El poder del Evangelio se manifiesta en su maravillosa grandeza cuando vemos su impacto sobre los corazones consagrados a él, cuando se ven sujetos a tribulación, a persecución o aflicción. ¡Cuán poderoso ha de ser ese Evangelio, pues, cuando entró en el corazón de Pablo, ya no pudo ser expulsado nunca de allí! Pablo sufrió la pérdida de todas las cosas, y las tuvo por basura, para ganar a Cristo.
Para difundir la verdad se enfrentó a penalidades, a naufragios, a peligros en tierra y peligros en el mar, pero ninguna de estas cosas lo hizo desistir, y no consideró valiosa su vida, pues quería ganar a Cristo y ser hallado en Él. Una persecución se sucedía a la otra; fue azotado con varas por los judíos; fue arrastrado de un tribunal a otro; casi no hubo ninguna ciudad en la que no encontrara que le esperaban cadenas y prisión. Atacado en su propio país, es acusado en Jerusalén, y procesado en Cesarea; es llevado de un tribunal a otro en busca de quitarle la vida.
Pero observen cómo conserva siempre la prominente pasión de su alma. No importa dónde lo pongan, pareciera ser como John Bunyan, que dice: «si me dejaran salir hoy de la prisión, predicaría otra vez mañana el Evangelio, por la gracia de Dios.» No, es más que eso, pues lo predicó en la prisión y lo proclamó delante de sus jueces.
Estando delante del Sanedrín clama: «Acerca de la resurrección de los muertos soy juzgado.» Cuando fue citado a comparecer ante Agripa, Pablo relata su conversión y habla tan dulcemente de la gracia de Dios, que el propio rey exclama: «Por poco me persuades a ser cristiano.» Y aquí, en nuestro texto, cuando comparece delante del Procurador Romano para ser juzgado en un juicio en el que están en juego su vida o su muerte, en lugar de comenzar a defenderse a sí mismo, diserta «de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero», hasta que su juez se espanta, y entonces, el que se sienta sobre el trono toma el lugar del prisionero, y ahora el prisionero lo juzga en anticipación de aquel tiempo cuando los santos juzgarán a los ángeles, como asistentes que participan con Cristo Jesús.
Vamos, una vez que el hombre cree en el Evangelio y resuelve difundirlo, es convertido en un gran hombre. Si se trata de un hombre desposeído de poder, de intelecto y de talento, es convertido en un hombre grandemente denodado en su arduo deseo de servir a Cristo, en la pequeña medida en que pueda hacerlo; pero si se trata de un hombre dotado, enciende su alma entera, saca a relucir todos sus poderes, desarrolla todo lo que permanece oculto, encuentra cada talento que había sido guardado en un pañuelo, y despliega todo el oro y la plata de la riqueza intelectual del hombre, exponiéndolo todo para honra de ese Cristo que lo ha comprado todo con Su sangre.
Podríamos detenernos un poco más y demorarnos en esta reflexión para mostrarles cómo, en todas las épocas, esta ha sido la verdad: que el poder el Evangelio en la influencia ejercida sobre los corazones de los hombres ha sido eminentemente demostrado, probando la verdad de aquella expresión de Pablo cuando dijo que: ‘ni tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada habrá de separarlos del amor de Dios, que es en Jesucristo su Señor’.
Pero en vez de hacer eso, los invito a escudriñar el texto más cuidadosamente. Tenemos ante nosotros un cuadro que muestra a tres personajes: Félix y Drusila, ambos sentados en el tribunal; Pablo, el prisionero, que fue conducido allí atado con cadenas para que explicara a Drusila y Félix las doctrinas de la religión cristiana y resolvieran si era absuelto o era condenado a morir.
Tienen por un lado a un juez dispuesto a condenar a muerte al prisionero, porque deseaba agradar a los judíos; también tienen, por otro lado, a un prisionero impertérrito que se presenta ante el juez y que sin recurrir a ningún debate, comienza a revelar el Evangelio seleccionando una cierta porción de él, lo cual es descrito en nuestro texto diciendo que Pablo disertaba acerca de «la justicia, del dominio propio y del juicio venidero.» El juez se espanta, despide apresuradamente al prisionero y promete escucharle cuando tenga oportunidad.
Entonces, consideren en primer lugar, el sermón apropiado; noten, en segundo lugar, el oyente afectado,pues el que le escuchaba estaba en verdad conmovido: «¡Félix se espantó!» Luego noten, en tercer lugar, lalamentable desilusión. En vez de que se prestara atención al mensaje, la única respuesta que recibió fue: «Ahora vete».
I. Entonces, en primer lugar, tenemos un SERMÓN APROPIADO.
Sólo escuchen por unos pocos momentos la historia de Félix. Félix fue originalmente un esclavo; fue manumitido por Claudio, y posteriormente se convirtió en uno de los infames favoritos del emperador. Por supuesto que estando en esa posición, Félix consentía los vicios de su señor, y estaba preparado en todo momento a complacer cualquier deseo lascivo de su abominable corazón. Gracias a esto fue promovido, y escaló todos los peldaños del sistema de ascensos en Roma, hasta que obtuvo el cargo de gobernador de Judea. Siendo gobernador allí, cometía todo tipo de actos de extorsión que le fueran posibles y llegó a tal extremo, al final, que el emperador Nerón se vio obligado a destituirlo, y habría sido severamente castigado por sus crímenes, a no ser por la influencia que tenía su hermano Palas -otro liberto- con el emperador, a través de quien obtuvo la exoneración no sin antes recibir una severa reprensión. El historiador romano Tácito, comenta: «él desempeñaba las funciones imperiales en Judea con un alma mercenaria.»
Entonces pueden ver con facilidad cuán apropiado era el discurso, cuando el apóstol Pablo disertaba acerca de la justicia. Félix había sido un extorsionador injusto, y el apóstol seleccionó a propósito la justicia como uno de los tópicos de su discurso.
Junto a Félix estaba sentada Drusila. En el versículo que precede a nuestro texto ella es llamada su mujer. Se dice que era judía. Esta Drusila era la hija de Herodes Agripa, el grande; era una mujer notable en aquella época por sus encantos superlativos, y por su voluptuosidad desenfrenada. Había estado comprometida con Antíoco, quien, a la muerte de Herodes, rehusó casarse con ella. Posteriormente casó con un reyezuelo sirio de nombre Azizo de Emesa, el cual, aunque era un pagano, estaba tan enamorado de ella que se sometió a los más rigurosos ritos de la religión judía para conseguirla en matrimonio. Su amor fue muy mal correspondido, pues en poco tiempo ella lo abandonó por instigación de Félix, y al momento del mensaje de Pablo, estaba viviendo como la mujer del lascivo Félix.
Entonces podemos entender fácilmente por qué el apóstol Pablo, fijando su severa mirada en Drusila, disertó acerca de la continencia, y públicamente censuró tanto a Félix como a Drusila, por la desvergonzada lascivia en la que vivían públicamente.
Y luego ustedes podrán imaginar cuán sorprendentemente apropiado era el último de los temas: «el juicio venidero», puesto que se había iniciado un juicio y el propio Félix era el juez y Pablo era el prisionero.
Creo, hermanos míos, que no sería muy difícil imaginarnos cuán adecuadamente el apóstol manejó su tema. Yo concibo que Félix esperara tener una gran disquisición sobre algunos temas recónditos del Evangelio. Posiblemente esperara que el apóstol disertara acerca de la resurrección de los muertos. Pensó tal vez que la predestinación, la elección y el libre albedrío serían los tópicos del discurso del apóstol. «En verdad» -pensaría- «me dirá esas cosas profundas y ocultas en las que el Evangelio de Jesús difiere del judaísmo.» Pero no fue así.
En otro lugar, sobre la Colina de Marte, el apóstol hablaría sobre la resurrección; en otro lugar habría podido hablar de la elección, y declarar que Dios era el alfarero, y que el hombre no era sino barro. Pero este no era el lugar para eso; y tampoco este no era el momento propicio para tales temas; este era el momento para predicar los claros preceptos del Evangelio, y para tratar severamente con un hombre malvado que sustentaba un poder eminente.
Conciban entonces el incisivo estilo de sus palabras iniciales: cómo se dirigiría a Félix en lo tocante a la justicia. Puedo imaginarme cómo pondría ante la consideración de Félix a la viuda a quien le había sido arrebatada su herencia, a los niños huérfanos de padre que, desposeídos de la abundancia, eran conducidos a mendigar su pan. Puedo suponer cómo trajo a la mente de ese hombre ruin los muchos sobornos que había recibido cuando impartía justicia. Le recordaría las falsas decisiones que había tomado; querría recordarle cómo los judíos como nación habían sido oprimidos; cómo por causa de los impuestos habían sido oprimidos en extremo; le presentaría una escena tras otra en las que la avaricia había pasado por encima de la equidad, describiendo valerosa y severamente el carácter preciso del hombre; para luego declarar al final que tales hombres no podrían tener una herencia en el reino de Dios, y pedirle que se arrepintiera de esta su iniquidad, para que sus pecados pudieran ser perdonados.
Luego amable y delicadamente volviéndose a la otra persona, puedo imaginar cómo fijaría sus ojos en Drusila, y le recordaría que ella había perdido todo aquello por lo que una mujer había de vivir, y comentaría solemnemente los más poderosos motivos que prevalecían en su lascivo corazón; y luego, dirigiéndose a Félix, le recordaría que los adúlteros, y fornicarios y personas inmundas, no tienen una herencia en el reino de Dios; le recordaría cómo los vicios de un gobernante tienden a contaminar a una nación, y cómo las iniquidades de la nación de los judíos debían en gran medida serles inculpadas a él. Puedo concebir cómo por un instante Félix se mordería los labios. Pablo no le dio oportunidad para que sintiera ira o pasión; pues en un instante, en un arranque de elocuencia apasionada, introdujo el tema del «juicio venidero.» Condujo a Félix a pensar que veía el gran trono blanco, los libros abiertos, y a él mismo siendo denunciado delante de su juez: lo condujo a oír las voces de la trompeta, el «Venid, benditos»; el «Apartaos, malditos.» Lo petrificó, lo clavó en su asiento, abrió sus oídos, y le hizo escuchar, mientras con denuedo severo y apasionado -aunque sus manos estaban amarradas con cadenas- usaba la libertad del Evangelio para reconvenirle.
Puedo concebir muy bien que entonces Félix haya comenzado a espantarse. Aquel que era ruin, y vil, y pérfido, se espantó como un cobarde esclavo, como lo que era realmente; y aunque estaba sentado en un trono, se vio ya condenado. No podríamos decir lo que habría hecho a continuación si el diablo no le hubiera sugerido entonces que era tiempo de levantarse; pues con una prisa impaciente él y Drusila se levantaron del trono. «Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré.»
¡Escúchenme, entonces, hermanos! Cada ministro debería hacer lo que hizo el apóstol Pablo. Él seleccionó un tópico apropiado para su auditorio. A nosotros nos corresponde hacer lo mismo. Pero ¿acaso no se puede encontrar a muchos ministros que, si se dirigieran a reyes o a príncipes, derramarían delante de ellos la adulación y la lisonja más viles que jamás brotaran de labios mortales? ¿Acaso no hay muchos que, cuando se dan cuenta de que personas grandes y poderosas los están escuchando, adaptando su doctrina, cortan los filos agudos de su prédica, y se esfuerzan de una manera u otra por hacerse agradables a su auditorio? ¿Acaso no se puede encontrar a muchos ministros que, si se dirigen a un grupo antinomiano, se limitan a hablar estrictamente de la predestinación y la reprobación? ¿Y no hay ministros que, si se dirigen a un auditorio de filósofos, sólo hablarán de moralidad, pero nunca mencionan palabras tales como el pacto de gracia y la salvación por la sangre? ¿Acaso no se podría encontrar a algunos que piensan que el más elevado objetivo del ministro es atraer a la multitud para luego agradarla? ¡Oh, Dios mío, cuán solemnemente debería deplorar cada uno de nosotros nuestro pecado, si sintiéramos que hemos sido culpables en este asunto! ¿Qué importancia tendría haber agradado a los hombres? ¿Hay en ello algo que permita que nuestra cabeza descanse tranquila sobre la almohada de nuestra muerte? ¿Hay en ello algo que nos proporciones valor en el día del juicio o produzca nuestra felicidad cuando nos enfrentemos a Tu tribunal, oh Juez de los vivos y los muertos?
No, hermanos míos, debemos siempre tomar nuestros textos de tal manera que apuntemos hacia nuestros oyentes con todo nuestro poder. Yo espero no predicar nunca delante de una congregación; yo deseo siempre predicarles a ustedes; tampoco deseo exhibir poderes de elocuencia, ni tampoco pretendería ninguna profundidad de erudición. Yo quiero decir simplemente: «escúchenme, mis semejantes, pues Dios en verdad me envía a ustedes. Hay ciertas cosas que les conciernen y les hablaré de ellas. Ustedes se están muriendo; muchos de ustedes, cuando mueran, han de perecer para siempre; no me corresponde a mí estarlos divirtiendo con algunas cosas profundas que pudieran instruir su intelecto, pero sin entrar en sus corazones; a mi me corresponde poner la flecha en el arco y dispararla a su destino -desenvainar la espada- y aunque la vaina esté más reluciente que nunca, arrojarla a un lado, para que la majestad de la verdad desnuda hiera sus corazones; pues en el día del juicio, exceptuando las predicaciones sencillas, todo lo demás será consumido como madera, heno y hojarasca; pero las predicaciones claras permanecerán como el oro y la plata y las piedras preciosas que no pueden ser consumidos.»
Pero algunos hombres dirán: «señor, lo ministros no deben ser personales.» Los ministros deben ser personales, y nunca serán fieles a su Señor mientras no lo sean. Yo admiro a John Knox por presentarse, Biblia en mano, ante la reina María, para censurarla severamente. Yo admito que no me gusta exactamente la manera en que lo hizo; pero me encanta el acto en sí. La mujer había sido una pecadora, y él se lo dijo llanamente en su cara. Pero ahora, nosotros pobres y pusilánimes hijos de nadie tenemos que pararnos y hablar acerca de generalidades; tenemos miedo de señalarlos y hablarles de sus pecados personalmente. Pero -bendito sea Dios- yo he sido liberado de ese miedo desde hace mucho tiempo. No hay ningún hombre que camine sobre la superficie de esta tierra al que no me atreva a reprender. No hay nadie -por relacionado que esté conmigo por lazos de profesión o de cualquier otro tipo- a quien me diera pena hablarle personalmente en todo lo relacionado al reino de Dios; y es únicamente por ser intrépidos y valerosos, y por convencer de la verdad, que estaremos limpios al final de la sangre de nuestros oyentes.
Que Dios nos conceda el poder de Pablo, para que podamos disertar sobre lo temas apropiados, y que no seleccionemos generalidades cuando debamos decir la verdad para convencer a la conciencia de nuestros oyentes. Después de todo, el apóstol Pablo no necesita ningún elogio. El mejor elogio que podría rendirse al apóstol fue el comentario de que «Félix se espantó.» Y eso nos conduce a la segunda parte de nuestro tema.
II. «FÉLIX SE ESPANTÓ.
» Sí, el pobre prisionero, sin contar con nada que le ayudara en la predicación de la verdad, y más bien, teniendo todo en contra: las cadenas, el uniforme de prisionero, la imagen de uno que había promovido la sedición en una nación; este pobre presidiario, con mano creyente tomó la espada de la verdad, y con esto partió las coyunturas y los tuétanos. Le arrancó los bigotes al león en su guarida. ¡Aún ahora le veo mirando severamente al gobernador en su cara, atacándolo en su corazón, rebatiendo sus excusas, hundiendo la palabra en él con la bayoneta de la verdad, echándolo de cada uno de los refugios de mentiras, y llegando a espantarlo!
¡Oh, qué maravilloso es el poder del Evangelio predicado! ¡Oh cuán poderosa es la verdad de que Dios está con el ministerio porque cuando los reyes de la tierra consultan unidos todavía desfallecen ante él! ¿Quién es aquel que no ve aquí algo más que elocuencia humana, cuando un prisionero se convierte en juez y el príncipe que está sobre el trono se convierte en el criminal?
«Félix se espantó.» ¿No hay algunas personas aquí presentes que hayan experimentado los mismos sentimientos que Félix? Algún ministro de habla sencilla les dijo algo que era más bien demasiado sencillo para ustedes. Al principio se enojaron; después que lo pensaron bien, y conforme el hombre proseguía en su discurso, ustedes se sintieron mortificados por haberle dado la oportunidad de que los expusiera de esa manera, según lo imaginaban.
Luego les vino un mejor pensamiento, y vieron de inmediato que el hombre no tenía ninguna intención de insultarlos personalmente; y luego sus sentimientos cambiaron. Una centella tras otra brotaba de sus labios; parecía el propio ‘Júpiter Tonante’ sentado en su trono, arrojando rayos de sus labios. Ustedes comenzaron a temblar. «En verdad aquí está un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho siempre; ¿acaso no es este un hombre enviado de Cristo?» ¡Ah, y de esta manera han dado su testimonio de la verdad del Evangelio! Aunque no hayan sentido su poder para su salvación, han sido testigos involuntarios de que el Evangelio es verdadero; pues han sentido su poder cuando ha puesto sus rodillas a temblar, y sus ojos derramaron muchas lágrimas.
Pero ¿qué es lo que hace que los hombres se espanten bajo el sonido del Evangelio? Algunos dicen que es su conciencia. Sí, y sin duda lo es en algún sentido. El poeta dijo: «la conciencia nos hace cobardes a todos»; y, ciertamente, cuando la exposición del ministro es fiel y pertinente a nuestro propio caso, la conciencia, si no está completamente cauterizada y muerta, hará sonrojar nuestras mejillas. Pero yo entiendo que la conciencia en sí misma es tan completamente corrupta, conjuntamente con todos los otros poderes de la condición humana, que nunca haría que un hombre fuese tan lejos como llegar a espantarse, si no hubiese algo que obrara en la conciencia, y sólo fuese confiada a la obra de su propia fuerza natural.
Hermanos míos, yo creo que lo que algunas personas llaman convicción natural es, después de todo, la obra del Espíritu. Algunos teólogos muy profundos son tan entusiastas de la doctrina que afirma que el Espíritu Santo obra siempre eficazmente, que opinan que el Espíritu no puede obrar nunca una emoción transitoria en el alma de un hombre: ellos imputan tales cosas a la conciencia. Y si ven a un hombre como Félix, espantado, ¡dicen que se trata de la conciencia natural!
Ahora, ellos no ven que en esto están tocando otra doctrina igualmente amada por ellos, -la doctrina de la depravación total- pues si los hombres son totalmente depravados por naturaleza, entonces, como espantarse es algo bueno, no serían capaces ni siquiera de eso sin alguna influencia del Espíritu Santo.
El hecho es, querido lector, que el Espíritu Santo obra de dos maneras. En los corazones de algunos hombres Él obra con Gracia restrictiva solamente, y la Gracia restrictiva, aunque no los salve, es suficiente para impedirles que se entreguen a los vicios corruptos y evidentes a los que se entregan algunos hombres que se quedan por completo sin los constreñimientos del Espíritu.
Ahora, en Félix había alguna pequeña porción de esta Gracia restrictiva; y cuando el apóstol le presentó el Evangelio, esta Gracia restrictiva revivió su conciencia, y condujo a Félix a espantarse. Noten que el hombre puede resistir y en efecto resiste esta Gracia restrictiva; pues, no obstante que el Espíritu Santo es omnipotente y que no puede ser resistido nunca cuando obra omnipotentemente, sin embargo, al igual que el hombre fuerte algunas veces no ejerce toda su fuerza sino que se esfuerza con su dedo, por ejemplo, de tal manera que permite que incluso un mosquito o una hormiga lo dominen, así mismo el Espíritu Santo obra algunas veces sólo temporalmente y por buenos y excelentes propósitos, que siempre logra; pero Él permite que los hombres apaguen y resistan Sus influencias, de tal forma que la salvación no es asequible de esa forma.
Dios el Espíritu Santo puede obrar en los hombres algunos buenos deseos y sentimientos, y sin embargo, podría no tener ningún propósito de salvarlos. Pero noten que ninguno de estos sentimientos son cosas que acompañen la salvación, pues si así fuera, continuarían. Pero Él no obra omnipotentemente para salvar, excepto en las personas de Sus propios elegidos, a quienes ciertamente atrae a Sí. Entonces, yo creo que el espanto de Félix ha de ser explicado por la Gracia restrictiva del Espíritu que revivió su conciencia e hizo que se espantara.
Pero ¿qué se dirá de algunos de ustedes que nunca se espantan? Tú has venido aquí esta mañana con tu rostro de bronce y con tu corazón insolente y altivo. Has estado vociferando tus blasfemias contra el alto cielo; y ahora permaneces inconmovible y desvergonzado en la casa de Dios. Aunque un Baxter resucitara de los muertos, y con conmovedoras lágrimas y suspiros predicara el Evangelio, tú te reirías y te burlarías; aunque Boanerges, con una lengua de trueno viniera y te predicara, tú fruncirías el labio y encontrarías alguna falla en su oratoria, y sus palabras nunca alcanzarían tu corazón.
¡Oh generación impía! ¡Cómo Dios los ha dado por perdidos, y cómo los ha embelesado el infierno! ¡Oh raza de hacedores de maldad! ¡Niños que son corruptores! ¡Cuán cauterizados están! ¡Mi alma lee con una mirada profética la escritura sobre la pared! Ustedes ya han sido condenados; ustedes dejaron atrás toda esperanza, «árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados.» Pues en el hecho de que ustedes no se espantan, hay una prueba no sólo de su muerte sino de su positiva putrefacción. Han de morir como son, sin esperanza, sin confianza ni refugio; pues quien ha perdido el sentimiento ha perdido la esperanza; el que ya no tiene conciencia ha sido abandonado por Dios el Espíritu Santo, y ya no contenderá con él para siempre.
III. Y ahora, pasando rápidamente este punto del auditorio espantado, llegamos a continuación a LA LAMENTABLE DESILUSIÓN que experimentó Pablo, cuando vio que Félix se levantaba con celeridad, y lo despedía de su presencia.
«Es maravilloso» -díjole una vez un hombre a un ministro- «es maravilloso ver a toda una congregación conmovida hasta las lágrimas por la predicación de la Palabra.» «Sí» -respondió ese ministro- «es maravilloso; pero yo conozco una maravilla diez veces mayor que esa: la maravilla es que esa gente se limpie sus lágrimas tan rápido, y olvide lo que ha escuchado.»
Es maravilloso que Félix se espantara delante de Pablo; es más maravilloso aún que Félix dijera: «Ahora vete.» «Es extraño, es sorprendentemente extraño», que cuando la palabra toca la conciencia, aun entonces el pecado tiene tal poder sobre los hombres que la verdad puede ser resistida y expulsada del corazón.
¡Félix, infeliz Félix! ¿Por qué es que te levantas de tu asiento en el tribunal? ¿Es tal vez porque tienes muchos asuntos que resolver? Detente, Félix; deja que Pablo te hable un minuto más. Tú tienes negocios: pero ¿no te importa tratar los asuntos de tu alma? ¡Detente, hombre infeliz! ¿Acaso estás a punto de ser un extorsionador otra vez; de nuevo vas a darle mayor peso a tus riquezas personales? Oh, detente: ¿no puedes dedicar otro minuto a tu pobre alma? Ha de vivir para siempre: ¿no has reservado nada para ella, ninguna esperanza en el cielo, nada de la sangre de Cristo, ningún perdón de pecado, ningún Espíritu santificador, ninguna justicia imputada? ¡Ah, hombre!, habrá un tiempo cuando el asunto que te parezca más importante demostrará no haber sido sino una ensoñación, un pobre sustituto para las sólidas realidades que tú has olvidado.
Acaso respondes: «no, el rey me ha hecho un encargo urgente; debo atender asuntos de César.» ¡Ah, Félix!, pero tú tienes un monarca más grande que César: hay uno que es Emperador del cielo y Señor de la tierra: ¿no puedes dedicarle un momento para ejecutar Sus mandatos? Delante de Su presencia César no es sino un gusano. ¡Hombre!, ¿obedecerás a uno, y despreciarás a otro? ¡Ah, no! Yo sé lo que no te atreves a decir. Félix, tú te estás apartando de nuevo para entregarte a tus placeres lascivos. ¡Vete, y que vaya Drusila contigo! ¡Pero detente! ¿Te atreverías a hacer eso con esas últimas palabras resonando en tus oídos: «el juicio venidero»? ¡Cómo!, ¿acaso repetirás esa inexcusable tardanza que ya te ha condenado, y regresarás a empapar tus manos con la lascivia, y condenar doblemente tu espíritu, después de las advertencias sentidas y oídas? ¡Oh, hombre!, yo podría llorar por ti al pensar que como el novillo va al matadero, y como la oveja lame el cuchillo, así también te diriges al pecado que te destruye y a la concupiscencia que te arruina.
Ustedes también, muchos de ustedes, han quedado grandemente impresionados bajo el ministerio. Pero yo sé lo que han dicho la mañana del lunes, después de los profundos escudriñamientos de corazón efectuados el día domingo; han dicho: «debo atender mis negocios, debo cuidar de las cosas de este mundo.» ¡Ah!, van a decir eso un día cuando el infierno se ría en su cara por su insensatez. ¡Piensen en los hombres que están muriendo cada día diciendo: «hemos de vivir», pero que olvidan que han de morir! ¡Oh, pobre alma, que te preocupas por esa casa, por tu cuerpo, y descuidas al huésped que vive dentro!
Otro replica: «he de tener un poco más de placer.» ¿Llamas placer a eso? ¡Cómo!, ¿puede haber placer cuando entregas a tu alma al suicidio; placer cuando desafías a tu Hacedor, cuando pisoteas Sus leyes y desprecias Su gracia? Si esto es placer, es un placer en relación al cual los ángeles lloran. ¿Qué, hombre, considerarás eso un placer cuando estés a punto de morir? Por sobre todo, ¿considerarás eso un placer cuando te presentes delante del tribunal de tu Hacedor al fin? Es extraño el engaño que te conduce a creer una mentira. No hay placer en eso que atrae la ira sobre tu alma hasta un grado sumo.
Pero la respuesta usual es: «todavía hay suficiente tiempo.» El joven dice: «déjame en paz hasta que me vuelva viejo.» Y tú, anciano, ¿qué dices? Puedo suponer que la juventud espere con satisfacción la vida, y cuente con encontrar un momento futuro más conveniente. Pero hay algunos de ustedes sobre los que han soplado setenta inviernos. ¿Cuándo esperan encontrar una ocasión propicia? Están a pocos días de marcha de la tumba: si sólo abrieran sus pobres ojos lánguidos podrían ver a la muerte a una pequeña distancia de ustedes. ¡Los jóvenes pueden morir; los viejos deben morir! Dormir en la juventud es morir en el asedio; dormir en la ancianidad es dormitar durante el ataque. ¡Cómo, hombre!, tú que estás tan cerca del tribunal de tu hacedor, ¿lo desecharás ahora con un «Ahora vete»? ¡Cómo!, ¿pondrás dilaciones ahora, cuando el cuchillo está puesto en tu garganta; cuando el gusano está en el corazón del árbol, y las ramas han comenzado a marchitarse; cuando las muelas ya no funcionan ahora porque son sólo unas cuantas, y las ventanas de los ojos están oscurecidas? ¡La hoja amarilla y marchita ha aparecido en ti, y tú estás todavía desprevenido para tu condena! ¡Oh, hombre!, de todos los necios, un necio de cabellos canos es el peor que pudiera encontrarse. Con un pie en el sepulcro y otro pie en el cimiento de arena, ¿cómo habría de describirte, sino diciéndote como le dijo Dios al rico: «Necio, en unas cuantas noches más vienen a pedirte tu alma»? ¿Y entonces dónde estarás?
Pero aun así, el clamor común es: «hay tiempo suficiente.» Incluso el moralista mundano dijo: «tiempo suficiente es siempre insuficiente.» ¡Tiempo suficiente, hombre! ¿Para qué? Seguramente has gastado tiempo suficiente en el pecado: «Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles.» ¡Cómo!, ¿tiempo suficiente para servir a un Dios que entregó Su vida por ti? ¡No!, la eternidad no será demasiado larga para expresar Sus preces, y por tanto no puede ser demasiado largo el tiempo de amarlo aquí, y servirle los pocos días restantes que habrás de vivir en la tierra. Pero ¡detente! Voy a razonar contigo. ¡Vamos, Félix! No te irás esta mañana hasta que mi alma entera se haya derramado en ti, no hasta que te haya abrazado, y haya tratado de detenerte esta vez para que no le des la espalda a quien te invita a que vivas. Tú respondes: «en otra oportunidad.» ¿Cómo sabes tú que volverás a sentir alguna vez lo que sientes ahora? Esta mañana, tal vez, una voz está diciendo en tu corazón: «Prepárate para venir al encuentro de tu Dios.» Mañana esa voz será acallada. Los alborozos del salón de fiestas y del teatro apagarán esa voz que te advierte ahora, y tal vez no la oigas nunca más.
Los hombres reciben sus advertencias, y todas las personas que perecen han recibido una advertencia final.Tal vez esta sea tu última advertencia. Se te dice hoy que a menos que te arrepientas, debes perecer; a menos que pongas tu confianza en Cristo, has de ser desechado para siempre. Tal vez nunca volverán a advertirte unos labios honestos; tal vez nunca te mirarán afectuosamente otra vez unos ojos llenos de lágrimas; Dios está jalando las riendas duramente para detener tu concupiscencia; tal vez, si hoy das coces contra el bocado del freno, y prosigues locamente tu carrera, Él echará las riendas tras tu espalda, diciendo: «Déjalo»; y luego es una oscura carrera de obstáculos entre la tierra y el infierno, y correrás en ella en loca confusión, no pensando nunca en un infierno hasta que te encuentres más allá de toda advertencia, más allá del arrepentimiento, más allá de la fe, más allá de la esperanza.
Pero además: ¿cómo sabes tú, -si volvieras a tener de nuevo estos sentimientos alguna vez- que Dios te aceptará entonces? «Hoy» -dice- «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones.» En esta hora Su amor llora por ti, y Sus entrañas te anhelan vivamente. Hoy dice: «Venid luego… y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.» ¿Pones hoy un oído sordo a Sus palabras? ¿Desprecias hoy Su invitación y desdeñas Su advertencia? ¡Pon atención! Un día podrías necesitar lo que ahora desprecias, y entonces podrías clamar a Él, pero no te oirá; podrías entonces suplicarle, pero Él desechará tu oración, y Su única respuesta será: «¡Yo llamé!» ‘¡Recuerda el Surrey Music Hall aquella mañana!’ «Yo llamé, y no quisiste oír.» Tú estabas apoyado contra esa columna bajo el balcón; ¡Yo llamé, y tú rehusaste! Extendí mi mano, como queriendo atraerte a mi pecho, y no hubo quien atendiese. Tú estabas allí en el balcón; escuchabas, pero era como si no oyeras; por tanto», y ¡oh, qué terrible conclusión!: «También yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis.» ¡Alto! Esas no son mis palabras; son las palabras de Dios.
Vayan al libro de Proverbios, y las encontrarán allí. Sería algo duro que yo dijera eso de Dios; pero Dios lo dice de Sí mismo, y Dios es veraz, aunque todo hombre sea mentiroso; y si Él es veraz, ¿cómo sabes tú que no menospreciará tu oración un día, que no escuchará tu clamor, y que te proscribirá para siempre?
Pero además, ¿cómo sabes que has de vivir para ser advertido de nuevo? Un ministro dijo una vez -cuando yo le sugerí delicadamente que no había predicado el Evangelio esa mañana: «no, no tenía la intención de predicar a los pecadores en la mañana; pero les voy a predicar en la noche.» «¡Ah!», -respondí- «¿pero qué pasaría si alguien de tu congregación de la mañana esté en el infierno antes de que llegue la noche?»
Lo mismo podría decirte a ti. Has prometido ir hoy a la casa de un amigo, y piensas que no puedes romper esa promesa; quisieras poder hacerlo. Quisieras poder ir a casa y caer de rodillas y orar; pero no, no puedes hacerlo, porque tu promesa te ata. ¡Tendrás un momento propicio uno de esto días! ¡Y así el Dios Todopoderoso ha de esperar la conveniencia del hombre! ¿Cómo sabes que vivirás hasta que esa conveniencia se presente?
Un poco de calor en exceso, o demasiado frío dentro del cerebro; un flujo demasiado rápido de la sangre, o una circulación demasiado lenta de la misma; basta que los fluidos del cuerpo se vayan por el lugar equivocado, y ¡estás muerto!
«Los peligros pululan por todo el terreno,
Para cargarte a la tumba,
Y torvas enfermedades aguardan en derredor,
Para apresurar a los mortales al hogar.»
¡Oh!, ¿por qué te atreves entonces a posponerlo diciendo: «todavía tengo tiempo suficiente»? ¿Será salvada tu alma jamás porque digas: «todavía tengo tiempo suficiente»? Muy bien dice el arzobispo Tillotson: «un hombre podría decir: estoy resuelto a comer, pero la resolución de comer nunca alimentará su cuerpo. Un hombre podría decir: estoy resuelto a beber, pero la resolución de beber nunca apagará su sed.» Y tú podrías decir: «estoy resuelto a buscar a Dios con el tiempo»; pero tu resolución no te salvará. No es el oyente olvidadizo sino el hacedor de la palabra el que será bendecido por ella.
Oh, que pudieras decir ahora: hoy, Dios mío, hoy yo confieso mi pecado; hoy te pido que manifiestes Tu gracia; hoy recibe mi alma culpable, y muéstrame la sangre del Salvador; hoy yo renuncio a mis necedades, a mis vicios, y a mis pecados, constreñido por la Gracia soberana; hoy desecho mis buenas obras como mi base para confiar; hoy clamo:
«Nada en mis manos traigo,
¡Simplemente a Tu cruz me aferro!»
¡Oh, feliz es aquel ministro que tenga un auditorio así! ¡Ese ministro sería más feliz que Pablo si supiera que su congregación ha dicho esto! Ven, oh Espíritu Santo, y atrae a los corazones renuentes y haz que se inclinen delante del cetro de la gracia soberana.
Predicar, ustedes pueden verlo, hace que pierda mi voz. ¡Ah!, no es eso. No es la predicación, sino el estar suspirando por sus almas lo que representa un duro trabajo. Yo podría predicar indefinidamente: podría pararme aquí día y noche para hablarles del amor de mi Señor, y advertir a las pobres almas; pero lo que me afecta es el pensamiento posterior que me seguirá cuando descienda las escaleras de este púlpito: que muchos de ustedes, amigos míos, desdeñarán esta advertencia. Ustedes se irán; saldrán a la calle; bromearán; se reirán. Mi Señor dice: «hijo de hombre, ¿has oído lo que los hijos de Israel dicen de ti? He aquí, tú eres como uno que toca una tonada con un instrumento; gozan contigo y luego siguen su camino.» Sí, pero eso no tendría importancia. Que se rían de mí no es gran molestia para mí. Puedo gozarme con las burlas y los desprecios; las caricaturas, las sátiras y las calumnias son mi gloria; de estas cosas me jacto, en estas cosas me gozo.
Pero que ustedes se aparten de su propia misericordia, esa es mi aflicción. ¡Escúpanme, pero, oh, arrepiéntanse! ¡Ríanse de mí: pero, oh, crean en mi Señor! Conviertan mi cuerpo en la basura de las calles, si quieren: ¡pero no condenen su propia alma! Oh, no desprecien su propia misericordia. No desechen el Evangelio de Cristo. Hay muchas otras formas de hacerle al tonto además de esa. Lleven carbones en su pecho; golpeen sus cabezas contra la pared para que otros necios se rían: pero no condenen sus almas por el simple objetivo de ser necios.
Dedíquense con seriedad a un tema serio. Si no hubiese un más allá, vivan como quieran; si no hubiera un cielo, si no hubiera un infierno, ríanse de mí. Pero si estas cosas son ciertas, y creen en ellas, los exhorto, -puesto que los veré en el tribunal del Señor Jesús en el día del juicio- los exhorto, por su propio bienestar inmortal, que reciban estas cosas en el corazón. ¡Prepárense a venir al encuentro de su Dios, oh hijos de Israel! Y que el Señor les ayude en esto; por Jesucristo nuestro Señor. Amén.