Confesión de Pecado

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Mi sermón de esta mañana se apoyará en siete textos, y, sin embargo, me atrevería a decir que no habrá ni tres palabras diferentes en la totalidad de ellos, pues sucede que los siete textos son todos semejantes, a pesar de que se encuentran en siete diferentes porciones de la santa Palabra de Dios. Sin embargo, necesito utilizarlos a todos para ejemplificar diferentes casos. Debo pedirles a los que trajeron sus Biblias que se refieran a los textos conforme los vaya mencionando.

El tema del sermón de esta mañana será: LA CONFESIÓN DEL PECADO. Nosotros sabemos que esto es absolutamente necesario para la salvación. A menos que haya una verdadera confesión de corazón a Dios de nuestro pecado, no tenemos ninguna promesa de que encontraremos misericordia por medio de la sangre del Redentor. «Mas el que confiesa (los pecados) y se aparta (de ellos) alcanzará misericordia.» Pero no hay ninguna promesa en la Biblia para el hombre que no confiese sus pecados.

Sin embargo, como sucede con cada punto de la Escritura, hay un riesgo de que estemos engañados, y muy especialmente en el tema de la confesión del pecado. Hay muchos que hacen una confesión, y una confesión delante de Dios, pero, a pesar de ello, no reciben ninguna bendición, porque su confesión no contiene ciertas señales que son requeridas por Dios como demostración de que son genuinas y sinceras y que prueban que se trata de la obra del Espíritu Santo.

En esta mañana mi texto consta de dos palabras, «He pecado». En unos casos de tres, «Yo he pecado». Y ustedes verán cómo estas palabras, en labios de diferentes hombres, indican sentimientos muy diferentes. Mientras que uno dice «he pecado», y recibe el perdón, otro que analizaremos dice: «he pecado» y prosigue su camino para ennegrecerse con peores crímenes que antes, y sumergirse en mayores profundidades de pecado que hasta ese punto hubiere experimentado.

 

El Pecador Endurecido
 

Faraón: «He pecado». Éxodo 9: 27.

I.El primer caso que voy a presentar ante ustedes es el del PECADOR ENDURECIDO, que cuando está bajo el terror dice: «he pecado». Y podrán encontrar el texto en el libro de Éxodo, en el capítulo 9 y versículo 27: «Entonces Faraón envió a llamar a Moisés y a Aarón, y les dijo: He pecado esta vez; Jehová es justo, y yo y mi pueblo impíos.»

Pero, ¿por qué se dio esta confesión de labios del tirano altivo? El Faraón no acostumbraba humillarse delante de Jehová. ¿Por qué se inclina el orgulloso? Ustedes podrán juzgar sobre el valor de su confesión cuando oigan las circunstancias bajo las cuales fue hecha.

«Y Moisés extendió su vara hacia el cielo, y Jehová hizo tronar y granizar, y el fuego se descargó sobre la tierra; y Jehová hizo llover granizo sobre la tierra de Egipto. Hubo, pues, granizo, y fuego mezclado con el granizo, tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fue habitada.»

«Ahora» -dice Faraón, cuando el trueno está retumbando a lo largo del cielo, y los relámpagos están prendiendo fuego al propio suelo, y el granizo está cayendo en grandes trozos de hielo, ahora, dice él: «he pecado». Faraón no es sino un tipo y un espécimen de multitudes de personas de la misma clase.

Cuántos rebeldes empedernidos a bordo de un barco, -cuando los maderos se ven forzados y crujen, cuando el mástil está roto, y el barco es arrastrado por la corriente y azotado por el temporal, cuando las hambrientas olas abren sus fauces para tragarse al barco entero y a los tripulantes vivos, como son tragados los que descienden al Seol- cuántos marineros empedernidos han doblado su rodilla, y con lágrimas en sus ojos han clamado: «¡he pecado!»

Pero, ¿de qué provecho y de qué valor fue su confesión? El arrepentimiento que nació en la tormenta murió en la calma; ese arrepentimiento que fue engendrado en medio de los truenos y de los rayos, feneció tan pronto todo fue acallado en la quietud, y el hombre que era un pío marinero cuando se encontraba a bordo del barco, se convirtió en el más malvado y abominable de los marinos cuando puso su pie sobre terra firma(en tierra firme).

¿Cuán a menudo, también, no hemos visto esto en una tormenta de truenos y relámpagos? Las mejillas de muchos empalidecen cuando oyen el retumbo de los truenos. Cuando las vigas de sus casas están temblando, y el propio suelo a sus pies está vacilando ante la voz de Dios llena de majestad, las lágrimas brotan de sus ojos y claman: «¡oh Dios, he pecado! ¡Pero ay, por ese arrepentimiento! Cuando el sol brilla de nuevo, y las nubes negras se disipan, el pecado viene de nuevo sobre el hombre, y él se torna peor que antes.

¡Cuántas confesiones del mismo tipo, también, hemos visto en los tiempos del cólera, y de la fiebre y de la pestilencia! Entonces nuestras iglesias se han visto atiborradas de oyentes, que, debido a que tantos funerales han traspasado por sus puertas, o debido a que tantos han fallecido en las calles, no podían dejar de subir a la casa de Dios para confesar sus pecados. Y por causa de esa visitación, cuando una, dos, o tres personas han muerto en la propia casa, o en la casa vecina, ¡cuántos han pensado que realmente se volverían a Dios! Pero, ¡ay!, cuando la pestilencia hubo cumplido su tarea, la convicción cesó; y cuando la campana hubo tañido por última vez por una muerte causada por el cólera, entonces sus corazones cesaron de latir con penitencia, y sus lágrimas dejaron de brotar.

¿Cuento en esta mañana con algunas personas de esas? No dudo que cuente con personas empedernidas que escarnecerían a la propia de religión, que me considerarían un farsante y un hipócrita si me esforzara por convencerlos de la religión, pero que saben muy bien que la religión es verdadera, ¡y que lo sienten en sus momentos de terror! Si hay aquí esta mañana algunas personas de esas, permítanme decirles solemnemente: «señores, ustedes han olvidado los sentimientos que experimentaron en sus horas de alarma; pero, recuerden, Dios no ha olvidado los votos que hicieron entonces.»

Marinero, tú dijiste que si Dios te daba vida para ver otra vez la tierra firme, serías Su siervo; no lo eres; has mentido contra Dios; le has hecho una falsa promesa, pues nunca has cumplido el voto que tus labios expresaron.

Tú dijiste, sobre el lecho de enfermo, que si Dios te daba la vida, no pecarías nunca más como lo hiciste antes; pero aquí estás, y tus pecados de esta semana hablarán por ellos mismos. No eres nada mejor de lo que eras antes de tu enfermedad. ¿Acaso podrías mentir a tu semejante y quedar sin censura? ¿Y piensas tú que vas a mentir contra Dios y quedar sin castigo? No; el voto, aunque haya sido hecho imprudentemente, es registrado en el cielo; y aunque sea un voto que el hombre no pueda cumplir, sin embargo, como es un voto que él mismo ha hecho, y que además, lo ha hecho voluntariamente, será castigado por su falta de cumplimiento; y Dios ejecutará venganza en contra de él al final, porque dijo que se volvería de sus caminos, y luego, cuando la desgracia hubo concluido, no lo cumplió.

Un gran clamor se ha elevado recientemente en contra de los permisos de salida de los reos; no tengo ninguna duda que hay algunos hombres aquí que delante del alto cielo están en la misma posición que los reos con permiso de salida están en relación a nuestro gobierno. Estaban a punto de morir, según pensaban; prometieron portarse bien si se les podía perdonar, y están hoy aquí con permiso de salida en este mundo: ¿y cómo han cumplido su promesa? La justicia podría alzar el mismo clamor contra ellos como lo alzan las personas en contra de los ladrones que son dejados en libertad tan constantemente en medio de nosotros.

El ángel vengador podría decir: «oh Dios, estos hombres dijeron que si se les perdonaba serían mucho mejores; pero solamente son peores. ¡Cómo han violado su promesa, y cómo han atraído la ira divina sobre sus cabezas!

Este es el primer estilo de penitencia; y es un estilo que yo espero que nadie imite, pues es completamente inútil. De nada les sirve decir: «he pecado», simplemente bajo la influencia del terror, para luego olvidarlo posteriormente.

El Hombre de Doble Ánimo
Balaam: «He pecado». Números 22: 34.

II. Ahora vamos con un segundo texto.

Les voy a presentar otro carácter: el hombre de doble ánimo, que dice: «he pecado», y siente que ha pecado, y lo siente incluso profundamente, pero que es de mente tan mundana, que «ama el premio de la maldad». El personaje que he elegido para ilustrar esto, es Balaam. Vayan al libro de Números, al capítulo 22 y versículo 34: «Entonces Balaam dijo al ángel de Jehová: He pecado.»

«He pecado», dijo Balaam; sin embargo, prosiguió después con su pecado. Uno de los caracteres más extraños del mundo entero es Balaam. A menudo me he maravillado ante ese hombre; él pareciera encarnar realmente, en otro sentido, los versos de Ralph Erskine:

«Al bien y al mal igualmente inclinado,
Y a la vez un diablo y un santo.»

Pues realmente parecía ser ambas cosas. En algunos momentos, nadie podía hablar más elocuentemente y más verazmente, y en otros momentos Balaam exhibía la más ruin y sórdida avaricia que pudiera deshonrar a la naturaleza humana.

Imagínense que están viendo a Balaam: está parado en la cumbre del cerro, y allí están las multitudes de Israel a sus pies; se le pide que los maldiga, y clama: «¿Por qué maldeciré yo al que Dios no maldijo?» Y cuando Dios abre los ojos de Balaam, comienza a hablar incluso de la venida de Cristo, y dice: «Lo veré, mas no ahora; lo miraré, mas no de cerca.» Y luego concluye su disertación diciendo: «Muera yo la muerte de los rectos, y mi postrimería sea como la suya.»

Y ustedes dirían de ese hombre que es un carácter esperanzador. Esperen a que baje de la cima del monte, y le oirán dar el más diabólico consejo al rey de Moab, un consejo que era posible que el propio Satanás lo sugiriera. Balaam le dijo al rey: «no podrías vencer a este pueblo en la batalla, pues Dios está con ellos; intenta alejarlos de su Dios.» Y ustedes saben cómo los habitantes de Moab, con lascivias desvergonzadas trataron de alejar a los hijos de Israel de la lealtad a Jehová. De tal forma que este hombre parecía tener la voz de un ángel en un momento, y, sin embargo, la propia alma de un diablo en sus entrañas. Él era un personaje terrible; él era un hombre de dos propósitos, un hombre que iba en gran medida hasta el fin siguiendo dos propósitos.

Yo sé que la Escritura dice: «Ninguno puede servir a dos señores». Ahora, esto es malentendido con frecuencia. Algunos lo leen: «Ninguno puede servir a dos señores.» Sí puede; puede servir a tres o a cuatro. La manera de leerlo es esta: «Ninguno puede servir a dos señores.» Ambos no pueden ser señores. Puede servir a dos, pero ambos no pueden ser su señor. Un hombre puede servir a dos que no sean sus señores, o podría servir hasta veinte; él podría vivir para veinte propósitos diferentes, pero no puede vivir para más de un propósito rector, pues sólo puede haber un propósito rector en su alma.

Pero Balaam se esforzaba por servir a dos señores; era como la gente de la que se decía: «Temían a Jehová, y honraban a sus dioses.» O como Rufus, que era una hogaza de pan de la misma levadura; pues ustedes saben que nuestro antiguo rey Rufus pintó a Dios de un lado de su escudo, y al diablo del otro, y abajo escribió el lema: «disponible para los dos; sigo al que pueda.»

Hay muchas personas de ese estilo que están listas para ambos. Cuando se encuentran con un ministro, cuán píos y santos son; el día domingo esas personas son la gente más respetable e íntegra del mundo, según pensarías; en verdad, hasta afectan un amaneramiento al hablar, afectación que consideran eminentemente religiosa. Pero en los días de semana, si quisieras encontrar a los mayores pillos y tramposos, son precisamente algunos de esos hombres que son tan mojigatos en su piedad.

Ahora, tengan la seguridad, mis queridos lectores, que ninguna confesión de pecado puede ser genuina a menos que sea hecha de todo corazón. De nada sirve decir: «he pecado», y luego seguir pecando. «He pecado», dices tú, y muestras un rostro sereno, muy sereno; pero, ¡ay!, ¡ay!, por ese pecado que cometerás cuando te alejes. Algunos hombres parecieran haber nacido con dos temperamentos.

Cuando estaba en la biblioteca de Trinity College, Cambridge, observé una hermosa estatua de Lord Byron. El bibliotecario me dijo: «párese aquí, señor». Miré, y dije. «¡qué hermoso rostro intelectual! ¡Qué gran genio era!» «Pase por aquí» -me dijo- «al otro lado». «¡Ah, qué demonio! Allí está el hombre que desafió a la Deidad.» Parecía tener tan mal cariz y tan terrible mirada en su rostro que semejaban la pintura que Milton hizo de Satanás cuando dijo: «mejor reinar en el infierno que servir en el cielo.» Yo me alejé y le dije al bibliotecario: «¿crees que el artista diseñó esto?» «Sí» -respondió- «deseaba pintar los dos caracteres: el grande, grandioso, el casi sobrehumano genio que poseía, y también la enorme masa de pecado que albergaba en su alma.»

Hay algunos hombres de ese mismo tipo. Me atrevo a decir que, como Balaam, quisieran demolerlo todo usando como argumento sus encantos; podrían obrar milagros; y, sin embargo, al mismo tiempo, hay algo en ellos que revela un hórrido carácter de pecado, tan grande como el que parecería ser su carácter por la justicia.

Balaam, ustedes saben, ofreció sacrificios a Dios sobre el altar de Baal: ese era justamente el tipo de su carácter. Muchos lo hacen; ofrecen sacrificios a Dios en el santuario de Mamón; y aunque dan para la construcción de una iglesia, y distribuyen a los pobres, en la puerta contigua de su despacho trituran al pobre por pan y exprimen la propia sangre de la viuda, para poder enriquecerse. ¡Ah!, es inútil y vano que digas: «he pecado» a menos que quieras decirlo de todo corazón. Esa confesión del hombre de doble ánimo no sirve de nada.

El Hombre Insincero
SAÚL: «He pecado». 1 Samuel 15: 24.

III. Ahora un tercer carácter y un tercer texto. Lo encontramos en el primer libro de Samuel, en el capítulo 15 y versículo 24: «Yo he pecado».

Aquí tenemos a un hombre insincero: el hombre que no es como Balaam, sincero hasta cierto punto en dos propósitos; sino el hombre que es exactamente lo contrario: que no tiene un punto prominente en su carácter del todo, sino que es moldeado permanentemente por las circunstancias que atraviesan sobre su cabeza.

Saúl era un hombre así. Samuel lo reprendió y él dijo: «Yo he pecado». Pero no quiso decir lo que dijo, pues si leen el versículo completo lo encontrarán diciendo: «Yo he pecado; pues he quebrantado el mandamiento de Jehová y tus palabras, porque temí al pueblo y consentí a la voz de ellos«, lo cual era una excusa mentirosa.

Saúl nunca le temió a nadie; siempre estaba muy listo para hacer su propia voluntad: él era un déspota. Y justo antes había aducido otra excusa: que había salvado los novillos y las ovejas para ofrecerlos a Jehová, y por tanto, ambas excusas no podían haber sido verdaderas.

Ustedes recuerdan, amigos míos, que la característica más prominente del carácter de Saúl era su insinceridad. Un día sacó a David de su cama, -como él pensaba- para matarlo en su casa. En otro momento declara: «Vuélvete, hijo mío David, que ningún mal te haré más.» Un día, debido a que David le salvó su vida, Saúl dijo: «Más justo eres tú que yo; no te perseguiré más», y eso lo dijo el día antes de salir a luchar contra su propio yerno, para matarlo. Algunas veces Saúl estaba en medio de los profetas, fácilmente convertido en profeta, y luego, posteriormente, entre las adivinas; algunas veces estaba en un lugar, y luego estaba en otro lugar, siendo insincero en todo.

Cuántas de esas personas tenemos en cada asamblea cristiana; ¡hombres que son fácilmente moldeables! Siempre están de acuerdo contigo sin importar lo que les digas. Tienen disposiciones afectuosas, y muy probablemente una tierna conciencia; pero entonces la conciencia es tan notablemente tierna que cuando se toca, cede, y temes explorar más profundamente: sana tan pronto es herida.

Debo usar ahora una comparación muy singular que usé alguna vez anteriormente: hay algunos hombres que parecieran tener corazones de caucho. Si simplemente los tocas, queda una seña al instante; pero no sirve de nada, pues se restaura a su forma original. Podrías presionarlos lo que quisieras y son tan elásticos que siempre puedes lograr tu propósito; mas, sin embargo, no tienen un carácter fijo, y pronto vuelven a ser lo que eran antes.

Oh, señores, demasiados de ustedes han hecho lo mismo; han inclinado sus cabezas en la iglesia, y han dicho: «Hemos errado y nos hemos extraviado de tus caminos»; pero no tenían la intención de decir lo que dijeron. Te has acercado a tu ministro; has dicho: «me arrepiento de mis pecados»; pero no sentías que eras pecador; sólo lo dijiste para agradar al ministro. Y ahora asistes a la casa de Dios; nadie es más impresionable que tú; las lágrimas ruedan por tus mejillas en un momento, mas sin embargo, a pesar de todo ello, las lágrimas se secan tan rápidamente como brotaron, y tú permaneces para todos los fines y propósitos, siendo el mismo que eras antes. Decir «yo he pecado» de una manera artificial, es algo peor que inútil, pues es una burla en contra de Dios confesar así con insinceridad de corazón.

He sido breve en mis comentarios sobre este carácter; pues parecería que está relacionado al de Balaam; aunque cualquier ser pensante vería de inmediato que hay un contraste real entre Saúl y Balaam, a pesar de que hay una afinidad entre ambos. Balaam fue el gran hombre malo, grande en todo lo que hizo; Saúl fue pequeño en todo, excepto en la estatura: pequeño en su bien y pequeño en su vicio; y era demasiado necio para ser desesperadamente malo, aunque demasiado perverso para ser bueno en algún momento: mientras que Balaam fue grande en ambos sentidos: fue un hombre que en un momento pudo desafiar a Jehová, y, sin embargo, en otro momento, pudo decir: «Aunque Balac me diese su casa llena de plata y oro, no puedo traspasar la palabra de Jehová mi Dios para hacer cosa chica ni grande.»

El Penitente Dudoso
ACAN: «Yo he pecado». Josué 7: 20.

IV. Y ahora tengo que presentarles un caso muy interesante; es el caso del penitente dudoso, el caso de Acán, en el libro de Josué, en su capítulo 7, y versículo 20: «Y Acán respondió a Josué diciendo: verdaderamente yo he pecado.»

Ustedes saben que Acán robó una parte de los despojos de la ciudad de Jericó, hecho que fue descubierto por suertes, y fue condenado a muerte. He escogido este caso como representativo de algunas personas cuyo carácter es ambiguo en su lecho de muerte; personas que se arrepienten aparentemente, pero de quienes lo más que podemos decir es que esperamos que sus almas sean salvas al fin, aunque en verdad no lo sepamos.

Acán, -ustedes están conscientes de ello-, fue apedreado por contaminar a Israel. Pero yo encuentro en la Misná, una antigua exposición judía de la Biblia, estas palabras: «Josué dijo a Acán, el Señor te turbará en este día.» Y la nota acerca del texto es: «dijo en este día, implicando que iba a ser turbado únicamente en esta vida, al ser lapidado hasta morir, pero que Dios tendría misericordia de su alma, en vista de que hizo una plena confesión de su pecado.» Y yo también, al leer este capítulo, estoy inclinado a coincidir con la idea de mi venerable y ahora glorificado predecesor, el doctor Gill, en la creencia que Acán realmente fue salvo, aunque, como un ejemplo, fue castigado con la muerte por el crimen. Pues ustedes pueden observar cuán amablemente habló Josué a Acán. Él le dijo: «Hijo mío, da gloria a Jehová el Dios de Israel, y dale alabanza, y declárame ahora lo que has hecho; no me lo encubras.» Y descubrimos a Acán haciendo una muy plena confesión. Él confiesa: «Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel, y así y así he hecho. Pues vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé; y he aquí que está escondido bajo tierra en medio de mi tienda, y el dinero debajo de ello.» Parece una confesión tan plena, que si se me permitiera juzgar, yo diría: «espero conocer a Acán el pecador delante del trono de Dios.»

Pero encuentro que Matthew Henry no comparte esa opinión; y muchos otros expositores consideran que de la misma manera que su cuerpo fue destruido, también lo fue su alma. Por tanto, he seleccionado su caso como representativo de un dudoso arrepentimiento.

¡Ah!, queridos amigos, me ha tocado en suerte estar junto a muchos lechos de muerte, y ver muchos arrepentimientos como este; he visto al hombre, cuando ha sido reducido a un esqueleto, sostenido por las almohadas en su cama; y ha dicho, cuando le he hablado del juicio venidero: «señor, siento que he sido culpable, pero Cristo es bueno; yo confío en Él.» Y yo he dicho dentro de mí: «yo creo que el alma de ese hombre es salva.» Pero siempre me he alejado con la melancólica reflexión que no recibí pruebas de ello, más allá de sus palabras; pues se requiere de pruebas en actos y en vida futura, para poder sostener una firme convicción sobre la salvación de un hombre.

Ustedes saben ese importante hecho, que un médico guardó una vez un registro de mil personas que creían que se estaban muriendo, y que él creía que eran penitentes; él escribió sus nombres en un libro como personas que, si hubiesen muerto, habrían ido al cielo; esas personas no murieron, sino que vivieron; y él comenta que de las mil personas no hubo ni tres que fueran verdaderamente convertidas después, sino que regresaron otra vez a sus pecados y fueron tan malas como siempre.

¡Ah!, queridos amigos, yo espero que ninguno de ustedes tenga un arrepentimiento en su lecho de muerto como aquellos; yo espero que su ministro o que sus padres no tengan que estar junto a su lecho, y luego se alejen y tengan que decir: «pobre individuo, yo espero que sea salvo. Pero, ¡ay!, los arrepentimientos a la hora de la muerte son cosas muy endebles; son bases tan pobres y tan triviales para la esperanza, que me temo que, después de todo, su alma esté perdida.»

¡Oh, morir con una plena certidumbre! ¡Oh, morir con una abundante prueba, dejando atrás un testimonio que hemos partido de esta vida en paz! Esa es una manera más feliz de morir que hacerlo de una manera dudosa, yaciendo enfermo, estando suspendido entre dos mundos sin que sepamos ni nosotros ni nuestros amigos a cuál de los dos mundos nos dirigimos. ¡Que Dios nos conceda gracia para que demos en nuestras vidas evidencias de verdadera conversión, para que nuestro caso no sea dudoso!

El Arrepentimiento de la Desesperación
JUDAS: «Yo he pecado». Mateo 27: 4.

V. No los detendré por largo tiempo, así confío, pero debo darles ahora otros caso malo; el peor de todos. Es el ARREPENTIMIENTO DE LA DESESPERACIÓN.

Vayan por favor al capítulo 27 y versículo 4 de Mateo. Allí encontrarán un terrible caso del arrepentimiento de la desesperación. Ustedes reconocerán al personaje en el instante de leer el versículo: «Diciendo: yo he pecado.» Sí, Judas, el traidor, que había traicionado a su Señor, cuando vio que su Señor era condenado, «devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. . . Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió. . .», ¿y qué pasó? «Y se ahorcó.»

Aquí tenemos el peor tipo de arrepentimiento de todos; de hecho, no sé si tenga justificación llamarlo arrepentimiento; debería ser llamado remordimiento de conciencia. Pero Judas, en efecto, confesó su pecado, y luego salió y fue y se ahorcó.

¡Oh!, esa horrenda, esa terrible, esa espantosa confesión de desesperación. ¿No la han visto nunca? Si nunca lo han hecho, entonces bendigan por no haber sido llamados nunca a ver ese espectáculo. Yo lo he visto una vez en mi vida, y le pido a Dios que no tenga que verlo de nuevo: el arrepentimiento del hombre que ve a la muerte mirándole en el rostro, y que dice: «yo he pecado». Tú le dices que Cristo ha muerto por los pecadores, pero él responde: «no hay esperanza para mí; yo he maldecido a Dios en Su cara; yo lo he desafiado; yo sé que mi día de gracia ya pasó; mi conciencia está asustada como un hierro candente; me estoy muriendo, ¡y yo sé que estaré perdido!

Un caso como ese sucedió hace mucho tiempo, ustedes saben, y está registrado -el caso de Francis Spira- el caso más terrible, tal vez, excepto el caso de Judas, que esté registrado en la memoria del hombre.

¡Oh!, mis lectores, ¿tendrá alguno de ustedes ese arrepentimiento? Si lo tuvieren, será como un faro para todas las personas que pequen en el futuro; si tienen un arrepentimiento como ese, será una advertencia para las generaciones venideras.

En la vida de Benjamín Keach -y él también fue uno de mis predecesores- encuentro el caso de un hombre que había sido un profesante de la religión, pero que se había apartado de la profesión, y había caído en terrible pecado. Cuando llegó la hora de su muerte, Keach, con muchos otros amigos, fue a verlo, pero no pudieron quedarse con él por más de cinco minutos cada uno; pues él decía: «vete; es inútil que vengas a mí; he pecado contra el Espíritu Santo, alejándolo; soy como Esaú, pues he vendido mi primogenitura, y aunque la busco cuidadosamente con lágrimas, no puedo encontrarla de nuevo.» Y luego repetía palabras terribles, como estas: «mi boca está llena de cascajos y bebo ajenjo día y noche. ¡No me digan nada de Cristo, no me digan nada de Cristo! Yo sé que Él es un Salvador, pero lo odio y Él me odia. ¡Yo sé que debo morir; yo sé que debo perecer!» Y luego se sucedían gritos lastimeros, y ruidos horrendos, que nadie podía tolerar. Ellos regresaban otra vez en sus plácidos momentos sólo para excitarlo una vez más y hacerlo gritar en su desesperación: «¡estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡No tiene caso que me digan algo al respecto!»

¡Ah!, pudiese haber un hombre aquí que llegue a tener una muerte como esa; permítanme advertirle, antes de que llegue a ella; y que Dios el Espíritu Santo conceda que ese hombre pueda ser vuelto a Dios, y hecho un verdadero penitente, y entonces no necesita tener más miedo; pues sus pecados han sido lavados en la sangre de un Salvador, y no necesita tener ningún remordimiento por sus pecados, pues le son perdonados por medio del Redentor.

El Arrepentimiento del Santo.
JOB: «Pequé». Job 7: 20.
(Versión 1909)

VI. Y ahora vengo a la plena luz del día. Los he estado llevando a lo largo de oscuras y funestas confesiones; no los detendré allí por más largo tiempo, sino que los llevaré a las dos buenas confesiones que les he leído.

La primera es la de Job en el capítulo 7, y en el versículo 20: «Pequé, ¿qué te haré, oh Guarda de los hombres?» Este es el arrepentimiento del santo.

Job era un santo, pero había pecado. Este es el arrepentimiento del hombre que ya es un hijo de Dios, que ha experimentado un aceptable arrepentimiento delante de Dios. Pero como tengo la intención de reflexionar sobre esto en el sermón de la noche, voy a dejar este tema, para no cansarlos.

David fue un espécimen de este tipo de arrepentimiento, y quisiera que estudiaran cuidadosamente sus salmos penitenciales, cuyo lenguaje está siempre lleno de humildad llorosa y sincera penitencia.

La Confesión Bendita
EL HIJO PRÓDIGO: «He pecado». Lucas 15: 18.

VII. Llego ahora al último caso, que voy a mencionar; es el caso del hijo pródigo. En Lucas 15: 18, encontramos que el hijo pródigo dice: «Padre, he pecado.» ¡Oh, aquí tenemos una bendita confesión! Aquí tenemos aquello que demuestra que un hombre es un carácter regenerado: «Padre, he pecado.» Permítanme pintar la escena.

Allí está el hijo pródigo; él ha huido de un buen hogar y de un padre amoroso, y ha consumido todo su dinero con rameras, y ahora no le queda nada. Acude a sus antiguos compañeros y les pide ayuda. Ellos se burlan de él hasta el escarnio. «Oh» -dice él- «ustedes han bebido mi vino por largo tiempo; siempre he sido el que paga todas sus francachelas; ¿acaso no me podrían ayudar?» «Lárgate de aquí», le dicen; y lo echan de sus casas. Él acude a todos sus amigos con quienes se ha asociado, pero ninguna le da nada.

Finalmente un cierto ciudadano de aquella tierra le dijo: «necesitas algo que hacer, ¿no es cierto? Pues bien, ve y apacienta mis cerdos.» El pobre hijo pródigo, el hijo de un rico terrateniente que poseía una gran fortuna, tiene que ir y apacentar cerdos; ¡y eso que él era judío! Alimentar cerdos era el peor empleo (según su parecer) que le podían asignar.

Véanlo allí, vestido de escuálidos harapos, alimentando a los cerdos; ¿cuál era su salario? Vamos, era tan poca cosa que él «deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.» Mírenlo, allí está, con sus compañeros plebeyos en la pocilga, con todo su cieno y su inmundicia. Súbitamente, un pensamiento puesto allí por el buen Espíritu, atraviesa su mente. «¿Cómo es posible», -pregunta- «que en la casa de mi padre haya abundancia de pan e inclusive hay en exceso, y yo aquí perezco de hambre? Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.»

Y se levantó y se fue. Mendiga en todo su camino de pueblo en pueblo. Algunas veces alguien lo lleva en su carruaje, tal vez, pero en otros momentos va caminando trabajosamente subiendo las áridas colinas y descendiendo a los desolados valles, completamente solo. Y ahora, por fin, llega a la colina ubicada fuera de la aldea, y ve la casa de su padre al pie de la misma. Allí está; el viejo álamo frente a la casa y allá están los promontorios alrededor de los cuales él y su hermano solían correr y jugar; y ante el espectáculo de la vieja casa solariega, todos los sentimientos y las asociaciones de su antigua vida se le vinieron de golpe, y las lágrimas rodaron por sus mejillas, y casi estaba a punto de salir huyendo otra vez. Dice. «me pregunto si mi padre ha muerto, y me atrevería a decir que a mi madre se le destrozó el corazón cuando me fui lejos; siempre fui su favorito. Y si alguno de ellos vive, no me querrá ver nunca; cerrarán la puerta en mi cara. ¿Qué he de hacer? No puedo regresar y tengo miedo de seguir adelante.»

Y mientras deliberaba de esta manera, su padre había estado paseándose por el techo de la casa, buscando a su hijo; y aunque el hijo pródigo no podía ver a su padre, su padre sí podía verle. Bien, el padre baja las escaleras tan rápido como puede, corre hacia él, y mientras está considerando huir de nuevo, los brazos de su padre rodean su cuello, y comienza a besarlo, como un padre amante, en verdad, y luego el hijo comienza a decir: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo,» e iba a agregar: «hazme como a uno de tus jornaleros.» Pero su padre tapó su boca con su mano. «No digas nada más», le dice; «Yo te perdono todo; no me dirás nada acerca de ser un jornalero; no aceptaré nada de eso. Ven conmigo», -le dice- «entra, pobre hijo pródigo. ¡Oíd!» -Les dice a sus siervos- «traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.»

¡Oh, qué preciosa recepción para uno de los peores pecadores! El buen Matthew Henry dice: «El padre lo vio, y los suyos eran ojos de misericordia; corrió a recibirlo, y las suyas eran piernas de misericordia; puso sus brazos alrededor de su cuello, y los suyos eran brazos de misericordia; lo besó, y fueron besos de misericordia; le dijo, y lo que dijo fueron palabras de misericordia: ‘Sacad el mejor vestido.’ Hubo hechos de misericordia, maravillas de misericordia, todo fue de misericordia. Oh, qué Dios de misericordia es Él.»

Ahora, hijo pródigo, haz tú lo mismo. ¿Lo ha puesto Dios en tu corazón? Hay muchos que han andado huyendo desde hace mucho tiempo. ¿Dios te dice: «regresa»? Oh, entonces yo te pido que regreses, pues ciertamente tan pronto como regreses, Él te recibirá. No ha habido todavía ningún pecador que haya venido a Cristo, que Cristo haya echado fuera. Si Él te echara fuera, tú serías el primero. ¡Oh, si simplemente le probaras!

«Ah, señor, yo soy tan negro, tan inmundo, tan vil.» Bien, ¿qué pasa contigo?, no eres más negro que el hijo pródigo. Ven a la casa de tu Padre, y tan ciertamente como Él es Dios, Él mantendrá Su palabra: «Al que a mí viene, no le echo fuera.»

¡Oh, si yo pudiese oír que algunos han venido a Cristo esta mañana, yo en verdad le bendeciría! Debo decir en este punto, para honra de Dios y de Cristo, una notable circunstancia, y luego habré concluido.

Ustedes recordarán que una mañana mencioné el caso de un infiel que había sido un escarnecedor y un burlador, pero que, por medio de la lectura de uno de mis sermones impresos, había sido traído a la casa de Dios y luego a los pies de Dios. Bien, el pasado día de Navidad, el mismo infiel juntó todos sus libros, y fue al mercado de Norwich, y allí hizo una retractación pública de todos sus errores, y una profesión de Cristo, y luego, tomando todos sus libros que él había escrito, y que guardaba en su casa, sobre temas impíos, los quemó a la vista del público. He bendecido a Dios por tal maravilla de gracia como esa, y oro para que haya muchos casos más de individuos, que, aunque hayan nacido como hijos pródigos, regresen todavía a casa diciendo: «he pecado».