El pasaje del Libro de Isaías que acabo de leer ante ustedes puede ser usado como una descripción muy elocuente de nuestra mortalidad, y si se predicara un sermón acerca de la fragilidad de la naturaleza humana, la brevedad de la vida, y la certidumbre de la muerte, basándose en ese texto, nadie discutiría lo adecuado del texto. Sin embargo, yo me atrevo a preguntar si un sermón así estaría llegando al fondo de la enseñanza central del profeta. El texto se refiere a algo más que a la descomposición de nuestra carne física. La mente carnal, la carne en otro sentido, es el propósito del Espíritu Santo cuando ordenó a Su mensajero que proclamara esas palabras.
Me parece a mí, por el contexto, que no se requería en este lugar de una simple expresión de la mortalidad de nuestra raza. Difícilmente estaría a la altura de las otras sublimes revelaciones que la rodean, y de alguna manera se saldría del tema tratado en el contexto. La noción de que aquí simple y sencillamente se nos recuerda nuestra mortalidad, no coincide con la exposición que hace Pedro del texto en el Nuevo Testamente, que también estamos presentando hoy como referencia bíblica.
Hay otro significado más espiritual aquí, más profundo y de mayor alcance que el que está contenido en la gran verdad obvia que todos nosotros vamos a morir. Analicen el capítulo de Isaías con sumo cuidado. ¿Cuál es su tema? Es la divina consolación de Sión. Sión había sido sacudida al revés y al derecho por serios conflictos. Se había estado doliendo a consecuencia de su pecado. El Señor, para quitar su aflicción, ordena a Su profeta que anuncie la venida del muy esperado Libertador, y el fin y el cumplimiento de todas sus guerras y el perdón de toda su iniquidad.
No cabe ninguna duda que este es el tema de la profecía. Ni tampoco hay interrogantes acerca del punto que sigue: que el profeta procede a predecir la venida de Juan el Bautista como el precursor del Mesías. No encontramos ningún problema en la explicación del pasaje: «Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios.» Pues el Nuevo Testamento una y otra vez vincula esto al Bautista y su ministerio. El propósito de la venida del Bautista y de la misión del Mesías, a quien anunciaba, era la manifestación de la Gloria Divina.
Vayan al versículo cinco: «Y se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado.» Entonces, ¿qué sigue a continuación? ¿Era necesario mencionar la mortalidad del hombre en este contexto? Creo que no. Hay una mayor coherencia de sentido en los versículos siguientes si entendemos su significado más profundo. ¿Acaso no quieren decir esto: para crear un espacio para la manifestación de la Gloria Divina en Cristo Jesús y Su salvación, se marchitará toda la gloria de la que el hombre hace alarde? La carne debe verse en su verdadera naturaleza: corrupta y mortal, y sólo la gracia de Dios debe ser exaltada.
Esto se vio primero durante el ministerio de Juan el Bautista, y debe ser la obra preparatoria del Espíritu Santo en los corazones de los hombres, en todo momento, para que la Gloria del Señor sea revelada, y el orgullo humano sea confundido para siempre. El Espíritu sopla sobre la carne, y aquello que parecía vigoroso se vuelve débil, aquello que era hermoso de contemplar es corroído por la corrupción. De esta manera se descubre la verdadera naturaleza de la carne, su engaño queda al desnudo, su poder es destruido, y hay espacio para la dispensación de la Palabra que permanece para siempre, y para el gobierno del Pastor Grandioso, cuyas palabras son espíritu y vida.
El Espíritu marchita, y esta obra es la preparación para la siembra y para la implantación a través de las cuales se obra la salvación. El proceso que marchita antes de la siembra fue cumplido de manera maravillosa en la predicación de Juan el Bautista. De manera muy apropiada, Juan desarrolló su ministerio en el desierto, pues lo rodeaba por completo un desierto espiritual. Él era la voz de uno que clama en el desierto. Su trabajo no era plantar, sino derribar a hachazos. La religión carnal de los judíos estaba en su punto culminante. El fariseísmo deambulaba por las calles paseando toda su pompa (los hombres descansaban de manera complaciente sólo en ceremonias externas) y la religión espiritual iba en una terrible decadencia.
Por aquí y por allá se podía encontrar a Simeón y a Ana, pero como regla general, los hombres no conocían nada de religión espiritual, sino que decían en sus corazones: «A Abraham tenemos por padre,» y esto basta. Qué conmoción causaría Juan cuando llamó a los arrogantes fariseos: «¡generación de víboras!» ¡Cómo se sacudiría la nación con la declaración: «Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles»! Severo como Elías, su obra consistía en derribar montañas y abatir cualquier imaginación altiva. Esa palabra «arrepentíos,» eran un viento quemante para el bosque de la justicia propia, una bomba mortal para la confianza del ceremonialismo.
Su alimento y su vestido invitaban al ayuno y al gemido. El signo externo de su ministerio declaraba la muerte entre aquellos a quienes predicaba, conforme sepultaba en las aguas del Jordán a quienes venían a él. «Deben morir y ser sepultados, así como Él que va a venir, salvará mediante la muerte y la sepultura.» Este era el significado del emblema que exponía a las multitudes. Su acto típico era tan cabal en su enseñanza como lo eran sus palabras. Y como si eso no fuera suficiente, les prevenía de otro Bautismo aún más inquisidor y exigente en el Espíritu Santo y fuego, y de la venida de Uno cuyo aventador está en Su mano, para limpiar completamente su era.
El Espíritu en Juan soplaba como el poderoso viento del norte, capaz de devastar y marchitar, y lo convirtió en un destructor de la vanagloria de la religión de la carne, para que pudiera ser establecida la fe espiritual. Cuando el propio Señor apareció, Él vino a una tierra seca, cuyas glorias habían desaparecido. El viejo tronco de Isaí estaba sin hojas, y nuestro Señor era la rama que creció de su raíz. El cetro había sido quitado de Judá y el legislador de entre sus pies, cuando vino Siloh.
Un forastero estaba sentado en el trono de David, y los romanos consideraban como propia la tierra del Pacto. La lámpara de la profecía ardía muy débilmente, aunque aún no se había extinguido por completo. Ningún Isaías había surgido últimamente para consolarlos, ni tampoco ningún Jeremías que lamentara sus apostasías. Toda la economía del Judaísmo era como un vestido viejo. Ya estaba desgastado, listo para desecharse. El sacerdocio estaba en pleno desorden. Lucas nos dice que Anás y Caifás eran sumos sacerdotes ese año (dos en un año o simultáneamente) un extraño arreglo fuera de la ley de Moisés. Toda la dispensación que se concentraba alrededor de lo visible, o como dice Pablo: el santuario «terrenal», estaba llegando a su fin.
Y cuando nuestro Señor había consumado Su obra, el velo del templo se rasgó en dos, los sacrificios fueron abolidos, el sacerdocio de Aarón fue hecho a un lado y las ordenanzas carnales fueron abrogadas, pues el Espíritu reveló cosas espirituales. Cuando vino Él, que fue establecido como Sumo Sacerdote «no constituido conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia, sino según el poder de una vida indestructible,» quedó entonces «abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad e ineficacia.» Tales son los hechos de la historia.
Pero yo no le puedo dedicar mucho tiempo a estos hechos, sino que voy a referirme a las historias personales de ustedes, a la experiencia de cada hijo de Dios. En cada uno de nosotros debe cumplirse el hecho que todo lo que es de la carne en nosotros, viendo que es como la hierba, debe secarse, y toda su gloria debe ser destruida. El Espíritu de Dios, como el viento, debe pasar sobre el campo de nuestras almas y debe hacer que nuestra belleza sea como una flor que se marchita. Debe convencernos de pecado de tal manera, y debe hacernos ver cómo somos nosotros realmente, que veremos que la carne de nada aprovecha, que nuestra naturaleza caída es la corrupción misma, y que «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.»
Se nos tiene que hacer ver la sentencia de muerte sobre nuestra vida anterior legal y carnal para que la simiente incorruptible de la Palabra de Dios, implantada por el Espíritu Santo, pueda estar en nosotros, y habitar en nosotros para siempre. ¡El tema de esta mañana es la obra del Espíritu Santo que marchita las almas de los hombres! Y después de haber comentado el tema, vamos a concluir con unas pocas palabras sobre el trabajo de implantación que siempre viene después que se ha llevado a cabo la obra que marchita.
1. Vamos entonces a analizar la OBRA DEL ESPÍRITU QUE CAUSA QUE LA HERMOSURA DE LA CARNE SE MARCHITE. En primer lugar, observemos que la obra del Espíritu Santo que marchita lo carnal en el alma del hombre, es muy inesperada. Observarán que en nuestro texto aún el predicador mismo, aunque indudablemente fue alguien enseñado por Dios, cuando se le ordenó dar voces, dijo: «¿Qué tengo que decir a voces?» Aún él desconocía que para consolar al pueblo de Dios, debe experimentarse primero una visitación preliminar.
Muchos predicadores del Evangelio de Dios, han olvidado que la Ley es el ayo que lleva a los hombres a Cristo. Hemos visto demasiada actividad que trata de remendar sin usar la aguda aguja del poder de convicción del Espíritu. Muchos predicadores se han esforzado para hacer a Cristo precioso a los ojos de los que se consideran ricos y poseedores de muchos bienes; sin embargo, ha sido una labor vana. Es nuestro deber predicar a Jesucristo aún a pecadores que hacen alardes de rectos, pero es seguro que Jesucristo nunca será aceptado por ellos mientras tengan una alta estima propia.
Sólo los enfermos darán la bienvenida al doctor. La obra del Espíritu es convencer a los hombres de pecado, y hasta tanto no estén convencidos de pecado, nunca serán llevados a buscar la justicia que es de Dios por medio de Jesucristo. Estoy persuadido que siempre que hay una obra real de la Gracia Divina en cualquier alma, comienza con una acción de derribar. El Espíritu Santo no construye sobre los viejos cimientos. Madera, heno y hojarasca no son los materiales adecuados para que Él construya. Él vendrá como el fuego, y causará una conflagración en todas la Babeles de naturaleza orgullosa. Él quebrará nuestro arco y cortará nuestra lanza en mil pedazos, y quemará nuestros carros con fuego.
Cuando el cimiento de arena haya desaparecido, y sólo entonces, Él pondrá en nuestras almas una Roca por fundamento, escogida por Dios, y muy preciosa. El pecador que ha despertado, cuando le pide a Dios que tenga misericordia de él, se queda muy asombrado al descubrir que, en vez de gozar de una paz inmediata, su alma es abatida en su interior cuando siente la ira divina. Naturalmente se pregunta: «¿Acaso esta es la respuesta a mi pregunta? Rogué al Señor que me librara del pecado y de mi yo, y ¿esta es la forma en que Él me trata?»
«Yo dije: ‘escúchame’ y he aquí que Él me hiere con crueles heridas. Yo dije: ‘vísteme’ y he aquí que Él me ha despojado de los pocos harapos que antes me cubrían, y mi desnudez me mira a la cara. Yo dije ‘lávame’ y he aquí Él me ha hundido en el foso de tal manera que hasta mis vestidos me aborrecen. ¿Acaso así se obtiene la Gracia Divina?» Pecador, no te sorprendas: así es. ¿No te das cuenta del motivo? ¿Cómo podrás ser sanado mientras la carne orgullosa recubra tu herida? Debe desaparecer. Es la única forma de curarte permanentemente. Sería una insensatez cubrir tu herida, o sanar tu carne, y dejar que la lepra carcoma tus huesos.
El Médico Grandioso va a cortar con su agudo bisturí hasta quitar la corrupción de la carne, pues sólo así se puede llevar a cabo tu curación. ¿Acaso no puedes ver que es divinamente sabio que, para que puedas ser vestido apropiadamente, debes ser desnudado primero? ¡Qué! ¿Preferirías tener por fuera la lustrosa justicia de Cristo, más blanca de lo que cualquier lavandería podría blanquear, y tener tus inmundos harapos escondidos por dentro? ¡Hombre, deben ser tirados a la basura! Ni uno solo de tus hilos puede ser conservado. Dios no puede limpiarte hasta que no te haya hecho ver algo de tu suciedad. Pues nunca podrías valorar la sangre preciosa que nos limpia de todo pecado, si no eres llevado primero que nada, a lamentar que eres integralmente una cosa sucia.
La obra de convicción del Espíritu, siempre que viene, es inesperada, y aún para el hijo de Dios en quien este proceso tiene que continuar, es a menudo sorprendente. Comenzamos a reconstruir aquello que el Espíritu de Dios ha destruido. Habiendo comenzado en el Espíritu, actuamos como si quisiéramos ser perfeccionados en la carne. Y entonces, cuando nuestra errónea reconstrucción tiene que ser derribada a nivel del suelo, nos quedamos tan sorprendidos como cuando al principio se cayeron las escamas de nuestros ojos. Newton se encontraba en una condición semejante a esta cuando escribió:
Y en el amor y en toda gracia,
Conocer más acerca de Su salvación,
Y buscar con más dedicación Su rostro.Fue Él quien me enseñó a orar así,
Y Él ha respondido mi oración, confío yo.
Pero ha sido tal Su responder
Que fui llevado al borde de la desesperación.Yo esperaba que en un momento favorable
Contestara de inmediato mi petición,
Y mediante el poder de contención de Su amor
Subyugara mis pecados, y me diera el descanso.En vez de esto, Él me hizo sentir
La depravación oculta en mi corazón,
Y dejó que los airados poderes del infierno
Atacaran toda la geografía de mi alma.»
Ah, no te sorprendas, pues así responde el Señor a Su pueblo. La voz que dice: «Consolaos, consolaos, pueblo mío,» alcanza su propósito haciéndolos oír en primer lugar: «toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo.»
2. Más aún, esta obra de marchitar es conforme al orden usual de la operación divina. Si consideramos detenidamente los caminos de Dios, no nos va a sorprender que Él comience con Su pueblo con cosas terribles en justicia. Observen el método de la creación. No me voy a aventurar en teorías dogmáticas de geología, pero parece que hay una alta probabilidad que este mundo fue creado y destruido varias veces antes de su arreglo final para que lo habitara el hombre. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra.» Después vino un largo intervalo, y al final, en el tiempo designado, durante seis días, el Señor preparó la tierra para la raza humana.
Consideren, entonces, el estado de las cosas cuando el Grandioso Arquitecto comenzó Su obra. ¿Qué había en el principio? Originalmente, nada. Cuando Él mandó el ordenamiento de la tierra, ¿cómo estaba? «La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo.» No había ningún rastro de algún plan alterno que interfiriera con el Grandioso Arquitecto. «¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?»
No recibió ninguna contribución para las columnas o los pilares del templo que tenía proyectado construir. La tierra era, tal como lo expresa el hebreo, tohu y bohu, sólo desorden y confusión, en una palabra, era el caos. Lo mismo ocurre con la nueva creación. Cuando el Señor nos hace renacer, Él no toma nada prestado del viejo hombre, sino que hace todas las cosas nuevas. No repara ni agrega una nueva ala a la antigua casa de nuestra naturaleza depravada, sino que construye un nuevo templo para Su propia alabanza. Espiritualmente nosotros estamos sin forma y vacíos, y las tinieblas están sobre la faz de nuestros corazones, y Su Palabra nos llega diciendo: «Sea la luz,» y la luz es, y muy pronto también la vida es y todas las cosas preciosas.
Tenemos otro ejemplo tomado de los caminos de Dios. Después que hubo caído el primer hombre, ¿cuándo le trajo el Señor el Evangelio? El primer susurro del Evangelio, como ustedes saben, fue: «pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza.» Ese susurro vino cuando el hombre se estremecía ante la presencia de su Creador, sin poder proferir ninguna otra palabra a manera de excusa, sino permaneciendo culpable ante el Señor. ¿Cuándo vistió el Señor Dios a nuestros padres? No lo hizo sin haberle formulado antes la pregunta: «¿Quién te enseñó que estabas desnudo?» No fue sino hasta que las hojas de higuera habían fallado completamente que el Señor les proporcionó la piel del sacrificio, y los cubrió con ella.
Si ustedes meditan acerca de los actos de Dios para con los hombres, constantemente verán lo mismo. Dios nos ha dado un tipo de salvación maravilloso en el arca de Noé. Pero Noé fue salvado en el arca en conexión con la muerte. Digamos que Noé estaba sepultado en vida en una tumba, y todo el mundo a su alrededor fue entregado a la destrucción. Cualquier otra esperanza se había disipado para Noé, y sin embargo el arca flotó sobre las aguas.
Recuerden la redención de los hijos de Israel cuando los sacó de Egipto. Ocurrió cuando se encontraban en la peor condición, y su clamor llegó hasta el cielo a causa de su esclavitud. Ningún hombre les podía traer la salvación. Entonces el Señor, con mano fuerte y brazo extendido rescató a Su pueblo. En todo momento la salvación viene con la humillación de la criatura, y cuando se desecha la esperanza humana. Como aconteció con los bosques de los Estados Unidos, el hacha del leñador debe tajar y cortar, los majestuosos árboles centenarios deben caer, las raíces deben ser quemadas y el reino original de la naturaleza debe ser turbado, antes de que pueda haber labranza y construcción de ciudades, y las artes de la civilización, y las transacciones del comercio. Lo viejo debe desaparecer para que venga lo nuevo.
De la misma manera el Señor quita lo primero, para poder establecer lo segundo. El primer cielo y la primera tierra deben pasar, pues de lo contrario no puede haber un cielo nuevo y una nueva tierra. Ahora, como ha ocurrido con lo externo, debemos esperar que lo mismo ocurrirá dentro de nosotros. Y cuando este marchitamiento y esta pérdida de brillo tenga lugar en nuestras almas, sólo podremos decir: «Jehová es; haga lo que bien le pareciere.»
3. Me gustaría que observaran, en tercer lugar, que nuestro texto nos enseña cuán universal en su alcance es este proceso en los corazones sobre los que obra el Espíritu. ¿De qué se trata este marchitamiento? ¿Acaso es de alguna parte de la carne y de alguna porción de sus tendencias? No, observen: «que toda carne es hierba, y toda su gloria (su elemento más selecto y escogido) como flor del campo.» Y ¿qué le ocurre a la hierba? ¿Sobrevive algo? «La hierba se seca,» toda ella. ¿Y la flor, acaso no resistirá? Siendo una cosa tan bella ¿no tiene una cierta inmortalidad? No, se marchita y se cae.
Entonces, en dondequiera que el Espíritu de Dios sopla en el alma del hombre, hay un marchitamiento de todo lo que es de la carne, llegando a comprender que la mente orientada hacia la carne está muerta. Por supuesto, todos conocemos y confesamos que donde hay una obra de la Gracia, debe haber una destrucción de nuestro deleite en los placeres de la carne. Cuando el Espíritu de Dios sopla en nosotros, lo que era dulce se torna amargo. Lo que era brillante se torna opaco. Un hombre no puede poseer la vida de Dios y sin embargo amar el pecado. Si siente placer en los gozos carnales en los que antes se deleitó, entonces todavía es lo que era: le interesan las cosas de la carne y por lo tanto busca la carne, y morirá.
El mundo y las codicias de otras cosas son, para el hombre no regenerado, tan bellos como los prados en la primavera, cuando están adornados de flores. Pero para el alma regenerada son un desierto, una tierra salada y deshabitada. De aquellas cosas en las que antes nos deleitábamos decimos: «vanidad de vanidades, todo es vanidad.» Clamamos para ser librados de los gozos venenosos de la tierra (los aborrecemos) y nos asombramos porque en un tiempo pudimos disfrutarlos. Amados hermanos, ¿saben lo que significa este tipo de marchitamiento? ¿Acaso han visto que los deseos de la carne, y las pompas y todos sus placeres se marchitan delante de sus propios ojos? Deben tener esta experiencia o de lo contrario el Espíritu de Dios no ha visitado sus almas.
Pero observen, siempre que el Espíritu de Dios llega, Él destruye la hermosura y la flor de la carne, es decir, nuestra justicia se marchita al igual que nuestra pecaminosidad. Antes de que venga el Espíritu nosotros nos consideramos tan buenos como el mejor. Decimos: «todos estos mandamientos los he guardado desde mi juventud,» y preguntamos de manera arrogante: «¿Qué más me falta?» ¿Acaso no hemos sido morales? Más aún, ¿no hemos sido acaso religiosos? Confesamos que tal vez hemos cometido faltas, pero las consideramos faltas muy veniales, y nos atrevemos a imaginar, en nuestro perverso orgullo, que, después de todo, no somos tan viles como la Palabra de Dios nos llevaría a pensar.
Ah, mi querido lector, cuando el Espíritu de Dios sopla en la hermosura de tu carne, su belleza se seca como una hoja, y entonces tendrás un concepto diferente acerca de ti mismo. Entonces no encontrarás palabras lo suficientemente severas para describir tu carácter anterior. Escudriñando profundamente en tus motivos, e investigando los propósitos que te inducían a la acción, verás tanta maldad que clamarás conjuntamente con el publicano: «Dios, sé propicio a mí, pecador.»
Cuando el Espíritu Santo ha marchitado en nosotros nuestra justicia propia, todavía no ha completado ni el cincuenta por ciento de Su obra. Aún hay mucho que debe ser destruido, y en el saldo total, debe ser desechado nuestro poder de resolución. La mayor parte de la gente piensa que se puede volver a Dios siempre que decida hacerlo. «Soy un hombre de tal fortaleza de mente,» dice alguno, «que si yo me decidiera a ser religioso, no tendría ningún problema.» «Ay,» dice otro espíritu liviano, «yo creo que uno de estos días puedo corregir los errores del pasado y comenzar una nueva vida.»
Ah, mis queridos lectores, las resoluciones de la carne son flores bellas, pero todas se van a marchitar. Cuando somos visitados por el Espíritu de Dios encontramos que aun cuando la voluntad está presente en nosotros, no sabemos cómo llevar a cabo lo que queremos. Sí, y descubrimos que nuestra voluntad es contraria a todo lo que es bueno, y que naturalmente no vamos a venir a Cristo para que podamos tener vida. ¡Qué pobres cosas tan frágiles son las resoluciones cuando son vistas a la luz del Espíritu de Dios! Aún así el hombre dirá: «Después de todo, yo pienso que tengo dentro de mí una conciencia iluminada y una inteligencia que me guiará acertadamente. Voy a usar la luz de la naturaleza y no dudo que si me desvío un poco voy a poder encontrar mi senda otra vez.»
¡Ah, hombre! Tu sabiduría, que es la simple flor de tu naturaleza ¿qué cosa es, sino una insensatez, aunque tú no lo sabes? Inconverso y sin ser regenerado, tú no eres a los ojos de Dios más sabio que un pollino de asno montés. Yo quisiera que ustedes fuesen humillados en su propia estima como un niño a los pies de Jesús, y que fueran llevados a exclamar: «Enséñame.» Cuando el viento del marchitamiento del Espíritu se mueve en la mente carnal, revela la muerte de la carne en todos sentidos, especialmente en materia de poder buscar lo que es bueno. Entonces aprendemos la Palabra de nuestro Señor: «Separados de mí nada podéis hacer.»
Cuando yo estaba buscando al Señor, no solamente creía que no podía orar sin la ayuda divina, sino que sentía en mi propia alma que no podía. Entonces no me podía sentir bien, ni lamentar como yo quería, o gemir como yo quería. Anhelaba poder anhelar más a Cristo, pero, ay, ni siquiera podía sentir que lo necesitaba a Él como debía sentirlo. Este corazón era entonces duro y terco, tan muerto como esos cadáveres descompuestos en sus tumbas. ¡Oh, qué no hubiera dado yo por una lágrima! ¡Quería arrepentirme, pero no podía! Anhelaba creer, pero no podía. Me sentía atado, enredado, y paralizado. Esta es una revelación humillante del Espíritu Santo de Dios, pero necesaria, pues la fe de la carne no es la fe de los elegidos de Dios.
La fe que justifica el alma es el don de Dios, no de nosotros. Necesitamos arrepentirnos del arrepentimiento que es obra de la carne. La flor de la carne debe marchitarse. Sólo la semilla del Espíritu producirá fruto para perfección. Los herederos del cielo no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de varón, sino de DIOS. Si la obra en nosotros no es del Espíritu, sino nuestra, se va a doblar y se va a caer en el momento en que necesitemos más su protección. Y su fin será como la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno.
4. Ven, entonces, la universalidad de esta obra de marchitamiento en nosotros. Pero les ruego que también observen cuán completa es. La hierba, ¿qué hace? ¿Se dobla? No, se seca. La flor del campo, ¿qué pasa con ella? ¿Inclina levemente su cabeza a un lado? No, nos dice Isaías que se marchita. Y según Pedro, se cae. No se puede revivir regándola, porque ha llegado a su fin. De esa manera también se les muestra a quienes han despertado, que en su carne no hay nada bueno. ¡Qué obra de marchitamiento y de muerte han tenido en sus almas algunos siervos de Dios!
¡Miren a Juan Bunyan, según se describe a sí mismo en su obra «Gracia Abundante»! Durante muchos meses y aun años, el Espíritu se ocupó en aniquilar todo lo que formaba parte del viejo Bunyan para que se pudiera convertir, por la gracia divina, en un hombre apto para guiar a los peregrinos en su camino hacia el cielo. No todos hemos soportado la dura prueba durante tanto tiempo, pero en cada hijo de Dios debe haber una muerte al pecado, a la ley, al YO. Y esta obra debe ser llevada a cabo antes de ser perfeccionados en Cristo y ser llevados al cielo.
La corrupción no puede heredar la incorrupción. Es por medio del Espíritu que mortificamos las obras del cuerpo, y tenemos vida. Pero ¿no puede ser mejorada la mente carnal? De ninguna manera. Por cuanto «los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden.» ¿Acaso no puedes mejorar la vieja naturaleza? ¡No! «Os es necesario nacer de nuevo.» ¿No puede aprender cosas celestiales? No. «El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.»
No hay nada que se pueda hacer con la vieja naturaleza excepto ponerla en la tumba. ¡Debe estar muerta y enterrada, y cuando eso suceda, entonces la semilla incorruptible que vive y permanece para siempre se desarrollará de manera gloriosa! El fruto del nuevo nacimiento llegará a su madurez y la Gracia será exaltada en gloria. La vieja naturaleza nunca mejora. Es tan terrenal, y sensual, y diabólica en el santo de ochenta años como lo fue cuando vino por primera vez a Cristo. Ni ha experimentado mejoras ni puede mejorar. Es la enemistad misma contra Dios; todo designio de los pensamientos del corazón es de continuo solamente el mal. La vieja naturaleza llamada «la carne» desea en contra del Espíritu, y el deseo del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí. No puede haber paz entre ellos.
5. Prosiguiendo, observemos que toda esta obra de marchitamiento en el alma es muy dolorosa. Al leer estos versículos ¿acaso no les pareció que tienen un tinte fúnebre? «Toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo. La hierba se seca, y la flor se marchita.» Esta es una obra fúnebre, pero debe llevarse a cabo. Pienso que quienes experimentan una buena dosis de esa obra cuando vienen a Cristo por primera vez, tienen una razón poderosa para estar agradecidos. El curso de su vida será, con toda probabilidad, más brillante y más feliz. He observado que las personas que son convertidas con mucha facilidad, y que vienen a Cristo con muy poco conocimiento acerca de su propia depravación, tienen que obtener ese conocimiento más tarde.
Y permanecen durante mucho tiempo como bebés en Cristo y se quedan perplejos ante asuntos que no los hubieran turbado si hubieran experimentado una obra más profunda al principio. No, amigo, si la Gracia divina ha comenzado a construir en tu alma y dejara en su lugar alguna de las viejas paredes de la confianza en ti mismo, tendrá que ser derrumbada tarde o temprano. Puedes estar feliz porque algunas de esas paredes han permanecido, pero realmente se trata de una falsa congratulación. Tu gloriarte en ello no es bueno. Estoy seguro de esto, que Cristo nunca pondrá un remiendo de paño nuevo en vestido viejo, ni echará vino nuevo en odres viejos. Él sabe que el remiendo tira del vestido y se hace peor la rotura, y que los odres se rompen y el vino se derrama.
Todo lo que es producto de la naturaleza debe quedar al descubierto. El edificio natural debe caerse, la madera y la argamasa, el techo y los cimientos, y debemos tener una casa no hecha por manos. Fue una gran bendición para nuestra ciudad de Londres, que el gran incendio limpió todos los viejos edificios que eran las madrigueras de la peste. Después se construyó una ciudad mucho más sana. Y es una gran bendición para un hombre cuando Dios barre de inmediato toda justicia propia y su correspondiente fuerza y le hace sentir que no es nada y que no puede ser algo, y lo lleva a confesar que Cristo debe ser todo en todo, y que su única fortaleza está en el poder eterno del siempre bendito Espíritu.
Algunas veces en algún comercio o en una empresa, un viejo sistema ha estado en operación durante años y ha causado mucha confusión y ha dado lugar a mucha deshonestidad. Entonces llegas tú como el nuevo gerente general y estableces un sistema enteramente nuevo. Ahora, intenta si puedes injertar tu nuevo método en el viejo sistema.
¡Cómo te va a complicar la vida! Año tras año te dices a ti mismo: «No funciona; si hubiera acabado con todo lo anterior y hubiera comenzado de cero, limpio desde el principio, no habría tenido ni la décima parte de problemas.» Dios no pretende injertar el sistema de Gracia en la naturaleza corrupta, ni hacer que el nuevo Adán crezca a partir del viejo Adán.
Pero Dios quiere enseñarnos esto: «habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.» La salvación no es de la carne sino únicamente de Dios. Lo que es nacido de la carne es sólo carne. Y sólo lo que es nacido del Espíritu es espíritu. Debe ser solamente la obra del Espíritu, o no será algo que Dios acepte. Observen, hermanos y hermanas, que aunque esto doloroso es inevitable. Ya he explicado esto y les he mostrado cuán necesario es que todo lo viejo sea quitado. Pero permítanme mencionar que es inevitable que lo viejo se vaya, porque es, en sí mismo, corruptible.
¿Por qué se seca la hierba? Porque es una cosa marchitable. «Su raíz está siempre en su tumba, y debe morir.» ¿Cómo podría brotar del suelo y ser inmortal? No es amaranto (flor que nunca se marchita) no florece en el Paraíso. Crece en una tierra en la que ha caído la maldición. Toda supuesta cosa buena que crece de ti es como tú: mortal, y debe morir. Las semillas de la corrupción están en todos los frutos del árbol humano. Aún cuando fueran tan bellos como los racimos del huerto del Edén, deben morir.
Además, sería imposible, hermanos y hermanas míos, que hubiera algo de la carne en nuestra salvación conjuntamente con algo del Espíritu. Pues si así fuera, habría una división del honor. Hasta este momento las alabanzas son para Dios, y a partir de ahora las alabanzas me pertenecen a mí. Si yo fuera a ganar el cielo en parte por lo que yo hubiera hecho, y en parte por lo que Cristo hubiera hecho, y si la energía que me santificó fuera en alguna medida mi propia energía y en otra medida fuera divina, quienes dividen el trabajo también dividen la recompensa. Y los cantos del cielo, aunque serían en parte para Jehová, deberían ser también en parte para la criatura.
Pero eso no ocurrirá. ¡Sométete, carne orgullosa! Humíllate, te digo. Aunque te laves y te purifiques como puedas, eres totalmente corrupto. Aunque te esfuerces hasta el agotamiento, construyes con madera que será quemada, y con heno que será convertido en cenizas. Abandona toda confianza en ti mismo y deja que la obra pertenezca a quien le pertenece, y que el mérito sea para quien corresponde, es decir, únicamente para Dios. Es inevitable entonces, que haya esta obra de marchitamiento.
7. Concluyo con una palabra de consuelo para cualquiera que esté experimentando el proceso que estamos describiendo, y espero que algunos de ustedes estén en esa condición. Me da mucho gozo cuando escucho que ustedes, inconversos, se sienten muy miserables, pues las miserias que son obras del Espíritu Santo son siempre el preludio de la felicidad. La obra del Espíritu es de marchitar. Me encanta la traducción que tenemos: «porque el Espíritu de Jehová sopló en ella.» Es cierto que el pasaje puede ser también traducido así: «el viento de Jehová sopló en ella.»
Como ustedes saben, la misma palabra se usa en el hebreo para designar «viento» y «Espíritu,» y lo mismo es válido en el griego. Pero conservemos aquí la antigua traducción, pues yo pienso que es el significado real del texto. Es el Espíritu de Dios el que marchita la carne. No es el diablo el que mató mi justicia propia. Me daría miedo que fuera así. Ni tampoco fui yo el que se humilló a sí mismo mediante una auto-degradación voluntaria e innecesaria. Fue el Espíritu de Dios. ¡Es mejor ser hecho pedazos por el Espíritu de Dios que ser sanado por la carne! ¿Qué dice el Señor? «Yo hago morir, y yo hago vivir.» Él nunca hace vivir sino a quienes Él hace morir.
¡Bendito sea el Espíritu Santo cuando me mata! Cuando Su espada corta a través de las entrañas de mis propios méritos y de mi confianza en mí mismo, entonces me hace vivir. «Yo hiero, y yo sano.» Él nunca sana a nadie que no haya herido. ¡Entonces bendita sea la mano que hiere! ¡Que siga hiriendo! ¡Que corte y arranque! ¡Que me quede muy claro cuán malo soy, para que pueda ser llevado a desesperar de mí mismo y me deje caer sobre la misericordia inmerecida de Dios y que la reciba como un pobre pecador culpable, perdido, desesperado y arruinado!
Que por Su gracia nos arrojemos en los brazos de la Gracia soberana, sabiendo que Dios debe dar todo, y Cristo debe ser todo, y el Espíritu debe obrartodo. Y el hombre debe ser como barro en las manos del alfarero, para que el Señor pueda llevar a cabo en él lo que le parezca bien. Gócense, queridos hermanos y hermanas, sin importar en qué forma son abatidos, pues si el Espíritu los humilla, Él no quiere ningún mal para ustedes, sino que quiere un infinito bien para sus almas.
II. Ahora vamos a concluir con unas pocas frases relativas a LA IMPLANTACIÓN. Según Pedro, aunque la carne se marchita, y la flor se cae, en los hijos de Dios hay un proceso inverso al marchitamiento que es de otra índole: «Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.» «Mas la palabra del Señor permanece para siempre.»
Ahora, el Evangelio nos es útil porque no es de origen humano. Si fuera de la carne, todo lo que pudiera hacer por nosotros no nos llevaría más allá de la carne. Pero el Evangelio de Jesucristo es sobrehumano, divino y espiritual. Desde su concepción es de Dios. Su gran don, el Salvador, es un don divino. Y todas sus enseñanzas están llenas de la Divinidad. Si tú, querido lector, crees en un Evangelio que tú mismo has elaborado, o en un Evangelio que es producto del cerebro humano, es de la carne y se va marchitar (y tú morirás) y estarás perdido creyendo en él. La única palabra que puede bendecirte y ser una semilla en tu alma, debe ser la Palabra viva e incorruptible del Espíritu eterno.
Y esta es la Palabra incorruptible, que, «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros.» Que, «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados.» Esta es la palabra incorruptible, que, «Todo aquél que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios.» «El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.» «Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.»
Entonces, hermanos, ésta es la semilla. Pero antes de que pueda crecer en sus almas, debe primero ser plantada allí por el Espíritu. ¿La recibirán esta mañana? Entonces el Espíritu la va a sembrar en su alma. ¿Se precipitan hacia ella diciendo: «¡Yo creo! ¡Yo la tomo! En el Dios encarnado deposito mi esperanza. Toda mi confianza está en el Sacrificio sustituto, en la completa expiación de Cristo. Yo estoy reconciliado con Dios por medio de la sangre de Jesús?
Y ¿cuál es su resultado? De acuerdo con el texto, nos viene una nueva vida como consecuencia de que la Palabra viva mora en nosotros y que hemos nacido de nuevo por medio de ella. Es una nueva vida. No es la vieja naturaleza que selecciona lo mejor que hay en ella. No es el viejo Adán que se refina y se purifica a sí mismo y que se eleva a algo mejor. No. Ya lo hemos mencionado antes que la carne se seca y su flor se marchita. Es enteramente una nueva vida. En la regeneración se convierten en una criatura tan nueva como si nunca hubieran existido, y hubieran sido creados por primera vez.
«Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.» Los hijos de Dios están más allá y por encima de los otros hombres. Los otros hombres no poseen la vida que el hijo de Dios ha recibido. Los otros hombres sólo tienen dos componentes: cuerpo y alma. El hijo de Dios tiene tres componentes: él es espíritu, alma y cuerpo. Un principio nuevo, una chispa de la vida divina ha caído en su alma. Ya no es más un hombre natural o carnal, sino que se ha convertido en un hombre espiritual, capaz de entender las cosas espirituales y que posee una vida muy superior a cualquier cosa que pertenezca al resto de la humanidad. Oh, que Dios que ha marchitado lo que es de la carne, en las almas de algunos de ustedes, les otorgue muy pronto el nuevo nacimiento por medio de la Palabra.
Observen ahora, para concluir, que dondequiera que esta nueva vida viene a través de la Palabra, es incorruptible, y vive y permanece para siempre. Tratar de arrancar la buena semilla del corazón de un creyente, y tratar de destruir la nueva naturaleza en él, es algo que intentan la tierra y el infierno, pero no lo han podido lograr. Aunque se pudiera arrancar al sol del firmamento, aun así no se podría arrancar la gracia divina de un corazón regenerado. «Vive y permanece para siempre,» dice el texto. No puede corromperse a sí misma ni puede ser corrompida. «Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado.»
«Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.» «El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.» Tú tienes una vida natural que morirá, porque es de la carne. Tú tienes una vida espiritual. Acerca de ella está escrito: «Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.» Tú tienes ahora en ti la noble y verdadera inmortalidad. Debes vivir como Dios vive, en paz y gozo y felicidad.
Oh, pero recuerda, querido lector, si no tienes esto «no verás la vida.» Entonces, ¿qué sucederá? ¿Serás aniquilado? Ah, no, pero, «la ira de Dios está sobre ti.» Existirás, pero no vivirás. No sabrás nada de la vida, pues eso es un don de Dios en Cristo Jesús. Serás más bien el desdichado heredero de lamuerte eterna, llena de tormentos y de angustia: «la ira de Dios está sobre él.» Serás lanzado al «lago de fuego. Esta es la muerte segunda.» Serás uno más de aquellos que están «donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga.»
¡Que Dios, el siempre bendito Espíritu, los visite! ¡Si Él está luchando con ustedes, no apaguen Su llama divina! No traten con ligereza ningún pensamiento santo que tengan. Si hoy deben confesar que no son nacidos de nuevo, humíllense ante eso. ¡Vayan y busquen la misericordia del Señor! Ruéguenle para que los trate con gracia y misericordia y los salve. Muchas personas que sólo han tenido acceso a la luz de la luna, la han valorado, y muy pronto recibieron la luz del sol.
Por sobre todas las cosas recuerden qué es la semilla que da vida y denle reverencia cuando escuchen su predicación: «Y esta es la palabra que por el Evangelio os ha sido anunciada.» Respétenla y recíbanla. Recuerden que la semilla que da vida está toda envuelta en esta frase: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo.» «El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» Que Dios los bendiga, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.