Barrabás preferido a Jesús

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charles spurgeon 2

La costumbre de soltar a un prisionero en el día de la pascua, tenía sin duda el propósito de ser un acto de gracia de parte de las autoridades romanas para con los judíos, y por los judíos podría ser aceptado como un significativo cumplido con motivo de su pascua. Puesto que en esa fecha ellos mismos fueron sacados de la tierra de Egipto, podrían haber considerado que era sumamente conveniente que algún prisionero obtuviera su libertad.

Sin embargo, no había ninguna provisión para esto en la Escritura; no había sido ordenado por Dios, y, sin duda, debió haber tenido algún efecto pernicioso para la justicia pública, que la autoridad gobernante soltara a un criminal, sin tomar en cuenta sus crímenes o su arrepentimiento: lo dejaban en libertad en la sociedad simple y exclusivamente debido a que un cierto día debía ser celebrado de una manera peculiar.

Puesto que algún prisionero debía ser soltado en el día de la pascua, Pilato piensa que ahora tiene una oportunidad de permitir que el Salvador escape sin necesidad de comprometer en absoluto su reputación ante las autoridades de Roma. Pilato le pregunta al pueblo a cuál de los dos prefiere dar su libertad, a un notorio ladrón que se encontraba entonces bajo custodia, o al Salvador.

Es probable que Barrabás hubiera sido aborrecible para la turba hasta ese momento; y, sin embargo, a pesar de su anterior antipatía, la turba, instigada por los sacerdotes, olvida todas sus culpas, y lo prefiera a él en lugar del Salvador.

No podemos saber exactamente quién era Barrabás. Su nombre, como lo entenderán en un momento, aun si no tienen el menor conocimiento del hebreo, significa: «hijo de padre». «Bar» significa «hijo», como cuando Pedro es llamado Simón Barjoná, hijo de Jonás; y la otra parte de su nombre: «Abbas», significa «padre». «Abbas» es la palabra que nosotros usamos en nuestras aspiraciones filiales: «¡Abba, Padre!»

Entonces, Barrabás es el «hijo de su padre»; y algunas personas propensas al misticismo opinan que hay aquí una imputación de que era particular y especialmente un hijo de Satanás. Otros conjeturan que es un nombre de cariño, que le fue dado porque era el preferido de su padre, un niño mimado; el hijo de papá, como decimos; y estos escritores agregan que los niños mimados a menudo se vuelven imitadores de Barrabás, y son las personas más propensas a volverse dañinas para su país, y se convierten en aflicciones para sus padres, y maldiciones para todos los que las rodean. Si así fuera, tomando este caso en conexión con el caso de Absalón, y especialmente el de los hijos de Elí, es una advertencia para los padres para que no yerren prodigando una excesiva indulgencia a sus hijos.

Nos parece que Barrabás cometió por lo menos tres crímenes: fue encarcelado por homicidio, por sedición y por felonía, que constituían ciertamente una lamentable combinación de ofensas; muy bien podríamos sentir piedad por el progenitor de tal hijo.

Este infeliz es presentado y es puesto a competir contra Cristo. Se apela a la turba. Pilato cree que por causa del sentido de vergüenza, realmente sería imposible que prefirieran a Barrabás; pero ellos están tan sedientos de sangre en contra del Salvador, y están tan influenciados por los sacerdotes que, al unísono, -no pareciera que hubiera habido ni una sola voz que se opusiera, ni una mano que se alzara en contra- con una sorprendente unanimidad de maldad, ellos gritan: «No a éste, sino a Barrabás», aunque deben haber sabido, -pues él era un notable ofensor bien conocido-, que Barrabás era un asesino, un canalla y un traidor.

Este hecho es muy significativo. Hay más enseñanza en él de lo que a simple vista pudiéramos imaginar. ¿No tenemos aquí, antes que nada, en este acto de liberar al pecador y de apresar al inocente, una especie de tipo de esa grandiosa obra que es realizada por la muerte de nuestro Salvador? Ustedes y yo podríamos muy justamente pararnos al lado de Barrabás. Le hemos robado Su gloria a Dios; hemos sido sediciosos traidores contra el gobierno del cielo: si todo aquel que aborrece a su hermano es homicida, nosotros también hemos sido culpables de ese pecado. Aquí estamos delante del tribunal; el Príncipe de Vida está atado por causa nuestra y se nos permite que salgamos libres. Dios nos libera y nos absuelve, mientras que el Salvador, sin mancha ni pecado, ni siquiera la sombra de una falta, es conducido a la crucifixión.

Dos avecillas eran tomadas en el rito de limpieza de un leproso. Una avecilla era sacrificada, y su sangre era derramada en un vaso de barro; la otra avecilla era mojada en esta sangre, y luego, con sus alas todas enrojecidas, era dejada en libertad para que volara en el campo. La avecilla muerta retrata bien al Salvador, y cada alma que por fe ha sido sumergida en Su sangre, vuela a lo alto, hacia el cielo, cantando dulcemente en gozosa libertad, debiendo su vida y su libertad enteramente a Él, que fue inmolado.

Se reduce a esto: Barrabás debe morir o Cristo debe morir; tú, pecador, debes morir, o Cristo Emanuel, el Inmaculado, debe morir. Él muere para que nosotros seamos puestos en libertad.

¡Oh!, ¿tenemos todos nosotros una participación en esa salvación hoy? Y aunque hayamos sido ladrones, traidores y homicidas, ¿nos podemos regocijar porque Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley, habiendo sido hecho por nosotros maldición?

La transacción tiene todavía otra voz. Este episodio de la historia del Salvador muestra que a juicio del pueblo, Jesucristo era un mayor ofensor que Barrabás; y, por una sola vez puedo aventurarme a decir que la vox populi (la voz del pueblo), que en sí misma fue la más infame injusticia, -si se lee a la luz de la imputación de nuestros pecados a Cristo-, fue la vox Dei (la voz de Dios). Cuando Cristo estuvo cubierto con los pecados de Su pueblo, tuvo más pecados puestos sobre Él que los que descansaban sobre Barrabás. No hay pecado en Él; Él era completamente incapaz de convertirse en un pecador: santo, inocente y puro es Cristo Jesús, pero Él asume la carga entera de la culpa de Su pueblo sobre Sí mismo por imputación, y cuando Jehová lo mira, ve más culpa puesta sobre el Salvador que incluso la que está sobre este atroz pecador, Barrabás. Barrabás sale libre -inocente- en comparación con el tremendo peso que descansa sobre el Salvador. Piensen entonces, amados, cuán bajo se abatió su Dios y Señor para ser así contado con los inicuos. Watts lo ha expresado enérgicamente, pero me parece que no demasiado enérgicamente:

«Su honor y Su aliento
Ambos le fueron arrebatados,
En Su muerte fue unido a los malvados,
Y fue envilecido como ellos.»

Él era todo eso en la estima del pueblo y delante del tribunal de justicia, pues los pecados de toda la compañía de los fieles fueron cargados sobre Él. «Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.» Ningún corazón podría concebir cuánta habrá sido esa iniquidad, ni ninguna lengua podría decirlo. Mídanla por los dolores que soportó, y entonces, si pudieran adivinar cuáles fueron esos dolores, se podrían formar alguna idea de cuál habrá sido la culpa que lo abatió delante del tribunal de justicia por abajo del propio Barrabás. ¡Oh, cuánta condescendencia hay aquí! El justo muere por los injustos. Él lleva el pecado de muchos, y ora por los transgresores.

Además, me parece a mí que hay una tercera lección, antes de pasar a la parte del texto que quiero enfatizar. Nuestro Salvador sabía que Sus discípulos serían odiados por el mundo mucho más que los notorios pecadores de todas las épocas. Muy a menudo el mundo ha estado más dispuesto a tolerar a los homicidas, a los ladrones y a los borrachos que a los cristianos; y les ha correspondido a algunos de los mejores y más santos hombres ser tan calumniados y abusados, que sus nombres han sido eliminados como un sinónimo de depravación, escasamente dignos de escribirse en la misma lista con los criminales.

Ahora, Cristo ha santificado estos sufrimientos de Su pueblo de la calumnia de sus enemigos, soportando Él mismo precisamente esos sufrimientos, de tal manera que, hermanos míos, si ustedes o yo fuéramos acusados de crímenes que aborrecemos, y si nuestro corazón estuviera a punto de estallar bajo el peso de la acumulación del veneno de la calumnia, alcemos nuestras cabezas y sintamos que en todo esto contamos con un camarada que tiene verdadera comunión con nosotros, el Señor Jesucristo, que fue rechazado cuando Barrabás fue escogido.

No esperen un mejor tratamiento que su Señor. Recuerden que el discípulo no es más que su Maestro. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa? Y si prefieren el homicida a Cristo, podría no estar lejano el día en que preferirán incluso un asesino a ti.

Me parece que estas cosas yacen en la superficie; ahora llego a nuestro tema más inmediato. Primero, consideraremos al pecado según está en la historia evangélica; en segundo lugar, observaremos que este es el pecado del mundo entero; en tercer lugar, que nosotros mismos fuimos culpables de este pecado antes de nuestra conversión; y, en cuarto lugar, que, este es, así lo tememos, el pecado de muchísimas personas que están aquí presentes esta mañana: hablaremos con ellas y contenderemos, pidiendo que el Espíritu de Dios cambie sus corazones y los conduzca a aceptar al Salvador.

I. Entonces, podría ser útil pasar unos cuantos minutos CONSIDERANDO EL PECADO CONFORME LO ENCONTRAMOS EN ESTA HISTORIA.

Ellos prefirieron a Barrabás y no a Cristo. El pecado será visto más claramente, si recordamos que el Salvador no había hecho ningún mal. Él no había quebrantado ninguna ley de Dios o de hombre. Él podría haber utilizado en verdad las palabras de Samuel: «Aquí estoy: atestiguad contra mí delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, si he tomado el asno de alguno, si he calumniado a alguien, si he agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos con él; y os lo restituiré.»

Dentro de toda esa multitud reunida, no había ninguno que hubiera tenido la presunción de acusar al Salvador de haberle hecho algún daño. Lejos de eso, no podían sino reconocer que Él les había conferido grandes bendiciones temporales. Oh, multitud voraz, ¿acaso no te alimentó cuando estabas hambrienta? ¿Acaso no multiplicó los panes y los peces para ti? ¿No sanó a los leprosos con Su mano? ¿No echó fuera de los hijos y de las hijas de ustedes a los demonios? ¿No hizo andar a sus paralíticos? ¿No les dio vista a sus ciegos y no abrió los oídos de sus sordos? ¿Por cuáles de estas buenas obras conspiran para matarle?

En medio de esa muchedumbre congregada había algunos, sin duda, que le debían bendiciones inapreciables, y, sin embargo, aunque todos ellos eran Sus deudores si lo hubieran sabido, clamaban contra Él como si fuera el peor problema de sus vidas, una plaga o una pestilencia para el lugar en que habita.

¿Acaso era de Su enseñanza de lo que se quejaban? ¿En qué punto Su enseñanza ofendía contra la moralidad? ¿En qué punto iba en contra de los mejores intereses del hombre? Si ustedes observan la enseñanza de Cristo, nunca hubo nada semejante, incluso si es juzgada en cuanto al alcance de su promoción del bienestar humano. Aquí estaba la esencia y sustancia de Su doctrina: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo.»

Sus preceptos eran de la forma más benigna. ¿Acaso les ordenó que desenvainaran la espada y expulsaran a los romanos, o que se lanzaran en una despiadada carrera de carnicería y rapiña? ¿Acaso los estimuló para que dieran rienda suelta a sus desenfrenadas pasiones? ¿Les dijo que buscaran primero que nada su propia ventaja y que no se preocuparan por el bienestar del vecino?

No, cada estado justo ha de reconocerle como su mejor pilar, y la mancomunidad de la humanidad ha de reconocerle como su conservador; y, sin embargo, pese a todo esto, allí los tenemos, apremiados por sus sacerdotes, buscando Su sangre, y gritando: «¡Sea crucificado! ¡Sea crucificado!»

Evidentemente Su único propósito era el bien de ellos. ¿Para qué predicaba? Ningún motivo egoísta habría podido ser argumentado. Las zorras tenían guaridas, y las aves del cielo nidos, mas Él no tenía dónde recostar Su cabeza. La caridad de unos cuantos de Sus discípulos fue lo único que previno la inanición absoluta. Las frías montañas y el aire de medianoche fueron testigos del fervor de Sus solitarias oraciones por las multitudes que ahora lo odiaban. Él vivió para otros: ellos podían ver esto; no habrían podido observarlo durante los tres años de Su ministerio, sin decir: «no vivió nunca un alma tan abnegada como esta»; ellos debían haber sabido, la mayoría de ellos, y el resto podría haberlo sabido, si hubieran preguntado aunque fuera superficialmente, que Él no tenía ningún propósito de ningún tipo para estar aquí en la tierra, excepto el de buscar el bien de los hombres.

¿Por cuál de estas cosas claman ellos que sea crucificado? ¿Por cuál de Sus buenas obras, por cuál de Sus palabras generosas, por cuál de Sus santas acciones clavarán Sus manos a la tabla, y Sus pies al madero? Con odio irrazonable, con insensible crueldad, la única respuesta a la pregunta de Pilato: «Pues ¿qué mal ha hecho?», fue: «¡Sea crucificado! ¡Sea crucificado!»

La verdadera razón de su odio, sin duda, consistía en el odio natural de todos los hombres a la bondad perfecta. El hombre siente que la presencia del bien es un testigo silencioso en contra de su propio pecado, y por eso anhela deshacerse de él. Ser demasiado santo en el juicio de los hombres es un gran crimen, pues censura su pecado. Aunque el santo no tenga el poder de la palabra, sin embargo, su vida es un ruidoso testimonio a favor de Dios en contra de los pecados de Sus criaturas.

Esta protesta inconveniente condujo a los malvados a desear la muerte del Santo y del Justo. Además, los sacerdotes los respaldaban. Aunque es algo triste y lamentable, se da a menudo el caso de que la gente sea mejor sus maestros religiosos. En el momento presente los laicos de la Iglesia de Inglaterra, como un todo, tienen conciencias honestas, y quisieran que su Libro de Oración fuera revisado mañana mismo si sus voces pudieran ser escuchadas. Pero a sus clérigos les importa demasiado poco la verdad, y no son muy escrupulosos de cómo juran o con quién se asocian. En tanto que su Iglesia pueda mantenerse unida, el padre Ignacio será escuchado en sus asambleas, mientras el llamado de Cristo a la iglesia para que se purifique, sólo despierta resentimiento y mala voluntad. No importa que las gargantas de ciertos clérigos sean ejercitadas en abuchear por un instante la aparición del audaz monje anglicano, él es uno de ellos, un hermano de su propia orden, y su iglesia es responsable por todo lo que él hace. Déjenlos que salgan y se separen, y entonces sabremos que aborrecen este moderno papado; pero mientras estén sentados en la misma asamblea y sean miembros de la misma iglesia, el pecado les pertenece, y no cesaremos de denunciar tanto al pecado como a ellos. Si lo clérigos evangélicos permanecen en comunión con los papistas, ahora que se manifiestan a plenos colores, voy a dejar de afirmar que violan sus conciencias, pero me voy a permitir dudar que tengan una conciencia en absoluto.

Hermanos, todavía sucede que la gente sea mejor que sus maestros. Estas personas no habrían crucificado a Cristo si los clérigos de esa época, los sacerdotes, los dotados ministros no hubieran gritado: «¡Sea crucificado!» Él era el Disidente, el hereje, el cismático, el perturbador de Israel. Él era el que clamaba a alta voz en contra de las fallas del orden establecido de la sociedad. Él era el que no podía ser reprimido, el ignorante de Galilea, que continuaba clamando en contra de ellos, el hombre perjudicial, y por eso gritaban: «¡Sea crucificado! ¡Sea crucificado! Cualquier castigo es lo suficientemente bueno para el hombre que habla acerca de la necesidad de reformas, y aboga por cambios en las reglas establecidas.

Sin duda el soborno fue también usado en este caso. ¿Acaso el rabí Simón no le pagó a la multitud? ¿Acaso no había una esperanza de un festejo después que la pascua terminara para aquellos que usaran sus gargantas contra el Salvador? Además, toda la multitud se había lanzado en esa dirección; y si alguien hubiera sentido compasión, prefería quedarse callado. Dicen a menudo que: «la discreción es la mejor parte del valor»; y en verdad debe haber muchos hombres valerosos, pues poseen la mejor parte del valor que es la discreción. Si no se unieron en los gritos, al menos no incomodarían a los otros, y así no hubo sino un solo grito: «¡Muera! ¡Muera! No conviene que viva.»

Qué concentrado escarnio se encuentra en este versículo cuarenta. No dicen: «este Jesús», pues no se querían manchar sus bocas con Su nombre, sino a éste, «este demonio», si ustedes quieren. A Barrabás le otorgan el respeto de mencionar su nombre; pero «este____», a quien odian tanto, no se rebajarían a mencionarlo. Hemos visto este gran pecado, entonces, como está en la historia.

II. Pero ahora veamos, en segundo lugar, CÓMO ESTE INCIDENTE EXPONE EL PECADO QUE HA SIDO LA CULPA DEL MUNDO EN TODAS LAS ÉPOCAS, Y QUE ES LA CULPA DEL MUNDO AHORA.

Cuando los apóstoles salieron a predicar el Evangelio, y la verdad se hubo esparcido a lo largo de muchos países, los emperadores romanos emitieron severos edictos. ¿Contra quién fueron fraguados estos edictos? ¿Acaso fue contra los malvados ofensores de ese día? Es muy bien sabido que el Imperio Romano entero estaba infestado de vicios de tal magnitud que la mejilla de la modestia se sonrojaría al escuchar su simple mención.

El primer capítulo de la Epístola a los Romanos es un cuadro sumamente gráfico del estado de la sociedad a lo largo de todos los dominios romanos. Cuando esas severas leyes fueron concebidas, ¿por qué no fueron proclamadas contra estos atroces vicios? Es escasamente conveniente que los hombres que son culpables de crímenes tales como los que el apóstol Pablo ha mencionado, queden sin castigo, pero yo no encuentro edictos contra estas cosas. Encuentro que fueron condonados y escasamente mencionados con censura y que más bien la hoguera, los arrastres utilizando las patas de caballos salvajes, la espada, la prisión, las torturas de todo tipo, ¿contra quiénes eran usados, creen ustedes?: contra los inocentes y humildes seguidores de Cristo, que, lejos de defenderse a sí mismos, estaban dispuestos a sufrir todas estas cosas, y se ofrecían como ovejas en el matadero, dispuestas a soportar el cuchillo del carnicero.

El grito del mundo bajo las persecuciones de la Roma Imperial era: «Cristo no, pero los sodomitas, los asesinos y los ladrones sí; nosotros somos indulgentes con cualquiera de estos, pero no con Cristo; eliminemos de la tierra a Sus seguidores.» Luego el mundo cambió sus tácticas; se volvió nominalmente cristiano, y el Anticristo apareció en toda su gloria blasfema. El Papa de Roma se ciñó la triple corona, y se autonombró el Vicario de Cristo; luego entró la abominación de la adoración a los santos, a los ángeles, a las imágenes y a los cuadros; luego vino la misa, y no sé qué otras cosas, de detestable error; ¿y qué dijo el mundo? «¡El Papado para siempre!» Toda rodilla se dobló y cada cabeza se inclinó delante del soberano representante de Pedro en Roma. La iglesia de Roma igualaba en pecado a Barrabás; no, le estoy haciendo un cumplido a Barrabás cuando lo menciono en la misma categoría con muchos de los papas, pues el carácter de ellos era inmundo y negro de principio a fin, hasta el punto que aquellos que supersticiosamente los consideraban infalibles en su oficio, no podían defender sus caracteres personales.

El mundo eligió a la ramera de Roma, y la que estaba ebria con el vino de su abominación, tenía todas las miradas fijas sobre ella con admiración, mientras el Evangelio de Cristo era olvidado, sepultado en unos cuantos viejos libros, quedando casi extinto en la oscuridad. Desde aquel día el mundo ha cambiado sus tácticas otra vez; en muchas partes de la tierra el protestantismo es abiertamente reconocido, y el Evangelio es predicado, ¿pero qué pasa entonces? Entonces entra Satanás, y otro Barrabás, el Barrabás del mero ceremonialismo y de la mera asistencia a un lugar de culto es entronizado. «Sí, nosotros somos ortodoxos; muy ortodoxos, muy puros. Sí, nosotros somos religiosos, estrictamente religiosos, asistimos a nuestra casa de reunión, o vamos a nuestra iglesia. Nunca estamos ausentes. Cuidamos todas las formas, pero carecemos de la piedad vital; no hemos nacido de nuevo; no hemos pasado de muerte a vida. Sin embargo, esto bastará; en tanto que seamos tan buenos como nuestros vecinos, y guardemos el rito externo, lo interno no importa.»

Esto, que es un detestable robo de la gloria de Dios, esto que mata las almas de los hombres, es el Barrabás de la época presente. Un nombre exterior para vivir es establecido, y es recibido por aquellos que están muertos; y muchos de ustedes que están presentes ahora están muy tranquilos y contentos, y aunque no han sentido nunca al vivificador Espíritu de Dios, y aunque no han sido lavados nunca en la sangre expiatoria, están satisfechos porque toman un asiento en algún lugar de adoración; dan su moneda de ofrenda, su donación a algún hospital o su suscripción para algún buen propósito, olvidando y descuidando recordar que todo el proceso de limpieza del vaso y del plato no servirá nunca de nada, a menos que la naturaleza interior sea renovada por el Espíritu del Dios viviente. Este es el gran Barrabás de la época presente, y los hombres lo prefieren antes que al Salvador.

Yo creo que puedo probar, mediante un simple hecho, que esto es verdad: que el mundo realmente ama al pecado más que a Cristo. Tú habrás observado algunas veces que algunos cristianos son inconsistentes, ¿no es cierto? Su inconsistencia no era algo muy grande, si la hubieras juzgado de conformidad a las reglas ordinarias de conducta. Pero tú estás muy consciente de que un hombre mundano puede cometer cualquier pecado que quisiera sin recibir mayor censura; pero si el cristiano comete un pecado muy pequeño, entonces alzan las manos, y el mundo entero grita: «¡Vergüenza!» Yo no quiero cambiar eso, pero quiero decir solamente esto: «allí está el señor Fulano de Tal, que se sabe que vive una vida desenfrenada, perversa, libertina; bien, yo no veo que sea universalmente marginado o reprobado, sino muy al contrario, es tolerado por la mayoría, y hasta admirado por algunos.»

Pero supón que un cristiano, un profesante muy bien conocido, hubiera cometido alguna falta que, comparada con eso, no fuera digna de mención, y ¿qué es lo que ocurre? «¡Publíquenlo! ¡Publíquenlo! ¿Se han enterado de lo que hizo el señor Fulano de Tal? ¿Se han enterado de esta hipócrita transgresión?» «Bien, ¿de qué se trató?» Tú la analizas: «bien, está mal, está muy mal, pero comparada con lo que tú dices de ella, no es nada en absoluto.»

Por tanto, el mundo muestra por la diferencia entre la manera con que juzga al hombre religioso que profesa, y la manera con que juzga a los suyos, que realmente puede tolerar a los más disolutos, pero no puede tolerar a los cristianos. El cristiano, por supuesto, nunca se verá completamente libre de imperfecciones; la enemistad del mundo no es evidentemente contra las imperfecciones del cristiano, pues puede tolerar mayores imperfecciones en otros; la objeción ha de ser por tanto contra el hombre, contra la profesión que ha asumido, y el curso que desea seguir.

Vigilen cuidadosamente, amados, para que nos les den ninguna oportunidad en ese sentido; pero cuando vean que el más leve error es tomado y exagerado, en esto detectan una clara evidencia de que el mundo prefiere a Barrabás a los seguidores del Señor Jesucristo. Ahora el mundo cambiará sus diversos modos de tratarnos, pero nunca amará a la iglesia más de lo que lo hace ahora. No esperamos ver al mundo impulsado hacia arriba para verse más absorbido dentro de la iglesia. La unión del mundo con la iglesia nunca fue el propósito de nuestra religión. El propósito de Cristo es reunir para Sí un pueblo de entre los hombres; no se trata del levantamiento de todos, sino del llamamiento de algunos; se trata de hacer que los hombres difieran; se trata de la manifestación de la gracia especial y discriminadora y de la reunión de un pueblo que ha formado para Sí.

En este proceso la moralidad es promovida, los hombres son civilizados y mejorados, pero este es sólo indirectamente el propósito de Dios, y no su fin inmediato; el fin inmediato del Evangelio es la salvación del pueblo que Él ha ordenado para vida eterna, y que, por tanto, en su tiempo, es conducido a creer en Él. El mundo, hasta el fin del capítulo, estará en enemistad con los verdaderos creyentes, como siempre lo ha estado. Porque «no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece.» Esto será tan cierto cuando Cristo venga, como lo es en el momento presente. Debemos esperarlo; y cuando nos enfrentemos con escarnio y persecución, no hemos de sorprendernos como si algo extraño nos hubiese sucedido.

III. Voy a observar, en tercer lugar -y oh, espero recibir ayuda de lo alto- que EL PECADO DE PREFERIR A BARRABÁS A CRISTO, FUE EL PECADO DE CADA UNO DE NOSOTROS ANTES DE NUESTRA CONVERSIÓN.

Pasen ahora las páginas de sus diarios personales, queridos amigos, o vuelen sobre las alas de la memoria al hueco de la cantera de donde fueron arrancados. Oh, ustedes que viven cerca de Cristo, ¿no lo despreciaron una vez? ¿En qué compañía les gustaba más estar? ¿Acaso no era la compañía de las personas frívolas, sino es que la de gente profana? Cuando se juntaban con el pueblo de Dios, su plática era muy tediosa; si hablaban de realidades divinas, o de temas prácticos, no los entendían, y los percibían problemáticos.

Puedo mirar en el tiempo a algunos que sé que son ahora muy venerables creyentes, pero que antes consideraba como una burda molestia cuando los oía hablar de las cosas de Dios. ¿Sobre qué versaban nuestros pensamientos? No meditábamos mucho sobre la eternidad; ni mucho sobre Él, que vino para liberarnos del suplicio de los tormentos del infierno.

Hermanos, Su gran amor con el que nos amó nunca fue introducido en nuestros corazones como debió haber sido; es más, cuando leíamos la historia de la crucifixión, no tenía más efecto sobre nuestra mente que un cuento común. No conocíamos las bellezas de Cristo; pensábamos en cualquier trivialidad antes que en Él. ¿Y cuáles eran nuestros placeres? Cuando teníamos lo que llamábamos el disfrute de un día, ¿dónde lo buscábamos? ¿Acaso al pie de la cruz? ¿En el servicio del Salvador? ¿En comunión con Él? Lejos de ello; entre más nos pudiéramos alejar de las asociaciones piadosas nos sentíamos mejor. Algunos de nosotros hemos de confesar avergonzados que nunca estábamos más en nuestro elemento que cuando estábamos desprovistos de conciencia, cuando la conciencia había cesado de acusarnos y podíamos hundirnos en el pecado con desenfreno. ¿Cuál era nuestra lectura entonces? Cualquier libro antes que la Biblia: y si hubiera estado en nuestro camino algún libro que exaltara a Cristo y lo enalteciera en nuestro entendimiento, habríamos arrinconado ese libro por ser demasiado árido para que nos pudiera agradar. Cualquier montón de insensateces encuadernadas en tres volúmenes, cualquier literatura ligera, es más, tal vez cosas peores, habrían deleitado nuestro ojo y nuestro corazón; pero los pensamientos de Su eterno deleite hacia nosotros; los pensamientos de Su pasión incomparable y ahora de Su gloria en el cielo, nunca pasaron por nuestras mentes, ni podíamos soportar a los individuos que nos hubieran conducido a tales meditaciones.

¿Cuáles eran nuestras aspiraciones entonces? Cuidábamos del negocio, procurando hacernos ricos, famosos por nuestros conocimientos y admirados por nuestra habilidad. Vivíamos para el yo. Si teníamos alguna consideración por los demás, y algún deseo de beneficiar a nuestra raza, el yo siempre estaba en el fondo de todo ello.

No vivíamos para Dios; no podíamos decir honestamente cuando nos despertábamos en las mañanas: «espero vivir hoy para Dios». Por la noche, no podíamos mirar en retrospectiva al día, y decir: «en este día hemos servido a Dios». Él no estaba en todos nuestros pensamientos. ¿A quién le rendíamos nuestra mejor alabanza? ¿Alabábamos a Cristo? No; alabábamos el talento, y cuando estaba asociado con el pecado, seguíamos alabándolo igual. Admirábamos a aquellos que podían ministrar más plenamente a nuestros propios deleites carnales, y sentíamos el mayor amor hacia aquellos que nos causaban el mayor daño. ¿Acaso no es esta nuestra confesión cuando revisamos el pasado? ¿Acaso no acabo de leer la propia historia de la vida suya? Yo sé que he leído la mía. ¡Ay!, lamentamos aquellos oscuros días en los que nuestra alma asediada perseguía cualquier forma de mal, pero no quería seguir a Cristo.

Habría sucedido lo mismo con nosotros hoy, si la gracia todopoderosa no hubiera establecido la diferencia. Lo mismo podríamos esperar que el río cesara de correr hacia el mar, que esperar que el hombre natural remonte la corriente de sus pecados. Lo mismo podríamos esperar que el fuego se volviera agua, o que el agua se volviera fuego, que el corazón no regenerado amara a Cristo jamás. Fue la gracia poderosa la que nos condujo a buscar al Salvador. Y cuando consideramos nuestras vidas pasadas, ha de ser con sentimientos mezclados de gratitud por el cambio, y de tristeza por haber sido tan crasamente insensatos como para haber escogido a Barrabás, y haber dicho del Salvador: «¡Sea crucificado!»

IV. Y ahora voy a llegar a la parte concluyente del sermón, que es, QUE HAY INDUDABLEMENTE MUCHOS AQUÍ QUE EN ESTE DÍA PREFIEREN A BARRABÁS Y NO A NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.

Primero, queridos amigos, permítanme exponer su caso. Quiero describirlo honestamente, pero, al mismo tiempo, describirlo de tal manera que puedan ver su pecado en él; y, mientras estoy haciendo esto, mi objetivo será debatir con ustedes, por si el Señor cambia su voluntad. Hay muchos aquí, me temo, que prefieren el pecado a Cristo. Podría decir, sin necesidad de adivinar, que yo sé que hay algunos aquí que habrían sido seguidores de Cristo desde hace mucho tiempo, pero que prefirieron la borrachera. No es a menudo, no es cada día, no es ni siquiera cada semana, pero hay ocasiones cuando ellos sienten como si debieran reunirse con los amigos, y como resultado inevitable regresan a casa intoxicados. Ellos se avergüenzan de ellos mismos; han llegado a expresar eso; han llegado tan lejos como para orar a Dios pidiendo gracia para vencer su hábito; pero después de experimentar convicciones durante años, no han avanzado hasta este momento. Una vez pareció como si lo hubieran vencido. Durante mucho tiempo hubo una abstinencia de ese vicio, pero han regresado a su necedad. Han preferido ese bestial vicio degradante. ¿Dije bestial? Insulto a las bestias, pues no son culpables de vicios como ese. Ellos prefieren este vicio degradante a Cristo Jesús. Allí está la borrachera, la veo reflejada delante de mí con toda su insensatez, con su avidez y su inmundicia; pero el hombre elige todo eso, y aunque ha conocido mentalmente algo relativo a la belleza y excelencia de Cristo, virtualmente dice de Jesús: «No este hombre, sino la borrachera.»

Luego hay otros casos, en los que una lascivia favorita reina suprema en sus corazones. Los hombres conocen el mal del pecado, y tienen una buena causa para conocerlo; ellos también conocen algo de la dulzura de la religión, pues nunca están más felices que cuando se reúnen con el pueblo de Dios; y a veces regresan a casa después de un solemne sermón, especialmente si hace referencia a su vicio, y sienten: «Dios le ha hablado hoy a mi alma, y soy conducido a un alto.» Pero a pesar de eso, la tentación viene otra vez, y caen como han caído antes. Me temo que hay algunos de ustedes a quienes ningún argumento moverá jamás; han quedado tan firmes sobre este mal que será su eterna ruina. Pero, ¡oh!, piensen cómo se verá esto cuando estén en el infierno: «¡yo preferí a ese malvado Barrabás de la lascivia, a las bellezas y las perfecciones del Salvador, que vino al mundo para buscar y salvar eso que estaba perdido!» Y, sin embargo, este es el caso, no de algunos, sino de una gran multitud que oye el Evangelio, y prefieren el pecado y no el poder salvador de ese Evangelio.

Puede haber algunas personas aquí, también, de otro tipo, que prefieran las ganancias. Se reduce a esto: si se convierten en verdad en el pueblo de Dios, no podrían hacer en el negocio lo que ahora piensan que su negocio requiere que hagan; si se convirtieran real y genuinamente en creyentes, han de volverse, por supuesto, honestos, pero su negocio no pagaría -dicen ellos- si fuera manejado sobre principios honestos; o es un negocio de tal naturaleza -y hay unos cuantos de ese tipo- que no deberían hacerse en absoluto, y mucho menos por parte de cristianos.

Aquí viene el punto de inflexión. ¿Tomaré el oro, o tomaré a Cristo? Es cierto que se trata de oro enmohecido, y oro sobre el que ha de sobrevenir una maldición. Es el denario del necio; tal vez es ganancia que es arrebatada de las miserias del pobre; es dinero que no podría soportar jamás la luz porque no fue obtenido justamente; dinero que se abrirá paso con fuego hasta sus almas cuando estén en su lecho de muerte; pero los hombres que aman el mundo dicen: «no, Cristo no, denme una bolsa llena, y fuera Cristo.»

Otros, menos bajos o menos honestos, claman: «conocemos Su excelencia, desearíamos poder tenerlo, pero no podemos tenerlo en los términos que impliquen la renuncia de nuestra muy amada ganancia.» «No a éste, sino a Barrabás.»

Otros dicen: «yo ansío ser un cristiano, pero entonces perdería a muchísimos de entre mis conocidos y amigos. En resumen, mis amigos no son algo bueno para mí; son amigos que son muy afectuosos cuando tengo una buena cantidad de dinero para gastar con ellos; son amigos que me alaban mayormente cuando más frecuentemente me encuentro en la cantina, cuando me sumerjo profundamente en sus vicios. Sé que me hacen mal, pero», -dice el hombre- «no podría aventurarme a oponerme a ellos. Uno de ellos es tan suelto de lengua, y puede decir unas bromas tan hirientes que no quisiera tenerlo en mi contra; y hay otro al que he oído poner tales apodos mordaces a los cristianos, y señalar sus faltas de una manera tan sarcástica, que no podría sufrir la crítica de su lengua; y, por eso, aunque ansío ser un cristiano, no podré serlo.»

De esa manera prefieres ser un siervo de la gleba, un esclavo de la lengua del escarnecedor, antes que ser un hombre libre, y tomar la cruz y seguir a Cristo. Prefieres, digo, no simplemente a manera de alegoría, sino como un hecho real, prefieres a Barrabás al Señor Jesucristo.»

Así podría multiplicar los ejemplos, pero el mismo principio corre a través de todos ellos. Si hay algo que les impida entregar su corazón al Señor Jesucristo, son culpables de erigir en su alma un candidato de oposición al Cristo, y ustedes estarían eligiendo: «No a éste, sino a Barrabás.»

Permítanme ocupar unos cuantos minutos argumentando la causa de Cristo con ustedes. ¿Qué es lo que rechazan de Cristo? ¿No están conscientes de las muchas buenas cosas que reciben de Él? Estarían muertos si no fuese por Él; es más, peor que eso, estarían en el infierno. Dios ha afilado la gran hacha; la justicia, como un severo leñador, estuvo con el hacha levantada, listo para cortarlos como un estorbo que inutiliza la tierra. Se vio una mano que detuvo el brazo del vengador, y una voz se escuchó diciendo: «Déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone.»

¿Quién fue el que apareció justo entonces, en tu momento de necesidad extrema? ¡No fue otro sino ese Cristo, de quien piensas tan poco que prefieres la borrachera o el vicio a Él! Estás en este día en la casa de Dios, escuchando un sermón que espero provenga de Él. Podrías haber estado en el infierno -piensa un instante en eso- con la esperanza perdida, soportando en cuerpo y alma dolores indecibles. Que no estés allí debería hacerte amar y bendecir a Aquel que ha dicho: «Líbralo de descender a la fosa.» (Biblia de las Américas) ¿Por qué habrías de preferir tu propia ganancia y tu autocomplacencia a ese Ser bendito a quien le debes tanto? La gratitud común debería conducirte a negarte algo a ti mismo por Él, que se negó a Sí mismo tanto para poder bendecirte.

¿Acaso te escucho decir que no puedes seguir a Cristo porque Sus preceptos son demasiado severos? Si tú mismo tuvieras que juzgarlos, ¿cuál es el punto al que le encontrarías alguna falla? Te niegan tus pecados; digamos que te niegan tus desventuras. De hecho no te permiten que te arruines a ti mismo. No hay ningún precepto de Cristo que no sea para tu bien, y no hay nada que te prohíba, que no lo condene basado en el principio que te causaría un daño si te entregaras a eso.

Pero aun suponiendo que los preceptos de Cristo sean muy severos, ¿no sería mejor que te sometieras a ellos en lugar de arruinarte? El soldado se somete implícitamente a la orden del capitán, porque él sabe que sin disciplina no puede haber victoria, y el ejército entero podría ser destrozado si hubiese falta de orden. Cuando el marinero ha arriesgado su vida para penetrar a través del denso hielo del norte, lo encontramos dando su consentimiento a todas las órdenes y regulaciones de la autoridad, y soportando todas las durezas de la aventura, porque es movido por el deseo de ayudar en un gran descubrimiento, o por el estímulo de una gran recompensa.

Y en verdad las pequeñas abnegaciones a las que Cristo nos llama, serán abundantemente recompensadas por la recompensa que Él ofrece; y cuando están en juego el alma y sus intereses eternos, muy bien podemos tolerar estas inconveniencias temporales, si podemos heredar la vida eterna.

Me parece que te escucho decir que quisieras ser un cristiano, pero que no hay felicidad en ello. Yo no te diría ninguna falsedad sobre este punto y te diría la verdad si así fuera, pero declaro solemnemente que hay más gozo en la vida cristiana del que hay en cualquier otra forma de vida; que si tuviese que morir como un perro, y no hubiese un más allá, preferiría ser un cristiano. Podrías apelar a los más indigentes entre nosotros, a aquellos que están más enfermos y son más despreciados, y te dirían lo mismo. No hay una sola mujer del campo, que esté temblando dentro de su viejo abrigo rojo y raído junto a un pequeño fuego, llena de reumatismo, con una alacena vacía y un cuerpo envejecido, que cambiaría su lugar con el más encumbrado y el más grande de ustedes si tuviese que renunciar a su religión; no, ella te diría que su Redentor es un mayor consuelo para ella que todos los lujos que pudieran ser amontonados sobre la mesa del rico Epulón. Cometes un error cuando sueñas que mi Señor no hace bienaventurados a Sus discípulos; la gente que pone su confianza en Cristo es bienaventurada.

Todavía me parece escuchar que dices: «sí, todo eso está muy bien, pero aun así prefiero el placer presente.» ¿No estás hablando como un niño en esto; es más, no hablas como un necio, pues qué es el placer presente? ¿Cuánto tiempo dura esa palabra «presente»? Si pudieses contar con diez mil años de júbilo, podría estar de acuerdo contigo en alguna medida, pero aun en eso tendría poca paciencia contigo, pues ¿qué serían diez mil años de diversión en el pecado, comparados con millones de millones de años de castigo por el pecado? Vamos, aun siendo lo más larga posible, tu vida será muy breve. ¿Y no estás consciente de que el tiempo vuela más rápidamente cada día? Conforme envejeces, ¿no te da la impresión que has vivido un tiempo más corto en vez de más largo? Y al fin, si pudieras vivir hasta llegar a ser tan viejo como Jacob, dirías: «pocos y malos han sido los días de mi vida, pues dan la impresión de ser menos entre más numerosos son.»

Tú sabes que esta vida no es sino un rato, y pronto acaba. Mira los cementerios, y observa cómo están poblados de verdes montículos. Recuerda a tus propios compañeros, cómo uno a uno han fallecido. Ellos eran tan firmes y fuertes como tú, pero se han ido como una sombra que se va. ¿Vale la pena tener este breve espacio de placer y luego estar sumido en eterno dolor? Te ruego que respondas esta pregunta. ¿Vale la pena elegir a Barrabás por motivo de alguna ganancia temporal que pueda proporcionarte, y renunciar a Cristo, y así renunciar a los eternos tesoros de gozo y felicidad que están a Su diestra para siempre?

Yo quisiera poder hacerles estas preguntas como deben hacerse. Se requiere de la denodada voz seráfica de Whitfield, o de la suplicante lengua de Richard Baxter, para suplicarles, mas, sin embargo, pienso que hablo con hombres racionales; y si se tratara de un asunto de aritmética, no necesitaría de mis palabras. No te pediré que calcules tu pronóstico de vida más optimista -digamos ochenta años- y llenes ese lapso con todos los placeres que puedas imaginar; supón que gozas de buena salud; sueña que no tienes preocupaciones de negocios, y que posees todo lo que el corazón pueda desear; anda y siéntate en el trono de Salomón, si así lo quieres, y, sin embargo, ¿qué tendrás que decir cuando todo acabe? Mirándolo en retrospectiva, ¿podrías decir algo más de lo que dijo Salomón, cuando afirmó: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad,» y «Todo ello es vanidad y aflicción de espíritu»? Cuando hubieres calculado esa suma, ¿puedo pedirte que calcules cuánto habrías ganado, si, para poseer esta vanidad, has renunciado a la felicidad eterna, y has incurrido en la condenación eterna?

¿Le crees a la Biblia? Respondes: «sí». Bien, entonces, así ha de ser. Muchos hombres profesan creer en la Escritura, y, sin embargo, cuando llegas al punto relativo a si creen en verdad en la condenación eterna y en la dicha eterna, hay una especie de algo dentro que susurra: «eso está en el Libro, pero aun así no es real, no es válido para nosotros.» Háganlo válido para ustedes, y cuando lo hubieren hecho, y hubieren probado claramente que deben estar en la dicha o en la condenación, y que aquí han de tener ya sea a Barrabás como su amo o tener a Cristo como su Señor, entonces, digo, como hombres cuerdos, juzguen cuál es la mejor elección, y que la poderosa gracia de Dios les dé sanidad espiritual para hacer la elección correcta; pero esto sí sé: nunca harán eso a menos que ese poderoso Espíritu -que es el único que nos guía a elegir lo bueno, y a rechazar lo malo- venga sobre ustedes y los conduzca a acudir presurosos a las heridas de un Salvador.

Creo que no necesito prolongar el servicio ahora, pero espero que ustedes lo prolonguen en sus respectivos hogares, reflexionando sobre esta materia. ¿Y me permiten hacerles personalmente la pregunta a todos ustedes al retirarse: a quién le pertenecen? ¿De qué lado están ustedes? No hay posiciones neutras; no hay puntos medios: o sirven a Cristo o sirven a Belial; o están con el Señor o están con Sus enemigos. ¿Quién está del lado del Señor en este día? ¿Quién? ¿Quién está por Cristo y por Su cruz; por Su sangre, y por Su trono? ¿Quiénes, por otro lado, son Sus enemigos? Todos lo que no estén por Cristo son contados entre Sus enemigos. No sean contados más entre ellos, pues el Evangelio viene a ustedes con una voz invitadora: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo.» Que Dios te ayude a creer y a apoyarte en Él ahora; y si confías en Él, eres salvo ahora, y serás salvo para siempre. Amén.