Hace algún tiempo prediqué sobre la historia completa del ladrón moribundo. No me propongo hacer lo mismo el día de hoy, sólo quiero verlo desde un punto de vista específico. La historia de la salvación del ladrón agonizante es un ejemplo notable del poder de salvación de Cristo, y de su abundante disposición para recibir a todos los que vienen a Él, en cualquier condición en que puedan estar. No puedo considerar este acto de gracia como un ejemplo solitario, como tampoco la salvación de Zaqueo, la restauración de Pedro, o el llamado de Saulo, el perseguidor.
En cierto sentido, toda conversión es única: no hay dos iguales, y, sin embargo, cualquier conversión es un tipo de otras. El caso del ladrón moribundo es mucho más semejante a nuestra conversión, que diferente; de hecho, su caso se puede considerar más como típico que como un hecho extraordinario y así lo consideraré en este momento. ¡Que el Espíritu Santo hable por él para alentar a aquellos que están al borde de la desesperación!
Recuerden, amados amigos, que nuestro Señor Jesús, en el momento que salvó a este malhechor, estaba en su punto más bajo. Su gloria había menguado en Getsemaní, y ante Caifás, y ante Herodes y Pilatos; pero ahora había alcanzado su nivel más bajo. Desnudo de su túnica, y clavado en la cruz, la atrevida multitud se burlaba de nuestro Señor, que agonizante, se moría; entonces Él «fue contado entre los transgresores,» y fue hecho como la escoria de todas las cosas. Sin embargo, aun en esa condición, llevó a cabo ese maravilloso acto de gracia. ¡Miren la maravilla producida por el Salvador despojado de toda su gloria, y colgado en el madero en un espectáculo de vergüenza, al borde de la muerte! ¡Cuán cierto es que puede hacer grandes maravillas de misericordia ahora, viendo que ha regresado a su gloria, y está sentado en el trono de luz! «Puede salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios, puesto que vive para siempre para interceder por ellos.»
Si un Salvador agonizante salvó al ladrón, mi argumento es que Él puede hacer aún más ahora que vive y reina. Todo poder en el cielo y en la tierra le es dado; ¿Puede algo en el momento presente sobrepasar al poder de su gracia? No es sólo la debilidad de nuestro Salvador la que hace memorable la salvación del ladrón penitente; es el hecho que el malhechor moribundo lo vio ante sus propios ojos. ¿Te puedes poner en su lugar, e imaginar a alguien que cuelga en agonía de una cruz? ¿Podrías fácilmente creerle que era el Señor de la gloria, y que pronto vendría a su reino?
No sería poca fe la que, en un momento así, creyera en Jesús como Señor y Rey. Si el apóstol Pablo estuviera aquí, y quisiera agregar un capítulo al Nuevo Testamento, al capítulo once del Libro de los Hebreos, comenzaría seguramente sus ejemplos de fe admirable con la de este ladrón, que creyó en un Cristo crucificado, ridiculizado y agonizante, y clamó hacia Él como a alguien cuyo reino vendría con certeza. La fe del ladrón fue aún más notable porque estaba bajo un terrible dolor, y condenado a morir. No es fácil ejercitar la paciencia cuando uno es torturado por una angustia mortal. Nuestro propio descanso mental a veces se ve perturbado por el dolor del cuerpo. Cuando somos los sujetos de un sufrimiento agudo, no es fácil mostrar esa fe que creemos poseer en otras situaciones. Este hombre, sufriendo como estaba, y viendo al Salvador en un estado tan triste, sin embargo creyó para la vida eterna. Habla aquí una fe como rara vez se ve.
Recuerden, también, que estaba rodeado de burladores. Es fácil nadar con la corriente, pero es duro ir contra ella. Este hombre oyó a los sacerdotes orgullosos, cuando ridiculizaban al Señor, y a la gran multitud de gente del pueblo, todos a una, unirse en el escarnio; su compañero captó el espíritu de la hora, y también se burló, y él tal vez hizo lo mismo por un rato; pero por la gracia de Dios fue cambiado, y creyó en el Señor Jesús a pesar de todo su desprecio. Su fe no se afectó por lo que lo rodeaba; sino que él, ladrón agonizante como era, se reafirmó en su confianza. Como una roca prominente, colocada en medio del torrente, declaró la inocencia del Cristo, de quien otros blasfemaban. Su fe es digna de que la imitemos en sus frutos. Ningún otro miembro de su cuerpo estaba libre excepto su lengua, y la utilizó sabiamente para reprender a su hermano malhechor, y defender a su Señor. Su fe puso de manifiesto un valiente testimonio y una confesión audaz. No voy a elogiar al ladrón, o a su fe, sino a exaltar la gloria de esa gracia divina que le dio al ladrón una fe así, y luego inmerecidamente lo salvó por su medio. Estoy ansioso de mostrar cuán glorioso es el Salvador, ese Salvador que salva de manera completa, quien, en un momento así, pudo salvar a ese hombre, y darle una fe tan grande, y tan perfectamente y rápidamente prepararlo para la dicha eterna. Miren el poder de ese espíritu que podía producir tal fe en un suelo tan poco promisorio, y en un clima tan poco propicio. Entremos de inmediato en el centro de nuestro sermón.
Primero, observen al hombre que fue el último compañero de nuestro Señor en la tierra; segundo, observen que ese mismo hombre fue el primer compañero de nuestro Señor en la puerta del paraíso; y, tercero, veamos el sermón que nos predica nuestro Señor en este acto de gracia. ¡Oh, que el Espíritu Santo bendiga este sermón de principio a fin!
I. Con mucho cuidado OBSERVEMOS QUE EL LADRÓN CRUCIFICADO FUE EL ÚLTIMO COMPAÑERO DE NUESTRO SEÑOR EN LA TIERRA.
Qué triste compañía seleccionó nuestro Señor cuando estuvo aquí. No se juntó con los religiosos fariseos ni con los filosóficos Saduceos, sino que era conocido como el «amigo de publicanos y de pecadores.» ¡Cómo me gozo en esto! Me da la seguridad de que Él no rehusará asociarse conmigo. Cuando el Señor Jesús me hizo su amigo, seguramente que no hizo una selección que le trajera crédito. ¿Crees que ganó algún honor cuando te hizo su amigo? ¿Acaso ha ganado algo por causa de nosotros alguna vez? No, hermanos míos; si Jesús no se hubiera inclinado tan bajo, tal vez no habría venido a mí; y si no hubiera buscado al más indigno, no hubiera venido a ti. Así lo sientes, y estás agradecido porque Él vino «No para llamar a justos, sino a pecadores.» Como el Gran Médico, nuestro Señor estaba mucho tiempo con los enfermos: iba a donde había podía ejercitar su arte de sanar.
Los sanos no necesitan un médico: no lo pueden apreciar, ni ofrecen la oportunidad para que ejercite su habilidad; por consiguiente, Él no frecuentó sus moradas. Sí, después de todo, nuestro Señor hizo una buena elección cuando te salvó y cuando me salvó; en nosotros ha encontrado abundante campo para su misericordia y gracia. Ha habido suficiente espacio para que su amor pueda trabajar dentro de las terribles vacíos de nuestras necesidades y pecados; y ahí ha hecho grandes cosas por nosotros, por lo que nos alegramos.
Para que no haya aquí alguien que desespere y diga, «nunca se dignará mirar hacia mí,» quiero que adviertan que el último compañero de Cristo en la tierra fue un pecador, y no un pecador ordinario. Había transgredido las leyes del hombre, pues era un ratero. Alguien le llama «bandolero»; y supongo que probablemente ese era el caso. Los bandoleros de esos días mezclaban el asesinato con sus robos: era probablemente un pirata alzado en armas contra el gobierno romano, haciendo de esto un pretexto para saquear si se le presentaba la oportunidad. Al fin, fue hecho prisionero y fue condenado por un tribunal romano, que por lo general, era usualmente justo, y en este caso ciertamente lo fue; pues el mismo confiesa la justicia de su condena. El malhechor que creyó en la cruz era un convicto, que había permanecido en la celda de los condenados y luego sufriría la pena capital por sus crímenes. Un criminal convicto era la última persona con la que tuvo que ver nuestro Señor aquí en la tierra. ¡Qué amante de las almas de los culpables es Él! ¡Cómo se inclina hacia lo más bajo de la humanidad! A este hombre tan indigno, antes que dejara la vida, el Señor de gloria habló con gracia incomparable. Le habló con palabras tan maravillosas como nunca se podrán superar aunque busques en todas las Escrituras: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.»
No creo que en ninguna parte de este Tabernáculo se halle alguien que haya sido convicto ante la ley, ni que tan siquiera se pueda culpar de una trasgresión contra la honestidad común; pero si hubiera una persona así entre mis oyentes, la invitaría a que hallara perdón y cambiara su corazón por medio de nuestro Señor Jesucristo. Puedes llegar a Él, quienquiera que seas; este hombre lo hizo. Aquí hay un ejemplo de uno que había llegado al fondo de la culpa, y que lo reconoció; no buscó excusas, ni buscó un manto para tapar su pecado; estaba en las manos de la justicia, enfrentado a su sentencia de muerte, y, sin embargo, creyó en Jesús, y dijo una humilde oración hacia Él, y allí mismo fue salvo. Como es la muestra así es el todo. Jesús salva a otros del mismo tipo. Por ello, déjenme exponerlo muy sencillamente, de manera que nadie me malinterprete. Ninguno de ustedes está excluido de la infinita misericordia de Cristo, por muy grande que sea la iniquidad de ustedes: si creen en Jesús, Él los salvará.
Este hombre no sólo era pecador; era un pecador que apenas había despertado. No creo que antes hubiera pensado seriamente en el Señor Jesús. De acuerdo con los otros evangelistas, parece que se había unido con su compañero ladrón para burlarse de Jesús: si en realidad no utilizó palabras de oprobio, cuando menos llegó a consentirlas, de manera que el evangelista no le hizo una injusticia cuando dijo, «También los ladrones que estaban crucificados con él le injuriaban de la misma manera.» Sin embargo, repentinamente, se despierta a la convicción de que el hombre que está agonizando a su lado es algo más que un hombre. Lee el título sobre su cabeza, y lo cree cierto: «Este es Jesús, el rey de los judíos.» Al creerlo así, le hace su petición al Mesías, que hacía tan poco había encontrado, y se encomienda en sus manos. Lector mío, ¿ves esta verdad, que en el momento en que un hombre sabe que Jesús es el Cristo de Dios puede poner de inmediato su confianza en Él y ser salvo? Un cierto predicador, cuyo evangelio era muy dudoso, decía, «¿Ustedes, que han vivido en el pecado por cincuenta años, creen que en un instante pueden ser limpiados por la sangre de Jesús?» Respondo, «Sí, ciertamente creemos que en un instante, por medio de la preciosa sangre de Jesús, el alma más negra puede hacerse blanca. Ciertamente creemos que en un simple instante se pueden perdonar absolutamente los pecados de sesenta o setenta años, y que la naturaleza vieja, que ha ido volviéndose cada vez peor, puede recibir su herida de muerte en un instante, mientras que la vida eterna puede ser implantada de inmediato en el alma.» Así fue con este hombre. Había tocado fondo, pero en un momento se despertó a la convicción cierta de que el Mesías estaba junto a él, y creyendo, lo miró y vivió.
Así que, hermanos míos, si ustedes nunca en su vida han tenido una convicción religiosa, si han vivido hasta ahora una vida totalmente impía, aun así, si ahora mismo creen en que el amado Hijo de Dios ha venido al mundo para salvar del pecado a los hombres, y sinceramente reconocen sus pecados y confían en Él, inmediatamente serán salvos. Sí, mientras digo estas palabras, la obra de gracia puede ser consumada por el Ser glorioso que ha ido al cielo con poder omnipotente para salvar.
Deseo exponer este caso muy sencillamente: este hombre que fue el último compañero de Cristo sobre la tierra, era un pecador en la miseria. Sus pecados lo habían acorralado: ahora tenía la recompensa por sus obras. Constantemente encuentro personas en esta condición: han vivido una vida de libertinaje, excesos y descuidos, y comienzan a sentir que caen en sus carnes los copos de fuego de la tempestad de la ira; viven en un infierno terrenal, un preludio de la condenación eterna. El remordimiento como un áspid, los ha picado, convirtiendo su sangre en fuego. Este hombre estaba en ese horrible estado: es más estaba in extremis. No podía vivir ya mucho: la crucifixión era inevitablemente fatal; en poco tiempo le romperían las piernas para poner fin a su existencia infeliz. Él, pobre alma, no tenía de vida sino el corto espacio del mediodía y la puesta del sol; pero eso era el tiempo suficiente para el Salvador, que es poderoso para salvar. Algunos tienen mucho miedo que la gente posponga el momento de venir a Cristo si afirmamos esto. No puedo impedir lo que los hombres de mala fe hagan con la verdad, pero yo lo voy a decir de todas maneras. Si están a una hora de morir, crean en el Señor Jesucristo, y serán salvos. Si no llegan jamás a sus hogares, porque se mueren en el camino, si ahora creen en el Señor Jesús, serán salvos de inmediato. Mirando a Jesús y confiando en Él, Él les dará un corazón nuevo y un espíritu recto, y quitará la mancha de los pecados de ustedes. Esta es la gloria de la gracia de Cristo. ¡Cómo quisiera enaltecerla con un lenguaje adecuado! La última vez que fue visto en la tierra antes de morir fue en compañía de un criminal convicto, a quien le habló de la manera más amorosa. ¡Vengan, Oh culpables, y los recibirá con abundante gracia!
Más aún, este hombre a quien Cristo salvó en el último momento era un hombre que ya no podía hacer buenas obras. Si la salvación fuera por las buenas obras, no hubiera podido ser salvo; puesto que estaba atado de pies y manos al árbol de su destino funesto. Todo había terminado para él en cuanto a cualquier acto u obra de justicia. Podría decir una o dos palabras buenas, pero eso era todo; no podía ejecutar nada bueno; si su salvación hubiera dependido de una vida activa de servicio, ciertamente que nunca hubiera podido ser salvo. Como pecador que era, no podía exhibir un arrepentimiento duradero del pecado, pues tenía muy corto tiempo para vivir. No podía haber experimentado una amarga convicción de sus actos, que hubiera durado meses y años, pues su tiempo estaba medido en instantes, y estaba al borde de la tumba. Su fin estaba muy cerca, y, sin embargo, el Salvador lo pudo salvar, y lo salvó tan perfectamente que antes de ponerse el sol, estaba en el paraíso con Cristo.
Este pecador, que no he podido describir con colores demasiado negros, fue uno que ‘creyó en Jesús, y confesó su fe. Confió en el Señor. Jesús era un hombre, y así le llamó él; pero también supo que era el Señor, y así le llamó, y dijo, «Señor, acuérdate de mí.» Tenía tal confianza en Jesús, que, si tan sólo el Señor pensara en él, si tan sólo lo recordara cuando llegara a su reino, eso sería todo lo que pediría de Él. ¡Ay, mis queridos lectores! La inquietud que siento por algunos de ustedes es que saben todo acerca del Señor, y, sin embargo, no confían en Él. La confianza es el acto salvador. Hace años estaban en el punto de confiar realmente en Jesús, pero ahora siguen tan lejos de ello como estaban entonces. Este hombre no titubeó: se aferró a esa única esperanza. No guardó en su mente la seguridad en el Señor como Mesías como una creencia seca, muerta, sino que la volvió confianza y oración, «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.» ¡Oh, que muchos de ustedes pudieran confiar en este día, en la infinita misericordia del Señor!» Serían salvos, estoy seguro que lo serían: si ustedes al confiar en Él no son salvos, yo mismo tendría que renunciar a toda esperanza. Esto es todo lo que nosotros hemos hecho: hemos mirado, y hemos vivido, y continuamos viviendo porque miramos al Salvador viviente, ¡Oh, que esta mañana, al sentir el pecado, miraran hacia Jesús, confiando en Él, y confesando esa confianza! Reconociendo que Él es Señor para gloria de Dios Padre, ustedes deben y serán salvos. Como consecuencia de tener esta fe que lo salvó, este pobre hombre dijo la oración humilde pero apropiada, «Señor, acuérdate de mí.» Esto no parece que sea pedir mucho; pero como él lo comprendió, es todo lo que un corazón ansioso pudiera desear. Al pensar en el reino, tenía una tan clara idea de la gloria del Salvador, que sintió que si el Señor tan sólo pensara en él su estado sería salvo. José en la prisión, le pidió al copero del rey que lo recordara cuando el rey restaurara su poder; pero lo olvidó. Nuestro José nunca olvida a un pecador que clama hacia Él dentro del más profundo calabozo; en su reino recuerda los lamentos y quejidos de los pobres pecadores abrumados por el sentimiento de su pecado. ¿No puedes orar esta mañana, y de esa manera asegurarte un lugar en la memoria del Señor Jesús?
Así he intentado describir al hombre; y, después de haber hecho lo mejor que pude, fallaré en mi propósito a menos que los haga ver que cualquier cosa que haya sido este ladrón, no es sino una descripción de lo que son ustedes. Especialmente si han sido grandes pecadores, y si han vivido mucho tiempo sin preocuparse por las cosas eternas, son como ese malhechor; y sin embargo, ustedes, sí ustedes, pueden hacer lo que hizo el ladrón; pueden creer que Jesús es el Cristo y encomendar sus almas en sus manos, y Él los salvará a tan seguramente como salvó al bandolero condenado. Jesús con gracia abundante dice, «al que a mí viene, jamás lo echaré fuera.» Esto significa que si vienen y confían en Él, no importa lo que sean, Él por ninguna razón, y bajo ninguna base, ni circunstancia los echará fuera. ¿Comprenden ese pensamiento? ¿Sienten que les pertenece, y que, si van a Él, hallarán vida eterna? Me regocijo si ya perciben esta verdad.
Pocas personas hay que tengan tanto trato con almas abatidas y desesperadas como yo. Pobres rechazados me escriben continuamente. Apenas si sé porqué. No tengo un don especial para consolar, pero con gusto me inclino a reconfortar a los afligidos, y parece que lo saben. ¡Qué alegría tengo cuando veo a un desalentado que halla la paz! He tenido esta alegría varias veces durante la semana que acaba de terminar. ¡Cuánto deseo que algunos de ustedes que tienen el corazón destrozado porque no pueden encontrar perdón quisieran venir a mi Señor, y confiar en Él, y descansar! ¿No dijo Él, «Venid a mí, todos los que estáis fatigados y cargados y yo os haré descansar»? Vengan y pónganlo a prueba, y el descanso será de ustedes.
II. En segundo lugar, OBSERVEN QUE, ESTE HOMBRE FUE EL COMPAÑERO DE NUESTRO SEÑOR EN LA PUERTA DEL PARAÍSO.
No voy a especular en cuanto al lugar adonde fue nuestro Señor cuando abandonó el cuerpo que colgaba en la cruz. Por algunas Escrituras parece que descendió al centro de la tierra, para que pudiera cumplir todas las cosas. Pero Él atravesó rápidamente las regiones de los muertos. Recuerden que Él murió, tal vez una hora o dos antes que el ladrón, y durante ese tiempo la gloria eterna brilló a través del mundo subterráneo, y estaba centelleando a través de las puertas del paraíso justo cuando el ladrón perdonado entraba al mundo eterno. ¿Quién es éste que entra por la puerta de perlas al mismo tiempo que el Rey de la gloria? ¿Quién este compañero favorecido del Redentor? ¿Es un mártir digno de honra? ¿Es un fiel apóstol? ¿Es un patriarca, como Abraham; o un príncipe, como David? No es ninguno de ellos. Miren, y asómbrense de la gracia soberana. El que entra por la puerta del paraíso, con el Rey de la gloria, es un ladrón, que fue salvado en artículo de muerte. No es salvo de una manera inferior, ni es recibido en la beatitud de un modo secundario. ¡Verdaderamente, hay últimos que serán primeros!
Aquí yo quisiera que notaran la condescendencia de la elección de nuestro Señor. El camarada del Señor de la gloria, por quien el querubín hace a un lado su espada de fuego, no es una gran persona, sino un malhechor recientemente convertido. ¿Y por qué? Pienso que el Salvador lo tomó con Él como un ejemplo de lo que Él quería hacer. Parecía decir a todas las potencias celestiales, «Traigo a un pecador conmigo; es una muestra del resto.»
¿No han oído ustedes de aquel que soñó que estaba enfrente de las puertas del cielo y mientras estaba ahí, oyó una música dulce de un grupo de venerables personas que seguían su camino hacia la gloria? Entraron por las puertas celestiales, y hubo gran regocijo y exclamaciones. Al preguntar «¿Quiénes son éstos?» Se le dijo que ellos eran la buena compañía de los profetas. Suspiró, y dijo, «¡Ay! No soy uno de ellos.» Esperó un poco, y otra banda de seres brillantes se acercó, y entraron al cielo con aleluyas, y cuando preguntó, «¿Quiénes son éstos, y de donde vienen?» La respuesta fue, «Este es el glorioso grupo de los apóstoles.» Otra vez suspiró y dijo, «No puedo entrar con ellos.» Entonces vino otro grupo de hombres con túnicas blancas y llevando palmas en sus manos, esos hombres marcharon en medio de grandes aclamaciones dentro de la ciudad dorada. Supo entonces que era el noble ejército de los mártires; y otra vez lloró, y dijo, «No puedo entrar con éstos.» Al final oyó las voces de mucha gente, y vio a una multitud más grande que avanzaba, entre quienes percibió a Rahab y María Magdalena, David y Pedro, Manasés y Saulo de Tarso, y observó especialmente al ladrón, el que murió a la diestra de Jesús. Y se fueron acercando a las puertas celestiales. Entonces ansiosamente preguntó, «¿Quiénes son éstos?» Y le respondieron, «Ésta es la hueste de pecadores salvos por la gracia.» Entonces se puso extremadamente contento, y dijo, «Yo puedo entrar con éstos.» Aunque pensó que no habría aclamaciones cuando esta multitud llegara ante las puertas y que entrarían al cielo sin cánticos; sin embargo, pareció que se levantaba una alabanza siete veces repetida con aleluyas para el Señor del amor; porque hay alegría en los ángeles de Dios por los pecadores que se arrepienten. Yo invito a cualquier pobre alma que no aspira a servir a Cristo, ni sufrir por Él todavía, que, sin embargo, venga a la compañía de Jesús con otros pecadores creyentes, pues Él nos abre una puerta frente a nosotros.
Mientras analizamos este texto, observen bien lo bendito del lugar al cual el Señor llamó a este penitente. Jesús dijo, «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» Paraíso significa jardín, un jardín lleno de deleites. El jardín del Edén es el tipo del cielo. Sabemos que paraíso significa cielo, pues el apóstol nos habla de un hombre que fue arrebatado al paraíso, y enseguida le llama el tercer cielo. Nuestro Salvador llevó a este ladrón agonizante al paraíso de deleite infinito, y allí es donde nos llevará a todos nosotros pecadores que creemos en Él. Si confiamos en Él, al final estaremos con Él en el paraíso.
La siguiente palabra es aun mejor. Noten la gloria de la sociedad a la que es introducido este pecador: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» Si el Señor dice, «Hoy estarás conmigo,» no necesitamos que agregue otra palabra; porque donde Él está, es el cielo para nosotros. Agregó la palabra «paraíso,» para que nadie se preguntara a donde iba. Piensa en ello, alma sin gracia; vas a habitar con el Todo Deseable para siempre. Ustedes pobres y necesitados, van a estar con Él en su gloria, en su dicha, en su perfección. En donde Él está, y como Él es, allí estarán y serán ustedes. El Señor mira esta mañana sus ojos llorosos, y dice, «Pobre pecador, tu estarás conmigo un día.» Pienso oírlos decir, «Señor, esa es una dicha demasiado grande para un pecador como yo»; pero responde: te he amado con un amor eterno, por consiguiente con misericordia te voy a atraer a mí, hasta que estés donde yo estoy. El énfasis del texto está en la rapidez de todo esto. «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.» «Hoy.» No permanecerás en el purgatorio por generaciones, ni dormirás en el limbo por tantos años; sino que estarás listo de inmediato para la dicha, y de inmediato la disfrutarás. El pecador ya estaba casi ante las puertas del infierno, pero la misericordia todopoderosa lo levantó, y el Señor dijo, «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» ¡Qué cambio de la cruz a la corona, de la angustia del Calvario a la gloria de la Nueva Jerusalén! En esas pocas horas el mendigo fue elevado del estercolero y fue puesto entre príncipes. «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» ¿Pueden medir el cambio de ese pecador, abominable en su iniquidad cuando el sol estaba en lo alto del mediodía, a ese mismo pecador, vestido de blanco puro, y aceptado en el Amado, en el paraíso de Dios, al ponerse el sol? ¡Oh, Salvador glorioso, qué maravillas puedes obrar! ¡Cuán rápidamente puedes obrarlas!
Por favor adviertan también, la majestad de la gracia del Señor en este texto. El Salvador le dijo, «De cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.» Nuestro Señor da su propia voluntad como razón para salvar a este hombre. «Te digo.» Lo dice quien reclama el derecho de hablar así. Es Él quien tendrá misericordia de quien Él quiere tener misericordia, y tendrá compasión de quien Él quiere tener compasión. Habla con majestad, «De cierto te digo.» ¿Acaso no son palabras imperiales? El Señor es un Rey en cuya palabra hay poder. Lo que Él dice nadie puede contradecir. Él, que tiene las llaves del infierno y de la muerte dice, «Te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.» ¿Quién impedirá el cumplimiento de su palabra?
Vean la certeza de esto. Dice, «De cierto.» Nuestro bendito Señor en la cruz retomó su antigua manera majestuosa, cuando dolorosamente volvió su cabeza, y miró a su ladrón convertido. Él solía iniciar su predicación con, «De cierto, de cierto te digo»; y ahora que está agonizando utiliza su manera favorita, y dice, «De cierto.» Nuestro Señor no juraba; su más fuerte aseveración era, «De cierto, de cierto.» Para darle al penitente la más sencilla seguridad, dice, «De cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.» En esto tenía una seguridad absolutamente indisputable que aunque tenía que morir, sin embargo viviría y se encontraría en el paraíso con su Señor.
De esta manera les he mostrado que nuestro Señor pasó por la puerta de perlas en compañía de uno a quien Él mismo le había garantizado la entrada. ¿Porqué tú y yo no habríamos de pasar a través de esa puerta de perla a su debido tiempo, vestidos con su mérito, lavados en su sangre, descansando en su poder? Uno de estos días los ángeles dirán de ti y de mí, «¿Quién es éste que viene del desierto apoyándose en el amado?» Los luminosos se asombrarán de mirar a algunos de nosotros venir. Si has vivido una vida de pecado hasta ahora, y sin embargo te arrepientes y entras en el cielo, ¡qué asombro habrá en cada calle dorada al pensar que has llegado allí! En los primeros años de la iglesia Cristiana Marco Cayo Victorino se convirtió; pero había alcanzado tan avanzada edad, y había sido tan gran pecador, que el pastor y la iglesia dudaron de él. Dio sin embargo una clara prueba de haber experimentado el cambio divino, y entonces hubo grandes aclamaciones y muchos gritos de «¡Victorino se ha convertido en cristiano!» ¡Oh, que algunos de ustedes grandes pecadores puedan ser salvos! ¡Con cuanto gusto me regocijaría por ustedes! ¿Porqué no? ¿No sería para la gloria de Dios? La salvación de este asaltante de caminos convicto ha hecho a nuestro Señor ilustre por su misericordia aun en este día; ¿No haría lo mismo el caso de ustedes? ¿No exclamarían los santos, «¡Aleluya! ¡Aleluya!» si oyeran que algunos de ustedes se habían vuelto de la oscuridad a la luz admirable? ¿Porqué no sería así? Crean en Jesús, y así será.
III. Ahora llego a mi tercer y más práctico punto: NOTEN DE TODO ESTO, EL SERMÓN DEL SEÑOR PARA NOSOTROS.
El demonio quiere predicar esta mañana un poco. Sí, Satán pide pasar al frente y predicarles; pero no se le puede permitir. ¡Vete, engañador! Sin embargo no me asombraría si se acerca a algunos de ustedes cuando termine el sermón, y les diga en voz baja, «Vean que pueden ser salvos en el último momento. Pospongan el arrepentimiento y la fe; pueden ser perdonados en su lecho de muerte.» Señores, ustedes saben quién es el que quiere arruinarlos con esta sugerencia. Aborrezcan su enseñanza engañadora. No sean ingratos porque Dios es bondadoso. No provoquen al Señor porque es paciente. Una conducta así sería indigna e ingrata. No corran un riesgo terrible simplemente porque uno escapó al peligro tremendo. El Señor aceptará a todos los que se arrepientan; ¿Pero como saben ustedes que se van a arrepentir? Es verdad que un ladrón fue salvo pero el otro se perdió. Uno es salvo, y por lo tanto no podemos desesperar; el otro está perdido, y por lo tanto no podemos presumir. Queridos amigos, confío que ustedes no están hechos de tan diabólica sustancia como para sacar de la misericordia de Dios un argumento para continuar en el pecado. Si ustedes lo hacen, sólo les puedo decir que la perdición de ustedes será justa; la habrán traído sobre ustedes mismos.
Consideren ahora la enseñanza de nuestro Señor; vean la gloria de Cristo en la salvación. Está listo para salvar en el último momento. Ya estaba muriendo; su pie estaba en el umbral de la casa del Padre. Entonces llega este pobre pecador, al final de la noche, en la hora once, y el Salvador sonríe y manifiesta que no entrará si no es con este tardío vagabundo. Ahí mismo en la puerta declara que esta alma que busca entrará con Él. Había mucho tiempo para que Él hubiera venido antes: ustedes saben cómo podemos nosotros decir, «Esperaste hasta el último momento. Ya me voy, y no puedo atenderte ahora.» Nuestro Señor tenía las angustias de la muerte sobre Él, y sin embargo atiende al criminal que perece, y le permite pasar a través del portal celestial en su compañía. Jesús salva con mucha facilidad a los pecadores por los que Él murió con tanto dolor. Jesús ama rescatar a los pecadores de su caída en el pozo. Estarás muy feliz si eres salvo, pero no estarás ni la mitad de feliz como Él lo estará cuando te salve. ¡Vean qué tierno es!
Ningún terror viste su frente;
Ni rayos para lanzar nuestras almas culpables
A las fieras llamas del infierno.»
Nos llega lleno de ternura, con lágrimas en sus ojos, misericordia en sus manos, y amor en su corazón. Crean que es un gran Salvador de grandes pecadores. He oído de uno que había recibido gran misericordia que decía, «Él es un gran perdonador;» y me gustaría que ustedes dijeran lo mismo. Ustedes verán sus trasgresiones borradas, y los pecados de ustedes perdonados de una vez para siempre, si ustedes confían en Él.
La siguiente doctrina que Cristo predica de esta maravillosa historia es la fe que apropia de la promesa. Este hombre creyó que Jesús era el Cristo. Lo siguiente que hizo fue apropiarse de ese Cristo. El ladrón le dijo, «Señor, acuérdate de mí.» Jesús podría haber dicho. «¿Qué tengo que ver yo contigo, y qué tienes que ver tú conmigo? ¿Qué tiene que ver un ladrón con el Ser perfecto?» Muchos de ustedes, buenas personas, tratan de alejarse tanto como puedan de los que yerran y de los caídos. ¡Podrían contaminar su inocencia! La sociedad nos exige que no estemos en términos de familiaridad con la gente que ha ofendido sus leyes. No se nos debe ver asociados con ellos, porque caeríamos en el descrédito. ¡Tonterías infames! ¿Qué nos puede desacreditar a nosotros, pecadores como somos, tanto por naturaleza como por la práctica? ¿Si nos conocemos ante Dios, no estamos lo suficientemente degradados en nosotros mismos y a causa de nosotros mismos? Después de todo, ¿hay alguien en el mundo que sea peor que nosotros cuando nos vemos en el espejo fiel de la Palabra?
Tan pronto como un hombre cree que Jesús es el Cristo, que se afirme en Él. En el momento que creas que Jesús es el Salvador, aférrate a Él como tu Salvador. Si recuerdo bien, Agustín le llamó a este ladrón, «Latro laudabilis et mirabilis,» un ladrón para ser alabado y admirado, que se atrevió, por decirlo así, a tomar para sí al Salvador como suyo. En esto debe ser imitado. Toma al Señor para que sea tuyo, y lo tendrás. Jesús es propiedad común de todos los pecadores que se atreven a tomarlo. Todo pecador que tiene el deseo de hacerlo puede llevarse a su casa al Señor. Él vino al mundo para salvar a los pecadores. Tómenlo por la fuerza, como los que roban toman su botín; porque el reino del cielo sufre la violencia de la fe que se atreve. Atrápalo, y Él nunca se separará de ti. Si confías en Él, te debe salvar. Adviertan la doctrina de la fe en su poder inmediato.
Y confía en su Dios crucificado,
Recibe de inmediato su perdón,
Redención completa por Su sangre.»
«Hoy estarás conmigo en el paraíso.» Tan pronto como creyó, Cristo sella su fe con la seguridad completa de que estará con Él para siempre en su gloria. ¡Oh, queridos corazones, si ustedes creen esta mañana, serán salvos esta mañana! ¡Que Dios les conceda, por su rica gracia, que venga la salvación aquí, en este lugar, y de inmediato!
Lo siguiente es, la cercanía de las cosas eternas. Piensen en ello por un minuto. El cielo y el infierno no son lugares lejanos. Pueden estar en el cielo antes de otro tick del reloj, está tan cerca. ¡Que pudiéramos rasgar ese velo que nos separa de lo desconocido! Todo está allí, y todo cerca. «Hoy,» dijo el Señor; en no más de tres o cuatro horas, «estarás conmigo en el paraíso;» tan cerca está. Un estadista nos ha dado la expresión de estar «en una distancia medible.» Todos estamos dentro de una distancia medible del cielo o del infierno; si hay alguna dificultad en medir la distancia, descansa en su brevedad más que en su longitud.
Apenas podemos decir, ‘se ha ido,’
Antes que el espíritu redimido
Tome su mansión cerca del trono.»
¡Oh, que nosotros, en lugar de tomar con ligereza estas cosas, porque parecen tan lejanas, las tomáramos solemnemente en cuenta, pues están tan cercanas! Este mismo día, antes que se ponga el sol, algún oyente, sentado en este lugar, puede ver en su propio espíritu las realidades del cielo o del infierno. Ha ocurrido frecuentemente en esta congregación tan grande, que alguien de nuestra audiencia ha muerto antes que llegara el siguiente Domingo; puede ocurrir esta semana. Piensen en ello, y que las cosas eternas les impresionen aún más debido a su cercanía.
Más aún, sepan que si han creído en Jesús están preparados para el cielo. Puede ser que tengan que vivir en la tierra por veinte, o treinta, o cuarenta años para glorificar a Cristo; y, si así es, agradezcan el privilegio; pero si no viven una hora más, esa muerte instantánea no alteraría el hecho de que quien cree en el Hijo de Dios está listo para el cielo. Seguramente si algo se necesitara más allá de la fe para hacernos dignos del paraíso, el ladrón hubiera sido retenido un poco mas aquí; pero no, él está en la mañana, en su naturaleza, al mediodía entra al estado de gracia, y al anochecer está en estado de gloria. La pregunta nunca es, si un arrepentimiento en el lecho de muerte es aceptado si es sincero. La pregunta es: ¿Es sincero? Si así es, si el hombre muere cinco minutos después de su primer acto de fe, está tan seguro como si hubiera servido al Señor por cincuenta años. Si tu fe es verdadera, si mueres un momento después de que creíste en Cristo, serás admitido en el paraíso, aunque no hayas disfrutado de tiempo para producir buenas obras y otras evidencias de la gracia. Él que lee el corazón leerá tu fe escrita en las tablas de carne, y te aceptará por medio de Jesucristo, aunque ningún acto de gracia se haya hecho visible a los ojos de los hombres.
Concluyo diciendo otra vez que este no es un caso excepcional. Comencé con eso, y con eso quiero terminar, por tantos pseudo-predicadores del evangelio, terriblemente temerosos de predicar la gracia inmerecida con plenitud. Leí en algún lado, y creo que es cierto, que algunos ministros predican el evangelio de la misma manera que los asnos comen espinas, es decir, muy, pero muy cuidadosamente. Por el contrario, yo lo predicaré atrevidamente. No tengo la menor alarma acerca del asunto. Si alguien de ustedes hace mal uso de la enseñanza de la gracia gratuita, no lo puedo impedir. El que será condenado puede arruinarse por pervertir el evangelio como por cualquier otra cosa. No puedo impedir lo que los corazones bajos puedan inventar; pero lo mío es predicar el evangelio en toda su plenitud de gracia, y así lo haré.
Si el ladrón fue un caso excepcional, y nuestro Señor no actúa usualmente de esa manera, se hubiera tenido una indicación de un hecho tan importante. Se hubiera puesto un cerco de protección para esta excepción a todas las reglas. ¿No le hubiera dicho el Salvador muy quedamente al moribundo, «Eres el único a quien trataré de esta manera»? «No lo menciones, pues sino tendré a muchos asediándome.» Si el Salvador hubiera querido que fuera un caso solitario, le hubiera dicho débilmente, «No dejes que nadie lo sepa; pero hoy estarás en el reino conmigo.» No, nuestro Señor habló abiertamente, y los que estaban alrededor oyeron lo que dijo. Además el inspirado escritor lo asentó así. Si hubiera sido un caso excepcional, no hubiera sido escrito en la Palabra de Dios. Los hombres no publican sus acciones en los periódicos si sienten que al registrarlas pueden conducir a otros a esperar lo que no pueden dar. El Salvador hizo que esta maravilla de la gracia se reportara en las noticias diarias del evangelio, porque Él quiere repetir esa maravilla cada día. El todo será igual a la muestra, y por esto les pone enfrente la muestra a cada uno de ustedes. Él es capaz de salvar por completo, pues salvó al ladrón que agonizaba. El caso no se hubiera puesto para alentar esperanzas que Él no podría cumplir. Todas las cosas escritas entonces fueron escritas para que las aprendiéramos y no para que nos desalentáramos. Por eso, les ruego, si algunos de ustedes todavía no han confiado en mi Señor Jesús, vengan y confíen en Él ahora. Confíen en él totalmente; sólo confíen en Él; confíen en Él inmediatamente. Y entonces cantarán conmigo:
Esa fuente en su día,
Y allí yo también, tan vil como él,
He lavado todos mis pecados.»