El Trono de la Gracia

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charles spurgeon

Muchas de las visiones de Juan son muy oscuras, y aunque posiblemente se pudiese justificar que el hombre que está seguro de su propia salvación, pase sus días esforzándose en interpretar esas visiones, de una cosa estoy seguro, y es que no sería una tarea beneficiosa para las personas inconversas.Esas personas no tienen tiempo que perder en especulaciones, pues no han sido confirmadas en las certidumbres básicas. Esas personas no necesitan sumergirse en las dificultades, pues aún no han colocado el cimiento de las simplicidades por medio de la fe en Cristo Jesús. Es mucho mejor meditar en la expiación, que especular sobre el cuerno pequeño, y es mucho mejor conocer al Señor Jesús en Su poder salvador, que fabricar una ingeniosa teoría acerca del número de la bestia.

Pero esta visión en particular es tan instructiva, está tan desprovista de dificultades serias, que puedo invitar a todos los presentes a considerarla, y, con mayor razón, porque tiene que ver con asuntos que conciernen a nuestro porvenir eterno. Pudiera ser, si Dios el Espíritu Santo ilumina nuestra fe, para mirar y ver ese «gran trono blanco y al que estaba sentado en él», que obtengamos tal bendición de esa visión, que hagamos retumbar los arcos del cielo con una gratitud sempiterna, ya que fuimos traídos a este mundo para ver el «gran trono blanco, y al hacerlo, no temeremos verlo en aquel día cuando el Juez tome Su sitio, y los vivos y los muertos se presenten ante Él.

Primero, intentaré explicar lo que Juan vio; y luego, en segundo lugar, trataré de exponer el efecto que creo que esta visión produciría si los ojos de nuestra fe se fijaran en ella ahora.

I.Primero, entonces, quiero pedirles su más profunda atención para considerar LO QUE JUAN VIO. Era una escena del día postrero: ese prodigioso día cuya ocurrencia nadie puede predecir.

«Pues, como un ladrón sigiloso, oculto, se escabulle
En medio de la tenebrosa sombra de la noche.»

Cuando el vidente de Patmos, de ojo avizor, miró a lo alto, a los cielos, vio un trono, de lo que deduzco que hay un trono de gobierno moral sobre los hijos de los hombres, y que, quien se sienta en él, preside sobre todos los moradores de este mundo. Hay un trono cuyo dominio abarca desde Adán en el Paraíso, hasta «el postrer hombre», quienquiera que sea. No estamos sin gobernante, sin legislador y sin juez. Este mundo no ha sido entregado para que los hombres hagan en él lo que quieran, sin un legislador, sin un vengador, sin Uno que otorgue recompensas o imponga castigos. El pecador, en su ceguera, mira; pero como no ve el trono, entonces clama: «viviré como me dé la gana, pues no hay nadie a quien deba rendir cuentas»; pero Juan, con un ojo iluminado, vio claramente un trono, y a un gobernante personal sentado en él, que estaba allí para exigir de sus súbditos la rendición de cuentas.

Cuando nuestra fe mira a través del catalejo de la revelación, mira también el trono. Sería muy bueno que sintiéramos más plenamente la influencia de ese trono omnipresente. Creyente: que «Jehová reina» es verdad en esta noche, y es verdad en todo momento. Hay un trono sobre el que reina el Rey eterno, inmortal, invisible; el mundo es gobernado por leyes establecidas y mantenidas en vigor por un legislador inteligente. Hay un gobernante moral. Los hombres deben rendir cuentas y se les exigirán cuentas en el último gran día, cuando todos los hombres serán recompensados o castigados.

«Vi un gran trono blanco.» ¡Cómo reviste esto de solemnidad las acciones de los hombres! Si se nos permitiera hacer exactamente lo que quisiéramos, sin que fuésemos llamados a rendir cuentas por ello, aun entonces sería sabio ser virtuoso, pues tengan la seguridad de que nos conviene ser buenos y de que, en sí mismo, es un gran trastorno ser malvados. Pero no se nos ha permitido eso. Hay una ley vigente, cuyo quebrantamiento involucra el castigo. Hay un legislador que contempla desde lo alto y atalaya cada acción del hombre, y que no tolera que una sola palabra o hecho queden sin un registro en Su libreta de apuntes. Ese gobernante está armado de poder; pronto vendrá para celebrar Su audiencia superior, y cada agente responsable sobre la faz de la tierra, deberá presentarse en Su tribunal, según se nos informa, «Para que cada uno reciba según lo que ha hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.»

Entonces, del texto se desprende que hay, en verdad, un gobernante del mundo que es real y personal, un gobernante calificado y eficaz, que no es un simple nombre, un mito, un oficio vacío, sino la persona que se sienta en el trono, que juzga con rectitud, y que celebrará ese juicio en breve.

Ahora, hermanos y hermanas, sabemos que este gobernante moral es Dios mismo, que tiene un indisputable derecho de reinar y de gobernar. Algunos tronos no tienen derecho de existir, y rebelarse contra ellos no es sino patriotismo; pero el que más ama a su pueblo es quien más se deleita en la monarquía del Cielo. Sin duda hay dinastías que son tiranías y gobernantes que son déspotas; pero nadie puede disputar el derecho de Dios a sentarse en el trono, o desear que otra mano sostuviera el cetro. Él creó todo, y, ¿no juzgará Él todo? Como Creador, Él tenía el derecho a dictar Sus leyes, y, como esas leyes son la verdadera norma de todo lo que es bueno y verdadero, entonces, por eso, Él tenía el derecho eterno de gobernar, además del derecho que le pertenecía como Creador. Él es el Juez de todo, que ha de hacer lo que es justo a partir de una necesidad de Su naturaleza. ¿Quién más, entonces, debería sentarse en el trono, y quién se atrevería a tener el derecho de hacerlo? Él puede retar a todas Sus criaturas, y decirles: «Yo soy Jehová, y ninguno más hay»: si Él revela el trueno de Su poder, Sus criaturas deben reconocer en silencio que sólo Él es Dios. Nadie puede aventurarse a decir que este trono no está cimentado en justicia.

Además, hay algunos tronos en los que sus reyes, por justos que sean, carecen de poder, pero este no es el caso del Rey de reyes. Constantemente vemos pequeños príncipes cuyas coronas son tan inapropiadas para sus cabezas, que son incapaces de mantenerlas sobre sus frentes; pero nuestro Dios tiene tanto un poder invencible como una justicia infalible. ¿Quién se le enfrentará en la batalla? ¿Acaso la hojarasca desafiaría al fuego o la cera iría a la guerra en contra de la llama?

Jehová puede pisotear fácilmente a Sus enemigos cuando se disponen para combatir contra Él. «Toca los montes, y humean; mira a la tierra, y ella tiembla; magulla la cabeza de Leviatán en las profundidades del mar. Los vientos son sus carros, y las tempestades son sus mensajeros. Por Su mandato existe el día, y por Su voluntad la noche cubre la tierra. ¿Quién detendría Su mano o le diría: «Qué haces?» Su trono está cimentado en justicia y afirmado en poder. Tú tienes justicia y verdad para establecerlo, y a la vez tienes omnipotencia y sabiduría como sus centinelas, de tal forma que es inconmovible.

En adición a esto, Su trono es tal que nadie puede escapar de su poder. El trono de zafiro de Dios es revelado en el cielo en este momento, donde ángeles que adoran arrojan sus coronas delante de él; y su poder es sentido en la tierra, donde las obras de la creación alaban al Señor. Incluso quienes no reconocen el gobierno divino, se ven forzados a sentirlo, pues Él hace según Su voluntad, no sólo en medio de los ángeles en el cielo, sino entre los habitantes de este mundo inferior. El infierno siente el terror de ese trono. Esas cadenas de fuego, esos tormentos indecibles, son la terrible sombra del trono de la Deidad; cuando Dios se inclina para mirar a los perdidos, el tormento que recorre sus almas se desprende de Su santidad, que no puede soportar sus pecados. La influencia de ese trono, entonces, se encuentra en todos los mundos en los que moran los espíritus, y ejerce el poder en los dominios de la naturaleza inanimada. Cada hoja que se marchita en el bosque deshabitado, tiembla por orden del Todopoderoso, y cada insecto de coral que habita en las insondables profundidades del mar, siente y reconoce la presencia del Rey omnipresente.

Así que, entonces, hermanos míos, si tal es el trono que vio Juan, vean cuán imposible será que escapen de su juicio, cuando el gran día del juicio final sea proclamado, y el Juez emita Sus edictos, ordenándoles que comparezcan. ¿Adónde podrían huir los enemigos de Dios? Si su presuntuosa impudencia pudiera transportarlos al cielo, Su diestra de santidad los echaría de allí, o, si se sumergieran bajo la ola más profunda del infierno, en busca de una tumba protectora, Su siniestra los arrancaría del fuego, para exponerlos a la luz más fiera de Su rostro.

En ningún lugar hay un refugio que proteja del Altísimo. Los rayos matutinos no pueden transportar al fugitivo tan velozmente como puede perseguirle el Perseguidor todopoderoso; el destello del rayo misterioso, que aniquila al tiempo y al espacio, tampoco puede viajar tan rápidamente como para escaparse de Su mano de largo alcance. «Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás.»

Se decía del imperio romano, -bajo el gobierno de los Césares-, que el mundo entero cumplía la función de una gran prisión para el César, pues si alguien ofendía al emperador, era imposible que escapara. Si atravesaba los Alpes, ¿acaso no podía César hallarle en la Galia? Si buscaba ocultarse en las Indias, incluso los atezados monarcas de allí conocían el poder de las armas de Roma, de tal manera que no proveían albergue a nadie que hubiese incurrido en la venganza imperial. Y sin embargo, posiblemente, un fugitivo de Roma habría podido prolongar su miserable vida ocultándose en las madrigueras y en las cuevas de la tierra.

Pero ¡oh, pecador!, no es posible ocultarse de Dios. Los montes no podrían encubrirte de Él, e incluso si lo quisiesen, las rocas tampoco podrían esconderte. Vean, entonces, de entrada, cómo debería sacudir este trono con terror nuestras mentes. Cimentado en la justicia, sostenido por el poder y siendo universal en su dominio, miren ustedes y vean el trono que Juan contempló antaño.

Sin embargo, esto no es sino el comienzo de la visión. El texto nos dice que era un «trono blanco», y quisiera llamar su atención a ese hecho. «Vi un gran trono blanco.» ¿Por qué es blanco? ¿Acaso no indica su pureza inmaculada? Me temo que no se podría encontrar ningún otro trono blanco. Yo creo que el trono de nuestra propia tierra dichosa (Inglaterra) es tan blanco y tan puro como pudiera serlo cualquier trono de la tierra, pero ha habido años en los anales de ese trono, en los que se ha visto manchado de sangre, y en algunos reinados del pasado reciente se vio manchado de negro por el libertinaje. No siempre fue el trono de excelencia y pureza, e incluso ahora, aunque nuestro trono posee una pureza lustrosa, -bastante rara en los tronos terrenales-, a los ojos de Dios hay algo en todo lo que es terrenal que es impuro, y, por tanto, el trono no es blanco para Él. En cuanto a otros muchos tronos que todavía existen, sabemos que no todo es blanco en ellos; no es el día ni la hora para citar a los príncipes al tribunal de Dios, pero hay algunos de ellos que tendrán que responder por muchas cosas, porque en sus esquemas de engrandecimiento, no consideraron en absoluto la sangre que sería derramada, ni los derechos que serían violados. Raramente los principios guían a la mente de la realeza, sino que la truhanesca ley de la política es la base del arte de reinar; una política digna de rateros y salteadores de caminos, y algunos reyes son despreciables. En el continente europeo hay muchos tronos que yo pudiera describir como negros o de color carmesí, cuando pienso en la torpeza de la conducta del monarca, o en la sangre en medio de la cual ha vadeado su camino para llegar al dominio.

Pero este es un gran trono blanco, un trono de una monarquía consagrada que no está manchada con sangre ni contaminada con injusticia. Vamos, entonces, ¿es blanco por la pureza? ¿No es blanco porque el Rey que se sienta en él es puro? Escuchen atentamente el himno tres veces sagrado de la banda querúbica y del coro seráfico: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos.» Criaturas que son, ellas mismas, perfectamente sin mancha, reverencian y adoran incesantemente la santidad superior del grandioso Rey. Él es demasiado grande para necesitar ser injusto, y es demasiado bueno para ser áspero. Este Rey no ha cometido ninguna injusticia y no puede hacer injusticia, y es el único Rey de quien puede afirmarse esto sin que sea ficción. Quien se sienta en este trono blanco es, Él mismo, la esencia de la santidad, de la justicia, de la verdad y del amor. ¡Oh, el más justo de todos los tronos! ¿Quién no sería un súbdito dispuesto de tu gobierno incomparable?

Además, el trono es puro porque la ley que el Juez administra es perfecta. No hay ninguna falla en el libro de estatutos de Dios. Cuando venga el Señor para juzgar a la tierra, no se encontrará ningún decreto que afecte demasiado duramente a ninguna de Sus criaturas. «Los mandamientos de Jehová son rectos»; son verdad, todos son justos. ¿Quién podría mejorar ese libro de los diez mandamientos en los que se encuentra un resumen de la voluntad divina? ¿Quién podría encontrar algo que le sobre, o señalar algo que le falte? «La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma», y qué bueno que sea un trono blanco del que emane una ley así.

Pero ustedes saben que a pesar de una buena ley y de un buen legislador, el trono puede cometer errores a veces, y podría mancharse por ignorancia, ya que no por una injusticia premeditada. Pero la sentencia que saldrá de este gran trono blanco será tan consistente con la justicia, que incluso el reo culpable dará su voluntario asentimiento a ella. Se dice que: «se quedaron atónitos»; atónitos porque no podían soportar la sentencia ni impugnarla de alguna manera.

Es un trono blanco, puesto que jamás se dictó un veredicto desde él, del que el reo tuviera el derecho de quejarse. Tal vez haya algunas personas aquí que vean esto como un asunto esperanzador, pero para las personas impías será precisamente lo contrario.

¡Oh, pecador!, si tuvieras que ser juzgado delante de un tribunal impuro, tal vez podrías escapar; si el Rey no fuera santo, la impiedad podría, tal vez, quedar sin castigo; si la ley no fuere perfecta, las ofensas podrían ser condonadas; y si la sentencia no fuera justa, tú podrías escapar, gracias a la parcialidad. Pero allí donde todo es tan puro y blanco:

«Pecador indolente,
¿Qué será de ti allí?»

He pensado, también, que tal vez se dice que este trono es un trono blanco para indicar que será eminentemente conspicuo. Habrán notado que un objeto blanco puede ser visto desde una distancia muy grande. Habrán observado, tal vez, en las montañas galesas, una blanca cabaña muy lejos, destacando conspicuamente, pues a los galeses les gusta pintar sus cabañas intensamente blancas, de tal forma que, aunque no las habrías percibido si hubiesen quedado con el color de la piedra, puedes verlas de inmediato, pues las relucientes paredes blanqueadas atraen tu mirada. Yo supongo que un tirador preferiría, para disparar, un objetivo blanco antes que de cualquier otro color.

Y este gran trono blanco será tan conspicuo, que todos los millones que estaban muertos pero que se levantarán al sonido de la trompeta final, todos ellos lo verán, y no será posible que un solo ojo se cierre frente a ese espectáculo. Debemos verlo; será una visión tan impactante que ninguno de nosotros podría impedir su presencia ante nosotros; «todo ojo le verá.»

Posiblemente es llamado un trono blanco debido a que representa un convincente contraste con todos los colores de esta vida humana pecaminosa.Allí está la multitud, y allá está el gran trono blanco. ¿Qué podría hacerles ver más plenamente su negrura, que estar allí, contrastando con las perfecciones de la ley, y del Juez delante de quien están? Tal vez ese trono, todo reluciente, reflejará el carácter de cada persona. Cuando cada hombre que no hubiere sido perdonado, mire ese trono blanco, su deslumbrante blancura le sobrecogerá y le cubrirá de confusión y de terror al ver su propia inmundicia en contraste con esa blancura.

«¡Oh Dios!», -dice- «¿cómo podría soportar ser juzgado por alguien como Tú? Yo podría enfrentar el tribunal de mis semejantes, pues vería imperfecciones en mis jueces, pero no puedo hacerte frente a Ti, el terrible Ser Supremo, pues la pavorosa blancura de Tu trono, y el terrible esplendor de Tu santidad, me sobrecogen por completo. ¡Quién soy yo, que soy pecador, para atreverme a estar delante de ese gran trono blanco!»

La siguiente palabra que es usada a manera de adjetivo es «grande». Se trata de un «gran trono blanco». Casi no necesitan que yo les diga que es llamado: un gran trono blanco debido a la grandeza de Aquel que se sienta en él. ¿Comentan de la grandeza de Salomón? Él no era sino un príncipe insignificante. ¿Hablan del trono del Gran Mogol (1) o de su Majestad Celestial de China, o de los tronos de Roma y de Grecia ante quienes multitudes de seres se reunían? No son nada, son meros representantes de asociaciones de las langostas del mundo, que son como nada a los ojos del Señor Jehová. Un trono ocupado por un mortal no es sino una sombra de dominio. Este será un gran trono porque en él se sentará el grandioso Dios de la tierra, y del cielo, y del infierno, el Rey eterno, inmortal, invisible, que juzgará al mundo con justicia, y a Su pueblo con equidad.

Hermanos, ustedes verán que éste será un «gran trono blanco» cuando recordemos a los delincuentes que serán presentados delante de él; No se trata de un puñado de criminales, sino de millones de millones, «Muchos pueblos en el valle de la decisión»; y no todos ellos pertenecerán a las clases menos relevantes; no solamente se tratará de siervos y esclavos cuyos cuerpos miserables descansaron de sus opresores en la silente tumba; sino que los grandes de la tierra estarán allí; no solamente estará allí el pisoteado siervo de la gleba que trabajó por nada, y a quien le pareció dulce morir, sino que también estará allí su tirano señor que prosperó a costa de sus trabajos sin recompensa; no únicamente estarán las multitudes que marcharon a la batalla a la orden de su comandante, y que cayeron por las balas y la bombas, sino que estarán allí los emperadores y los reyes que planearon el conflicto; estarán allí cabezas coronadas que entonces no serán mayores que las cabezas sin coronas. ¡Hombres que fueron semidioses entre sus semejantes se mezclarán con sus esclavos, y serán tan envilecidos como ellos! ¡Cuán maravillosa procesión! ¡Cuán imponente es para el corazón la imaginación de todo eso! ¡Cuán pomposa aparición! ¡Ajá, ajá, ustedes, multitudes pisoteadas, el grandioso Nivelador los ha puesto ahora a todos ustedes en igualdad de condiciones! La muerte los colocó en una tumba igual, y ahora el juicio los encuentra frente al mismo tribunal, para recibir la sentencia de Uno que no teme a ningún rey, y que no se espanta ante ningún tirano, que no hace acepción de personas, sino que dispensa una justicia imparcial a todos.

¿Pueden imaginar el cuadro? Tierra y mar cubiertos de seres vivientes que una vez estuvieron muertos. ¡El infierno está vacío, y el sepulcro ha perdido a sus víctimas! ¡Qué espectáculo será! Jerjes (2), en su trono, con un millón de seres desfilando delante de él, debe haber contemplado un grandioso espectáculo, pero, ¿cómo será éste? No habrá ondeantes banderas sino las enseñas de la majestad eterna. ¡No habrá lucidos cortesanos, sino ángeles congregados! No habrá sonido de tambores ni el rugir de culebrinas, sino el toque de la trompeta del arcángel y el tañer de las arpas de millones de millones de santos. Es cierto que habrá un esplendor sin rival, pero no será el de la heráldica y el de la guerra; el mero oropel y las chucherías habrán desaparecido por igual, y en su lugar habrá el esplendor del rayo centelleante, y el bajo profundo del trueno. Jesús, el Varón de Dolores, con todos Sus ángeles con Él, descenderá, y la pompa del cielo será revelada en medio de los hijos de los hombres.

Será un gran trono blanco, por causa de los asuntos que serán juzgados allí. No será una mera contienda acerca de un juicio por un litigio, o por una propiedad en peligro. Nuestras almas han de ser juzgadas allí; nuestro futuro estará en juego, no por un tiempo, no por un solo siglo, sino por siempre y para siempre. ¡Sobre esas balanzas penderán el cielo y el infierno; a la derecha será distribuido el triunfo sin fin, y a la izquierda la destrucción y la confusión sin pausa, y el destino de cada hombre y de cada mujer, será declarado positivamente desde ese tremendo trono! ¿Puedes percibir la grandeza de ello? Has de medir el cielo; has de sondear el infierno, has de abarcar la eternidad; pero mientras no puedas hacer eso, no podrás conocer la grandeza de este gran trono blanco; grande, por último, porque a lo largo de toda la eternidad siempre habrá un mirar hacia atrás, a las transacciones de aquel día. Ese día será para ustedes, los santos, «el principio de los días», cuando Él dirá: «Venid, benditos de mi Padre.» Y ese día será también para ustedes que perecen, el principio de los días: igual que aquella famosa noche de los tiempos antiguos en Egipto, -cuando los primogénitos fueron preservados en cada hogar en el que el cordero derramó su sangre- fue el primero de los días para Israel, para Egipto, la noche en que los primogénitos sintieron la espada del ángel vengador, fue el terrible comienzo de las noches eternas. Muchas madres contaban partiendo de aquella noche en la que pasó el destructor, y así contarán ustedes a lo largo de una terrible eternidad, a partir del día en que vean el gran trono blanco.

No aparten sus ojos de ese magnífico espectáculo hasta no haber visto a la gloriosa Persona mencionada en las palabras: «Y al que estaba sentado en él.» Me pregunto si algo de lo que he dicho les ha conducido a pensar solemnemente en ese gran día. Me temo que no puedo hablar como para alcanzar sus corazones, y si no es así, entonces es mejor callar; pero, por favor, piensen por un momento en Aquel que estaba sentado en el gran trono blanco. El más idóneo en todo el mundo se sentará en ese trono. Será Dios, pero escuchen atentamente, será también hombre. El apóstol dice: «El día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio».

El juez tiene que ser Dios. ¿Quién, sino Dios, sería capaz de juzgar a tantos seres, y de juzgarlos con tanta precisión? El trono es demasiado grande para cualquiera excepto para Él, de quien está escrito: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino.» Cristo Jesús, el Hijo de Dios, juzgará, y juzgará como hombre y como Dios; ¡y cuán apropiado es que sea así! Como hombre, Él conoce nuestras debilidades, entiende nuestros corazones, y no podemos objetar esto: que nuestro Juez sea, Él mismo, semejante a nosotros. ¿Quién podría juzgar con un juicio equitativo de mejor manera que Aquel que es «hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne»?

Y luego está involucrada esta adecuación: Él no es Dios y hombre únicamente, sino que es el hombre, el hombre de hombres, el más varonil de todos los hombres, el tipo y modelo de la naturaleza humana. Él será la norma en Su persona, pues si un hombre es como Cristo, ese hombre es justo, pero si un hombre no es semejante a Cristo, ese hombre merece ser condenado. Ese maravilloso Juez sólo necesita mirar a Su propia personalidad para leer la ley, y repasar Sus propias acciones para discernir si las acciones de otras personas son buenas o malas. Los pensamientos de muchos corazones fueron revelados por Cristo en la tierra, y ese mismo Cristo hará una exposición abierta de los hombres en el último gran día. Él los juzgará, discernirá sus espíritus, descubrirá las junturas y el tuétano de su ser; pondrá al desnudos los pensamientos y las intenciones del corazón.

Incluso tú, creyente, pasarás la prueba delante de Él; no permitas que nadie te engañe con la ilusión de que no serás juzgado: las ovejas se presentaron delante del gran Pastor separador, al igual que los cabritos; aquellos que usaron sus talentos fueron llamados a rendir cuentas al igual que el que enterró su moneda, y los propios discípulos fueron advertidos de que sus palabras ociosas serían llevadas a juicio.

Tampoco deben temer el juicio público. La inocencia corteja a la luz. Ustedes no son salvados permitiéndoseles que entren de contrabando al cielo, sin ser probados y comprobados, sino que en la justicia de Jesús pasarán la solemne prueba con gozo. Pudiera ser que no suceda que los justos sean juzgados conjuntamente con los impíos (no debatiré en cuanto a los detalles) pero tengo muy claro que serán juzgados, y que la sangre y la justicia de Jesús son provistos por esta misma razón, para que encuentren misericordia en aquel día.

¡Oh, pecador! Sucederá totalmente lo contrario contigo, pues tu ruina está segura cuando llegue el tiempo de la prueba. No se requerirá de testigos para declararte culpable, pues el Juez lo sabe todo. El Cristo, al que despreciaste, te juzgará; el Salvador, cuya misericordia pisoteaste, en la fuente de cuya sangre no quisiste lavarte, el despreciado y desechado entre los hombres -es Él quien dictará la justa sentencia contra ti, y ¡qué dirá sino esto!: «Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí.»

II. Necesito unos cuantos minutos -y me quedan demasiado pocos- para EXTRAER LAS INFERENCIAS QUE FLUYEN DE UNA VISIÓN COMO ESTA, y dar así una aplicación a la lección de la visión.

Creyente en Cristo, una palabra a tu oído. ¿Puedes ver el gran trono blanco y al que está sentado en él? Me parece verle ahora. Entonces, permítanme probarme a mí mismo. Independientemente de la profesión que hiciere, tendré que comparecer ante el gran trono blanco. He pasado la revisión de los ancianos; he sido aprobado por el pastor; permanezco siendo aceptado por la iglesia; pero ese gran trono blanco no ha sido bien librado todavía. He portado un carácter de buena reputación entre mis congéneres cristianos; se me ha solicitado que ore en público, y mis oraciones han sido muy admiradas, pero todavía no he sido pesado en las últimas balanzas, y ¡qué pasaría si fuese encontrado falto!

Hermano cristiano, ¿qué hay con tus oraciones privadas? ¿Puedes vivir descuidando el aposento, y, sin embargo, recordar que tus oraciones serán juzgadas delante del gran trono blanco? ¿Se queda tu Biblia sin ser leída en privado? ¿No es nada tu religión sino un espectáculo y un simulacro públicos? Recuerda el gran trono blanco, pues la simple pretensión no será aprobada allí.

Hermano cristiano, ¿qué hay en cuanto a tu corazón y tu tesoro? ¿Eres un simple cazador de dinero? ¿Vives como viven otros? ¿Está tu deleite en el presente pasajero? ¿Tienes tratos con el trono del cielo? ¿Tienes un corazón endurecido para con las cosas de Dios? ¿Tienes muy poco amor por Cristo? ¿Haces una profesión vacía y nada más? ¡Oh, piensa en ese gran trono blanco, ese gran trono blanco! Vamos, hay algunos que, cuando predico un sermón conmovedor, sienten miedo de regresar otra vez para escucharme. ¡Ah!, pero si sienten miedo de mi voz, ¿cómo soportarán Su voz que hablará con el retumbo del trueno? ¿Acaso los sermones examinadores parecen atravesar por en medio de ustedes como una racha del viento del norte, congelando su propia médula y paralizando su sangre? ¡Oh!, pero, ¿cómo será estar delante de ese terrible tribunal? ¿Estás dudando ahora? ¿Cómo estarás entonces? ¿No puedes soportar un pequeño autoexamen? ¿Cómo podrás soportar ese examen de parte de Dios? Si las balanzas de la tierra te dicen que estás falto, ¿qué mensaje te darán las balanzas del cielo?

Yo en verdad los conjuro, colegas profesantes, hablándoles como deseo hablar ahora a mi propio corazón: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?»

Habiendo hablado una palabra al cristiano, me gustaría decirle a cada uno de ustedes que, en memoria de este gran trono blanco rehuyan la hipocresía. ¿Eres tentado a ser bautizado sólo para agradar a tus padres y a tus amigos, aunque no seas un creyente? ¡Ojo con ese gran trono blanco, y antes considera cómo se verá tu insulto a Dios en aquel gran día! ¿Estás persuadido a ponerte el manto de la religión porque ayudará a tu negocio, o te hará parecer respetable? ¡Ojo, hipócrita, ojo con ese gran trono blanco; pues de todos los terrores que provendrán de él, no habrá uno más severo que aquellos que perjudicarán al mero profesante, que hizo una profesión de religión por pura ganancia! Si has de ser condenado, entonces sé condenado por cualquier razón antes que por ser un hipócrita, pues quienes hacen una profesión de piedad por ganancia, merecen el más profundo infierno. La ruina de ‘Designio-secreto’ y de ‘Hipocresía’ será en verdad justa. ¡Oh, ustedes, profesantes pretenciosos, cuyas alas están pegadas con cera, tengan cuidado con el sol que seguramente derramará su calor sobre ustedes, pues terrible será su caída desde tan grande altura!

Pero hay algunos entre ustedes que dirán: «Yo no hago ninguna profesión de religión.» Aun así mi texto tiene una palabra para ustedes. Aun así quiero que juzguen sus acciones conforme a ese último gran día.

Oh señor, ¿qué hay de aquella noche de pecado? «No», -dices tú- «no la tomes en cuenta; no la traigas a mi memoria.» Será traída a tu recuerdo, y ese acto de pecado será publicado más ampliamente que si fuera divulgado sobre los tejados de las casas, y será anunciado en la gaceta a todas las multitudes que hubieren vivido desde el primer hombre, y tu infamia se convertirá en un objeto de burla y en un proverbio entre todos los seres creados.

¿Qué piensan de todo esto, ustedes, que son pecadores secretos? ¿Qué piensan ustedes, que son amantes del desenfreno y de la promiscuidad? ¡Ah, jovencito, tú has comenzado por hurtar, pero vas a progresar hasta llegar a ser un ladrón descarado! Es sabido, amigo, y, todos ustedes, «sabed que vuestro pecado os alcanzará.»

Jovencita, tú has comenzado a retozar con el pecado, y crees que nadie te ha visto, pero el supremamente Poderoso ha visto tus actos y ha oído tus palabras; no hay ninguna cortina entre Él y tu pecado. Él te ve claramente, y ¿qué harás con estos pecados tuyos que tú crees que han sido ocultados? «Eso sucedió hace muchos años», -me dices-. Ay, pero aunque han estado enterrados todos estos años para ti, están vivos para Él, pues todo es presente para el Dios que todo lo ve; y tus actos olvidados estarán presentes para ti también un día.

Mis queridos lectores, les conjuro que no hagan nada que no harían si pensaran que Dios les ve, pues en efecto les ve. ¡Oh, miren sus acciones a la luz del juicio! ¡Oh!, ese tu acto secreto de empinar el codo, ¿cómo se verá cuando Dios lo revele? Esa privada concupiscencia tuya que todo mundo desconoce; ¿cómo te atreverías a cumplirla si recordaras que Dios la conoce?

¡Joven amigo, es un secreto, un terrible secreto, y no lo susurrarías al oído de nadie; pero será susurrado, es más, será tronado delante del mundo! Te ruego, amigo, que pienses en esto. Hay un observador que toma nota de todo lo que hacemos, y todo lo publicará a un universo congregado.

Y para todos nosotros, ¿estamos listos para reunirnos en aquel último gran día? Hubiera querido decirles muchas cosas, pero no puedo retenerlos para decírselas ahora, para no cansarlos; pero si la trompeta sonara esta noche, ¿cuál sería el estado de su mente?

Supongan que ahora, todo oído en este lugar se sobresaltara con una explosión sumamente estentórea y terrible, y se escuchara una voz:

«Vengan a juicio,
Vengan a juicio, vengan pronto.»

Suponiendo que algunos de ustedes pudieran ocultarse en las bóvedas y en los cimientos, ¿no se apresurarían muchos de ustedes al escondite? Cuán pocos de nosotros podríamos caminar sin titubeos por estos pasillos para llegar al aire libre, diciendo: «no le temo al juicio, pues ‘ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús'».

Hermanos y hermanas, espero que haya algunos entre nosotros que podamos acudir alegremente a ese tribunal, aun si tuviésemos que pasar por las fauces de la muerte para llegar a él. Espero que haya algunos entre nosotros que podamos cantar en nuestros corazones:

«Con valor estaré en aquel grandioso día;
Pues ¿quién me acusará de algo?
Puesto que, por Tu sangre, absuelto soy
De la culpa y la maldición del pecado.»

Algunos de nosotros nos veríamos en aprietos para poder decir eso. Es fácil hablar de plena seguridad, pero, créanme, no es tan fácil poseerla con toda sinceridad en los tiempos de prueba. Si a algunos de ustedes les duele el dedo, su confianza se escurre poco a poco en sus articulaciones, y si sólo sufren de una leve enfermedad, piensan: «¡ah!, pudiera tratarse del cólera, ¿qué debo hacer?» No podrías mirar a la muerte en el rostro sin un estremecimiento y, entonces, ¿cómo soportarás el juicio? ¿Podrías contemplar a la muerte, y sentir que es tu amiga y no tu enemiga? ¿Podrías poner una calavera sobre tu tocador, y tener una íntima comunión con ella como tu (Memento mori, Recuerda que vas morir)? Oh, tal vez sólo los más valerosos de ustedes podrían hacer eso, y la manera más segura es acudir a Jesús tal como somos, sin confiar en nuestra justicia propia, y encontrándolo todo en Él.

Cuando William Carey estaba cercano a la muerte, ordenó que se colocara sobre su lápida este verso:

«Siendo un culpable, débil, e indefenso gusano,
A los amables brazos de Cristo me rindo,
Él es mi fortaleza, mi justicia,
Mi Jesús y mi todo.»

Me gustaría despertarme en la eternidad con un verso como ese en mi mente, igual que deseo dormirme en este mundo con una esperanza como esta en mi corazón:

«Nada en mis manos traigo,
Simplemente a la cruz me aferro.»

¡Ah!, yo estoy hablando de algo de lo que algunos de nosotros sabremos más, tal vez, antes de que termine esta semana. Estoy hablando ahora acerca de temas que ustedes creen que se encuentran muy lejos, pero un solo instante podría traerlos muy cerca. ¡Mil años son un largo tiempo, pero cuán pronto vuelan! Al leer la historia inglesa, uno parecería regresar y dar la mano a Guillermo el Conquistador; unas cuantas vidas nos llevan pronto incluso hasta el diluvio.

Te estás acercando a los cuarenta años, y especialmente tú, que tienes sesenta o setenta años, has de sentir cuán rápido vuela el tiempo. Me parece que predico un sermón un domingo cuando ya es tiempo de prepararme para el siguiente domingo. El tiempo vuela con tales giros que ningún tren expreso podría darle alcance, e incluso el destello de un rayo pareciera quedarse atrás.

Pronto estaremos ante el gran trono blanco; pronto estaremos ante el tribunal de Dios. ¡Oh, debemos prepararnos para ello. No vivamos tanto en este presente, que no es sino un sueño, un espectáculo vacío, sino que hemos de vivir en el futuro real y sustancial.

¡Oh, que pudiera yo alcanzar algún corazón aquí presente esta noche! Tengo la creencia de que estoy hablándole a alguien aquí que no recibirá otra advertencia. Estoy seguro de que con tales multitudes que atiborran este lugar domingo tras domingo, no predico nunca dos veces a la misma congregación. Hay personas aquí que mueren entre un domingo y el otro. Entre tales masas populares como esta que tengo frente a mí, ha de suceder esto de acuerdo a los cómputos ordinarios. ¿Quién entre ustedes habrá de morir en esta semana? ¡Oh, ponderen bien la pregunta! ¿Quién de ustedes habitará con las llamas consumidoras? ¿Quién entre ustedes vivirá con quemaduras eternas? Si supiera quiénes son, yo ansiaría rociarlos de lágrimas. Si supiera quiénes habrán de morir esta semana, desearía acercarme y arrodillarme a su lado, y conjurarles a que piensen en las cosas eternas.

Pero no les conozco y, por tanto, les imploro por el Dios viviente que acudan presurosamente a Jesús por medio de la fe. Estas no son cosas frívolas, señores, ¿o sí? Si lo son, entonces no soy sino una penosa persona frívola, y pueden proseguir sus caminos y reírse de mí; pero si son reales y verdaderas, mi deber es ser sincero, y más les incumbe a ustedes ser denodados. «¡Prepárate para venir al encuentro de tu Dios!» ¡Él viene! ¡Prepárate ahora! «¡En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido!» Las puertas de la misericordia no están cerradas. Tu pecado no es imperdonable. Todavía puedes encontrar misericordia. Cristo te invita. Sus gotas de sangre claman a ti:

«Ven y sé bienvenido,
Ven y sé bienvenido, ven pecador.»

¡Oh, que el Espíritu Santo inyecte vida a estas pobres palabras mías, y que el Señor les ayude a venir ahora. El camino para venir, ustedes lo saben, es únicamente confiar en Cristo. Todo está hecho cuando confían en Cristo. Arrójense sobre Él, no teniendo a nadie más en quien confiar. Vean ahora: todo mi peso se apoya en el frente de esta plataforma. Si esta barandilla cediera, yo caería. Apóyense en Cristo justo de esta manera.

«Aventúrense en Él, aventúrense plenamente,
No dejen que ninguna otra confianza se inmiscuya.»

Si pueden aferrarse a la cruz, y quedarse allí bajo el palio carmesí de la expiación, el propio Dios no puede herirles, y el último día tremendo nacerá sobre ustedes con esplendor y deleite, y no con tenebrosidad y terror.

Debo dejarles ir, pero no antes de que todos los creyentes presentes les hayan dado una invitación para que regresen al Señor Jesús. Para hacer esto, cantaremos los siguientes versos:

«Regresa, oh viajero errante, a tu hogar.
Tu Padre te llama;
No vagues más ahora en el exilio
En culpa y miseria;
Regresa, regresa.Regresa, oh viajero errante, a tu hogar.
Quien te llama es Jesús:
El Espíritu y la Esposa dicen: Ven;
Oh, huye en busca de refugio;
Regresa, regresa.Regresa, oh viajero errante, a tu hogar,
Demorarse es locura;
No hay perdones en la tumba,
Y el día de la misericordia es breve.
Regresa, regresa.

Notas del traductor:

(1) Título de los soberanos de una dinastía mahometana, que reinó en la India de 1526 a 1857.
(2) Jerjes: rey persa.