido de nuestra propia indignidad para ser usados en un servicio tan grandioso, decimos: «Señor, no me pongas en eso; después de todo, puedo tropezar y deshonrarte; quiero servirte, pero para no ceder de ninguna manera bajo la presión, excusa a Tu siervo, y dale una asignación de servicio más humilde.» Ahora, yo digo que no debemos orar de esa manera, pero aun así, aunque hay algo indebido allí, hay un sedimento de bien que Cristo percibirá, en el hecho que vemos nuestra propia debilidad y nuestra propia incapacidad. Él no se enojará con nosotros, sino que, cribando el grano de la paja, aceptará la parte buena de nuestra oración, y perdonará la parte mala.

Además, a veces, queridos amigos, esta oración ha estado casi en nuestros labios en tiempos de intenso gozo. Algunos de ustedes entenderán lo que quiero decir: cuando el Señor se acerca a Sus siervos, y es como fuego consumidor, y nosotros somos como la zarza ardiendo con el sumo esplendor de Dios realizado en nuestras almas, muchos de los santos de Dios se han desmayado en tales ocasiones. Ustedes recuerdan que el señor Flavel nos relata que andando a caballo en un largo viaje a un lugar donde iba a predicar, tuvo tal sentido de la dulzura de Cristo y de la gloria de Dios, que no supo dónde estaba, y se quedó sentado en su cabalgadura durante dos horas, y el caballo sabiamente también se quedó quieto. Cuando volvió en sí, descubrió que había estado sangrando profusamente por el exceso de gozo, y al momento de lavarse la cara en el arroyo junto al camino, dijo estar convencido que sabía lo que era sentarse a las puertas del cielo, y que difícilmente podía decir que si hubiese atravesado las puertas que son perlas podría haber sido más feliz, pues el gozo era excesivo.

Voy a citar lo que he repetido muchas veces, las palabras del señor Welsh, un famoso teólogo escocés, que se encontraba bajo el influjo de uno de esos benditos delirios de luz celestial y comunión embelesada, cuando exclamó: «¡Espera, Señor! ¡Espera: es suficiente! ¡Recuerda que únicamente soy una vasija de barro, y si me das más, moriré!» Dios pone a veces Su vino nuevo en nuestras pobres botellas viejas, y entonces tenemos cierta tendencia a decir: «Apártate, Señor: no estamos listos todavía para Tu gloriosa presencia.» No se reduce a decir eso: no equivale a todas esas palabras, pero aun así, el espíritu está pronto, pero la carne es flaca, y la carne comienza a apartarse de la gloria porque aún no puede soportarla. Hay muchas cosas que Cristo nos diría, pero que no nos dice, porque todavía no podemos entenderlas.

Otro momento, en el que esto ha pasado por nuestra mente, sin que sea completamente correcto, o completamente pecaminoso (lo mismo que en las dos instancias anteriores), es cuando el pecador viene a Cristo, y ciertamente en alguna medida ha creído en Él, pero cuando al fin ese pecador percibe la grandeza de la misericordia divina, la riqueza del perdón celestial, la gloria de la herencia que es otorgada a los pecadores perdonados, entonces muchas almas respingan, diciendo: «es demasiado bueno para ser cierto; o si es cierto, no es cierto para mí.»

Yo recuerdo muy bien un arrebato sorprendente que tuve al respecto. Yo había creído en mi Señor, y había descansado en Él por algunos meses, y me regocijaba en Él, y un día, mientras me gozaba de la delicias de ser salvo, y me regocijaba en las doctrinas de la elección, la perseverancia final, y la eterna gloria, pasó por mi mente esta pregunta: «¿Y todo esto para ti, para un perro muerto como tú? ¿Cómo puede ser eso?» Y durante un tiempo fue una tentación tan fuerte, que no podía superarla. Era como decir espiritualmente: «Apártate de mí; soy un pecador demasiado grande para que estés en mi barca, demasiado indigno de tener tales bendiciones sin precio como esas que Tú me traes.» Ahora, yo digo que eso no es completamente erróneo, ni completamente correcto. Hay allí una combinación, y podemos disculparlo, y de alguna manera alabarlo, pero no enteramente. Hay otros momentos en los que el mismo sentimiento puede atravesar nuestro ser, pero no puedo detenerme a especificarlos. Puede haber ocurrido con algunos de ustedes aquí, y les pido que no se preocupen demasiado, ni que tampoco se excusen completamente, sino que continuemos con la siguiente enseñanza de esta oración:

III. UNA ORACIÓN QUE NECESITA ENMIENDAS Y CORRECCIONES.

Desde la perspectiva en que hemos estado viendo la oración, no era buena: ahora, veámosla de otra manera: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.» ¿No sería mejor decir: «Acércate más a mí, Señor, porque soy hombre pecador?» Sería una oración más valiente y una oración más tierna al mismo tiempo: más sabia y no menos humilde, pues la humildad adopta muchas formas. «Yo soy hombre pecador,» allí hay humildad. «Acércate a mí,» allí hay fe que impide que la humildad degenere en incredulidad y desesperación. Hermanos, ese sería un buen argumento, pues vean: «Señor, puesto que soy un pecador, necesito ser purificado; únicamente Tu presencia puede purificar verdaderamente, pues Tú eres el Refinador, y Tú en efecto purificas a los hijos de Leví: únicamente Tu presencia puede limpiar, pues el aventador está en Tu mano, y únicamente Tú puedes limpiar Tu era. Tú eres como fuego de refinador, o como jabón de lavador: acércate a mí, entonces, Señor, pues soy hombre pecador, y no quiero ser ya más un pecador; ven, lávame de mi iniquidad para que pueda ser limpio, y que tu fuego santificador cubra por completo mi naturaleza, hasta que hayas quemado en mí todo lo que sea contrario a Tu mente y a Tu voluntad.»

¿Se atreverían a decir esa oración? No es natural decirla; si pueden, yo les diría: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre.» Carne y sangre pueden hacerte decir: «Apártate de mí»; es únicamente el Espíritu Santo el que, bajo un sentido de pecado, puede poner una atracción divina en ustedes hacia el fuego purificador, y puede hacerlos anhelar, por tanto, que Cristo Se acerque a ustedes.

Además, «Acércate a mí, Señor, puesto que soy un hombre, y siendo un hombre soy débil, y nada puede volverme fuerte sino Tu presencia. Soy un hombre tan débil que si Tú te apartas de mí, desfallezco, me caigo, me consumo, me muero; acércate a mí, entonces, oh Señor, para que por Tu fuerza, yo pueda ser animado y hecho apto para el servicio. Si Tú te apartas de mí, no puedo servirte de ninguna manera. ¿Se levantarán los muertos para alabarte? ¿Pueden darte gloria los que están sin vida? Acércate a mí, entonces, Dios mío, aunque soy tan débil, y como un tierno padre que alimenta a su niño, y como el pastor que lleva sus ovejas, así acércate a mí.»

¿No creen que pudo haber dicho: «Acércate a mí, Señor, y mora conmigo, porque soy hombre pecador,» al recordar cómo había fracasado cuando Cristo no estaba cerca? Toda la noche había echado la red en el mar, entre muchos intentos y chapoteos, y la había recogido con ávidas miradas, revisándola a la luz de la luna, pero no había nada allí que recompensara su esfuerzo. La red fue echada de nuevo, y ahora que Cristo había venido, y que la red estaba llena a reventar, ¿no habría sido una oración adecuada: «Señor, acércate a mí, y concédeme que cada vez que trabaje, pueda tener éxito. Y si voy a ser pescador de hombres, acércate aún más a mí, para que cada vez que predique Tu Palabra, pueda llevar almas a Tu red, y a Tu iglesia, para que sean salvadas»?

Lo que quiero extraer del texto (y lo haría mejor si continuara aislando estos diferentes pensamientos) es esto: que es bueno que el sentido de nuestra indignidad nos conduzca, no a alejarnos de Dios, en una desesperación incrédula y petulante, sino a acercarnos más a Dios. Ahora, supongamos que soy un gran pecador. Pues entonces debo acercarme más a Dios por esa misma razón, pues hay una gran salvación provista para grandes pecadores. Yo soy muy débil e incapaz de llevar a cabo el gran servicio que Él me ha impuesto; no debo, entonces, rehuir el servicio ni rehuir a mi Dios, sino debo considerar que entre más débil sea, más espacio hay para que Dios reciba la gloria. Si yo fuese fuerte, entonces Dios no me usaría, porque mi fortaleza recibiría la alabanza por ello; pero mi incapacidad y mi falta de habilidad, y todo lo que lamento en mí en la obra de mi Señor, abren el espacio a codazos para que venga la omnipotencia y haga su obra.

¿No sería algo muy bueno si todos pudiésemos decir: «no me glorío en mis talentos, ni en mis conocimientos, ni en mi fuerza, sino que me glorío en mi debilidad, porque el poder de Dios descansa verdaderamente en mí? Los hombres no podrían decir: «ese es un hombre preparado, y gana almas porque es preparado.» No podrían decir: «ese es un hombre cuyas facultades de razonamiento son muy poderosas, y cuya fuerza de argumentación es muy clara, y gana pecadores convenciéndolos»; no, dirían más bien: «¿Cuál es la razón de su éxito? Nosotros no podemos descubrirla; no vemos en él nada diferente a los demás hombres, o tal vez vemos tan sólo la diferencia que él posee menos dones que los demás.» Entonces gloria sea dada a Dios; Él recibe la alabanza clara y precisamente, y Su cabeza es la que merece llevar la corona.

Vean, entonces, cuál es mi propósito con ustedes, amados hermanos y hermanas. Es este: no rehuyan la obra del Señor, ninguno de ustedes, sólo porque se sientan incapaces. Por esa misma razón, hagan más bien el doble. No abandonen la oración porque sientan que no pueden orar, sino que oren el doble, pues necesitan más oración, y en vez de estar menos con Dios, estén más tiempo con Él. No permitan que ningún sentido de indignidad los aparte. Un niño no debe huir de su madre en la noche porque necesite un baño. Sus hijos no se mantienen alejados de ustedes porque tengan hambre, o porque tengan sus ropas rotas, sino que se acercan a ustedes precisamente por esas necesidades. Ellos vienen porque son sus hijos, pero vienen más frecuentemente porque son hijos necesitados, porque son hijos afligidos.

Que cada necesidad, cada dolor, cada debilidad, cada tristeza, cada pecado los conduzcan a Dios. No digan: «Apártate de mí.» Es algo natural que lo digan, y no algo que deba ser condenado por entero, pero es algo glorioso, es algo que honra a Dios, es algo sabio, decir, al contrario: «Ven a mí, Señor; acércate a mí, porque soy hombre pecador, y sin Tu presencia estoy totalmente arruinado.»

No diré nada más, pero anhelo que el Espíritu Santo lo diga a algunas personas presentes en esta casa, que desde hace tiempo han sido invitadas a venir y poner su confianza en Jesús, pero que siempre han argumentado como razón para no venir, que son demasiado culpables o que están demasiado endurecidos, o demasiado algo o demasiado lo otro. ¡Es extraño que cuando un hombre encuentra una razón para venir, otro encuentra una razón para permanecer alejado! David oraba en los Salmos, «Por amor de tu nombre, oh Jehová, perdonarás también mi pecado, que es grande.» «Extraño argumento,» dirán. Es grandioso. «Señor, aquí hay gran pecado, y es algo ahora que amerita que un grandioso Dios lo trate. Aquí hay un pecado del tamaño de una montaña; Señor, otorga gracia omnipotente para quitarlo. Señor, aquí hay un pecado de la altura de un pico de los Alpes; que el diluvio de Tu gracia, como el diluvio de Noé, suba veinte metros por encima de él. Yo soy el primero de los pecadores; aquí hay lugar para el primero de los Salvadores.» ¡Cuán extraño es que algunos hombres conviertan esto en razón para detenerse lejos! Este cruel pecado de incredulidad es cruel para ustedes mismos; han desechado el consuelo que podrían disfrutar. Es cruel para Cristo, pues no hay dolor que lo haya herido más que ese pensamiento duro, poco generoso, que Él no está dispuesto a venir.

Crean, crean que nunca está más contento que cuando tiene abrazado a Su Efraín contra Su pecho, como cuando dice: «Tus muchos pecados te son perdonados.» Confía en Él. Si pudieras verlo, no podrías evitar confiar en Él. Si pudieras ver ese amado rostro, y esos ojos que una vez estuvieron enrojecidos por el llanto a causa de los pecadores que lo rechazaron, dirían: «he aquí, venimos a Ti; Tú tienes palabras de vida eterna; acéptanos, porque sólo en Ti nos apoyamos; nuestro pensamiento en Ti persevera, porque en Ti ha confiado.»

Y una vez hecho eso, descubrirán que descenderá a ustedes como la lluvia sobre la hierba cortada, como el rocío que destila sobre la tierra, y por medio de Él, sus almas reverdecerán; sus cilicios les serán quitados, y serán ceñidos con alegría, y se alegrarán eternamente en Él. Que el Señor mismo los lleve a esto. Amén.

Compártelo usando uno de los siguientes iconos: