Esta es una denuncia muy solemne que el apóstol Pablo aquí formula contra la mente carnal. Él la declara enemiga de Dios. Cuando recordamos lo que el hombre fue una vez, considerado sólo un poco menor que los ángeles, el compañero con el que Dios se paseaba en el huerto del Edén al aire del día; cuando pensamos que el hombre fue creado a imagen de su Hacedor, puro, sin mancha e inmaculado, no podemos menos que sentirnos amargamente afligidos al descubrir una acusación como esta, proferida en contra de nosotros como raza. Debemos colgar nuestras arpas sobre los sauces al oír la voz de Jehová, cuando habla solemnemente a Su criatura rebelde. «¡Cómo caíste del cielo, hijo de la mañana!» «Tú eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura. En Edén, en el huerto de Dios estuviste; de toda piedra preciosa era tu vestidura, . . . los primores de tus tamboriles y flautas estuvieron preparados para ti en el día de tu creación. Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad. A causa de la multitud de tus contrataciones fuiste lleno de iniquidad, y pecaste; por lo que yo te eché del monte de Dios, y te arrojé de entre las piedras del fuego, oh querubín protector.»
Nos sentimos muy entristecidos cuando contemplamos las ruinas de nuestra raza. Como el cartaginense que al hollar el sitio desolado de su muy amada ciudad, derramó abundantes lágrimas cuando la vio convertida en escombros por los ejércitos romanos; o como el judío que deambulaba por las desiertas calles de Jerusalén, mientras lamentaba que la reja del arado hubiese desfigurado la belleza y la gloria de esa ciudad que era el gozo de la tierra entera; así deberíamos dolernos por nosotros mismos y por nuestra raza, cuando contemplamos las ruinas de esa excelente estructura que Dios formó, esa criatura sin rival en simetría, con un intelecto sólo superado por el intelecto angélico, ese poderoso ser, el hombre, cuando contemplamos cómo cayó, y cayó, y cayó de su elevada condición,» convertido en una masa de destrucción.
Hace unos cuantos años se podía ver una estrella que resplandecía con brillantez inusitada, pero súbitamente desapareció; se ha llegado a conjeturar que se trataba de un mundo que ardía a miles de millones de kilómetros de nosotros, pero aun así, los rayos de esa conflagración llegaron hasta nosotros; el silencioso mensajero de luz dio la alarma a los remotos habitantes de este globo: «¡un mundo arde!» Pero ¿qué importancia tiene la conflagración de un planeta distante; qué es la destrucción del elemento material del orbe más gigantesco, comparada con esta caída de la humanidad, con este naufragio de todo lo que es santo y sagrado en nosotros? Para nosotros, en verdad, las cosas son difícilmente comparables, pues estamos profundamente interesados en una destrucción mas no en la otra.
La caída de Adán es NUESTRA caída; caímos en él y con él; sufrimos de igual manera; lamentamos la ruina de nuestra propia casa, deploramos la destrucción de nuestra propia ciudad, cuando nos detenemos para captar estas palabras escritas tan claramente que no pueden ser malinterpretadas: «Los designios de la carne» (esos mismos designios que una vez fueron santos, y que se volvieron carnales), «son enemistad contra Dios.» ¡Que Dios me ayude esta mañana a formular solemnemente esta denuncia contra todos ustedes! ¡Oh, que el Espíritu Santo nos convenza de tal modo de pecado, que unánimemente nos declaremos «culpables» delante de Dios!
No hay ninguna dificultad en la interpretación de mi texto: escasamente necesita una explicación. Todos nosotros sabemos que la palabra «carnal» significa aquí la naturaleza pecaminosa. Los antiguos traductores vertían el pasaje así: «la mente puesta en la carne es enemiga de Dios,» es decir, la mente no regenerada, esa alma que heredamos de nuestros padres, esa naturaleza pecaminosa que nació en nosotros cuando nuestros cuerpos fueron formados por Dios. La mente no regenerada, phronema sarkos, los deseos, las pasiones del alma; es esto lo que se apartó de Dios y se convirtió en Su enemigo.
Pero antes que nos adentremos en una discusión de la doctrina del texto, observen cuán vigorosamente lo expresa el apóstol: «Los designios de la carne,» dice, «son ENEMISTAD contra Dios.» Él usa un sustantivo, y no un adjetivo. No dice que simplemente se oponen a Dios, sino que se trata de una enemistad positiva. No es el adjetivo negro, sino el sustantivo negrura; no es enemistado sino la enemistad misma; no es corrupto, sino la corrupción; no es rebelde, sino la rebelión; no es perverso, sino la perversión misma. El corazón aunque sea engañoso, es positivo engaño; es el mal en lo concreto, pecado en su esencia; es la destilación, la quintaesencia de todas las cosas que son viles; no es envidioso de Dios, es la envidia misma; no está enemistado, es la enemistad real.
No necesitamos decir una palabra para explicar que es «enemistad contra Dios.» No acusa a la naturaleza humana de tener simplemente una aversión al dominio, a las leyes, o a las doctrinas de Jehová; sino que asesta un golpe más profundo y más preciso. No golpea al hombre en la cabeza, sino que penetra en su corazón; pone el hacha a la raíz del árbol, y lo declara «enemistad contra Dios,» contra la persona de la Deidad, contra el Ser Supremo, contra el poderoso Hacedor de este mundo; no enemistado contra Su Biblia o contra Su Evangelio, aunque eso fuera verdad, sin contra Dios mismo, contra Su esencia, Su existencia, y Su persona. Sopesemos entonces las palabras del texto, pues son palabras solemnes. Están muy bien expresadas por ese maestro de la elocuencia, Pablo, y además, fueron dictadas por el Espíritu Santo, que enseña al hombre cómo expresarse correctamente. Que nos ayude a interpretar este pasaje, que nos ha dado previamente para su explicación.
El texto nos pide que tomemos nota, primero, de la veracidad de esta aseveración; en segundo lugar, de la universalidad del mal que nos aqueja; en tercer lugar, vamos a descender todavía más a las profundidades del tema procurando que lo graben en su corazón, al demostrar la enormidad del mal; y después de eso, si nos alcanza el tiempo, vamos a extraer una doctrina o dos del hecho general.
I. Primero, se nos invita a hablar sobre la veracidad de esta gran declaración
«los designios de la carne son enemistad contra Dios.» No requiere de pruebas, pues como está escrito en la palabra de Dios, nosotros, como cristianos, estamos obligados a inclinarnos ante ella. Las palabras de la Escritura son palabras de sabiduría infinita, y si la razón es incapaz de ver el fundamento de una declaración de la revelación, está obligada a creer en ella muy reverentemente, pues estamos convencidos que aunque esté por encima de nuestra razón, no puede ser contraria a ella.
Aquí encuentro que está escrito en la Biblia: «Los designios de la carne son enemistad contra Dios;» y eso, en sí, me basta. Pero si necesitara testigos, convocaría a las naciones de la antigüedad; desenrollaría el volumen de historia antigua; les comentaría los hechos terribles de la humanidad. Quizás conmoviera sus almas hasta el aborrecimiento, si les hablara de la crueldad de esta raza para consigo misma, si les mostrara cómo convirtió a este mundo en Acéldama por sus guerras, y lo ha inundado con sangre por sus luchas y asesinatos; si les enumerara la negra lista de vicios en que han caído naciones enteras, o les presentara los caracteres de algunos de los más eminentes filósofos, me daría vergüenza hablar de ellos y ustedes se negarían a escuchar. Sí, sería imposible que ustedes, como refinados habitantes de un país civilizado, soportaran la mención de los crímenes que fueron cometidos por esos mismos hombres que hoy en día son ensalzados como modelos de perfección. Me temo que si se escribiese toda la verdad, abandonaríamos la lectura de las vidas de los más poderosos héroes y de los sabios más orgullosos de la tierra, y diríamos de inmediato de todos ellos: «Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.»
Y si eso no fuera suficiente, quisiera hacerles ver los errores de los paganos; quisiera hablarles de la supersticiones de sus sacerdotes que han sometido a las almas a la superstición; quisiera que fueran testigos de las hórridas obscenidades, de los ritos diabólicos que constituyen las cosas más sagradas para estos ofuscados individuos. Entonces, después que hubieran oído lo que constituye la religión natural del hombre, les pediría que me explicaran cuál sería su irreligión. Si esta es su devoción, ¿cuál sería su impiedad? Si este es su ardiente amor por la Deidad, ¿cuál sería su odio a la misma? Estoy seguro que ustedes de inmediato confesarían, si supieran lo que es la naturaleza humana, que la denuncia está sustentada y que el mundo debe exclamar sin reservas, verazmente: «culpable».
Puedo encontrar un argumento adicional en el hecho de que las mejores personas han sido siempre las más dispuestas a confesar su depravación. Los hombres más santos, los que están más libres de impureza, siempre han sentido más intensamente su depravación. El que tiene sus vestidos más blancos, percibirá mejor las manchas que les caigan. El que posee la corona más reluciente, sabrá cuándo ha perdido una piedra preciosa. El que da más luz al mundo, siempre será capaz de descubrir su propia oscuridad. Los ángeles del cielo velan sus rostros; y los ángeles de Dios en la tierra, Su pueblo escogido, siempre deben velar sus rostros con la humildad, cuando se acuerdan de lo que fueron.
Escuchen a David: él no era de esos que se jactaran de una naturaleza santa y de una disposición pura. Él dice: «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.» Muchos de esos santos hombres escribieron aquí, en este volumen inspirado, y los encontrarán a todos confesando que no eran limpios, no, ni aun uno; y uno de ellos exclamó: «¡miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?»
Y además, voy a citar a otro testigo que dé testimonio de la veracidad de este hecho, y que decidirá la pregunta: será su propia conciencia. ¡Conciencia, te voy a poner en el asiento de los testigos para interrogarte esta mañana! ¡Conciencia, dinos la verdad! ¡No te drogues con el opio de la seguridad en ti mima! ¡Testifica la verdad! ¿Nunca oíste decir al corazón: «quisiera que no existiera Dios»? ¿Acaso todos los hombres no han deseado, algunas veces, que nuestra religión no fuera verdadera? Aunque no han podido librar enteramente sus almas de la idea de la Deidad, ¿acaso no han deseado que no existiera Dios? ¿No han acariciado el deseo que todas estas realidades divinas resultaran ser un engaño, una farsa y una impostura? «Sí,» responde cada individuo, «eso se me ha ocurrido algunas veces; he deseado poder entregarme a la necedad. He deseado que no hubiesen leyes que me restringieran; he deseado, como el insensato, que no hubiera Dios.»
Ese pasaje de los Salmos que dice: «Dice el necio en su corazón: no hay Dios,» está mal traducido. La traducción correcta debería ser: «Dice el necio en su corazón: no acepto a Dios. El necio no dice en su corazón no hay Dios, pues él sabe que hay un Dios; sino que más bien dice: «No acepto a Dios, no necesito ningún Dios, quisiera que no existiera ninguno.» Y, ¿quién de nosotros no ha sido tan insensato que no haya llegado a desear que no hubiera Dios?
Ahora, conciencia, ¡responde otra pregunta! Tú has confesado que algunas veces has deseado que no existiera Dios; entonces, supón que un hombre deseara la muerte de otro. ¿Acaso no demostraría eso que lo odiaba? Sí, lo demostraría. Y así, amigos míos, el deseo que no exista Dios, demuestra que tenemos aversión a Dios. Cuando deseo la muerte de otro y que se pudra en su tumba; cuando deseo que fuera un non est (un ser inexistente), debo odiar a ese hombre; de otra forma no desearía que fuera un ente extinto. Así que ese deseo (y no creo que haya existido alguien en el mundo que no lo hubiera sentido), demuestra que «los designios de la carne son enemistad contra Dios.»
Pero, ¡conciencia, tengo otra pregunta! ¿Acaso no ha deseado alguna vez tu corazón, puesto que hay un Dios, que Él fuera un poco menos santo, un poco menos puro, de tal manera que esas cosas que ahora son graves crímenes, pudiesen ser consideradas ofensas veniales, simples pecadillos? ¿Acaso no ha dicho nunca tu corazón: «Quisiera que estos pecados no fueran prohibidos». ¡Quisiera que Él fuera misericordioso para que los pasara por alto sin que requiriera una expiación! Quisiera que no fuera tan severo, tan rigurosamente justo, tan severamente estricto en Su integridad.» Corazón mío, ¿nunca has dicho eso? La conciencia debe responder: «lo has dicho.» Bien, ese deseo de cambiar a Dios, demuestra que no amas al Dios que es ahora el Dios del cielo y de la tierra; y aunque hables de religión natural, y te jactes de reverenciar al Dios de los verdes campos, de los fértiles prados, de las aguas abundantes, del retumbar del trueno, del cielo azul, de la noche estrellada, y del grandioso universo: aunque tú amas el bello ideal poético de la Deidad, no se trata del Dios de la Escritura, pues tú has deseado cambiar Su naturaleza, y en eso has demostrado que estás enemistado con Él. Pero, conciencia, ¿por qué debo andarme con rodeos? Tú puedes ser un testigo fiel, si quieres decir la verdad, que cada persona aquí presente ha transgredido de tal manera contra Dios, ha quebrantado tan continuamente Sus leyes, ha violado Su día de reposo, ha hollado Sus estatutos, ha despreciado Su Evangelio, que es muy cierto, ay, sumamente cierto que «los designios de la carne son enemistad contra Dios.»
II. Ahora, en segundo lugar, se nos pide que tomemos nota de la universalidad de este mal.
Cuán vasta es esta aseveración. No es una mente carnal singular, o una cierta clase de caracteres, sino «los designios de la carne.» Es un enunciado sin restricciones, que incluye a cada individuo. Cualquier mente que pueda apropiadamente ser llamada carnal, si no ha sido espiritualizada por el poder del Espíritu Santo de Dios, es «enemistad contra Dios.»
Observen entonces, en primer lugar, la universalidad de esto en lo relativo a todas las personas. Toda mente carnal en el mundo está enemistada con Dios. Esto no excluye ni siquiera a los bebés que se alimentan del pecho de la madre. Nosotros los llamamos inocentes, y en realidad son inocentes de transgresiones reales, pero como dice el poeta: «en el pecho más tierno yace una piedra». En la mente carnal de un bebé hay enemistad contra Dios; no está desarrollada, pero está allí. Algunos afirman que los niños aprenden a pecar por imitación. Pero no: llévense a un niño, pónganlo bajo las influencias más piadosas, asegúrense que el propio aire que respire sea purificado por la piedad, que beba sorbos de santidad, que sólo escuche la voz de la oración y de la alabanza; que sus oídos se mantengan afinados por las notas del himno sagrado; y a pesar de todo ello, ese niño puede convertirse todavía en uno de los más depravados transgresores; y aunque en apariencia esté encaminado en la propia senda al cielo, descenderá directamente al abismo si no es dirigido por la gracia divina. ¡Oh, cuán cierto es que algunos que han contado con los mejores padres, se han convertido en los peores hijos; que muchos que han sido entrenados bajo los más santos auspicios, en medio de las más favorables escenas de la piedad, se han convertido, sin embargo, en libertinos y disolutos! Así que no es por imitación, sino que es por naturaleza que el niño es malo. Concédanme que el niño es carnal, pues mi texto dice: «los designios de la carne son enemistad contra Dios.»
He oído que el cocodrilo recién nacido, cuando sale de su cascarón, en un instante comienza a ponerse en una postura de ataque, abriendo sus fauces como si hubiese sido enseñado o entrenado. Sabemos que los jóvenes leones cuando son domados y domesticados, conservan la naturaleza salvaje de sus congéneres de la selva, y si se les dejara en libertad, cazarían tan fieramente como los otros.
Lo mismo sucede con el niño; puedes atarlo con los verdes juncos de la educación, puedes hacer lo que quieras con él, pero como no puedes cambiar su corazón, esos designios de la carne estarán enemistados con Dios; y a pesar del intelecto, del talento, y de todo lo que puedan darle que sea de provecho, será de la misma naturaleza pecaminosa como cualquier otro niño, aunque en apariencia su naturaleza no sea tan mala; pues «los designios de la carne son enemistad contra Dios.»
Y si esto se aplica a los niños, igualmente incluye a toda clase de hombres. Hay algunos hombres que han nacido en este mundo dotados de espíritus superiores, que caminan por todos lados como gigantes envueltos en mantos de luz y gloria. Me estoy refiriendo a los poetas, hombres que se destacan como colosos, más poderosos que nosotros, que parecen haber descendido de las esferas celestiales. Hay otros de agudo intelecto, que, investigando en los misterios de la ciencia, descubren cosas que han estado ocultas desde la creación del mundo; hombres de tenaz investigación y de vasta erudición; y sin embargo, de cada uno de estos (poetas, filósofos, metafísicos y grandes descubridores), se dirá: «los designios de la carne son enemistad contra Dios.»
Podrás entrenarle, convertir su intelecto en algo casi angélico, fortalecer su alma hasta que entienda lo que constituyen enigmas para nosotros, y los descifre con sus dedos en un instante; podrás hacerlo tan poderoso que pueda entender los férreos secretos de los montes eternos y pulverizarlos con su puño; podrás darle un ojo tan perspicaz que pueda penetrar los misterios de las rocas y de las montañas; podrás agregarle un alma tan potente que pueda matar a la gigantesca Esfinge, que por muchas edades confundió a los sabios más notables; pero cuando hayas hecho todo esto, su mente será depravada y su corazón carnal, todavía estará en oposición a Dios.
Sí, es más, puedes llevarlo a la casa de oración; puedes exponerlo constantemente a la predicación más clara del mundo, donde oirá las doctrinas de la gracia en toda su pureza, y predicación acompañada de santa unción; pero si esa santa unción no descansa en él, todo habría sido en vano: puede ser que asista con toda regularidad, pero al igual que la piadosa puerta de la capilla, que gira hacia adentro y hacia afuera, él seguirá siendo igual; podría tener una religión superficial externa, pero su mente carnal estará enemistada con Dios. Ahora, esta no es una aseveración mía, es la declaración de la palabra de Dios, y pueden hacerla a un lado si no creen en ella; pero no discutan conmigo, ya que es el mensaje de mi Señor; y es válido para cada uno de ustedes: hombres, mujeres y niños, y para mí también, que si no somos regenerados y convertidos, si no experimentamos un cambio de corazón, nuestra mente carnal está enemistada con Dios.
Además, tomen nota de la universalidad de esto en todo momento. La mente carnal está en todo momento enemistada con Dios. «Oh,» dirá alguno, «puede ser verdad que a veces nos oponemos a Dios, pero ciertamente no siempre nos oponemos.» «Hay momentos,» dirá alguien, «cuando me siento que me rebelo, algunas veces mis pasiones me conducen a desviarme; pero ciertamente hay otras ocasiones favorables cuando realmente soy amigable con Dios, y le ofrezco verdadera devoción. A veces me he quedado (continúa el impugnador), en la cumbre de la montaña, hasta que toda mi alma se ha encendido con la escena contemplada abajo, y mis labios han pronunciado el himno de alabanza:
«Estas son Tus obras gloriosas, Padre de bondad,
Todopoderoso, Tuya es esta estructura universal,
Tan hermosa y maravillosa: ¡cuán maravilloso entonces Tú!»
Sí, pero fíjate, lo que es verdad un día no es falso al día siguiente; «los designios de la carne son enemistad contra Dios» todo el tiempo. El lobo podrá estar dormido, pero sigue siendo lobo. La serpiente con sus tonos atornasolados podrá dormitar en medio de las flores, y el niño puede acariciar su lomo resbaloso, pero sigue siendo una serpiente; no cambia su naturaleza aunque esté dormida. El mar es el albergue de las tormentas, aun cuando esté plácido como un lago; el trueno sigue siendo el trueno que retumba poderosamente, aunque se encuentre tan lejos que no podamos oírlo. Y el corazón, aunque no percibimos sus ebulliciones, aunque no vomite su lava, y no arroje las hirvientes rocas de su corrupción, sigue siendo el mismo temible volcán. En todo momento, a todas horas, a cada instante (digo esto según lo dice Dios), si ustedes son carnales, cada uno de ustedes es enemistad contra Dios.
Tenemos otro pensamiento relativo a la universalidad de este enunciado. Todos los designios de la carne son enemistad contra Dios. El texto dice: «Los designios de la carne son enemistad contra Dios;» esto es, todo el hombre, cada parte de él: cada poder, cada pasión. Se hacen a menudo la pregunta: «¿Qué parte del hombre fue afectada por la caída?» piensan que la caída sólo la resintieron los afectos, pero que el intelecto permaneció incólume; ellos argumentan esto sustentados en la sabiduría del hombre, y los impresionantes descubrimientos que ha hecho, tales como la ley de la gravedad, la máquina de vapor y las ciencias. Ahora, yo considero estas cosas como un despliegue insignificante de sabiduría, cuando se las compara con lo que se descubrirá dentro de cien años, y muy pequeñas comparadas con lo que se pudo haber descubierto si el intelecto del hombre hubiese permanecido en su condición original. Yo creo que la caída aplastó al hombre enteramente. Aunque cuando rodó como una avalancha sobre el poderoso templo de la naturaleza humana, algunos elementos permanecieron intactos, y en medio de las ruinas pueden encontrarse por aquí y por allá una flauta, un pedestal, una cornisa, una columna, que no están completamente quebrados, la estructura entera cayó, y sus reliquias más gloriosas son cosas caídas, hundidas en el polvo. El hombre completo está estropeado.
Miren nuestra memoria; ¿acaso no es verdad que la memoria participa de la caída? Yo puedo recordar mucho mejor las cosas malas que las que tienen olor a piedad. Si oigo una canción lasciva, esa música del infierno chirriará en mis oídos hasta que las canas cubran mi cabeza. Pero si oigo una nota de santa alabanza: ¡ay!, ¡se me olvida! Porque la memoria aprieta con una mano de hierro las cosas malas, pero sostiene con dedos débiles las cosas buenas. La memoria permite que los maderos gloriosos de los bosques del Líbano floten sobre la corriente del olvido, pero retiene toda la inmundicia que le llega flotando de la depravada ciudad de Sodoma. La memoria recordará lo malo, pero olvidará lo bueno. La memoria participa de la caída. Lo mismo ocurre con los afectos. Amamos lo terrenal más de lo que deberíamos amarlo; rápidamente entregamos nuestro corazón a una criatura, pero raras veces lo ofrecemos a nuestro Creador; y cuando el corazón es entregado a Jesús, es propenso a descarriarse.
Miren a nuestra imaginación también. ¡Oh!, cómo se deleita la imaginación cuando el cuerpo se encuentra en una condición perniciosa. Sólo denle al hombre algo que lo lleve al punto de la intoxicación; dróguenlo con opio; y ¡cómo bailará su imaginación llena de gozo! Como pájaro liberado de su jaula, ¡cómo se remontará con alas más vigorosas que las alas del águila! Ve cosas que ni siquiera habría soñado en las sombras de la noche. ¿Por qué razón su imaginación no trabajó cuando su cuerpo se encontraba en un estado normal, cuando era saludable? Simplemente porque la imaginación es depravada; y mientras no se había introducido un elemento inmundo, mientras el cuerpo no había comenzado a estremecerse con un tipo de intoxicación, la fantasía no pensaba en celebrar su carnaval. Tenemos algunos espléndidos muestrarios de lo que el hombre puede escribir, cuando se ha encontrado bajo la maldita influencia del aguardiente. Debido a que la mente es tan depravada, le encanta todo aquello que pone al cuerpo en una condición anormal; y aquí tenemos una prueba que la propia imaginación se ha descarriado.
Lo mismo ocurre con el juicio: puedo demostrar cuán imperfectamente decide. También puedo acusar a la conciencia, y decirle cuán ciega es, y cómo le guiña el ojo a las más grandes necedades. Puedo examinar todos nuestros poderes, y escribir sobre la frente de cada uno de ellos: «¡Traidor al cielo! ¡Traidor al cielo!» Toda «la mente puesta en la carne es enemiga de Dios.»
Ahora, mis queridos lectores, «sólo la Biblia es la religión de los protestantes:» pero siempre que reviso un cierto libro tenido en gran estima por nuestros hermanos anglicanos, lo encuentro enteramente de mi lado, e invariablemente siento un gran deleite al citarlo. ¿Saben ustedes que soy uno de los mejores clérigos de la Iglesia de Inglaterra, el mejor, si me juzgaran por los Artículos, y el peor si me juzgaran por cualquier otra norma? Mídanme por los Artículos de la Iglesia de Inglaterra, y no ocuparía un segundo lugar ante nadie bajo el cielo azul del firmamento, predicando el evangelio contenido en ellos; pues si hay un excelente epítome del Evangelio, se encuentra en los Artículos de la Iglesia de Inglaterra. Permítanme mostrarles que no han estado escuchando una doctrina extraña. Tenemos, por ejemplo, el artículo noveno, sobre el pecado de nacimiento o pecado original: «El pecado original no consiste en seguir a Adán (como lo afirman vanamente los pelagianos), sino que es la falla y la corrupción de la naturaleza de cada individuo, que naturalmente es engendrada por la prole de Adán, por la cual el hombre está sumamente alejado de la justicia original, y es por su propia naturaleza propenso al mal, de tal forma que el deseo de la carne es contra el Espíritu; y, por lo tanto, toda persona venida a este mundo merece la ira de Dios y la condenación. Y esta infección de la naturaleza efectivamente permanece, sí, en los que son regenerados; por lo cual la concupiscencia de la carne, llamada en el griego: phronema sarkos, que algunos exponen como la sabiduría, la sensualidad, el afecto, el deseo de la carne, no está sujeta a la Ley de Dios. Y aunque no hay condenación para los que creen y son bautizados, sin embargo el apóstol confiesa que la concupiscencia y la lascivia tienen en sí la naturaleza del pecado.» No necesito nada más. ¿Acaso alguien que crea en el Libro de Oración disentirá de la doctrina que «la mente puesta en la carne es enemiga de Dios»?
III. He dicho que iba a procurar, en tercer lugar, mostrar la gran enormidad de esta culpa.
Me temo, hermanos míos, que a menudo cuando consideramos nuestro estado, no pensamos tanto en la culpa como en la miseria. Algunas veces he leído sermones sobre la inclinación del pecador al mal, en los que esto se ha demostrado con mucho poder, y ciertamente el orgullo de la naturaleza humana ha sido muy humillado y abatido; pero hay algo que me parece que si se deja fuera, resulta ser una gran omisión, es decir: la doctrina que el hombre es culpable en todas estas cosas. Si su corazón está contra Dios, debemos decirle que es su pecado; y si no puede arrepentirse, debemos mostrarle que el pecado es la única causa de su incapacidad para hacerlo, (que toda su separación de Dios es pecado), que mientras se mantenga alejado de Dios es pecado.
Me temo que muchos de los aquí presentes debemos reconocer que no acusamos de ese pecado a nuestras propias conciencias. Sí, decimos, estamos llenos de corrupción. ¡Oh!, sí. Pero nos quedamos muy tranquilos. Hermanos míos, no deberíamos hacerlo. Tener esas corrupciones es nuestro crimen, que debe ser confesado como un enorme mal; y si yo, como un ministro del Evangelio, no recalcara el pecado involucrado en ello, no habría encontrado su propio virus. Habría dejado fuera la verdadera esencia, si no mostrara que es un crimen.
Ahora, «la mente puesta en la carne es enemiga de Dios.» ¡Cuán grave pecado es! Esto se manifestará de dos formas. Consideren la relación en la que estamos con Dios, y luego recuerden lo que Dios es; y después que haya hablado de estas dos cosas, espero, ustedes verán, en verdad, que es un pecado estar enemistados con Dios.
¿Qué es Dios para nosotros? Él es el Creador de los cielos y de la tierra; Él sostiene los pilares del universo. Él con Su aliento perfuma las flores. Su lápiz las pinta de colores. Él es el autor de esta hermosa creación. «Somos ovejas de su prado; El nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos.» La relación que tiene con nosotros es la de Hacedor y Creador; y por ese hecho reclama ser nuestro Rey. Él es nuestro Legislador, el autor de la ley; y luego, para que nuestro crimen sea peor y más grave, Él gobierna la providencia; pues es Él quien nos guarda día a día. Él suple nuestras necesidades; Él mantiene el aire que respira nuestra nariz; Él ordena a la sangre que mantenga su curso a lo largo de nuestra venas; Él nos mantiene con vida, y nos previene de la muerte; Él está delante de nosotros como nuestro Creador, nuestro Rey, nuestro Sostén, nuestro Benefactor; y yo pregunto: ¿no es acaso un crimen de enorme magnitud, no es alta traición contra el emperador del cielo, no es un pecado horrible, cuya profundidad no podemos medir con la sonda de todo nuestro juicio, que nosotros, Sus criaturas, que dependemos de Él, estemos enemistados con Él?
Pero puede verse que el crimen es más grave cuando pensamos en lo que Dios es. Permítanme apelar personalmente ante ustedes en un estilo de interrogatorio, pues esto tiene mucho peso. ¡Pecador! ¿Por qué estás enemistado con Dios? Dios es el Dios de amor. Él es amable con Sus criaturas. Él te mira con Su amor de benevolencia, pues este mismo día Su sol ha brillado sobre ti, hoy has tenido alimento y vestido, y has llegado a esta capilla con salud y vigor. ¿Odias a Dios porque te ama? ¿Es esa la razón? ¡Consideren cuántas misericordias han recibido de Sus manos a lo largo de su vida! No nacieron con un cuerpo deforme; han tenido una medida tolerable de salud; te has recuperado muchas veces de la enfermedad. Cuando estabas al borde la muerte, Su brazo ha detenido tu alma del último paso de destrucción. ¿Odias a Dios por todo esto? ¿Le odias porque salvó tu vida por Su tierna misericordia? ¡Contempla toda Su bondad que ha desplegado delante de ti! Podría haberte enviado al infierno; pero estás aquí. Ahora, ¿odias a Dios por haberte conservado? Oh, ¿por qué razón estás enemistado con Él? Amigo mío, ¿acaso no sabes que Dios envió a Su Hijo procedente Su pecho, y lo colgó en el madero, y allí permitió que muriera por los pecadores, el justo por los injustos? Y, ¿odias a Dios por ello? Oh, pecador, ¿acaso es esta la causa de tu enemistad? ¿Estás tan alejado que agradeces con enemistad el amor? Y cuando te ha rodeado de favores, cuando te ha ceñido con bendiciones, cuando te ha colmado de misericordias, ¿acaso le odias por eso? Él te podría decir lo mismo que dijo Jesús a los judíos: «Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?» ¿Por cuáles de estas obras odian a Dios? Si algún benefactor terrenal te hubiese alimentado ¿le odiarías? Si te hubiera vestido, ¿le ultrajarías en su cara? Si te hubiese dado talentos, ¿volverías esos poderes en su contra? ¡Oh, habla! ¿Forjarías el hierro de una daga y la clavarías en el corazón de tu mejor amigo? ¿Odias a tu madre que te crió en sus rodillas? ¿Acaso maldices a tu padre que sabiamente veló por ti? No, respondes, sentimos una pequeña gratitud por nuestros parientes terrenales. ¿Dónde están sus corazones, entonces? ¿Dónde están sus corazones, que todavía pueden despreciar a Dios, y estar enemistados con Él? ¡Oh, crimen diabólico! ¡Oh, atrocidad satánica! ¡Oh, iniquidad indescriptible! Odiar a Quien es todo amable, aborrecer al que muestra misericordia constante, desdeñar al que bendice eternamente, escarnecer al bueno, al lleno de gracia; ¡por sobre todo, odiar al Dios que envió a Su Hijo para que muriera por el hombre! ¡Ah!, en ese pensamiento: «La mente puesta en la carne es enemiga de Dios,» hay algo que nos sacude; pues es un terrible pecado estar enemistados con Dios. Quisiera poder hablar con mayor poder, pero únicamente mi Señor puede hacerles ver el enorme mal de este hórrido estado del corazón.
IV. Pero hay una o dos doctrinas que procuraremos deducir de todo esto.
¿Está la mente puesta en la carne «enemistada con Dios»? Entonces la salvación no puede ser por méritos; tiene que ser por gracia. Si estamos enemistados con Dios, ¿qué méritos podríamos tener? ¿Cómo podemos merecer algo del Ser que odiamos? Aun si fuésemos puros como Adán, no podríamos tener ningún mérito; pues no creo que Adán tuviera algún merecimiento delante de su Creador. Cuando había guardado toda la ley de su Señor, no era sino un siervo inútil; no había hecho más de lo que tenía que hacer; no tenía un saldo a su favor, no había un excedente. Pero como nos hemos vuelto enemigos, ¡cuánto menos podemos esperar ser salvados por obras! Oh, no; la Biblia entera nos dice, de principio a fin, que la salvación no es por las obras de la ley, sino por los actos de la gracia.
Martín Lutero declaraba que él predicaba constantemente la justificación por la fe únicamente, «porque,» decía, la gente tiende a olvidarlo; de tal forma que me veía obligado casi a golpear sus cabezas con mi Biblia, para que se grabaran el mensaje en sus corazones.» Y es verdad que constantemente olvidamos que la salvación es sólo por gracia. Siempre estamos intentando introducir una pequeña partícula de nuestra propia virtud; queremos cooperar con algo.
Recuerdo un viejo dicho del viejo Matthew Wilkes: «¡Salvados por sus obras! Es como si intentaran llegar a América en un barquito de papel!» ¡Salvados por sus obras! ¡Eso es imposible! Oh, no; el pobre legalista es como un caballo ciego que da vueltas y vueltas al molino; o como el prisionero que sube los escalones del molino de rueda, y descubre que no ha subido después de todo el esfuerzo que ha hecho; no tiene una confianza sólida, no tiene una base firme en la que pueda apoyarse. No ha hecho lo suficiente: «nunca lo suficiente.» La conciencia siempre dice: «esto no es la perfección; debería haber sido mejor.» La salvación para los enemigos debe alcanzarse mediante un embajador, por una expiación, sí, por Cristo.
Otra doctrina que extraemos de esto es: la necesidad de un cambio completo de nuestra naturaleza. Es cierto que desde que nacemos estamos enemistados con Dios. ¡Cuán necesario es, entonces, que nuestra naturaleza sea cambiada! Hay pocas personas que sinceramente creen en esto. Ellos piensan que si claman: «Señor, ten misericordia de mí,» cuando están agonizando, irán al cielo directamente. Permítanme suponer un caso imposible por un momento. Imaginemos un hombre que está entrando al cielo sin un cambio en su corazón. Se aproxima a las puertas. Escucha un soneto. ¡Se sobresalta! Es un himno de alabanza a su enemigo. Ve un trono, y en él está sentado Uno que es glorioso; pero es su enemigo. Camina por calles de oro, pero esas calles pertenecen a su enemigo. Ve huestes de ángeles, pero esas huestes son los siervos de su enemigo. Él se encuentra en la casa de un enemigo; pues él está enemistado con Dios. No puede unirse a los cantos, pues desconoce la melodía. Se quedaría parado allí, silente, inmóvil, hasta que Cristo dijera con una voz más potente que diez mil truenos: «¿Qué haces tú aquí? ¿Enemigos en el banquete de bodas? ¿Enemigos en la casa de los hijos? ¿Enemigos en el cielo? ¡Vete de aquí! ¡Apártate, maldito, al fuego eterno del infierno!» ¡Oh!, señores, si los no regenerados pudiesen entrar al cielo, traigo a la memoria una vez más el tan repetido dicho de Whitefield: sería tan infeliz en el cielo, que le pediría a Dios que le permitiese precipitarse en el infierno para buscar cobijo allá. Debe haber un cambio, si pensamos en el estado futuro, pues, ¿como podrían los enemigos de Dios sentarse jamás en el banquete de bodas del Cordero?
Y para concluir, permítanme recordarles (y después de todo está en el texto), que este cambio debe ser obrado por un poder superior al de ustedes. Un enemigo puede posiblemente convertirse en amigo; pero no la enemistad. Si ser un enemigo fuera un agregado a su naturaleza, él podría volverse un amigo; pero si es la esencia misma de su existencia ser enemistad, positiva enemistad, la enemistad no se puede cambiar a sí misma. No, debe hacerse algo más de lo que nosotros podemos lograr. Esto es precisamente lo que se olvida en estos días. Necesitamos más predicación con la unción del Espíritu Santo, si queremos tener más obra de conversión. Yo les digo, amigos, si ustedes se cambian a sí mismos, y se hacen mejores, y mejores, y mejores, mil veces mejores, nunca serán lo suficientemente buenos para el cielo. Mientras el Espíritu de Dios no haya puesto Su mano en ustedes; mientras no haya regenerado el corazón, mientras no haya purificado el alma, mientras no haya cambiado el espíritu entero y no haya hecho al hombre una nueva criatura, no podrán entrar al cielo. Cuán seriamente, entonces, deberían hacer un alto y meditar. Heme aquí, una criatura de un día, un mortal nacido para morir, ¡pero sin embargo un ser inmortal! En este momento estoy enemistado con Dios. ¿Qué haré? ¿Acaso no es mi deber, así como mi felicidad, preguntar si hay una manera de ser reconciliado con Dios?
¡Oh!, agotados esclavos del pecado, ¿acaso no son sus caminos, sendas de insensatez? ¿Acaso es sabiduría, oh mis amigos, es sabiduría odiar a su Creador? ¿Es sabio estar en oposición contra Él? ¿Es prudente despreciar las riquezas de Su gracia? Si es sabiduría, es la sabiduría del infierno; si es sabiduría, es una sabiduría que es insensatez para con Dios. ¡Oh, que Dios nos conceda que se puedan volver a Jesús con pleno propósito de corazón! Él es el embajador; Él es el único que puede establecer la paz por medio de Su sangre; y aunque vinieron aquí como enemigos, es posible que atraviesen esa puerta como amigos, si no hacen sino mirar a Jesucristo, la serpiente de bronce que fue alzada.
Y ahora, puede ser que algunos de ustedes hayan sido convencidos de pecado, por el Espíritu Santo. Yo ahora les voy a proclamar el camino de salvación. «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.» Contempla, oh temeroso penitente, el instrumento de tu liberación. ¡Vuelve tus ojos llenos de lágrimas a aquel Monte del Calvario! Mira la víctima de la justicia, el sacrificio de expiación por tu transgresión. Mira al Salvador en Sus agonías, comprando tu alma con torrentes de Su sangre, y soportando tu castigo en medio de las agonías más intensas. Él murió por ti, si confiesas tus culpas ahora. Oh, ven tú, hombre condenado, autocondenado, y vuelve tus ojos a este camino, pues una mirada salvará. Pecador, tú has sido mordido. ¡Mira! No necesitas ninguna otra cosa sino «¡mirar!» Es simplemente «¡mirar!» Basta que mires a Jesús y serás salvo. Oyes la voz del Redentor: «Mirad a mí, y sed salvos.» ¡Miren! ¡Miren! ¡Miren! Oh almas culpables.
«Confía en Él, confía plenamente,
No permitas que otra confianza se entrometa;
Nadie sino Jesús
Puede hacer bien al pecador desvalido.»
Que mi bendito Señor les ayude a venir a Él, y los atraiga a Su Hijo, por Jesucristo nuestro Señor. Amén y Amén.