La Corona de Espinas

http://www.spurgeonaudio.com/audios/La%20Corona%20de%20Espinas.mp3 Antes de que entremos al cuartel de los soldados y contemplemos con atención «la […]
charles spurgeon

Antes de que entremos al cuartel de los soldados y contemplemos con atención «la sagrada cabeza una vez herida,» será conveniente considerar quién y qué era la persona que fue cruelmente sometida así a la vergüenza. No olviden la excelencia intrínseca de Su persona, pues Él es el esplendor de la gloria del Padre, y la imagen expresa de Su persona. Él es en Sí mismo Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos, la Palabra eterna por la cual todas las cosas fueron hechas, y todas las cosas en Él subsisten. Aunque era Heredero de todas las cosas, y Príncipe de los reyes de la tierra, fue despreciado y desechado entre los hombres, «varón de dolores, experimentado en quebranto;» Su cabeza fue ceñida con una corona de espinas por burla. Su cuerpo fue ataviado con un manto de púrpura desteñido. Una pobre caña fue colocada en Su mano como cetro, y luego la soldadesca impúdica se atrevió a mirarle a la cara y afligirle con sus sucias burlas:

«Los soldados también escupieron sobre ese rostro
Que los ángeles junto a los profetas
Anhelaban ver por gracia, pero no se les concedió.
¿Hubo alguna vez dolor igual al Mío?»

No olviden la gloria a la que estaba acostumbrado en otro tiempo, pues antes de que viniera a la tierra, Él estaba en el seno del Padre, siendo adorado por querubines y serafines, obedecido por todos los ángeles, reverenciado por todo principado y potestad en los lugares celestiales; sin embargo aquí está sentado, siendo tratado peor que un criminal, convertido en el centro de una comedia antes de volverse la víctima de la tragedia. Lo sentaron sobre alguna silla rota, le cubrieron con un viejo manto de soldado, y luego le insultaron como si fuera un monarca de mentira:

«Ellos doblaron su rodilla delante de Mí, y clamaron: Salve rey;
Todo lo que las mofas y el escarnio puedan imaginar
Yo soy el piso, el sumidero, el basurero.
¿Hubo alguna vez dolor igual al Mío?

¡Su amor por nosotros le impulsó a aceptar un terrible abatimiento! ¡Miren cuán bajo cayó para levantarnos de nuestra caída! No se olviden que en el preciso momento en que se estaban burlando de Él de esta manera, Él era el Señor de todo, y podía convocar a doce legiones de ángeles para que vinieran en Su rescate. Había majestad en Su abatimiento; Él había abandonado, es cierto, la gloriosa pompa imperial de los atrios de Su Padre, y ahora era el hombre humilde de Nazaret, pero a pesar de ello, si lo hubiese querido, una mirada de esos ojos habrían fulminado a la soldadesca romana; una palabra de esos labios silenciosos habrían estremecido el palacio de Pilato desde el techo hasta los cimientos; y si hubiese querido, el irresoluto gobernador y la maligna multitud, habrían sido conjuntamente arrojados vivos al abismo, al igual que Coré, Datán y Abiram en tiempos antiguos. He aquí, el propio Hijo de Dios, el muy amado del cielo y el príncipe de la tierra, está sentado allí y se ciñe la cruel corona que lesiona Su mente y Su cuerpo a la vez, la mente por el insulto y el cuerpo por el dolor punzante y taladrante. Su rostro de rey fue desfigurado por «heridas que no cesan de sangrar, que gotean lánguidas y lentas,» y sin embargo, esa «frente muy noble y amada» fue una vez la más hermosa de los hijos de los hombres, y aun en esas circunstancias era el rostro de Emanuel, Dios con nosotros.

Recuerden estas cosas y le verán atentamente con ojos iluminados y tiernos corazones, y serán capaces de entrar más plenamente en comunión con Él en Sus aflicciones. Recuerden desde dónde vino, y les asombrará en mayor grado que haya descendido tan bajo. Recuerden lo que era y más les sorprenderá que se haya convertido en nuestro Sustituto.

Y ahora abrámonos paso hasta el cuarto de los guardias, y contemplemos a nuestro Salvador ceñido con la corona de espinas. No nos detendremos mucho en las especulaciones acerca del tipo de espinas que le pusieron. De conformidad a los rabinos y a los especialistas en botánica habían unas veinte o veinticinco especies diferentes de arbustos espinosos que crecían en Palestina. Y diferentes escritores han seleccionado ya sea unos u otros de esos arbustos, de acuerdo a sus propios juicios o preferencias, como las espinas peculiares que fueron usadas en esta ocasión. Pero, ¿por qué elegir una espina entre muchas? Él no soportó sólo un dolor, sino todos; y cada espina sería suficiente; la propia incertidumbre en cuanto a la especie peculiar nos proporciona una instrucción. Muy bien podría ser que más de una variedad de espinas haya sido tejida en esa corona: sea como fuere, el pecado ha esparcido tan profusamente espinas y cardos en la tierra, que no hubo ninguna dificultad para encontrar los materiales, como tampoco hubo escasez de aflicciones para castigarle cada mañana y hacer que se doliera todos Sus días.

Los soldados podrían haber usado ramas flexibles del árbol de acacia, esa madera que no se pudre, de la cual tomaron para hacer muchas de las sagradas tablas y utensilios del santuario; y, por tanto, habrían sido utilizados de manera significativa si ese fuera el caso. Podría ser cierto, como los antiguos escritores generalmente lo consideraban, que la planta fuera la conocida como spina Cristi (espina de Cristo), pues cuenta con muchas espinas agudas y pequeñas, y con sus verdes hojas se podría tejer una guirnalda, como las que se utilizaban para coronar a los generales y a los emperadores después de una batalla. Pero vamos a dejar este asunto; fue una corona de espinas la que traspasó Su frente, y le causó sufrimientos a la vez que vergüenza, y eso nos basta. Nuestra pregunta es ahora: ¿qué es lo que vemos cuando nuestros ojos contemplan a Jesucristo coronado de espinas? Hay seis elementos que me impresionan notablemente, y al levantar la cortina, les ruego que presten mucha atención, y pido que el Espíritu Santo derrame Su iluminación divina y alumbre la escena delante de nuestras almas maravilladas.

I. Lo primero que puede ver el observador más distraído, antes de escarbar debajo de la superficie, es UN ESPECTÁCULO DOLOROSO.

Aquí está el Cristo, el Cristo tierno, amante, generoso, siendo tratado con indignidad y escarnio; aquí está el Príncipe de la Vida y de la Gloria, convertido en objeto de escarnio por una soldadesca atrevida. Contemplen hoy al lirio entre las espinas, la pureza alzándose en medio del pecado que se le opone. Vean al sacrificio atrapado en la espesura, y sujetado con firmeza allí, como una víctima en nuestro lugar para cumplir el antiguo tipo del carnero trabado en un zarzal, que Abraham sacrificó en lugar de Isaac. Tres cosas deben ser analizadas cuidadosamente en este espectáculo de dolor.

Aquí vemos la mansedumbre y la debilidad de Cristo sometidas por los alegres legionarios. Cuando trajeron a Cristo al cuarto de la guardia, ellos sentían que encontraba enteramente en su poder, y que Sus pretensiones de ser un rey eran tan absurdas, que sólo podría ser un tema de burla despectiva. Estaba vestido pobremente, pues únicamente llevaba la túnica de un campesino, ¿era acaso entonces un pretendiente para vestir la púrpura? Guardaba silencio, ¿era acaso el hombre que fuera a incitar a la sedición a la nación? Estaba todo lleno de heridas y moretones, y acababa de sufrir el látigo del verdugo, ¿era acaso el héroe que inspiraría el entusiasmo de un ejército para derrocar a la vieja Roma? Parecía una extraña diversión para ellos, y como las bestias salvajes juegan con sus víctimas, así jugaban ellos con Él. Les garantizo que eran muchas las mofas y los desprecios de la soldadesca romana a costa Suya, y fuerte era la risa en medio de sus filas. ¡Miren Su rostro, cuán manso se muestra! ¡Cuán diferente de los rostros altivos de los tiranos! Burlarse de Sus derechos reales no era sino algo natural para la ruda soldadesca. Él era tan dócil como un niño, tan tierno como una mujer; Su dignidad era de un aguante calmado y tranquilo, y ciertamente no era un dignidad cuya fuerza pudieran sentir estos hombres semibárbaros, por tanto le abrumaban con

desprecios. Recordemos que la debilidad de nuestro Señor fue asumida por causa nuestra: por nosotros se convirtió en cordero, por nosotros hizo a un lado Su gloria, y por tanto es más doloroso cuando vemos que esta humillación voluntaria, asumida en Sí mismo, fuera el objeto de tanta mofa y escarnio, aunque dignas del más alto precio. Él se humilla para salvarnos, y nosotros nos reímos conforme se agacha; Él deja el trono para poder elevarnos a ese trono, pero mientras Él está graciosamente condescendiendo, la burda risa de un mundo impío es Su única recompensa. ¡Qué cosa tan terrible! ¿Acaso fue el amor tratado de una manera tan poco amable? Ciertamente la crueldad que recibió fue proporcional a la honra que merecía, tan perversos son los hijos de los hombres.

«¡Oh, cabeza tan llena de golpes!
¡Frente que pierde la sangre vital!
Oh grandiosa humildad.
Sobre Su rostro caen
Las más amargas indignidades;
Él soporta todo eso por mí.»

No era simplemente que se burlaban de Su humildad, sino que se burlaban de Sus derechos de ser un rey. «¡Ajá!», parecían decir, «¿acaso es éste un rey? Debe tratarse de alguna rústica tradición judía, en verdad, que este pobre campesino reclame el derecho de ceñirse una corona. ¿Acaso es este el Hijo de David? ¿Cuándo batirá en retirada a César y sus ejércitos hasta el mar, y establecerá un nuevo estado, y reinará en Roma? Este judío, este campesino, ¿acaso va cumplir el sueño de Su nación, y gobernará sobre toda la humanidad? Ridiculizaban esta idea a las mil maravillas, y no nos sorprende que lo hicieran, pues no podían percibir Su verdadera gloria.

Pero, amados, mi punto yace aquí, Él era un rey en el sentido más verdadero y enfático. Si no hubiera sido un rey, entonces, como un impostor, habría merecido el escarnio, pero no lo habría sentido tan profundamente; pero siendo verdadera y realmente un rey, cada palabra debe haber atormentado Su alma regia, y cada sílaba debe haber herido en lo vivo Su espíritu real. Cuando los pretendidos derechos de un impostor quedan expuestos y son entregados al escarnio, esa misma persona sabe muy bien que merece todo el desprecio que recibe, y, ¿qué puede decir? Pero si el heredero verdadero de todas las propiedades del cielo y de la tierra tiene Sus derechos denegados y Su persona es escarnecida, entonces Su corazón queda herido, y la reprensión y el reproche le llenan de aflicción. ¿Acaso no es triste que el Hijo de Dios, el bendito y único Potentado, haya sido deshonrado de esta manera?

Y no se trató de burlas, simplemente, sino que la crueldad añadió dolor al insulto. Si sólo hubieran tenido la intención de burlarse de Él, pudieran haber tejido una corona de paja, pero ellos se proponían infligirle dolor, y por tanto tejieron una corona de espinas. Contemplen, se los ruego, a Su persona, al tiempo que sufre a manos de ellos. Le habían azotado hasta el punto que probablemente no había ninguna parte de Su cuerpo que no sangrara bajo los golpes, excepto Su cabeza, y ahora debían hacer sufrir también esa cabeza. Ay, toda nuestra cabeza estaba enferma, y todo nuestro corazón desfalleciente, y así Él debe ser hecho en Su castigo, semejante a nosotros en nuestra transgresión. No había ni una sola parte de nuestra humanidad sin pecado, y no debía haber ni una parte de Su humanidad sin sufrimiento. Si hubiéramos escapado en alguna medida de la iniquidad, Él habría podido escapar del dolor en esa misma medida, pero como llevábamos el vestido sucio de la transgresión, y nos cubría por completo de la cabeza a los pies, Él también debía llevar las vestiduras de la vergüenza y de la burla desde la coronilla de Su cabeza hasta la planta de Sus pies.

«¡Oh amor, tan ilimitado para ser mostrado
Por nadie, excepto únicamente por el Señor!
¡Oh amor ofendido, que soporta
Los dolores y la descarada maldición del ofensor!
Oh amor, que no podría tener otro motivo,
Que la pura benignidad de salvar.»

Amados, siempre siento como si mi lengua estuviera amarrada, cuando me pongo a hablar de los sufrimientos de mi Señor. Puedo pensar en ellos, puedo imaginarlos para mí, puedo sentarme y ponerme a llorar por ellos, pero no sé cómo retratarlos para los demás. ¿Acaso han conocido alguna pluma o lápiz que pudiera pintarlos? Incluso un Miguel Ángel o un Rafael podrían muy bien rehuir el intento de pintar este cuadro; y la lengua de un arcángel podría consumirse en el esfuerzo de cantar las aflicciones de Aquel que fue cargado con la vergüenza de nuestras transgresiones vergonzosas. Les pido que, más que escuchar, mediten, y que se sienten y vean a su Señor con sus propios ojos amantes, en vez de considerar mis palabras. Yo sólo puedo bosquejar el cuadro, delineándolo toscamente al carbón; debo dejar que ustedes le pongan los colores, y que luego se sienten y lo estudien, pero fracasarán como fracaso yo. Podremos sumergirnos, pero no podemos alcanzar las profundidades de este abismo de dolor y de vergüenza. Podremos remontarnos, pero estos montes azotados por las tormentas están todavía por encima de nosotros.

II. Descorriendo otra vez la cortina de este espectáculo vergonzoso, veo aquí una ADVERTENCIA SOLEMNE que nos habla quedamente y nos conmueve desde ese espectáculo de dolor.

Me preguntarán cuál es esa advertencia. Es una advertencia para que no cometamos nunca el mismo crimen que cometieron los soldados. «¡El mismo!», dirás; «vamos, nosotros nunca tejeríamos una corona de espinas para ponerla en esa amada cabeza.» Elevo mis oraciones para que no lo hagan nunca; pero hay muchas personas que lo han hecho, y lo siguen haciendo. Quienes niegan Sus derechos son culpables de este crimen. Los sabios de este mundo están muy ocupados en este mismo momento por todo el universo, muy ocupados en recoger espinas para enroscarlas y poder torturar al Ungido del Señor. Algunos de ellos afirman: «sí, Él fue un buen hombre, pero no el Hijo de Dios;» otros niegan incluso Su excelencia superlativa en la vida y en la enseñanza; ponen reparos a Su perfección e imaginan fallas donde no hubo ninguna. Nunca se sienten más felices que cuando impugnan Su carácter.

Podría estarme dirigiendo a algunos infieles confesos aquí, a algunos escépticos en lo relativo a la persona del Salvador y a Su doctrina, y yo los acuso de coronar de espinas al Cristo de Dios cada vez que inventan acusaciones crueles en contra del Señor Jesús, y cuando expresan denuestos en contra de Su causa y de Su pueblo. Al negarle Sus derechos y especialmente al ridiculizarlos, están repitiendo la infeliz escena que tenemos delante de nosotros. Hay algunas personas que usan todo su ingenio, y ejercitan su máxima habilidad, únicamente en descubrir discrepancias en las narraciones del Evangelio, o evocar diferencias entre sus supuestos descubrimientos científicos y las declaraciones de la Palabra de Dios. Muy a menudo se han espinado sus propias manos cuando están tejiendo coronas de espinas para Él, y yo me temo que algunos de ellos tendrán que acostarse sobre un lecho espinoso cuando lleguen a la muerte, como resultado de la ostentación de su investigación científica de las zarzas con las que pretendían afligir al Amante de la humanidad. Sería muy bueno que no tuvieran que acostarse eternamente sobre algo peor que espinas, cuando Cristo venga para juzgarlos y condenarlos y arrojarlos en el lago de fuego por todas sus impiedades concernientes a Él. ¡Oh, que abandonaran este oficio malicioso e inútil de tejer coronas de espinas para Él, que es la única esperanza del mundo, cuya religión es la estrella solitaria que da brillo a la medianoche de la aflicción humana, y guía al mortal al puerto de paz!

Incluso por los beneficios temporales del cristianismo, el buen Jesús debería ser tratado con respecto; Él ha emancipado al esclavo, y liberado al oprimido; Su Evangelio es la carta magna de la libertad, el azote de los tiranos y la muerte de los sacerdotes. Propáguenlo y estarán propagando la paz, la libertad, el orden, el amor y el gozo. Él es el más grande de los filántropos, el verdadero amigo del hombre, ¿por qué, entonces, se ponen en orden de batalla en contra de Él, ustedes que hablan de progreso e ilustración? Basta con que los hombres le conozcan y le coronarían con diademas de reverente amor más preciosas que las perlas de la India, pues Su reino abrirá las puertas de la época de oro, y aun ahora suaviza el rigor del presente, así como ha erradicado las miserias del pasado. No es un buen negocio estar censurando y objetando, y yo les suplico a quienes están involucrados en él que cesen en sus esfuerzos poco generosos, indignos de seres racionales y nocivos para sus almas inmortales.

Esta coronación de espinas es efectuada de otra manera por profesiones hipócritas de fidelidad a Él. Estos soldados pusieron una corona en la cabeza de Cristo, pero no estaban manifestando su intención de que fuera rey; ellos pusieron un cetro en Su mano, pero no era la valiosa vara de marfil que significaba poder real, era sólo una caña débil y delgada. Con eso, nos recuerdan que Cristo es escarnecido por profesantes insinceros. Oh, ustedes que no le aman en lo profundo de sus almas, ustedes son los que se burlan de Él: pero preguntarán: «¿en qué he fallado en coronarle? ¿Acaso no me uní a la iglesia? ¿Acaso no he profesado que soy un creyente?» Oh, pero si sus corazones no son rectos dentro de ustedes, únicamente le han coronado de espinas; si no le han entregado su propia alma, han arrojado un cetro de caña en Su mano, en terrible escarnio. Tu propia religión se burla de Él. Tus profesiones mentirosas son un escarnio. ¿Quién ha requerido esto de tus manos, que pisotees Su atrios? ¡Tú le insultas en Su mesa! ¡Le insultas cuando estás de rodillas! ¿Cómo puedes decir que le amas cuando tu corazón no está con Él? Si nunca has creído en Él, y no te has arrepentido de tu pecado, y no has aceptado obedecer Su mandamiento, si no le reconoces como Señor y Rey en tu vida diaria, te exhorto a que renuncies a la profesión que es tan deshonrosa para Él. Si es Dios, sírvele; si es Rey, obedécele; si no es nada de eso, entonces no profeses ser cristiano. Sé honesto y no traigas ninguna corona, si no le aceptas como Rey. ¿Qué necesidad hay para que le insultes de nuevo con un dominio nominal, con un homenaje falso, y un supuesto servicio? Oh, ustedes hipócritas, consideren sus caminos, no sea que pronto el Señor que han provocado se desembarace de Sus adversarios.

Lo mismo pueden hacer, en alguna medida, quienes son sinceros, pero que por falta de vigilancia caminan de manera tal que deshonran su profesión. Aquí, si hablo correctamente, voy a forzar a cada uno de ustedes a confesar en sus espíritus que son condenables; pues cada vez que actuamos de acuerdo a nuestra carne pecaminosa, coronamos de espinas la cabeza del Salvador. ¿Quién de nosotros no ha hecho esto? Amada cabeza, cuyos cabellos, cada uno de ellos, es más precioso que el oro fino, cuando te entregamos nuestros corazones pensamos que siempre te adoraríamos, que nuestras vidas enteras serían un único salmo extendido, alabándote y bendiciéndote y coronándote. ¡Ay, cómo nos hemos quedado cortos de nuestro propio ideal! Te hemos rodeado con las zarzas de nuestro pecado. Hemos sucumbido a un temperamento airado, de tal forma que hemos hablado inadvertidamente con nuestros labios; o hemos sido mundanos, y hemos amado lo que Tú aborreces, o hemos cedido a nuestras pasiones, y nos hemos entregado a nuestros deseos malvados. Nuestras vanidades, insensateces, olvidos, omisiones y ofensas han ceñido sobre Tu cabeza una guirnalda de deshonra y nos estremecemos al pensar en ello. ¡Oh, crueles corazones y manos que han maltratado así al Bienamado, a Quien debimos haber tenido el cuidado de glorificar diariamente!

¿Hablo a algún rebelde cuyo visible pecado ha deshonrado la cruz de Cristo? Me temo que me estoy dirigiendo a algunos que una vez tuvieron un nombre que es para vida, pero que ahora son contados con los muertos en pecado. Ciertamente si hay una chispa de gracia en ustedes, lo que estoy diciendo ahora tiene que herirles en lo más vivo, y actuar como sal sobre una herida abierta para hacer que su misma alma se duela. ¿Acaso no les zumban los oídos cuando los acuso de actos deliberados de inconsistencia que han tejido una corona de espinas para la cabeza de nuestro amado Señor? Así es en verdad, pues ustedes han abierto sus bocas blasfemas, han enseñado a los adversarios a vituperarle, han afligido a la generación de Su pueblo y han hecho tropezar a muchos. Hombres impíos han colocado las faltas de ustedes a la puerta del inocente Salvador; han dicho: «esta es tu religión.» Ustedes han cultivado las espinas, pero Él ha tenido que sufrirlas. Nosotros llamamos nuestras ofensas inconsistencias, pero los hombres mundanos las consideran como el fruto del cristianismo, y condenan a la vid por culpa de estos racimos amargos. Acusan al santo Jesús con las culpas de Sus seguidores descarriados. ¿Queridos amigos, no hay espacio para que nos sintamos aludidos, cada uno de nosotros? Al considerarlo, vengamos al afligido y amante Penitente, y lavemos Sus amados pies con lágrimas de arrepentimiento, porque hemos coronado de espinas Su cabeza.

Así, nuestro Dios y Señor coronado de espinas está delante de nosotros como un espectáculo doloroso, transmitiéndonos una solemne advertencia.

III. Levantando nuevamente el velo, vemos en la persona de nuestro Señor, torturado e insultado, una FIRMEZA TRIUNFANTE. Él no podía ser vencido, Él era victorioso incluso en la hora de la vergüenza más profunda.

«Él con un corazón resuelto
Cargó toda la ignominia y vergüenza
Y en medio del dolor más agudo
Amó de igual modo, sí, amó de igual modo.»

Él estaba soportando en aquel momento, en primer lugar, las aflicciones sustitutivas que le correspondían porque Él estuvo en lugar nuestro, y no las evitó. Nosotros éramos pecadores, y la recompensa del pecado es dolor y muerte, por tanto, sobre Él fue el castigo de nuestra paz. Él estaba soportando en ese momento lo que nosotros teníamos que haber soportado, y vaciando la copa que la justicia había mezclado para nosotros. ¿Se echó para atrás? Oh, no. Cuando llegó el momento de beber de esa hiel y de ese ajenjo en el huerto, puso la mezcla en Sus labios, y el trago pareció hacer tambalear Su fuerte espíritu por un instante. Su alma estaba muy triste, hasta la muerte. Estaba como alguien angustiado en gran manera, sacudido de un lado a otro por una agonía interna. «Padre mío,» dijo, «si es posible, pase de mí esta copa.» Tres veces pronunció esa plegaria, mientras cada porción de Su condición humana era el campo de batalla de legiones de aflicciones. Su alma se apresuraba a salir por cada poro para encontrar un respiradero para sus henchidos dolores, y Su cuerpo entero estaba cubierto con sudor de sangre. Después de esa tremenda lucha, la fuerza del amor controló la debilidad de la humanidad; puso esa copa en Sus labios y no titubeó, sino que sorbió de ella hasta que no quedara ningún residuo; y ahora la copa de ira está vacía, ningún vestigio del terrible vino de la ira de Dios puede encontrarse en ella. De un tremendo sorbo de amor, el Señor bebió hasta la última gota, la destrucción de todo Su pueblo. «¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó,» y «ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.» Ciertamente, la resistencia había alcanzado un punto muy alto cuando fue sujeto a soportar la dolorosa burla que describe nuestro texto, pero Él no se acobardó, ni modificó Su propósito establecido. Él se había comprometido, y llegaría hasta el final. Mírenlo, y vean allí un milagro de paciente aguante de las aflicciones que habrían enviado al infierno a todo un mundo, si Él no hubiese cargado con ellas a favor de nosotros.

Además de la vergüenza y del sufrimiento debidos por el pecado, con los que el Padre quiso quebrantarlo, Él estaba soportando el exceso de la malicia del odio de los hombres. ¿Por qué tenían que haber concentrado los hombres todo su escarnio y su crueldad en Su ejecución? ¿Acaso no bastaba con que Él muriera? ¿Producía placer a sus corazones de hierro atormentar Sus sensibilidades más tiernas? ¿Por qué razón estos inventos para profundizar Su dolor? Si cualquiera de nosotros hubiese sido escarnecido así, no lo habríamos soportado. No hay ningún hombre o mujer aquí que hubieran podido permanecer callados bajo tales indignidades, pero Jesús estaba sentado en omnipotencia de paciencia, en control de Su alma de manera regia. ¡Glorioso modelo de paciencia, te adoramos cuando vemos cómo la malicia no pudo vencer Tu amor todopoderoso! El dolor que había soportado por causa de los azotes lo hacía palpitar con extremada angustia, pero no leemos nada acerca de lágrimas o gemidos, mucho menos de quejas airadas o amenazas vengadoras. No busca piedad, ni hace un llamado a la reducción del castigo. No pregunta por qué torturan o por qué escarnecen. ¡Intrépido testigo! ¡Mártir valeroso! Sufriendo terriblemente, Tú sufres a la vez con calma. Con tan perfecta estructura corporal como la Suya, pues Su cuerpo había sido concebido sin pecado, debe haber sido susceptible de torturas que nuestros cuerpos, trastornados por el pecado, no podrían sentir. Su pureza delicada sentía un horror por las burlas impúdicas que nuestros espíritus más endurecidos no podrían calcular. Sin embargo Jesús soportó todo, como únicamente el Hijo de Dios podría soportarlo. Podrían haber aumentado la carga como hubieran querido, Él sólo habría agregado mayor resistencia para soportarlo todo, pero nunca hubiera retrocedido ni se hubiera acobardado.

Me atrevo a sugerir que tal era el cuadro de paciencia que exhibió nuestro bendito Señor, que conmovió incluso a algunos miembros de la soldadesca. ¿Se les ha ocurrido preguntarse cómo llegó a enterarse Mateo acerca de todo ese escarnio? Mateo no estaba allí. Marcos también nos proporciona un relato al respecto, pero no le habrían permitido estar en la sala de los guardias. Los guardias pretorianos eran demasiado orgullosos y rudos para tolerar la presencia de los judíos, y mucho menos de los discípulos de Jesús, en el pretorio. Puesto que nadie podía estar allí excepto los propios legionarios, es bueno hacerse la pregunta: ¿quién contó esta historia? Debe haber sido un testigo ocular. ¿Acaso no podría haber sido ese mismo centurión que, en el mismo capítulo, se nos informa que dijo: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios»? ¿Acaso esa escena, conjuntamente con la muerte del Señor no podrían haberle llevado a esa conclusión? No lo sabemos, pero esto sí es evidente, que la historia debe haber sido contada por un testigo ocular, y también por alguien que simpatizaba con el Cristo que sufría, pues a mi oído no parece el relato de un espectador indiferente. No me sorprendería (y casi me atrevería a afirmarlo), que el rostro desfigurado pero paciente de nuestro Señor predicó un sermón que al menos uno que lo vio, sintió su misterioso poder, sintió que tal paciencia era más que humana, y aceptó a partir de ese momento al Salvador coronado de espinas como su Señor y su Rey. Esto sí sé en verdad, que si tú y yo queremos conquistar corazones de hombres para Jesús, debemos ser también pacientes; y si, cuando nos ridiculizan y nos persiguen, podemos soportarlo sin quejas ni represalias, ejerceremos una influencia que aún los que son más brutales sentirán, influencia que someterá las mentes elegidas.

IV. Levantando el velo nuevamente, pienso que tenemos delante de nosotros, en cuarto lugar, en la persona del triunfante Sufriente, una SAGRADA MEDICINA.

Yo sólo puedo sugerir las enfermedades que curará. Estas espinas salpicadas con sangre son plantas de renombre, preciosas en la cirugía celestial, si son usadas correctamente. Basta que tomen una sola espina de esta corona y que la usen como una lanceta, y hará brotar la sangre caliente de la pasión y abatirá la fiebre del orgullo; es un remedio maravilloso para las hinchazones de la carne y las dolorosas llagas del pecado. Quien ve a Jesús coronado de espinas detestará mirarse a sí mismo, excepto si es a través de las lágrimas de la contrición. Esta espina en el pecho hará que los hombres canten, pero no con notas de congratulación egoísta, sino con notas que serán las de una paloma que gime por su amado.

Gedeón enseñó a los hombres de Sucot con espinos, pero las lecciones no fueron tan saludables como las lecciones que aprendemos de las espinas de Jesús. La sagrada medicina que nos trae el buen Médico en Su guirnalda de espinas actúa como un tónico, y nos vigoriza para soportar sin depresión cualquier vergüenza o pérdida que nos pueda acarrear Su servicio:

«¿Quién derrota a mis más fieros enemigos?
¿Quién consuela mis más tristes aflicciones?
¿Quién revive mi desfalleciente corazón,
Sanando todo su dolor escondido?
Jesús coronado de espinas.»

Cuando comienzas a servir a Dios, y por Su causa procuras beneficiar a tus semejantes mortales, no esperes ninguna recompensa de los hombres, excepto ser malentendido, volverte sospechoso y ser vituperado. Los mejores hombres del mundo son aquellos de quienes peor se habla. Un mundo depravado no puede hablar bien de vidas santas. La fruta más dulce es la más picoteada por los pájaros, la montaña más cercana al cielo es más golpeada por las tormentas, y el carácter más amable es el más asediado. Aquellos que quieres salvar no te agradecerán por tu ansiedad, sino que te culparán por tu interferencia. Si censuras sus pecados, con frecuencia resentirán tus advertencias; si los invitas a Jesús, tomarán a la ligera tus ruegos. ¿Estás preparado para esto? Si no lo estás, considera a Aquel que soportó tal oposición de los pecadores para que tu mente no se vaya a cansar o vaya a desfallecer. Si tienes éxito en traer muchas personas a Cristo, no debes contar con una honra universal; serás acusado de intereses egoístas, dirán que andas tras la popularidad, o algún otro crimen parecido; serás malinterpretado, difamado, caricaturizado, y considerado un insensato o un bribón por el mundo impío. Las probabilidades son que la corona que ganarás en este mundo, si sirves a Dios, contendrá más partículas puntiagudas que zafiros, más abrojos que aguamarinas. Cuando sea puesta en tu cabeza, pide gracia para que la lleves con alegría, considerando un verdadero gozo ser semejante a tu Señor. Di en tu corazón: «no siento deshonra en esta deshonra. Los hombres me podrán imputar cosas vergonzosas, pero no me siento avergonzado. Podrán degradarme, pero no estoy degradado. Podrán cubrirme de desprecio, pero no soy despreciable.» El Padre de familia fue llamado Beelzebú y fue escupido, y no pueden tratar peor a los de Su casa, por tanto nos burlamos de su escarnio. De esta manera somos estimulados a la paciencia por la paciencia del despreciado Nazareno.

La corona de espinas es también un remedio para el descontento y la aflicción. Cuando estamos soportando un dolor corporal somos propensos a respingar y a impacientarnos, pero si recordamos a Jesús coronado de espinas, decimos:

«Su camino fue mucho más escabroso y oscuro que el mío;
¿Sufrió Cristo mi Señor y acaso yo me quejaré?»

Y así nuestras quejas se desvanecen; por pura vergüenza no nos atrevemos a comparar nuestras dolencias con Sus dolores. La resignación es aprendida a los pies de Jesús, cuando vemos a nuestro grandioso Ejemplo perfeccionado en el sufrimiento.

La corona de espinas es una cura para el afán. Alegremente llevaríamos cualquier atavío que nuestro Señor nos prepare, pero es una gran insensatez tejer coronas de espinas innecesarias para nosotros mismos. Sin embargo he visto a algunos que son, así lo espero, verdaderos creyentes, que se esfuerzan mucho en crearse problemas, y trabajan intensamente para aumentar sus trabajos intensos. Se apresuran para ser ricos, se desgastan, se esfuerzan, se preocupan, y se atormentan a sí mismos para cargarse con el peso de la riqueza; se hieren a sí mismos para llevar la corona de espinas de la grandeza mundana. Muchas son la formas de hacernos varas para nuestras propias espaldas. He conocido a algunas madres que tejen coronas de espinas con sus propios hijos, a quienes no pueden confiar a Dios, y llevan coronas de ansiedades por la familia, cuando habrían podido regocijarse en Dios. He conocido a otros que se hacen coronas de espinas con miedos insensatos, que no tenían por qué existir; pero parecían ansiosos de estar inquietos, ávidos de espinarse con cardos.

Oh creyente, dite a ti mismo: «mi Señor llevó mi corona de espinas por mí; ¿por qué habría de llevarla yo también?» Él tomó nuestras aflicciones y llevó nuestros dolores para que nosotros fuéramos un pueblo feliz, capaz de obedecer el mandamiento: «No os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán.» Nuestra es la corona de favores y misericordias, y la llevamos cuando echamos todo nuestro afán sobre Él, que cuida de nosotros.

Esa corona de espinas nos cura del deseo de las vanaglorias del mundo, oscurece toda pompa y gloria humanas hasta que se convierten en humo. Si pudiéramos traer aquí la tiara pontificia, o la diadema imperial de Alemania, o las insignias reales del Zar de Todas las Rusias, ¿qué valen comparadas con la corona de espinas de Jesús? Sentemos a cualquier grande en su trono, y vean cuán pequeño se mira cuando Jesús se sienta a su lado. ¿Qué elemento de condición real hay en exprimir a los hombres, vivir a costa de sus trabajos y darles muy poco a cambio? Lo que conviene a un rey es que todos los súbditos estén sumamente agradecidos por un desinteresado amor y ser la fuente de bendiciones para ellos. Oh, le quita el brillo a su oro, y el lustre a todas sus joyas, y la belleza a todas sus preciosas chucherías, cuando comprobamos que ninguna púrpura imperial puede igualar la gloria de Su sangre, y ninguna joya puede rivalizar con Sus espinas. El espectáculo y la ostentación cesan de tener atractivo para el alma una vez que las excelencias superlativas del Salvador agonizante han sido discernidas por el ojo esclarecido.

¿Quién busca la comodidad cuando ha visto al Señor Cristo? Si Cristo lleva una corona de espinas, ambicionaremos una corona de laurel? Aun el fiero cruzado cuando entró en Jerusalén y fue elegido rey, tuvo el suficiente sentido de decir: «no llevaré una corona de oro en la misma ciudad en la que mi Salvador llevó una corona de espinas.» ¿Por qué habríamos de desear, como soldados que duermen sobre lechos de plumas, tenerlo todo arreglado para nuestra comodidad y placer? ¿Por qué habríamos de reclinarnos en amplios lechos cuando Jesús cuelga de una cruz? ¿Por qué estos delicados vestidos cuando Él está desnudo? ¿Por qué estos lujos cuando Él es tratado bárbaramente? De esta manera la corona de espinas nos cura de inmediato de la vanagloria del mundo, y de nuestro propio amor egoísta a la comodidad. El trovador del mundo podrá gritar: ¡eh, muchacho, ven acá y coróname con botones de rosas!» pero la solicitud del sibarita no es para nosotros. Para nosotros, ni los deleites de la carne ni el orgullo de la vida pueden tener encantos mientras el Varón de Dolores está a la vista. Nosotros debemos sufrir todavía y trabajar duro hasta que el Rey nos invite a compartir Su reposo.

V. Debo notar en quinto lugar que hay delante de nosotros una CORONACIÓN MÍSTICA. Tengan paciencia con mis múltiples divisiones.

La coronación de espinas de Cristo fue simbólica, y contenía un gran significado, pues, primero, fue para Él una corona triunfante. Cristo había combatido con el pecado desde el día que estuvo frente a frente a él, en el desierto, hasta cuando entró al pretorio de Pilato, y lo venció. ¡Como una muestra que había ganado la victoria, he aquí la corona del pecado tomada como un trofeo! ¿Cuál era la corona del pecado? Espinas. Estas brotaron de la maldición. «Espinos y cardos te producirá,» fue la coronación del pecado, y ahora Cristo le ha quitado su corona y la ha puesto en Su propia cabeza. Ha despojado al pecado de su más rica insignia real, y la usa Él mismo. ¡Glorioso campeón, salve! ¿Qué si digo que las espinas constituían una corona mural? El Paraíso fue cercado con un seto de espinas tan agudas que nadie podía entrar, pero nuestro campeón saltó primero la muralla erizada y portó el estandarte manchado con sangre de Su cruz hasta el corazón de ese nuevo y mejor Edén, que de esta manera ganó para nosotros, para no perderse jamás. Jesús lleva la corona mural (1), que denota que ha abierto el Paraíso. Fue la corona de un luchador la que llevó, pues luchó no con carne y sangre, sino con principados y potestades, y venció a Su enemigo. Llevó la corona de un corredor, pues había corrido contra los poderosos y los dejó atrás en la carrera. Ya casi había terminado Su carrera y sólo le faltaban un paso o dos por dar, para alcanzar la meta. Aquí hay un maravilloso espacio para extenderse, pero debemos detenernos de inmediato para no llegar demasiado lejos. Era una corona rica de gloria, a pesar de la vergüenza con la que se pretendía cubrirle. Vemos en Jesús al monarca de los dominios del sufrimiento, el primero en medio de diez mil sufrientes. Nunca digan: «yo sufro mucho.» ¿Qué son nuestros dolores comparados con los Suyos?

Cuando el poeta se paró en la cima del Monte Palatino y pensó en la horrenda ruina de Roma, exclamó: «¿Cuáles son nuestros dolores y sufrimientos?» De la misma manera pregunto yo, ¿qué son nuestros sufrimientos superficiales comparados con las infinitas aflicciones de Emanuel? Muy bien podemos «controlar en nuestros oprimidos pechos nuestro abatimiento insignificante.» Más aún, Jesús es el príncipe de los mártires. Él dirige la caravana entre el noble ejército de testigos sufrientes y de confesores de la verdad. Aunque murieron en la hoguera, y se consumieron en calabozos, o fueron arrojados a las bestias salvajes, ninguno de ellos reclama un primer lugar; pero Él, el Testigo fiel y verdadero, con la corona de espinas y la cruz, se encuentra a la cabeza de todos ellos.

Tal vez no sea nuestra suerte unirnos a ese augusto grupo, pero si hay un honor por el que envidiaríamos legítimamente a los santos de los tiempos antiguos, es este, que nacieron en aquellos días valerosos cuando la corona de rubí estaba al alcance humano, y cuando se podía esperar el supremo sacrificio. Somos unos pusilánimes, en verdad, si en estos días más tranquilos, nos avergonzamos de confesar a nuestro Señor, y le tenemos miedo a un poco de escarnio, o temblamos ante las críticas de los supuestos sabios. Más bien, sigamos al Cordero dondequiera que vaya, contentos de llevar Su corona de espinas para que en Su reino podamos contemplar Su gloria.

VI. La última palabra es esta. En la corona de espinas veo un PODEROSO ESTÍMULO.

¿Un poderoso estímulo para qué? Bien, primero, un estímulo para un ferviente amor a Él. ¿Pueden verle coronado de espinas sin sentirse atraídos a Él? Creo que si Él viniera aquí el día de hoy y le pudiéramos ver, habría un amorosa aglomeración alrededor de Él para tocar el borde de Su vestido o besar Sus pies. Salvador, Tú eres muy precioso para nosotros. Más amado que todos los nombres de lo alto, mi Salvador y mi Dios, Tú eres siempre glorioso, pero en estos días, eres más amable cuando estás vestido con ese vergonzoso escarnio. El Lirio del Valle, y la Rosa de Sarón, ambos en uno es Él, hermoso en la perfección de Su carácter, y rojo de sangre en la grandeza de Sus sufrimientos. ¡Adórenle! ¡Adórenle! ¡Bendíganle! Y que sus voces canten: «El Cordero es digno.»

A continuación, el espectáculo es un estímulo para el arrepentimiento. ¿Nuestros pecados pusieron espinas alrededor de Su cabeza? Oh, mi pobre naturaleza caída, te voy a azotar por azotarle a Él, y te voy a hacer sentir las espinas por causar que Él las soportara. ¿Cómo, pueden ver a su Bienamado sometido a tanta vergüenza y sin embargo pueden hacer una tregua o dialogar con los pecados que le atravesaron? No puede ser. Declaremos delante de Dios el profundo dolor de nuestras almas por haber hecho sufrir al Salvador de tal manera; luego pidamos gracia para cercar nuestras vidas con espinas para que a partir de este momento el pecado no se nos acerque.

Me acordé hoy de cuán a menudo he visto al endrino (2) crecer en el seto todo erizado con mil púas, pero justo en el centro del arbusto he visto un precioso nido de un pajarito. ¿Por qué puso esa criatura su habitación allí? Porque las espinas se convierten en una protección para ella, y la abrigan de cualquier daño. Conforme meditaba anoche sobre este bendito tema, se me ocurrió pedirles que construyan sus nidos dentro de las espinas de Cristo. Es un lugar seguro para los pecadores. Analicen los sufrimientos de su Salvador, y verán la expiación del pecado. ¡Vuelen a Sus heridas! ¡Vuelen ustedes, tímidas palomas estremecidas! No hay un lugar de descanso más seguro para ustedes. Construyan sus nidos, lo repito, entre estas espinas, y cuando lo hayan hecho, y hayan confiado en Jesús, y lo hayan aceptado como su todo en todo, entonces vengan y coronen Su sagrada cabeza con otras coronas. ¿Cuál gloria merece? ¿Qué es lo suficientemente bueno para Él? Si pudiéramos tomar todas las cosas preciosas de todos los tesoros de los monarcas, no serían dignas ni de ser piedrecillas a Su pies. Si pudiéramos traerle todos los cetros, mitras, tiaras, diademas y todas las otras pompas de la tierra, serían todas indignas de ser arrojadas al polvo delante de Él.

¿Con qué habríamos de coronarle? Vengan, tejamos conjuntamente nuestras alabanzas y usemos nuestras lágrimas como perlas y nuestro amor como oro. Brillarán como diamantes en Su estima, pues Él ama el arrepentimiento, y ama la fe. Hagamos una guirnalda esta mañana con nuestras alabanzas y coronémosle como el Laureado de gracia. Este día en que resucitó de los muertos, glorifiquémosle. Oh, que recibamos gracia para hacerlo con el corazón, y luego en nuestra vida, y luego con nuestra lengua, para que alabemos eternamente a Quien sometió Su cabeza a la vergüenza por nosotros.

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Mateo 27: 11-54.


Nota del traductor:

(1) Corona mural: la que se concedía al soldado que escalaba el primero el muro de una ciudad sitiada.
(2) Endrino: arbusto rosáceo, muy espinoso.