Fe Salvadora

http://www.spurgeonaudio.com/audios/Fe%20Salvadora.mp3 Yo no recuerdo que esta expresión pueda ser encontrada en ninguna otra parte de […]
Charles Spurgeon

Yo no recuerdo que esta expresión pueda ser encontrada en ninguna otra parte de la Biblia. Está en estos dos versículos del Evangelio de Lucas, pero no la hallamos en los demás Evangelios. Lucas también nos da una expresión parecida o casi idéntica en otros dos pasajes: «tu fe te ha sanado.» (Biblia de las Américas). Esta expresión fue usada en referencia a la mujer cuyo flujo de sangre había sido detenido instantáneamente (Lucas 8: 48), y también en conexión con el único de los diez leprosos que regresó para glorificar al Salvador por la limpieza que había recibido (Lucas 17: 19).

Podrán encontrar la expresión, «tu fe te ha sanado» una vez en Mateo y dos veces en Marcos, pero la hallarán dos veces en Lucas, además de las palabras de nuestro texto que son repetidas dos veces: «Tu fe te ha salvado.» ¿Acaso nos equivocamos al suponer que la larga convivencia de Lucas con el apóstol Pablo le permitió no sólo recibir la grandiosa doctrina de la justificación por la fe, que Pablo enseñaba de manera tan clara, y otorgarle a la fe esa alta importancia que Pablo siempre le daba, sino también tener esa memoria peculiar de esas expresiones usadas por el Salvador en las que la fe era honrada de manera manifiesta y a un grado sumamente elevado?

Aunque Lucas no habría escrito nada que no fuera verdadero simplemente para proclamar esa grandiosa doctrina enseñada por el apóstol tan claramente, sin embargo yo creo que su plena convicción de ella le habría ayudado a traer a su memoria más vívidamente esas palabras del Señor Jesús en las cuales se podría entender esa doctrina de manera más clara y con ejemplos.

Sea como sea, sabemos que Lucas estaba inspirado, y que no ha escrito nada ni de más ni de menos, sino lo que el Salvador dijo en realidad, y de aquí podemos estar seguros que la expresión, «Tu fe te ha salvado,» salió de los labios del Redentor, y estamos obligados a aceptarla como una pura verdad incuestionable, y nosotros podemos repetirla sin temor de confundir a otros, o de mutilar otras verdades.

Menciono esto porque el otro día escuché decir a un amigo sincero que la fe no nos salvaba, y ante este anuncio yo quedé más bien sorprendido. Es verdad que ese hermano matizó su expresión y dijo que quería dejar muy claro que Jesús fue el que nos salvó, y no nuestro propio acto de fe. Yo estuve de acuerdo con lo que quiso decir, pero no con lo que dijo, pues él no tenía el derecho de usar una expresión que estaba en franca contradicción con la clarísima declaración del Salvador, «Tu fe te ha salvado.»

Nosotros no debemos forzar ninguna expresión para hacerla expresar algo más allá de lo que se pretendió decir, y es bueno proteger las palabras para que no sean malentendidas; pero por otro lado, no podemos ir tan lejos como para negar una declaración del propio Señor, independientemente de qué matiz queramos darle. Se puede puntualizar si quieren, pero no podemos contradecir la expresión, pues allí está firme, «Tu fe te ha salvado.»

Ahora, el día de hoy vamos a inquirir, con la ayuda de Dios, ¿qué fue lo que salvó a las dos personas cuyas historias estaremos considerando? Fue su fe. Nuestra segunda pregunta será, ¿qué tipo de fe los salvó? Y luego en tercer lugar, ¿qué nos enseña esto en referencia a la fe?

I. ¿QUÉ FUE LO QUE SALVÓ a las dos personas cuyas historias estamos considerando?

En el caso de la mujer penitente, sus grandes pecados le fueron perdonados y se convirtió en una mujer de extraordinario amor: amó mucho, pues se le perdonó mucho. Al pensar en ella siento un poco como aquel eminente padre de la iglesia que decía: «yo no puedo predicar bien en relación con esta narración; prefiero más bien llorar al respecto de ella en secreto.»

Las lágrimas de esa mujer, las trenzas sueltas de esa mujer secando los pies del Salvador, el hecho que se acercara a su Señor a pesar de quienes lo rodeaban, enfrentándose a sus orgullosos comentarios con una determinación muy firme y resuelta de honrar a Jesús; ciertamente, entre quienes han amado al Salvador, no ha vivido nadie más grande que esta mujer que fue una pecadora. Y sin embargo, a pesar de todo eso, Jesús no le dijo: «tu amor te ha salvado.» El amor es una manzana de oro del árbol cuya raíz es la fe, y el Señor tuvo cuidado de no atribuir al fruto eso que sólo pertenece a la raíz.

Esta mujer llena de amor también fue muy notable por su arrepentimiento. Observen bien esas lágrimas. Esas no eran lágrimas de emoción sentimental, sino una lluvia procedente del santo dolor del corazón por el pecado. Ella había sido pecadora y lo sabía; ella recordaba muy bien la multitud de sus iniquidades, y sentía que cada pecado merecía una lágrima, y allí estaba ella, deshaciéndose en lágrimas, porque había ofendido a su amado Señor. Y sin embargo no se dice: «tu arrepentimiento te ha salvado.»

Ser salva causó su arrepentimiento, pero el arrepentimiento no la salvó. El dolor por el pecado es una muestra temprana de la gracia en su corazón, y sin embargo no se dice en ninguna parte: «tu dolor por el pecado te ha salvado.» Ella era una mujer de gran humildad. Se acercó al Señor por detrás y lavó Sus pies, como si sólo se sintiera capaz de ser una sierva de baja categoría encargándose de obras fatigosas, pero encontrando placer al hacer eso para servir al Señor.

Su reverencia por Él había alcanzado un punto muy elevado; ella lo veía como un rey, e hizo lo que algunas veces han hecho celosos súbditos por los monarcas: ella besó los pies del Señor de su corazón, del Soberano de su alma, pero no encuentro que Jesús haya dicho: «tu humildad te ha salvado;» o que haya dicho: «tu reverencia te ha salvado;» pero puso la corona sobre la cabeza de su fe y le dijo expresamente: «tu fe te ha salvado, ve en paz.»

En el caso del ciego a quien se refiere mi segundo texto, este hombre era notable por su confianza; él clamaba y daba voces: «¡Hijo de David, ten misericordia de mí!» Él era notable por su importunidad, pues quienes querían callarlo le reprendían en vano; él clamaba mucho más, «¡Hijo de David, ten misericordia de mí!» Pero yo no descubro que Jesús haya atribuido su salvación a sus oraciones, aunque hubieran sido llenas de confianza e importunas. No está escrito, «tus oraciones te han salvado»; está escrito, «tu fe te ha salvado.» Él era un hombre de conocimiento claro y considerable, y tenía un claro entendimiento del verdadero carácter de Cristo: él no quiso llamarlo Jesús de Nazaret, como lo hacía la muchedumbre, sino que lo proclamó «Hijo de David,» y en la presencia de ese tropel de gente tuvo el valor de declarar su plena convicción que ese hombre humilde, vestido con las ropas de un campesino, que iba abriéndose paso en la multitud, no era otro que el heredero al reino de la línea real de Judá, quien daría pleno cumplimiento al tipo de David, el Mesías esperado, el Rey de los judíos, el Hijo de David.

Y sin embargo, no encuentro que Jesús haya atribuido su salvación a su conocimiento, ni a su claro entendimiento, o a su clara referencia al Mesías; sino que le dijo, «tu fe te ha salvado,» poniendo todo el énfasis de su salvación en su fe.

Siendo esto así en ambos casos, somos llevados a preguntarnos: ¿cuál es la razón de esto? ¿Por qué en cada caso, en cada hombre que es salvado, la fe es el gran instrumento de salvación? ¿No es, primero, porque Dios tiene el derecho de elegir el camino de salvación que a Él le plazca, y Él ha elegido que los hombres deben ser salvos, no por sus obras, sino por su fe en Su amado Hijo? Dios tiene el derecho de otorgar Su misericordia a quien Él quiera; Él tiene el derecho de darla cuando Él quiera; Él tiene el derecho de concederla del modo que Él quiera; y sepan esto, oh hijos de los hombres, que el decreto del cielo es inmutable, y permanece firme para siempre: «El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» Para esto no habrá ninguna excepción; Jehová ha establecido la regla y será aplicada siempre.

Si quieres alcanzar la salvación, «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo»; pero si no crees, la salvación es totalmente imposible para ti. Este es el camino señalado; síguelo, y te llevará al cielo; recházalo, y perecerás. Esta es la determinación soberana, «El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.» La voluntad de Jehová siempre se cumplirá. Si este es su método de gracia, no demos patadas en contra de él. Si Él determina que la fe te salvará, así será; sólo, Buen Señor, crea e incrementa nuestra fe.

Pero mientras yo atribuyo eso a la elección soberana de Dios, veo ciertamente, pues la Escritura lo indica claramente, una razón en la naturaleza de las cosas del por qué la fe tuvo que ser elegida. El apóstol nos dice que es por fe para que pueda ser por gracia. Si la condición de la salvación hubiese sido el sentimiento o las obras, entonces, tal es la depravación de nuestra naturaleza que inevitablemente atribuiríamos el mérito de la salvación a las obras o al sentimiento. Nosotros reclamaríamos una participación en eso y por lo tanto querríamos la gloria. No importa cuán baja podría haber sido la condición, aún así el hombre habría considerado que había algo que se requería de él, que algo venía de él, y que, por lo tanto, podría merecer algún crédito para sí mismo. Pero ningún hombre, a menos que esté loco, reclama jamás un crédito por creer en la verdad. Si él oye algo que lo convence, queda convencido; si tiene que ser persuadido, es persuadido; pero él siente que no puede ser de otra manera.

Él atribuye el efecto a la verdad y a la influencia usada. No anda rondando y presumiendo porque él cree lo que le resulta tan claro, que no puede dudarlo. Si en verdad presumiera de fe espiritual, todos los hombres pensantes dirían de inmediato: «¿Por qué razón presumes del hecho de haber creído, especialmente cuando esta fe nunca hubiera sido tuya si no hubiera sido la fuerza de la verdad la que te convenció, y la obra del Espíritu de Dios la que te constriñó a creer?»

La fe es elegida por Cristo para llevar la corona de la salvación porque (permítanme contradecirme a mí mismo) rehúsa llevar la corona. Fue Cristo quien salvó a la mujer penitente, fue Cristo quien salvó al mendigo ciego, pero Él se quita la corona de Su cabeza, tan amada es la fe para Él, y pone la diadema sobre la cabeza de la fe y dice: «tu fe te ha salvado,» porque está absolutamente seguro que la fe nunca tomará la gloria para sí, pero pondrá nuevamente la corona junto a los pies traspasados, y dirá: «no es para mí la gloria, pues Tú lo has hecho; Tú eres el Salvador, y sólo Tú.» Entonces, para ilustrar y para proteger los intereses de la gracia soberana, y para eliminar toda la vanagloria, le agradó a Dios hacer que el camino de la salvación sea por la fe, y no por ningún otro medio.

Y esto no es todo. Le queda muy claro a todo aquél que piense que para la regeneración del corazón, que es la parte principal de la salvación, está bien comenzar con la fe; porque una vez ejercitada correctamente la fe se convierte en el motor de la naturaleza entera. El hombre cree que él ha sido perdonado. ¿Qué pasa entonces? Siente gratitud hacia Aquél que lo ha perdonado. Sintiendo gratitud, es muy natural que odie todo aquello que desagrada a su Salvador, y que ame intensamente lo que le agrada a Aquél que lo salvó, de tal forma que la fe opera sobre la naturaleza entera, y se convierte en el instrumento en la mano del Espíritu regenerador, por el cual todas las facultades del alma son puestas en la condición correcta.

De la manera que un hombre piensa en su corazón, así es ese hombre, pues sus pensamientos salen de sus creencias; si ese hombre es rectificado en sus creencias, entonces su entendimiento operará sobre sus afectos, y todos los otros poderes de su condición de hombre, y todas las viejas cosas pasarán, todas las cosas se convertirán en nuevas por medio del maravilloso efecto de la fe, que es de la operación de Dios.

La fe obra por amor, y por medio del amor purifica el alma, y el hombre se convierte en una nueva criatura. Entonces ¿ven ustedes la sabiduría de Dios? Él puede elegir el camino que Él quiera, pero Él elige un camino que simultáneamente guarda Su gracia de nuestras jactancias malvadas, y por otro lado produce en nosotros una santidad que de otra forma nunca hubiera estado allí.

Fe en la salvación, sin embargo, no es una causa meritoria; ni es tampoco en ningún sentido la salvación misma. La fe nos salva de la misma manera que la boca nos salva del hambre. Si tenemos hambre, el alimento es la cura real para el hambre, pero todavía sería correcto decir que comer quita el hambre, viendo que el propio alimento no podría beneficiarnos, a menos que la boca lo reciba.

La fe es la boca del alma, por medio de la cual se sacia el hambre del corazón. Cristo es también la serpiente de bronce levantada; todo el poder de sanar está en Él; sin embargo el poder de sanar no sale de la serpiente de bronce hacia quienes no miran; de tal manera que el mirar es correctamente considerado como el acto que salva. Cierto, en el sentido más profundo es Cristo levantado quien salva, y a Él sea toda la gloria; pero sin mirarlo a Él, no pueden ser salvos, así que:

«Hay vida cuando se mira,»

así como hay vida en el Salvador a Quien ustedes miran. Nada es de ustedes en tanto que no se lo apropien. Si quieres recibir riquezas, la cosa de la que te apropias te enriquece; no es incorrecto sino estrictamente correcto decir que es la apropiación de la bendición lo que te hace rico. La fe es la mano del alma. Al estirarla, se aferra a la salvación de Cristo, y así por fe somos salvos. «Tu fe te ha salvado.» No debo quedarme más tiempo en este punto. Es muy evidente por el texto que la fe es el gran instrumento de la salvación.

II. ¿QUÉ TIPO DE FE salvó a esas personas? Primero, mencionaré los acuerdos esenciales; y luego, en segundo lugar, las diferencias, o los puntos en los que esta fe difería en sus manifestaciones externas en los dos casos.

En los casos de la mujer penitente y del mendigo ciego, su fe estaba fijada únicamente en Jesús. No pueden descubrir nada flotando en su fe en Jesús, que la haya adulterado; fue una fe en Él, sin ninguna mezcla. La mujer se abrió paso hacia Él, sus lágrimas cayeron sobre Él; su ungüento fue para Él; sus trenzas sueltas fueron una toalla para Sus pies; no le preocupaba nadie más, ni siquiera los discípulos, que ella respetaba por Su causa; todo su espíritu y toda su alma estaban absorbidos en Él. Él podía salvarla; Él podía borrar sus pecados. Ella creía en Él; ella lo hizo para Él. Lo mismo fue el caso con ese hombre ciego. No tenía ningún pensamiento acerca de algunas ceremonias que debían desempeñar los sacerdotes; no tenía ninguna idea que le hubiera llegado por medio de los médicos. Su exclamación fue, «Hijo de David, Hijo de David.» La única forma en que se fijó en los demás fue para no tomarlos en cuenta, y todavía clamar, «Hijo de David, Hijo de David.» «¿Qué quieres que te haga?» fue la pregunta del Señor, y respondió al anhelo de su alma, pues él sabía que si algo debía ser hecho tenía que hacerse por el Hijo de David.

Es esencial que nuestra fe descanse únicamente en Jesús. Mezclen cualquier cosa con Cristo, y estarán arruinados. Si su fe descansa con un pie sobre la roca de sus méritos, y con el otro pie sobre la arena de sus propios deberes, caerá, y grande será su caída. Construyan sólidamente sobre la roca, pues aunque sólo una esquina del edificio descanse en cualquier otra cosa, eso será la garantía de la ruina de todo:

«Nadie sino sólo Jesús, nadie sino sólo Jesús
Puede hacerle bien a los impotentes pecadores.»

Toda fe verdadera es semejante en este respecto.

La fe de estos dos era semejante en su confesión de indignidad. ¿Qué significaba el que ella se hubiera quedado atrás? ¿Qué significaban sus lágrimas, sus lágrimas interminables, sino que ella se sentía indigna de acercarse a Jesús? ¿Y qué quería decir el clamor del mendigo: «ten misericordia de mí»? Observen el énfasis que pone al respecto. «Ten misericordia de mí.» Él no reclama la salud por mérito, ni la pide como una recompensa. Él apeló a la misericordia. Ahora, no me importa de qué fe se trate, ya sea la de David en sus amargos clamores del Salmo cincuenta y uno, o ya sea la de Pablo en su exaltación más elevada en relación a estar sin condenación por medio de Cristo, siempre hay en conexión con la verdadera fe un pleno y profundo sentido que es la misericordia, y únicamente la misericordia, la que nos salva de la ira venidera.

La fe y la vanagloria son tan opuestas como lo son los dos polos. Si te presentas ante Cristo con tu justicia en tu mano, te acercas sin fe; pero si vienes con fe entonces también debes venir con la confesión del pecado, pues la verdadera fe siempre camina de la mano con un profundo sentido de culpabilidad ante el Altísimo. Esto es así en todos los casos.

Además su fe era semejante cuando desafiaba y conquistaba la oposición. Poco sabemos de las luchas internas de la mujer penitente cuando pasó por el dintel de la casa de Simón. «Él te rechazará,» le diría el duro fariseo imperturbable, «mejor vete, ramera; cómo te atreves a manchar las puertas de los hombres honestos.» Pero sin importar lo que ocurra ella atraviesa las puertas, se aproxima a los pies del Salvador que están extendidos hacia la entrada, estando Él recostado a la mesa, y allí se queda. Simón la miró: quería que su mirada la marchitara, pero el amor de ella por Cristo estaba muy bien arraigado para ser marchitado por él.

Sin duda él hizo muchos gestos de desagrado, mostrando que estaba horrorizado porque tal criatura había osado acercársele, pero ella no le prestó atención. Su Señor estaba allí, y ella se sentía segura. Tímida como una paloma, ella no temblaba cuando Él se encontraba cerca; pero no devolvía miradas desafiantes a los desplantes de Simón; sus ojos estaban ocupados en llorar. Ella no se volvió para demandar una explicación por sus movimientos poco amables, pues sus labios estaban ocupados en besar Sus amados pies. Su Señor, su Señor, era todo para ella. Ella triunfó por medio de la fe en Él, y mantuvo su posición, y no abandonó la casa hasta que Él la despidió con «ve en paz.»

Ocurrió lo mismo con el ciego. Él dijo, «Hijo de David, ten misericordia de mí.» Ellos le reprendieron, «¡Cállate! ¿Ciego, a qué vienen estos clamores? La elocuencia de Él es música; no lo interrumpas. Nunca un hombre habló como Él está hablando. Cada tono tiene el sonido de arpas de los ángeles. ¡Calla! ¿Cómo te atreves a estropear Su discurso?» Pero por sobre y por encima de todos ellos se elevó aún más la petición importuna, «¡Hijo de David, ten misericordia de mí!» y el ciego prevaleció.

Toda fe verdadera se enfrenta a oposición. Si tu fe no se enfrenta a pruebas nunca, no es nacida de la raza de la iglesia militante. «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe,» pero en esa misma declaración se indica que hay algo que debe ser vencido, y que la fe debe pelear una guerra para existir.

Una vez más, la fe de estas dos personas era semejante en el sentido que era confesada abiertamente. No voy a decir que la confesión tomó la misma forma en ambos casos, pues no fue así; pero aún así ambas fueron confesiones abiertas. Allí está el Salvador, y allí viene la penitente llorando. Ella lo ama. ¿Le da vergüenza decirlo? Podría acarrearle reproches; ciertamente este hecho reavivará los viejos reproches en su contra, pues ella ha sido una pecadora. No importa lo que haya sido, ni quién está presente viéndola. Ella ama a su Señor, y quiere mostrarlo.

Ella trae ungüento y ungirá Sus pies, aun en presencia de los fariseos, fariseos que ciertamente iban a decir, «¿ésta también pertenece a los discípulos de Cristo? ¡Qué calidad de mujer convertida! ¡Una excelente conquista es ésta, para Su reino! ¡Una prostituta se convierte en discípula! ¿Qué podemos esperar a continuación?» Ella debe haber sabido y sentido todo eso, pero aún así no hubo ningún encubrimiento. Ella amaba a su Señor, y lo iba a proclamar, de tal forma que en la propia casa del fariseo, ya que no había una oportunidad más conveniente, se adelanta y, sin palabras, pero con acciones mucho más elocuentes que las palabras, dice, «yo lo amo. Estas lágrimas lo mostrarán; este ungüento va a difundir su conocimiento, conforme su dulce perfume llene la habitación; y cada rizo de mi cabello será un testigo de que yo le pertenezco al Señor y Él me pertenece a mí.» Ella proclamó su fe.

Y lo mismo hizo el ciego. No se sentó simplemente diciendo, «yo sé que Él es el Hijo de David, pero no debo decirlo.» Ellos decían, algunos con desprecio y otros con indiferencia, «es Jesús de Nazaret.» Pero el ciego no iba a aceptar eso. «Tú, Hijo de David,» dijo; y yo le escucho exclamar muy fuerte, por encima del ruido de ellos, como un heraldo proclamando al Rey, «¡Hijo de David!» Pues bien, señores, me parece que él fue exaltado a un elevado oficio: se convirtió en el heraldo del Rey, y lo proclamó, y esto pertenece a un elevado oficial del Estado en nuestro país.

El mendigo ciego mostró una gran decisión y valor. En efecto clamó: «Tú eres el Hijo de David; Hijo de David, yo te proclamo; serás proclamado Hijo de David, y no importa quién quiera negarlo; sólo vuelve Tus ojos y ten misericordia de mí.» ¿Hay alguien aquí que tenga fe en Cristo de la cual se avergüence? Yo también me avergüenzo de él, y Cristo también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de Su Padre y todos Sus santos ángeles con Él.

¿Te avergüenzas de manifestar que eres honesto? Entonces creo que vives rodeado de malas compañías, donde ser un malhechor es ser famoso; y si te avergüenza decir, «yo amo a mi Señor,» me parece que estás haciendo la corte a los enemigos de Cristo, y entonces, ¿acaso no eres tú también un enemigo?

Si Lo amas, dilo. Ponte el uniforme del regimiento de tu Señor, alístate en Su ejército, da un paso al frente y declara: «yo y mi casa serviremos a Jehová.» Su fe, entonces era semejante en estos cuatro puntos específicos, estaba puesta únicamente en Él, estaba acompañada de un sentimiento de indignidad, luchó y conquistó la oposición, y fue declarada abiertamente frente a todos los presentes.

Apelando a su paciencia voy a tratar de mostrar las diferencias entre ambas en relación a sus manifestaciones. En primer lugar, la fe de la mujer actuó como una fe de mujer. Ella mostró un amor tierno, y los afectos son la gloria y la fortaleza de las mujeres. Así eran ciertamente en ella. Su amor era intenso, amor femenino, y ella lo volcó en el Salvador. La fe del hombre actuó como la fe de un varón en su determinación y fuerza. Persistió en clamar, «Tú, Hijo de David.» Había mucho de masculino acerca de su fe así como había mucho de femenino en la fe de la mujer penitente, y todo debe ser conforme a su orden y sus sazones. No hubiera sido propio que la voz de una mujer se escuchara muy sonora por encima de la multitud; hubiera parecido fuera de lugar que las lágrimas de un hombre hubieran caído en los pies del Salvador. Cualquiera de los dos casos habría podido justificarse, pero ninguno de los dos hubiera sido tan apropiado. Pero ahora ambos son apropiados puesto que son excelentes.

La mujer actúa como una mujer piadosa debe hacerlo; el hombre actúa como un hombre piadoso. Nosotros no debemos medirnos conforme a la medida de otras personas. Hermano mío, no digas: «yo no podría derramar lágrimas.» ¿Quién te pidió que lo hicieras? Las lágrimas de un hombre están básicamente adentro, y deben quedarse allí: nos corresponde a nosotros usar otros modos de demostrar nuestro amor. Hermana mía, no digas, «yo no podría actuar como un heraldo y proclamar públicamente al Rey.» No dudo que podrías hacerlo si hubiera necesidad de ello, pero tus lágrimas en secreto, y esas mudas muestras de amor a Jesús que tú le estás brindando, no son menos aceptables porque no son las mismas que un hombre daría. No, sino que son las mejores porque son las adecuadas para ti. No pienses que todas las flores del jardín de Dios deben florecer con el mismo color o derramar el mismo perfume.

A continuación observen que la mujer actuó como una mujer que había sido pecadora. ¿Qué puede ser más conveniente que las lágrimas? ¿Qué lugar puede ser más adecuado para ella que estar a los pies del Salvador? Ella había sido una pecadora, ella actúa como una pecadora; pero el hombre que había sido un mendigo actúa como un mendigo. ¿Qué hace un mendigo sino clamar por limosna? ¿Acaso no mendigó gloriosamente? Jamás nadie practicó con mayor ahínco su profesión que él. «Hijo de David,» dijo, «ten misericordia de mí.» A mí no me hubiera gustado haber visto al mendigo sentado a la vera del camino llorando; ni tampoco haber escuchado a la mujer penitente dando gritos. Ninguna de esas dos cosas hubiera sido natural o apropiada. La fe obra de acuerdo a la condición, a las circunstancias, sexo, o habilidad de la persona en la que vive, y de la mejor manera que se manifiesta es en su propia forma, no de una manera artificial, sino en la efusión natural del corazón.

Observen también que la mujer no habló. Hay algo muy bello en el silencio de oro de la mujer, que era más rico de lo que hubiera sido su plática de plata. Pero el hombre no estaba callado; él habló; él habló y sus palabras fueron excelentes. Me aventuro a decir que el silencio de la mujer habló tan poderosamente como la voz del hombre. De los dos pienso que encuentro más elocuencia en las lágrimas que rociaban y en las trenzas sueltas que secaban los pies del Salvador, que en el grito, «Hijo de David, ten misericordia de mí.» Sin embargo, ambas formas de expresión eran igualmente buenas, mejor el silencio de la mujer con sus lágrimas, y la elocuencia del hombre con su confianza plena en Cristo.

No pienses que es necesario, querido amigo, para servir, que hagas el trabajo de otras personas. La actividad que tu propia mano encuentre, esa actividad haz con todo tu poder. Si tú piensas que no puedes honrar jamás a Cristo hasta que no entres a un púlpito, pudiera ser el caso que tú lo vas a honrar más bajándote del púlpito tan pronto como puedas. Ha habido personas muy bien calificadas para adornar la religión de Cristo con una plancha de zapatero en su regazo, que han pensado que era necesario subirse a un púlpito, y en esa posición han sido un estorbo para Cristo y Su Evangelio.

Hermana, hay una esfera para ti; mantente en ella, no permitas que nadie te saque fuera de ella; pero no pienses que no hay nada más que hacer excepto el trabajo que alguna otra mujer hace. Dios la ha llamado a ella, deja que ella siga la voz de Dios: Él te llama en otra dirección, sigue allí Su voz. Entonces serás muy semejante a esa excelente mujer, cuando más diferente de ella seas: quiero decir, serás verdaderamente más obediente a Cristo, como ella lo es, si prosigues un camino muy diferente.

También había otra diferencia en esto. La mujer dio, ella trajo su ungüento. El hombre hizo todo lo contrario, él mendigó. Existen varias maneras de mostrar amor a Cristo, que son igualmente muestras excelentes de fe. Darle de su ungüento, y darle sus lágrimas, y darle el servicio de su cabello, estuvo muy bien; mostraba su fe, que obraba por amor: no dar nada, pues el mendigo no tenía nada que dar, pero sencillamente honrar a Cristo al apelar a Su riqueza y a Su poder real, era lo mejor en ese mendigo. No puedo ensalzar a uno más que al otro, pues no dudo que ambos, la mujer penitente y el mendigo, dieron a Cristo todo su corazón, y ¿qué más pide Jesús de alguien?

También los pensamientos de la mujer y los pensamientos del mendigo eran diferentes. Los pensamientos de ella eran principalmente acerca del pasado, y de sus pecados, de aquí sus lágrimas. Ser perdonada, ése era su punto. Los pensamientos del hombre eran principalmente acerca del presente, no tanto en lo relativo a sus pecados sino más bien a su deficiencia, a su enfermedad, y a su incapacidad, y así él venía con pensamientos diferentes. No dudo que él haya pensado en el pecado, como también me atrevo a decir que pensaba en su enfermedad; pero en el caso de ella el pensamiento del pecado era preeminente, y de aquí sus lágrimas; en el caso de él, la enfermedad era lo preeminente, y de aquí su oración, «Señor, que reciba la vista.»

Entonces, no compares tu experiencia con la de alguien más. Dios es un Dios de una variedad maravillosa. El pintor que se repite a sí mismo en muchos cuadros tiene una pobreza de concepción, pero el artista que es maestro escasamente hace un boceto de una misma cosa una segunda vez. Hay una variedad ilimitada en el genio, y Dios que trasciende todo el genio de los hombres, crea una variedad infinita en las obras de Su gracia.

Por tanto, no busquen semejanza en todas partes. La mujer, se dice, amó mucho, y ella manifestó su amor mediante sus hechos; pero el hombre también amó mucho, y manifestó su amor mediante acciones que eran sumamente admirables, pues siguió a Jesús en el camino, glorificando a Dios. Y sin embargo, eran acciones diferentes. No encuentro que él haya traído una caja con ungüento, o que haya ungido los pies de Cristo, ni tampoco encuentro que ella haya seguido literalmente a Cristo en el camino, aunque sin ninguna duda ella lo siguió en espíritu; tampoco ella glorificó a Dios en voz alta como lo hizo el ciego mendigo restaurado.

Hay diferencias de operación, pero un mismo Señor; hay diferencias de capacidad y diferencias de llamados, y mediante esta reflexión yo espero que ustedes sean capacitados para liberarse de la falla de juzgar a uno mediante los estándares de otro, y puedan buscar la misma fe, pero no su mismo desarrollo.

Este tema es tan interesante que yo quiero que me sigan todavía mientras bosquejo rápidamente el caso de la mujer, y a continuación el del hombre, sin mencionar cada una de las diferencias, sino permitiendo que los dos cuadros se graben de manera separada en sus mentes.

Observen a esta mujer. Qué extraño compuesto era ella. Ella estaba consciente de ser indigna, y por lo tanto lloró, y a pesar de ello se acercó a Jesús. Sus actos fueron de cercanía y comunión; ella lavó Sus pies con lágrimas, los secó con los cabellos de su cabeza, y durante todo ese tiempo los besaba una y otra vez. «mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies,» dijo Cristo. Un sentido de indignidad, y el gozo de la comunión, estaban entremezclados. ¡Oh, fe divina, que funde a ambos! Ella estaba muy avergonzada, y sin embargo fue muy audaz. Todavía no se atrevía a mirar al Señor en Su rostro; se le acercó por detrás; y sin embargo se atrevió a enfrentarse a Simón, y a permanecer en su habitación, ya fuera que la mirara con malos ojos o no. He conocido a algunos que se han sonrojado ante la faz de Cristo que no se habrían sonrojado ante un juez, ni en la hoguera si hubieran sido arrastrados allí por causa de Cristo. Una mujer así era Anne Askew, humilde ante su Señor, pero como una leona ante los enemigos de Dios.

La mujer penitente lloró, ella se lamentaba, pero tenía un gozo profundo; yo sé que lo tenía, pues cada beso significaba gozo. Cada vez que ella levantaba ese bendito pie, y lo besaba, su corazón saltaba en un arrebato de amor. Su corazón conocía la amargura por el pecado, pero también conocía la dulzura del perdón. ¡Qué combinación! La fe hizo el compuesto. Ella era humilde, no había nadie más humilde; sin embargo, vean cómo ella toma sobre sí tratar con el propio Rey.

Hermanos, ustedes y yo estaríamos satisfechos, y bien podemos estarlo, si pudiéramos lavar los pies de los santos, pero ella no. ¡Oh, el valor de esta mujer! Ella atravesó el patio exterior, y se fue directo al trono del Rey, para rendir allí su homenaje, en su propia persona hacia Su persona, y lavar los pies del Admirable, el Consejero, Dios fuerte.

Yo no sé que algún ángel haya jamás desempeñado tal labor y servicio, y por tanto esta mujer tiene preeminencia al haber hecho por Jesús lo que ningún otro ser hizo jamás. He dicho que ella estaba callada, y sin embargo habló; agregaré que fue despreciada, pero Cristo la colocó en elevado honor, e hizo que Simón, que la despreciaba, se sintiera pequeño en la presencia de ella.

Voy a agregar también que ella era una gran pecadora, pero era una gran santa. Su condición de gran pecadora, cuando fueron perdonados sus pecados, se convirtió en la materia prima de la cual salen los grandes santos por la fuerza poderosa de Dios. Finalmente ella fue salvada por fe, eso nos dice el texto, pero si alguna vez hubo un caso en el que Santiago no pudo haber dicho: «¿Podrá la fe salvarle?», y en el que debió haber dicho, «Aquí está una que muestra su fe por sus obras,» era el caso de esta mujer. Allí está frente a ti. Imita su fe, aunque no puedas en verdad copiar sus obras.

Ahora miren al hombre. Él era ciego, pero podía ver mucho más que los fariseos, que decían que podían ver. Ciego, pero su visión óptica interna vio al Rey en su belleza, vio el esplendor de Su trono, y lo confesó. Era un mendigo, pero tenía un alma real, y una fuerte determinación soberana que no podía ser reprimida. Tenía el tipo de mente que habita en hombres que son príncipes entre sus compañeros. Él no iba a ser detenido por discípulos, no, ni por apóstoles. Él ha comenzado a orar, y va a orar hasta obtener la bendición que busca.

Noten bien que lo que sabía era lo que proclamaba, lo que deseaba era lo que pedía, y entendía lo que necesitaba. «Señor, que reciba la vista;» él estaba claro acerca de sus necesidades, y claro acerca de la única persona que podía suplirlas. Él esperaba lo que pedía, pues cuando se le ordenó que se acercara, él evidentemente esperaba que su vista fuera restaurada, pues otro evangelista nos narra que arrojó su capa de mendigo. Sintió que nunca necesitaría mendigar de nuevo. Estaba seguro que sus ojos estaban a punto de abrirse.

Finalmente, estaba muy agradecido por lo que recibió, pues tan pronto pudo caminar sin un guía, tomó a Cristo como su guía, y le siguió en el camino, glorificándolo. Vean ambos cuadros. Espero que perciban las sombras y las luces de ambos, hasta que los incline a convertirse en una pintura diferente y clara hecha por el mismo artista, cuya mano únicamente puede producir tales maravillas.

III. ¿QUÉ NOS ENSEÑA ESTO EN REFERENCIA A LA FE? Primero, nos enseña que la fe tiene la máxima importancia. Les ruego, mis lectores, que verifiquen si ustedes tienen la preciosa fe, la fe de los elegidos de Dios. Recuerden que en la Escritura no hay muchas cosas que sean llamadas preciosas, pero está la sangre preciosa, y con ella va la fe preciosa. Si no tienen eso, están perdidos; si no tienen eso, no son aptos para vivir ni aptos para morir; si no tienen eso, el eterno destino de ustedes será desesperación infinita; pero si tienen fe, aunque sea como un grano de semilla de mostaza, ustedes son salvos. «Tu fe te ha salvado.»

Además aprendan que la principal materia en la fe es la persona a quien creen. No digo la persona en quien creen. Eso sería verdadero, pero no una expresión muy escritural. Pablo no dice, según lo cita la mayoría de las personas, «yo sé en quién he creído.» La fe le cree a Cristo. La fe de ustedes debe reconocerlo como una persona, y venir a Él como persona, y no descansar simplemente en Su enseñanza, o únicamente en Su obra, sino en Él. «Venid a todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.»

¡Un Salvador personal para los pecadores! ¿Están confiando en Él únicamente? ¿Le creen a Él? Ustedes saben que la seguridad del edificio depende principalmente de los cimientos, y si los cimientos no son los adecuados, pueden construir como quieran, pero no durará. Entonces, ¿construyen ustedes sobre Cristo únicamente? Escudriñen eso como un punto especial.

A continuación observen que no debemos esperar exactamente la misma manifestación en cada convertido. Que no la esperen los ancianos de la iglesia, que los padres no la requieran de sus hijos; que no la busquen los ansiosos amigos; ustedes mismos no la esperen. Las biografías son muy útiles, pero se pueden convertir en una trampa. No debo juzgar que no soy un hijo de Dios porque no soy precisamente como el buen hombre cuya vida acabo de estar leyendo.

¿Estoy descansando en Cristo? ¿Le creo a Él? Entonces puede ser que la gracia del Señor esté preparando un camino muy diferente para mí del camino en que ha estado caminando mi hermano, que pueda ilustrar otras fases de Su poder, y enseñar a los principados y a las potestades las riquezas sobreabundantes del amor divino.

Y finalmente, el asunto que lo resume todo es este, si tenemos fe en Jesús somos salvos, y no debemos hablar ni actuar como si hubiera alguna duda al respecto. «TU FE TE HA SALVADO.» Jesús lo dice. Concedido, tú tienes fe en Cristo, y es cierto que la fe te ha salvado. Por tanto, no andes por allí hablando y actuando y sintiendo como si no fueras salvo.

Conozco a un grupo de gente salva que dice cada domingo, «Señor, ten misericordia de nosotros, miserables pecadores»; pero ellos no son miserables pecadores si son salvos, y que ellos utilicen tales palabras es arrojar un menosprecio sobre la salvación que Cristo les ha dado. Si ellos son pecadores salvos, entonces deberían ser santos llenos de gozo. Lo que dicen unos, otros no lo dicen, pero actúan como si así fuera. Andan por ahí pidiéndole a Dios que les dé la misericordia que ya han obtenido, esperando recibir un día lo que Cristo les asegura que ya está en su posesión, hablando a otros como si fuera un asunto de si son salvos o no, cuando no puede caber ninguna duda.

«Tu fe te ha salvado.» Imagínense a la pobre mujer penitente volviéndose y diciéndole al Salvador, «Señor, yo humildemente espero que sea cierto.» No habría existido ni humildad ni fe en una expresión de esa naturaleza. Imagínense al ciego, cuando Cristo le dijo: «tu fe te ha salvado,» respondiéndole: «yo confío que en los años venideros se compruebe que es así.» Sería contradecir de manera simultánea su carácter sincero y la honestidad de la prédica de Cristo. Si tú has creído, tú eres salvo. No hables como si no lo fueras, pero ahora descuelga de los sauces tu arpa, y entona un cántico nuevo al Señor.

He observado en muchas oraciones una tendencia a dar rodeos como si los hechos no fueran hechos. He oído este tipo de expresiones, «Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros; por eso nosotros deseamos estar alegres.» El texto dice, «Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros; estaremos alegres.» Y si el Señor ha hecho estas grandes cosas con nosotros, nuestro derecho es estar alegres por ellas, no responder con un infame «si» con nuestros labios ante el Señor que no puede mentir.

Si tienen tratos con otras personas, pueden tener sospechas de ellas, pues en general lo merecen; si escuchan sus promesas, pueden dudar de ellas, pues sus promesas van a ser quebrantadas; pero si están tratando con su Dios y Señor, nunca sospechen de Él, pues Él está más allá de toda sospecha; nunca duden de Sus promesas, pues el cielo y la tierra pasarán, pero ni una jota ni una tilde de Su palabra fallará.

Yo reclamo para Cristo que ustedes arrojen para siempre toda plática que esté llena de «pero» y «si» y «tal vez» y «yo espero» y «yo confío.» Ustedes están en la presencia de Uno que dijo «De cierto, de cierto,» y quiso decir lo que dijo, y que es «el Amén, el testigo fiel y verdadero.»

Ustedes no le escupirían en el rostro si Él estuviera aquí, sin embargo sus «si» y sus «pero» son un insulto parecido, arrojado sobre Su verdad. Ustedes no lo flagelarían, pero ¿qué hacen sus dudas sino vejarlo y ponerlo en vergüenza? Si Él miente, no le crean nunca; si dice la verdad, nunca duden de Él. Entonces sabrán, cuando hayan hecho a un lado su malvada incredulidad, que su fe los ha salvado, y podrán ir en paz.