«Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.» – 1 Corintios 1:23,24.
¡Cuánto desdén ha derramado Dios sobre la sabiduría de este mundo! Cómo la ha reducido a nada, haciendo que se muestre sin valor. Le ha permitido que elabore sus propias conclusiones, y que demuestre su propia insensatez. Los hombres se jactaban de ser sabios; decían que podían descubrir a Dios a la perfección; y para que su necedad pudiera ser refutada de una vez por todas, Dios les dio la oportunidad de hacerlo así. Él dijo: «Sabiduría mundana, te voy a probar. Tú afirmas que eres poderosa, que tu intelecto es vasto y completo, que tu ojo es penetrante, que puedes descifrar todos los secretos; ahora, mira, Yo te pruebo: te presento un gran problema para que lo resuelvas. Aquí está el universo; las estrellas conforman su bóveda, los campos y las flores lo adornan, y las corrientes recorren su superficie; mi nombre está escrito allí; las cosas invisibles de Dios se hacen claramente visibles, siendo entendidas por medio de las cosas hechas. Filosofía, te pongo este dilema: encuéntrame. Aquí están mis obras: encuéntrame. Descubre en el maravilloso mundo que he creado, la manera de adorarme aceptablemente. Te doy el espacio suficiente para que lo hagas: hay datos suficientes. Contempla las nubes, la tierra, y las estrellas. Te doy tiempo suficiente; te daré cuatro mil años, y no interferiré; tú harás como quieras en tu propio mundo. Te daré hombres en abundancia, pues haré grandes y vastas mentes, a quienes llamarás señores de la tierra; tendrás oradores, y tendrás filósofos. Encuéntrame, oh razón, encuéntrame, oh sabiduría; descubre Mi naturaleza, si puedes: encuéntrame a la perfección, si eres capaz; y si no lo eres, entonces cierra tu boca para siempre, y Yo te voy a enseñar que la sabiduría de Dios es más sabia que la sabiduría del hombre; sí, que la locura de Dios es más sabia que los hombres.»
Y ¿cómo resolvió el problema la razón del hombre? ¿Cómo cumplió su proeza? Mira a las naciones paganas; allí verás el resultado de las investigaciones de la sabiduría. En el tiempo de Jesucristo, podrías haber visto la tierra cubierta con el fango de la corrupción: una Sodoma a gran escala, corrupta, inmunda, depravada, entregándose a vicios que no nos atrevemos a mencionar, gozándose en lascivias demasiado abominables para que nuestra imaginación se pose en ellas, aunque sea por un instante. Encontramos a los hombres postrándose ante bloques de madera y de piedra, adorando a diez mil dioses más viciosos que ellos mismos.
Encontramos, de hecho, que la razón escribió su propia depravación con un dedo cubierto de sangre e inmundicia, y que ella se privó a sí misma de toda su gloria por las viles obras que llevó a cabo. No quiso inclinarse ante Él, que es «claramente visible,» sino que adoró a cualquier criatura; el reptil que se arrastra, el cocodrilo, la víbora, cualquier cosa podía ser un dios, pero ciertamente no el Dios del Cielo. El vicio podía ser convertido en una ceremonia, y el mayor crimen podía ser exaltado a una religión; pero de la verdadera adoración no conocían nada.
¡Pobre razón! ¡Pobre sabiduría! ¡Cómo caíste del cielo! Como Lucero, hijo de la mañana, estás perdida. Tú has escrito tu conclusión, pero es una conclusión de consumada insensatez. «Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó salvar a los creyentes por la locura de la predicación.»
La sabiduría había tenido su tiempo, y tiempo suficiente; había hecho todo lo que podía, y eso fue muy poco; había hecho al mundo peor de lo que era antes que lo pisara, y ahora Dios dice: «La locura vencerá a la sabiduría; ahora la ignorancia, como la llaman ustedes, va a barrer con su ciencia; ahora la fe humilde, como la de un niño, va a convertir en polvo todos los sistemas colosales que sus manos han apilado.» Él llama a su ejército. Cristo se lleva la trompeta a Su boca, y vienen todos los guerreros, vestidos con ropas de pescadores, con el acento típico de las orillas del lago de Galilea: unos pobres marineros humildes. ¡Aquí están los guerreros, oh sabiduría, que te van confundir! ¡Estos son los héroes que vencerán a tus orgullosos filósofos! Estos hombres van a plantar su estandarte sobre las murallas en ruinas de tus fortalezas, y les ordenarán que se derrumben para siempre; estos hombres, y sus sucesores, van a exaltar un Evangelio en el mundo del cual se podrán reír ustedes como de algo absurdo, que podrán despreciar como una locura, pero que será exaltado sobre los montes, y será glorioso hasta los más altos cielos.
Desde ese día, Dios ha levantado siempre sucesores de los apóstoles. Yo afirmo que soy un sucesor de los apóstoles, no por descendencia de linaje, sino porque cumplo el mismo papel y gozo del privilegio de cualquier apóstol, y soy tan llamado a predicar el Evangelio como el propio Pablo: si no tan bendecido en la conversión de pecadores, en alguna medida he sido bendecido por Dios; y por tanto, aquí estoy, loco como lo pudiera ser Pablo, necio como Pedro, o cualquiera de esos pescadores, pero, sin embargo, con el poder de Dios sostengo la espada de la verdad: habiendo venido aquí para «predicar a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.»
Antes de adentrarme en nuestro texto, permítanme decirles brevemente lo que yo creo que significa predicar a Cristo crucificado. Amigos míos, yo no creo que predicar a Cristo crucificado sea dar a nuestra gente una buena dosis de filosofía cada domingo por la mañana y por la noche, desdeñando la verdad de este Santo Libro. No creo que predicar a Cristo crucificado sea hacer a un lado las doctrinas cardinales de la Palabra de Dios, y predicar una religión que es toda ella neblina y bruma, sin verdades definidas de ningún tipo. Yo entiendo que quien puede finalizar un sermón sin haber mencionado el nombre de Cristo ni una sola vez, no predica a Cristo crucificado; tampoco predica a Cristo crucificado el que deja fuera la obra del Espíritu Santo, el que no menciona ni una sola palabra acerca del Espíritu Santo, de tal forma que sus oyentes pueden decir en verdad: «ni siquiera sabemos si existe un Espíritu Santo.»
Y yo tengo mi propia opinión personal, que no se puede predicar a Cristo crucificado a menos que se predique lo que hoy en día se ha dado en llamar Calvinismo. Yo tengo mis propias ideas que siempre expreso con valor. Llamar a esas doctrinas Calvinismo es ponerles un apodo; Calvinismo es el Evangelio y nada más. Yo no creo que podamos predicar el Evangelio, si no predicamos la justificación por fe, sin obras; si no predicamos la soberanía de Dios en Su dispensación de gracia; si no exaltamos el amor de Jehová que elige, que es inmutable, eterno, incambiable y conquistador; tampoco creo que podamos predicar el Evangelio, a menos que lo basemos en la redención particular que Cristo llevó a cabo por Su pueblo elegido; no puedo comprender un Evangelio que deja que los santos se pierdan después que han sido llamados, y que acepta que los hijos de Dios se quemen en los fuegos de condenación a pesar de haber creído. Yo aborrezco un evangelio así. El Evangelio de la Biblia no es ese evangelio. Nosotros predicamos a Cristo crucificado de una manera diferente, y a todos los adversarios les respondemos: «Ese no es el Cristo que nosotros conocemos.»
Hay tres temas en el texto. Primero, un Evangelio rechazado: «Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura;» en segundo lugar, un Evangelio triunfante: «Para los llamados, así judíos como griegos;» y en tercer lugar, un Evangelio admirado: es para quienes son llamados, «Poder de Dios, y sabiduría de Dios.»
I. En primer lugar, tenemos aquí UN EVANGELIO RECHAZADO. Uno podría haber esperado que cuando Dios envió Su Evangelio a los hombres, todos los hombres escucharían con mansedumbre, y recibirían sus verdades con humildad. Podríamos haber pensado que los ministros de Dios no debían sino proclamar que la vida es traída a la luz por el Evangelio, y que Cristo vino para salvar a los pecadores, y todo oído estaría atento, los ojos mirarían con fijeza, y cada corazón estaría abierto de par en par para recibir esa verdad. Habríamos dicho, juzgando favorablemente a nuestros compañeros, que no podría existir en el mundo un monstruo tan vil, tan depravado, tan inmundo, capaz de poner piedras en el camino del progreso de la verdad; no hubiéramos concebido algo así; sin embargo esa concepción es la verdad.
Cuando el Evangelio fue predicado, en lugar de ser aceptado y admirado, un chiflido universal subió al cielo; los hombres no podían soportarlo; ellos arrastraron a su primer Predicador hasta la cumbre del monte y le habrían despeñado desde allí, si hubieran podido: inclusive hicieron algo más que eso, lo clavaron en la cruz, y allí dejaron languidecer en agonía Su vida moribunda, una agonía que nadie ha experimentado desde entonces. Todos Sus ministros elegidos han sido odiados y aborrecidos por los hombres del mundo; en vez de que los escuchen, se han burlado de ellos; han sido tratados como si fueran la hez de todas las cosas, y la basura de la humanidad. Miren a los santos hombres de la antigüedad, cómo fueron expulsados de ciudad en ciudad, perseguidos, afligidos, atormentados, lapidados en cualquier lugar donde el enemigo tuviera el poder de hacerlo.
Esos amigos de los hombres, esos verdaderos filántropos, que llegaban con corazones henchidos de amor y manos llenas de misericordia, con labios preñados de fuego celestial y almas que ardían con una santa influencia; esos hombres eran tratados como si fueran los espías del campamento, como si fueran desertores de la causa común de la humanidad; como si fueran enemigos y no, como en realidad lo eran, los mejores amigos.
No supongan, amigos míos, que los hombres gustan más del Evangelio ahora que antes. Existe la idea que nos estamos volviendo mejores. Yo no lo creo. Nos estamos volviendo peores. Tal vez, en ciertas cosas los hombres puedan ser mejores: mejores en lo exterior; pero su corazón sigue siendo el mismo. Si se hiciera hoy una disección al corazón humano, sería igualito al corazón humano de hace mil años: la hiel de amargura dentro de ese pecho de ustedes, sería precisamente tan amarga como la hiel de amargura en aquel Simón de antaño. Tenemos en nuestros corazones la misma latente oposición a la verdad de Dios; y por esta razón encontramos que los hombres son iguales que antes, que desprecian el Evangelio.
Hablando del Evangelio rechazado, voy a esforzarme por señalar las dos clases de personas que desprecian de igual manera la verdad. Los judíos lo convierten en tropezadero, y los gentiles lo consideran locura. Ahora, estos dos respetables caballeros, (el judío y el griego), estos antiguos individuos, no serán objeto de mi condenación, sino que voy a considerarlos como miembros de un gran parlamento, representantes de un buen grupo de votantes, y voy a intentar mostrarles que aunque toda la raza de los judíos fuera erradicada, habría todavía un número muy grande en el mundo que respondería al nombre de judíos, para quienes Cristo es un tropezadero; y que si Grecia fuera tragada por un terremoto, y cesara de ser una nación, habría todavía griegos para quienes el Evangelio sería una locura. Simplemente voy a introducir al judío y al griego, y dejarlos que les hablen a ustedes un momento, para que puedan ver a los caballeros que los representan; los hombres representativos; las personas que los simbolizan, que todavía no han sido llamados por la gracia divina.
El primero es el judío; para él, el Evangelio es tropezadero. El judío era un hombre respetable en su tiempo. Toda la religión formal estaba concentrada en su persona; iba al templo con mucha devoción; daba diezmos de todo lo que poseía, incluyendo la menta y el comino. Lo podías ver ayunando dos veces a la semana, con su rostro muy marcado por la tristeza y la aflicción. Si lo mirabas, tenía la ley en medio de sus ojos; allí estaba la filacteria, y los flecos de sus vestidos eran de una anchura impresionante para que no se pudiera suponer jamás que era un perro gentil; que nadie pudiera concebir jamás que él no fuera un hebreo de raza pura. Él tenía un linaje santo; procedía de una familia piadosa; un buen hombre correcto era él. No podía soportar para nada a esos saduceos que no tenían religión. Él era un hombre religioso cabal; apoyaba a su sinagoga; no aceptaba ese templo en el monte Gerizim; no podía soportar a los samaritanos, y no tenía tratos con ellos; era un celoso de primera magnitud de la religión, un hombre excepcional; un espécimen de hombre moralista, amante de las ceremonias de la ley.
Consecuentemente, cuando oyó acerca de Cristo, preguntó quién era Cristo. «El hijo de un carpintero.» «¡Ah!» «El hijo de un carpintero, y el nombre de su madre era María, y de su padre José.» «Eso en sí mismo, es lo suficientemente presuntuoso,» comentó él, «prueba positiva, de hecho, que no puede ser el Mesías. Y, ¿qué es lo que dice?» Bien, pues dice: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!» «Eso no dará resultado.» «Además,» añade, «No es por las obras de la carne que alguien puede entrar en el reino de los cielos.» El judío amarraba de inmediato un doble nudo en su filacteria; pensaba que ordenaría que las franjas de su vestido fueran ampliadas al doble. ¡Inclinarse él ante el Nazareno! No, no; y si simplemente un discípulo atravesaba la calle, él consideraba el lugar contaminado, y no continuaba en sus pasos. ¿Piensan ustedes que él abandonaría la religión de su anciano padre, la religión que vino del Monte Sinaí, esa antigua religión que se encontraba en el arca y bajo la sombra de los querubines? ¿Renunciar a eso? No. Un vil impostor: a sus ojos, eso era Cristo. ¡El judío pensaba así! «¡Un tropezadero para mí! ¡No puedo oír hablar de eso! No lo quiero escuchar.» Por consiguiente, prestaba oídos sordos a toda la elocuencia del Predicador y no escuchaba nada.
Hasta luego, viejo judío. Tú duermes con tus padres, y tu generación es una raza errante, que todavía camina por la tierra. Hasta luego, ya he terminado contigo. ¡Ay!, pobre infeliz, ese Cristo que era tu tropezadero, será tu Juez, y sobre tu cabeza recaerá esa sonora maldición: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.» Pero yo encuentro al señor judío aquí en Exeter Hall: personas que encajan en esa descripción, para quienes Jesucristo es un tropezadero. Permítanme que les haga una descripción de ustedes mismos, de algunos de ustedes. Ustedes también eran miembros de una familia piadosa, ¿no es así? Sí. Y tienen una religión que aman: la aman en cuanto a la crisálida, a la parte externa, la cubierta, la cáscara. No quisieran que se alterara ninguna regla, ni que ninguno de esos viejos arcos amados fuera eliminado, ni que los vitrales se cambiaran por nada del mundo; y si alguien dijera una palabra contra tales cosas, lo catalogarían de inmediato como hereje.
O tal vez ustedes no asisten a un lugar de adoración así, pero aman un lugar de reunión muy antiguo y sencillo, donde sus ancestros adoraron, o sea, una capilla disidente. ¡Ah!, es un hermoso lugar sencillo; ustedes lo aman, aman sus ordenanzas, aman su exterior; y si alguien hablara contra ese lugar, se sentirían muy vejados. Ustedes creen que lo que hacen allí, debería hacerse en todas partes; de hecho su iglesia es una iglesia modelo; el lugar donde ustedes van, es exactamente el tipo de lugar bueno para todos; y si yo les preguntara por qué tienen la esperanza de ir al cielo, tal vez responderían: «porque soy bautista,» o, «porque pertenezco a la iglesia episcopal,» o cualquier otra denominación a la que pertenezcan. Ya los he descrito. Yo sé que Jesucristo será un tropezadero para ustedes.
Si yo viniera y te dijera que todas tus idas a la casa de Dios no te sirven para nada; si yo te dijera que todas esas veces que has estado cantando y orando, pasaron desapercibidas a los ojos de Dios, porque tú eres un hipócrita y un formalista. Si yo te dijera que tu corazón no tiene la relación correcta con Dios, y que a menos que la tenga, todo lo externo no te sirve para nada, yo sé lo que responderías: «No voy a oír más a ese joven.» Es un tropezadero. Pero si entraras a cualquier lugar donde escucharas que se exalta el formalismo; si se te dijera «debes hacer esto, y debes hacer lo otro, y entonces serás salvado,» eso sí lo aprobarías de buen grado.
Pero cuántas personas hay que son religiosas en lo externo, intachables de carácter, aunque nunca han tenido la influencia regeneradora del Espíritu Santo; que no han sido conducidas a postrarse con su frente en el suelo ante la cruz del Calvario; que nunca han vuelto un ojo anhelante hacia el Salvador crucificado; que nunca han puesto su confianza en Él, que fue sacrificado a favor de los hijos de los hombres. Ellos aman una religión superficial, pero cuando un hombre habla algo más profundo que eso, declaran que es un discurso enrevesado.
Ustedes pueden amar todo lo externo acerca de la religión, de la misma manera que pueden admirar a un hombre por su ropa: sin que les importe nada el hombre mismo. Si es así, yo sé que pertenecen al grupo que rechaza el Evangelio. Ustedes me oirán predicar; y mientras yo hable de cosas externas, me oirán con atención; mientras yo promueva la moralidad, y argumente en contra de la borrachera, o muestre la atrocidad del incumplimiento del reposo el día domingo, todo irá muy bien; pero si digo una vez: «Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos;» si les digo alguna vez que deben ser elegidos por Dios, que deben ser comprados con la sangre del Salvador, que deben ser convertidos por el Espíritu Santo, ustedes dirán: «¡es un fanático! ¡Que se vaya! ¡Fuera! No queremos oír nada de eso.» Cristo crucificado es para el judío, el formalista, un tropezadero.
Pero se puede encontrar otro espécimen de este judío. Este es completamente ortodoxo en sus sentimientos. En cuanto a formas y ceremonias, no las tiene en un alto concepto. Asiste a un lugar de adoración donde aprende sana doctrina. No quiere escuchar nada que no sea la verdad. Le gusta que hagamos buenas obras y tengamos moralidad. Es un buen hombre, y nadie le puede encontrar una falla. Está aquí presente, asistiendo como siempre al servicio dominical. En la plaza camina ante los hombres con toda honestidad: eso pensarían ustedes. Pregúntenle acerca de cualquier doctrina, y puede darles toda una disquisición al respecto. De hecho, podría escribir todo un tratado sobre cualquier cosa relativa a la Biblia, y también acerca de muchas otras cosas. Lo sabe casi todo; y aquí, en este oscuro ático de la cabeza, su religión se ha establecido; tiene una excelente sala de recibo en su corazón, pero su religión nunca asiste allí: está cerrada para ella. Él tiene dinero allí: mamón, mundanalidad; o tiene otra cosa: amor de sí mismo, orgullo. Tal vez le guste escuchar una predicación práctica; lo admira todo; de hecho ama todo lo que sea correcto. Pero no hay nada bueno dentro de él: o más bien, todo es sonido sin sustancia. Le gusta escuchar sana doctrina; pero ésta no penetra el hombre interior. Nunca lo ves llorar. Predícale acerca de Cristo crucificado, un tema glorioso, y nunca verás que una lágrima ruede por sus mejillas; cuéntale acerca de la poderosa influencia del Espíritu Santo: te puede admirar por ello, pero la mano del Espíritu Santo no ha tocado nunca su alma; háblale acerca de la comunión con Dios, en qué consiste sumergirse en el mar más profundo de la Deidad, y perderse en su inmensidad: al hombre le encanta oír eso, pero nunca lo ha experimentado, nunca ha tenido comunión con Cristo; y cuando comienzas a calarle hondo, cuando lo acuestas sobre la mesa, y sacas tu bisturí de disección y comienzas a hacer tus cortes y le muestras su propio corazón, y le dejas ver lo que él es por naturaleza, y en lo que debe convertirse por gracia, el hombre se sobresalta; no puede soportar eso; no acepta nada de esto: recibir y aceptar a Cristo en el corazón. Aunque lo ama lo suficiente con su cerebro, es para él un tropezadero, y lo desecha. ¿Se reconocen descritos aquí, amigos míos? ¿Se ven ustedes como los ven otras personas? ¿Se ven ustedes como los ve Dios? Pues así es, posiblemente aquí hay muchas personas para quienes Cristo es un tropezadero como lo ha sido siempre para otros.
¡Oh, ustedes que son formalistas! Me dirijo ahora a ustedes; oh, ustedes que prefieren la cáscara de la nuez pero aborrecen la propia nuez; oh, ustedes, a quienes les gustan las galas y el vestido, pero a quienes no les importa la hermosa virgen que está ataviada con ellos: oh, ustedes que admiran la pintura y el oropel, pero que aborrecen el oro fino, les hablo a ustedes; les pregunto: ¿les da su religión un sólido consuelo? ¿Pueden mirar a la muerte a la cara con ese consuelo, y afirmar: «Yo sé que mi Redentor vive»? ¿Pueden cerrar sus ojos en la noche, y cantar como su himno de vísperas?:
«Yo debo aguantar hasta el fin,
Tan convencido como la señal me es dada.»
¿Puedes bendecir a Dios en la aflicción? ¿Puedes sumergirte con el pesado equipo que cargas y nadar a través de las corrientes de las pruebas? ¿Puedes marchar triunfante en el escondrijo del león, reírte de la aflicción y ofrecer un desafío al infierno? ¿Puedes hacer esto? ¡No! Tu evangelio es afeminado; es una cosa de palabras y sonidos, y no de poder. Arrójalo lejos de ti, te lo imploro: no vale la pena que lo conserves; pues cuando te presentes ante el trono de Dios, descubrirás que te fallará, y lo hará de tal manera que te impedirá encontrar otro; pues perdido, arruinado, destruido, te darás cuenta que Cristo que ahora es skandalon, «tropezadero,» entonces será tu Juez.
He descrito al judío, y ahora voy a descubrir al griego. Él es una persona de un exterior muy diferente al judío. Para el griego la filacteria es una basura; y desprecia los flecos extendidos de sus mantos. Las formas de religión no le importan; de hecho siente una intensa aversión hacia los sombreros de alas anchas, y hacia cualquier cosa que represente un despliegue externo. Aprecia la elocuencia; admira cualquier formulación inteligente; ama los dichos singulares; le encanta la lectura del último libro; es un griego, y para él, el Evangelio es una locura. El griego es un caballero que puede ser encontrado hoy en la mayoría de los lugares: producido algunas veces en las universidades, formado constantemente en las escuelas, fabricado en todas partes. Está en la casa de cambio; en el mercado; posee un almacén; anda en carruajes; es un noble, un caballero; está en todas partes, inclusive en la corte. Es sabio en todo. Pregúntale cualquier cosa y él la sabe. Pídele una cita de cualquiera de los poetas antiguos, o de cualquier otra persona, y él te la puede proporcionar. Si tú eres un musulmán y argumentas las creencias de tu religión, él te escuchará muy pacientemente. Pero si tú eres un cristiano, y le hablas de Jesucristo, él te responderá: «Pon un alto a tu discurso enrevesado, no quiero oír nada acerca de eso.» Este caballero griego cree en cualquier filosofía, excepto en la verdadera; estudia toda sabiduría, excepto la sabiduría de Dios; busca todo conocimiento excepto el conocimiento espiritual; le gusta todo lo que el hombre hace, pero no le gusta nada que venga de Dios; es una locura para él, locura abominable. Sólo tienes que platicar acerca de una doctrina de la Biblia, y se tapa los oídos; ya no desea más tu compañía; es locura.
Yo me he encontrado a este caballero muchas veces. Cuando lo vi en una ocasión, me comentó que no creía en ninguna religión; y cuando le dije que yo sí creía, y que tenía la esperanza de ir al cielo al morir, él respondió que se atrevía a decir que eso era muy cómodo, pero que no creía en la religión, y que estaba seguro que era mejor vivir según lo dictara la naturaleza. En otra ocasión habló bien de todas las religiones, y creía que eran muy buenas y todas ellas verdaderas, cada una en lo suyo; y estaba convencido que si un hombre era sincero en cualquier tipo de religión, no tendría problemas al llegar a al fin. Yo le respondí que no estaba de acuerdo, y que yo creía que no había sino una sola religión revelada por Dios: la religión de los elegidos de Dios, la religión que es el don de Jesús. Después dijo que yo era un fanático intolerante y se despidió. Para él era locura. No quería saber nada de mí. O aceptaba todas las religiones o no aceptaba ninguna.
En otra oportunidad le detuve sosteniendo el botón de su saco, y discutí con él un poco acerca de la fe. Él dijo: «Todo eso está muy bien, creo que esa es sana doctrina protestante.» Pero al instante yo mencioné algo acerca de la elección, y comentó: «no me gusta eso; muchas personas han predicado eso con muy malos resultados.» Luego sugerí algo acerca de la gracia inmerecida; pero no podía soportar tampoco eso, era una locura para él. Se trataba de un griego muy pulido, y pensaba que si no era un elegido, debía serlo. Nunca le gustó el pasaje bíblico: «Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios;. . . y lo que no es, para deshacer lo que es.» Él consideraba que eso era algo vergonzoso de la Biblia; y que cuando el libro fuera revisado, no dudaba que sería eliminado.
Para tal persona (pues está presente aquí el día de hoy, y ha venido muy probablemente para oír una caña sacudida por el viento), tengo que decir esto: «¡Ah!, hombre sabio, lleno de sabiduría del mundo; tu sabiduría te sostendrá aquí, pero ¿qué harás en las crecidas aguas del Jordán? La filosofía te puede ayudar para que te apoyes en ella mientras caminas en este mundo; pero el río es profundo, y tú vas a necesitar algo más que eso.
Si no tienes el brazo del Altísimo para que te sostenga en la corriente y te anime con las promesas, te hundirás, amigo; con toda tu filosofía, te hundirás; con todos tus conocimientos, te hundirás, y serás arrastrado a ese terrible océano de tormento eterno, donde permanecerás para siempre. ¡Ah!, griegos, podrá ser locura para ustedes, pero verán al Hombre, su Juez, y entonces lamentarán aquel día en que dijeron que el Evangelio era una locura.
II. Habiendo predicado hasta este punto acerca del rechazo del Evangelio, ahora voy a hablar brevemente sobre el EVANGELIO TRIUNFANTE. «Mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.» Aquel hombre que está por allá, rechaza el Evangelio, desprecia la gracia, y se ríe de todo esto como de un engaño. Por aquí está otro hombre que se ríe también; pero Dios los pondrá de rodillas. Cristo no murió en vano. El Espíritu Santo no obrará en vano.
Dios ha dicho: «Así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié.» «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho.» Si un pecador no es salvado, otro lo será. El judío y el griego no despoblarán nunca el cielo. Los coros de gloria no perderán un solo cantor a causa de toda la oposición de judíos y griegos; pues Dios lo ha dicho; algunos serán llamados; algunos serán salvados; algunos serán rescatados.
«Perezca el mérito, como debe ser, aborrecido,
Y el necio con él, el que insulta a su Señor.
La expiación que el amor del Redentor ha obrado
No es para ti; el justo no la necesita.
¿Ves aquella prostituta que invita a todos los que encuentra,
Esa molesta presencia que se pudre en nuestras calles,
Ofreciéndose de la mañana a la noche, y a la otra mañana,
Que se aborrece a sí misma y que ustedes desprecian?:
La lluvia de gracia, inmerecida y libre,
Caerá sobre ella cuando el cielo te la niegue a ti.
De todo lo que dicta la sabiduría, esta es la esencia,
Que el hombre está muerto en el pecado, y la vida es un don.»
Si los justos y los buenos no son salvados, si rechazan el Evangelio, hay otros que serán llamados, otros que serán rescatados, pues Cristo no perderá los méritos de Sus agonías, ni lo que fue comprado con Su sangre.
«Mas para los llamados.» Esta semana recibí una nota en la que me solicitaban que explicara la palabra «llamados;» porque en un pasaje dice «Porque muchos son llamados, y pocos escogidos,» mientras que en otro daría la impresión que todos los que son llamados deben ser elegidos. Ahora, déjenme mencionarles que hay dos llamados. Como mi viejo amigo John Bunyan afirma, «la gallina tiene dos llamados, el cloqueo común, que hace a diario y a cada hora, y el cloqueo especial que dirige a sus pollitos.» De la misma manera hay un llamado general, un llamado que se hace a cada hombre; todo hombre lo oye. Muchos son llamados por su medio; ustedes son llamados el día de hoy en ese sentido; pero muy pocos son elegidos.
El otro es un llamado especial, el llamado a los hijos. Ustedes saben cómo suena la campana en el taller para llamar a los hombres al trabajo: ese es un llamado general. Un padre va a la puerta y llama: «Juan, es hora de la cena.» Ese es el llamado especial. Muchos son llamados mediante el llamado general, pero ellos no son elegidos; el llamado especial es únicamente para los hijos, y eso es lo que el texto significa, «Mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.» Ese llamado es siempre un llamado especial.
Aunque yo estoy aquí y llamo a los hombres, nadie viene; aunque yo predico a los pecadores de manera universal, no se logra ningún bien; es como el relámpago sin ruido (fucilazo) que se ve algunas veces en los atardeceres de verano, hermoso, grandioso, pero ¿quién ha oído que haya caído alguna vez sobre algún objeto? Mas el llamado especial es como el rayo bifurcado caído del cielo; golpea en algún lado; es la flecha que se clava por entre las junturas de la armadura. El llamado que salva es como el de Jesús, cuando dijo, «María,» y ella le respondió, «¡Raboni!»
¿Sabes algo de ese llamado especial, amado hermano? ¿Te ha llamado Jesús por tu nombre alguna vez? ¿Puedes recordar la hora cuando Él susurró tu nombre a tu oído, cuando te dijo: «Ven a Mí»? Si es así, concederás que es verdad lo que voy a decir al respecto: que es un llamado eficaz. Es irresistible. Cuando Dios llama con Su llamamiento especial, no se puede dejar de acudir. ¡Ah!, yo sé que yo me reía de la religión; yo la despreciaba, la aborrecía; ¡pero ese llamado! ¡Oh!, yo no quería venir. Pero Dios dijo, «tú vendrás. Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí.» «Señor, yo no lo haré.» «Claro que lo harás,» dijo Dios. Y yo había ido algunas veces a la casa de Dios casi con una determinación de no escuchar, pero debía escuchar. ¡Oh, cómo penetró en mi alma la palabra! ¿Acaso tenía algún poder de resistir? No; fui derribado; cada hueso parecía fracturado; yo fui salvado por la gracia eficaz.
Yo apelo a su experiencia, amigos míos. Cuando Dios los tomó de la mano, ¿hubieran podido resistirse? Ustedes se enfrentaron a su ministro innumerables veces. La enfermedad no los quebrantó; las dolencias no los condujeron a los pies de Dios; la elocuencia no los convenció; pero cuando Dios puso manos a la obra, ¡ah!, entonces qué cambio se dio; como Saulo, cuando iba hacia Damasco con sus caballos, escuchó esa voz del cielo que decía, «Yo soy Jesús, a quien tú persigues.» «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» En ese momento no había forma de continuar. Ese era un llamado eficaz. Como ese, también, que Jesús le hizo a Zaqueo, cuando estaba subido en el árbol: colocándose bajo el árbol, Él dijo, «Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa.» Zaqueo fue atrapado en la red; él oyó su propio nombre; el llamamiento penetró su alma; no podía quedarse en el árbol, pues un impulso Todopoderoso lo hizo bajar.
Y yo podría mencionarles algunos ejemplos especiales de personas que han asistido a la casa de Dios y han escuchado la descripción de su carácter delineado a la perfección, de tal forma que han dicho, «me está describiendo, me está describiendo.» Lo mismo que yo podría decir a ese joven que robó los guantes de su jefe ayer, que Jesús lo llama al arrepentimiento. Podría ser que aquí hubiera una persona así; y cuando el llamamiento viene a una persona en particular, generalmente viene con un poder especial. Dios da a Sus ministros una brocha especial y les enseña cómo usarla para pintar cuadros vivos, y de esta manera el pecador oye el llamamiento especial. Yo no puedo hacer el llamamiento especial; Dios es el único que puede hacerlo, y por eso yo se lo dejo a Él. Algunos deben ser llamados. Judíos y griegos podrán reírse, pero aun así hay algunos que son llamados, tanto judíos como griegos.
Entonces, para concluir este segundo punto, es una gran misericordia que muchos judíos hayan sido conducidos a olvidarse de su justicia propia; muchos legalistas han sido conducidos a abandonar su legalismo y a venir a Cristo, muchos griegos han inclinado su genio ante el trono del Evangelio de Dios. Nosotros tenemos unos cuantos de ellos. Como afirma Cowper:
«Nosotros nos jactamos de ricos a quienes el Evangelio doblega
Y de uno que lleva una corona y ora;
Se muestran como vestigios de un olivo,
Aquí y allá vemos alguno ubicado en la rama más alta.»
III. Ahora llegamos a nuestro tercer punto, UN EVANGELIO ADMIRADO; para los llamados por Dios, es el poder de Dios, y la sabiduría de Dios. Ahora, amados hermanos, este debe ser un asunto de pura experiencia entre sus almas y Dios. Si ustedes son llamados por Dios el día de hoy, lo sabrán. Yo sé que hay momentos en los que el cristiano debe decir,
«Es un punto que anhelo conocer,
A menudo genera un pensamiento ansioso;
¿Amo al Señor o no?
¿Le pertenezco a Él, o no?»
Pero si un hombre nunca se ha reconocido cristiano en su vida, nunca ha sido un cristiano. Si nunca ha tenido un momento de confianza en el que pudiera decir: «yo sé a quién he creído,» pienso que no estoy siendo duro cuando afirmo que ese hombre no pudo haber nacido de nuevo; pues no puedo entender cómo un hombre pueda nacer de nuevo y no lo sepa; no entiendo cómo un hombre pueda haber sido asesinado y reviva, sin que se dé cuenta; cómo un hombre pueda pasar de la muerte a la vida, y no lo sepa; cómo un hombre pueda ser llamado de las tinieblas a una luz admirable y no se dé cuenta. Yo tengo la certeza que lo sé, cuando digo en alta voz mi vieja estrofa,
«Ahora libre de pecado camino en libertad,
La sangre de mi Salvador es mi exoneración total;
A Sus pies amados contento me siento,
Un pecador salvado, homenaje yo rindo.»
Hay momentos en los que los ojos brillan llenos de gozo; y en los que podemos decir, «estamos persuadidos, confiados, seguros.» Yo no quisiera angustiar a nadie que tenga dudas. A menudo prevalecerán pensamientos sombríos; hay ocasiones en las que ustedes podrían tener el temor de no haber sido llamados; cuando tienen dudas de su interés en Cristo. ¡Ah, cuán grande misericordia es que no sea su asimiento de Cristo el que los salve, sino el que Cristo los sostenga a ustedes! Cuán dulce realidad es que no depende de cómo se aferran a Su mano, sino de cómo Él se aferra a la mano de ustedes, lo que los salva. Sin embargo, yo creo que ustedes deben saber en un momento u otro, si son llamados por Dios. Si es así, me seguirán en la parte siguiente de mi sermón, que es un asunto de pura experiencia; para nosotros que somos salvos, es «Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.»
El Evangelio es para el verdadero creyente una cosa de poder. Es Cristo el poder de Dios. Ay, hay un poder en el Evangelio de Dios que está más allá de toda descripción. Una vez yo, como Mazepa, atado sobre el caballo salvaje de mi lujuria, atado de pies y manos, incapaz de resistir, iba galopando perseguido por los lobos del infierno, que aullaban tras mi cuerpo y mi alma, como su presa justa y legal. Pero vino una poderosa mano que detuvo al caballo salvaje, cortó mis ataduras, me bajó y me condujo a la libertad. ¿Hay poder allí, amigo mío? Ay, hay poder, y quien lo haya sentido debe reconocerlo.
Hubo un tiempo en el que yo vivía en el impenetrable castillo de mis pecados, y confiaba en mis obras. Pero vino un pregonero a la puerta, y me ordenó que la abriera. Lleno de ira lo reprendí desde el vestíbulo y le dije que nunca entraría. Vino luego un personaje bueno, con un rostro lleno de amor; Sus manos tenían las marcas de cicatrices producidas por clavos, y Sus pies también tenían marcas de clavos; levantó Su cruz, usándola como un martillo; al primer golpe, la puerta de mi prejuicio se sacudió; al segundo golpe, tembló más; al tercero, se derrumbó, y Él entró; y dijo: «Levántate, y ponte de pie, pues te he amado con amor eterno.» ¡Una cosa de poder! ¡Ah!, es una cosa de poder. ¡Yo la he sentido aquí, en este corazón! Tengo dentro de mí el testimonio del Espíritu, y sé que es una cosa de poder porque me ha conquistado; me ha doblegado.
«Únicamente Su gracia inmerecida, de principio a fin,
Ha ganado mi afecto, y ha sostenido firme mi alma.»
Para el cristiano, el Evangelio es un asunto de poder. ¿Qué es lo que hace que el joven se convierta en un misionero para la causa de Dios, que deje a su padre y su madre, y que se vaya a lejanas tierras? Es una cosa de poder la que lo logra: es el Evangelio. ¿Qué es lo que constriñe a aquel ministro, en medio de la peste del cólera, a subir esas rechinantes escaleras, para estar junto al lecho de alguna moribunda criatura atacada por esa espantosa enfermedad? Debe ser un elemento de poder el que lo guía a arriesgar su vida; es el amor por la cruz de Cristo el que le ordena hacerlo.
¿Qué es lo que habilita a un hombre para que se pare frente a una multitud de compañeros, tal vez sin que ellos lo esperen, con la determinación de no hablar de otra cosa sino de Cristo crucificado? ¿Qué es lo que le permite clamar: ¡Ea!, como el caballo de guerra de Job parecía decirlo en la batalla, moviéndose glorioso en poder? Es un elemento de poder el que lo hace: es Cristo crucificado. Y ¿qué es lo que da valor a esa tímida mujer para que camine por ese oscuro sendero en el atardecer lluvioso, para sentarse junto a la víctima de una fiebre contagiosa? ¿Qué es lo que la fortalece para atravesar esa guarida de ladrones, y pasar junto al libertino y al profano? ¿Qué es lo que la motiva para entrar en ese osario de muerte, y sentarse allí musitando palabras de consuelo? ¿Acaso ella va allí por el oro? Son demasiado pobres para que le puedan dar oro. ¿Acaso ella va allí buscando la fama? Ella nunca será conocida, ni participará en las crónicas de las mujeres poderosas de esta tierra. ¿Qué es lo que la motiva a hacerlo? ¿Acaso es su amor al mérito? No; ella sabe que no tiene ningún merecimiento ante el alto cielo. ¿Qué es lo que la impulsa a hacerlo? Es el poder del Evangelio en su corazón; es la cruz de Cristo; ella la ama, y por tanto dice:
«Si todo el reino de la naturaleza fuese mío
Eso sería un regalo demasiado pequeño;
Amor tan sorprendente, tan divino,
Es lo que requiere mi alma, mi vida, mi todo.»
Pero yo contemplo otra escena. Un mártir es llevado rápidamente a la hoguera; los verdugos están a su alrededor; la turba se burla, pero él marcha hacia delante con firmeza. Vean, lo atan a la hoguera poniendo una cadena en su cintura; apilan leños a su alrededor; una flama es encendida; escuchen sus palabras; «Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre.» Las llamas están ardiendo alrededor de sus piernas; el fuego lo está quemando hasta los huesos; mírenlo cómo levanta sus manos mientras dice: «yo sé que mi Redentor vive, y aunque el fuego devore mi cuerpo, en mi carne he de ver a Dios.» Véanlo cómo se aferra a la hoguera, y la besa como si la amara, y escúchenle decir: «por cada cadena de hierro con la que el hombre me ciña, Dios me dará una cadena de oro; por todos estos leños y esta ignominia y vergüenza, Él incrementará el peso de mi eterna gloria.» Miren, todas las partes inferiores de su cuerpo han sido consumidas; todavía vive la tortura; al fin se dobla y la parte superior de su cuerpo se desploma; y al caer le escuchas decir: «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Señores, ¿qué magia sorprendente había en él? ¿Qué fue lo que fortaleció a ese hombre? ¿Qué le ayudó a soportar esa crueldad? ¿Qué le hizo permanecer inconmovible en medio de las llamas? Fue el elemento de poder; fue la cruz de Jesús crucificado. Pues «para los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios.»
Pero contemplen otra escena completamente diferente. Allí no encontramos una multitud; es una habitación silenciosa. Encontramos un pobre jergón, una cama solitaria: un médico la acompaña. Allí está una jovencita; su rostro está pálido por la tisis; desde hace tiempo el gusano ha carcomido su mejilla, y aunque algunas veces regresa su rubor, es más bien el rubor de muerte del destructor engañoso. Allí yace, pálida y débil, descolorida, desgastada, moribunda: sin embargo, vean una sonrisa en su rostro, como si hubiese visto un ángel. Habla, y hay música en su voz. La Juana de Arco de la historia no era ni la mitad de poderosa como esa muchacha. Ella lucha con dragones en su lecho de muerte; pero miren su serenidad, y oigan su soneto agonizante:
«¡Jesús!, amante de mi alma,
Déjame apresurarme a tu pecho,
Mientras revientan junto a mí las olas,
¡Mientras la tempestad se crece!¡Escóndeme, oh mi Salvador! ¡Escóndeme
Hasta que pase la tormenta de la vida!
Guíame con seguridad al puerto seguro;
¡Oh, recibe, al final, mi alma!
Y con una sonrisa cierra sus ojos en la tierra, para abrirlos en el cielo. ¿Qué es lo que le permite morir de esa manera? Es el poder de Dios para salvación; es la cruz; es Jesús crucificado.
Tengo muy poco tiempo para reflexionar sobre el último punto, y lejos de mí está el querer cansarlos con un sermón largo y prosaico, pero debemos dar un vistazo a la otra afirmación: Cristo es, para los llamados, sabiduría de Dios, así como poder de Dios. Para un creyente, el Evangelio es la perfección de la sabiduría, y si no lo considera así el impío, es debido a la perversión del juicio a consecuencia de su depravación.
Una idea ha poseído durante largo tiempo a la mente pública, y es que un hombre religioso difícilmente puede ser un hombre sabio. La costumbre ha sido hablar de los infieles, de los ateos y de los deístas como hombres de pensamiento profundo y vasto intelecto; y temblar por el polemista cristiano, como si fuera a caer con certeza a manos de su enemigo. Mas esto es puramente un error; pues el Evangelio es la suma de la sabiduría; el epítome del conocimiento; una tesorería de la verdad; y una revelación de secretos misterios. En él vemos cómo la justicia y la misericordia pueden casarse; aquí vemos a la ley inexorable enteramente satisfecha, y al amor soberano cargando al pecador en triunfo. Nuestra meditación sobre él engrandece la mente; y en la medida que se abre a nuestra alma en destellos sucesivos de gloria, nos quedamos atónitos ante la profunda sabiduría manifiesta en él.
¡Ah, queridos amigos! Si buscan sabiduría, la verán desplegada en toda su grandeza, no en el balanceo de las nubes, ni en la firmeza de los cimientos de la tierra; no en la marcha mesurada de los ejércitos del firmamento, ni en el movimiento perpetuo de las olas del mar; no en la vegetación con todas sus hermosas formas de belleza; ni tampoco en el animal con su maravilloso tejido de nervio, y vena, y músculo: ni en el hombre, esa última y más elevada obra del Creador. ¡Pero vuelvan su vista y vean este grandioso espectáculo! Un Dios encarnado sobre la cruz; un sustituto expiando la culpa mortal; un sacrificio satisfaciendo la venganza del cielo; liberando al pecador rebelde.
Aquí hay sabiduría esencial; entronizada, coronada, glorificada. Admiren esto, ustedes hombres de la tierra, y no sean ciegos: y ustedes, que se glorían de sus conocimientos, inclinen sus cabezas en señal de reverencia, y reconozcan que toda su habilidad no pudo haber concebido un Evangelio a la vez justo para Dios y seguro para el hombre.
Amigos míos, recuerden que a la vez que el Evangelio es en sí mismo sabiduría, también confiere sabiduría a sus estudiantes; enseña a los jóvenes sabiduría y discreción, y da entendimiento al simple. Un hombre que sea un admirador creyente y un amante sincero de la verdad, como lo es en Jesús, está en un lugar correcto para seguir con beneficio cualquier otra rama de la ciencia. Yo confieso que poseo en mi cabeza ahora un estante para cada cosa. Sé dónde poner cualquier cosa que leo; sé dónde almacenar cualquier cosa que aprendo. Antes, cuando leía libros, ponía todo mi conocimiento aglomerado en una gloriosa confusión; pero desde que conocí a Cristo, he puesto a Cristo en el centro como mi sol, y cada ciencia gira alrededor de Él como un planeta, en tanto que las ciencias menores son satélites de esos planetas. Cristo es para mí la sabiduría de Dios. Ahora puedo aprender de todo. La ciencia de Cristo crucificado es la más excelente de las ciencias; es para mí la sabiduría de Dios.
¡Oh, joven amigo, construye tu estudio en el Calvario! Levanta allí tu observatorio, y mediante la fe escudriña las cosas elevadas de la naturaleza. Toma una celda de ermitaño en el huerto de Getsemaní, y lava tu rostro en las aguas de Siloé. Adopta a la Biblia como tu clásico estándar; que sea tu última apelación en materia de disputas. Que su luz sea tu iluminación, y entonces te convertirás en alguien más sabio que Platón; más erudito que los siete sabios de la antigüedad.
Y ahora, mis queridos amigos, solemnemente y de todo corazón, como ante los ojos de Dios, yo apelo a ustedes. Están congregados aquí el día de hoy, yo sé, por diferentes motivos; algunos han venido por curiosidad; otros son mis oyentes regulares; algunos han venido desde un lugar y otros de otro. ¿Qué me han oído decir el día de hoy? Les he hablado de dos clases de personas que rechazan a Cristo; el devoto fanático que posee una religión formal y nada más; y el hombre del mundo, que llama a nuestro Evangelio una locura.
Ahora, pon tu mano en tu corazón y pregúntate esta mañana: «¿Soy yo uno de éstos?» Si lo eres, entonces camina por la tierra con todo tu orgullo; entonces, vete por donde viniste; pero debes saber que por todo esto, el Señor te llevará a juicio; debes saber que tus gozos y delicias se desvanecerán como un sueño, «y, como la infundada trama de una visión,» será barrida para siempre. Debes saber esto, oh hombre, que un día en los salones de Satanás, abajo en el infierno, tal vez te vea entre los miles de espíritus que dan vueltas por siempre en un círculo perpetuo con sus manos en sus corazones. Si tu mano es transparente, y tu carne es transparente, voy a mirar a través de tu mano y de tu carne, y voy a ver a tu corazón. Y, ¿cómo lo veré? ¡Colocado en un estuche de fuego; un estuche de fuego! Y allí darás vueltas para siempre, con el gusano que roe tu corazón por dentro, que nunca morirá; un estuche de fuego aprisionando tu corazón que nunca muere, que siempre es torturado. ¡Buen Dios!, no permitas que estos hombres todavía rechacen y desprecien a Cristo; permite que este sea el momento en que sean llamados.
Para el resto de ustedes que son llamados, no necesito decir nada. Entre más vivan, encontrarán que el Evangelio es cada vez más poderoso; entre más profundamente sean enseñados por Cristo, entre más vivan bajo la constante influencia del Espíritu Santo, más reconocerán que el Evangelio es una cosa de poder, y más entenderán que es una cosa de sabiduría. ¡Que toda bendición descanse en ustedes; y que Dios esté con nosotros siempre!
«Que los hombres y los ángeles caven las minas
Donde brilla el dorado tesoro de la naturaleza;
Colocado cerca de la doctrina de la cruz,
Todo el oro de la naturaleza parece como escoria.Si viles blasfemos con desdén
Declaran las verdades de Jesús vanas
Enfrentaremos el escándalo y la vergüenza
Y cantaremos con triunfo en Su nombre.»