Uno de los mayores obstáculos que haya tenido que superar jamás la religión cristiana, fue el prejuicio inveterado que se apoderó de las mentes de sus primeros seguidores. Los creyentes judíos, los doce apóstoles y aquellos que Jesucristo había llamado de entre los esparcidos de Israel, estaban tan apegados a la idea de que la salvación era de los judíos, y que nadie sino los discípulos de Abraham, o, por lo menos, los circuncidados, podían ser salvos, que no podían aceptar la idea de que Jesús hubiera venido para ser el Salvador de todas las naciones, y que en Él serían benditos todos los pueblos de la tierra.
Con mucha dificultad podían aceptar esa suposición; era tan opuesta a toda su educación judía, que los vemos convocando a Pedro a un concilio de cristianos, y preguntándole: «¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos?» Y Pedro no pudo exonerarse a sí mismo hasta no haber referido plenamente el asunto, y haber declarado que Dios se le apareció en una visión, diciéndole: «Lo que Dios limpió, no lo llames tú común,» y que el Señor le ordenó predicar el Evangelio a Cornelio y a su casa, ya que eran creyentes.
Después de esto el poder de la gracia fue tan enorme, que esos judíos no pudieron resistirle más: y pese a toda su previa educación, de inmediato asumieron el principio comprehensivo del cristianismo: «y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!»
Bendigamos a Dios porque ahora estamos libres de los impedimentos del judaísmo, y porque tampoco estamos bajo los impedimentos de un gentilismo que a su vez ha excluido a los judíos; sino que vivimos muy cerca del bienaventurado tiempo que se aproxima, cuando judío y gentil, esclavo o libre, se sentirán uno en Jesucristo, nuestra Cabeza.
No me propongo abundar sobre este tópico, sino que mi tema el día de hoy será: «el arrepentimiento para vida.» Pido gracia a Dios para hablarles de tal manera que Su palabra sea como una espada cortante «que penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos.»
Por «arrepentimiento para vida» creo que debemos entender aquel arrepentimiento que va acompañado de vida espiritual en el alma, y que asegura la vida eterna a todo aquel que lo posee. «El arrepentimiento para vida,» afirmo, trae consigo vida espiritual, o, más bien, es la primera consecuencia procedente de esa vida.
Hay arrepentimientos que no son signos de vida -excepto de vida natural- porque sólo son efectuados por el poder de la conciencia y la voz de la naturaleza que habla en los hombres; pero el arrepentimiento del que se habla aquí, es producido por el Autor de la vida, y cuando viene, engendra tal vida en el alma que aquellos que estaban «muertos en sus delitos y pecados,» son revividos conjuntamente con Cristo; aquellos que no tenían receptividad espiritual, ahora «reciben con mansedumbre la palabra implantada»; aquellos que dormitaban en el propio centro de la corrupción, reciben el poder de convertirse en hijos de Dios, y de estar cerca de Su trono.
Yo creo que este es el «arrepentimiento para vida»: aquel arrepentimiento que da vida a un espíritu muerto. También he dicho que este arrepentimiento asegura la vida eterna; pues hay arrepentimientos de los cuales oyes hablar a los hombres, que no aseguran la salvación del alma.
Algunos predicadores afirman que aunque los hombres pueden arrepentirse y creer, también pueden apostatar y perecer. No pretendemos consumir nuestro tiempo haciendo un alto para exponer su error ahora; a menudo hemos considerado eso antes, y hemos refutado todo lo pudieran decir en defensa de su dogma. Pensemos en un arrepentimiento infinitamente mejor.
El arrepentimiento de nuestro texto no es ese arrepentimiento, sino que es un «arrepentimiento para vida»; un arrepentimiento que es un verdadero signo de salvación eterna en Cristo; un arrepentimiento que nos preserva en Jesús a través de este estado temporal, y que, cuando hayamos pasado a la eternidad, nos proporciona una bienaventuranza que no puede ser destruida.
«Arrepentimiento para vida» es la salvación real del alma, es el germen que contiene todos los elementos esenciales de la salvación, que los resguarda para nosotros, y que nos prepara para ellos.
En este día hemos de prestar una atención, acompañada de oración, al «arrepentimiento» que es «para vida.» Primero, voy a dedicar unos cuantos minutos a la consideración del arrepentimiento falso; en segundo lugar, voy a considerar los signos que caracterizan al verdadero arrepentimiento; y, posteriormente, enalteceré la caridad divina, de la cual está escrito: «¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!»
I. Primero, entonces, consideraremos ciertos FALSOS ARREPENTIMIENTOS.
Voy a comenzar haciendo esta observación: que espantarse bajo el sonido del Evangelio no es «arrepentimiento.» Hay muchas personas que cuando oyen un fiel sermón evangélico, permanecen agitadas y conmovidas. Mediante un cierto poder que acompaña a la Palabra, Dios da testimonio de que se trata de Su propia Palabra, y provoca en aquellos que la oyen un cierto temblor involuntario.
He visto a algunas personas, -cuando las verdades de la Escritura han resonado desde este púlpito- cuyas rodillas han temblado chocando entre sí, cuyos ojos han derramado lágrimas como si hubiesen sido fuentes de agua. He sido testigo de la profunda depresión de su espíritu, cuando -según me han dicho algunos de ellos- fueron sacudidos hasta el punto de no saber cómo soportar el sonido de la voz, pues era semejante a la terrible trompeta del Sinaí, tronando únicamente su destrucción.
Queridos lectores, ustedes podrían estar sumamente turbados bajo la predicación del Evangelio, y, sin embargo, podrían no tener ese «arrepentimiento para vida.» Ustedes podrían saber lo que es estar muy seria y profundamente afectados cuando asisten a la casa de Dios, y sin embargo, podrían ser pecadores endurecidos.
Permítanme confirmar esta observación mediante un ejemplo: Pablo compareció ante Félix con sus manos encadenadas, y cuando disertaba acerca de «la justicia, del dominio propio y del juicio venidero,» está escrito que «Félix se espantó,» y, sin embargo, por buscar dilaciones, Félix se encuentra en la perdición, en medio del resto de personas que han dicho: «prosigue tu camino por esta vez; cuando encuentre un tiempo adecuado te buscaré.»
Hay muchas personas que no pueden asistir a la casa de Dios sin alarmarse; ustedes saben lo que es estar espantados ante el pensamiento de que Dios los castigará; puede ser que con frecuencia hayan sido inducidos a una emoción sincera bajo la influencia del ministro de Dios; pero, permítanme decirles que, a pesar de todo, podrían ser desechados porque no se han arrepentido de sus pecados ni se han vuelto a Dios.
Peor aún. Es muy posible que no solamente se espanten ante la Palabra de Dios, sino que podrían volverse Agripas amigables, y estar «por poco persuadidos» a volverse a Jesucristo, y, sin embargo, no tener ningún «arrepentimiento»; podrían ir más allá y llegar a desear el Evangelio; podrían decir: «¡Oh!, este Evangelio es algo tan bueno, que yo quisiera recibirlo. Asegura tanta felicidad aquí y tanto gozo en el más allá, que quisiera poder llamarlo mío.» ¡Oh, es bueno oír de esta manera esta voz de Dios! Pero podrían quedarse tranquilos, y, mientras algún texto poderoso es predicado adecuadamente, podrían decirse: «creo que es verdad»; pero tiene que entrar en el corazón antes de que puedan arrepentirse. Puedes incluso caer de rodillas en oración y puedes pedir con labios aterrados que esto sea de bendición para tu alma; y, después de todo, podría ser que no fueras un hijo de Dios. Podrías decir como Agripa le dijo a Pablo: «Por poco me persuades a ser cristiano»; sin embargo, igual que Agripa, podrías no pasar más allá del «por poco.» Agripa estaba «casi persuadido a ser cristiano,» pero no «plenamente convencido.»
Ahora, cuántos de ustedes han estado «por poco persuadidos» y, sin embargo, no están realmente en el camino a la vida eterna. Cuán a menudo la convicción los ha conducido a caer de rodillas y «por poco» se han arrepentido, pero han permanecido allí, sin arrepentirse realmente.
¿Ven aquel cadáver? Murió recientemente. Todavía no ha adquirido la lividez mortal, su color se semeja todavía a la vida. Su mano está tibia todavía; podría pensarse que está vivo, y casi pareciera respirar. Todo está íntegro: el gusano escasamente lo ha tocado; la descomposición escasamente se ha presentado; no hay ningún olor fétido. Sin embargo, la vida se ha ido; no hay ninguna vida allí.
Lo mismo sucede con ustedes: por poco están vivos; por poco tienen cada órgano externo de la religión que tiene el cristiano; pero no tienen vida. Podrían tener un arrepentimiento, pero no el arrepentimiento sincero. ¡Oh, hipócrita! Te advierto el día de hoy, que no solamente podrías sentir espanto sino hasta una complacencia por la Palabra de Dios, y, sin embargo, después de todo, no tener «arrepentimiento para vida». Todavía podrían hundirse en el pozo del abismo, y escuchar que se diga: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles.»
Pero, además, es todavía posible que los hombres progresen inclusive más allá de esto, y que positivamente se humillen bajo la mano de Dios, pero que sean completos extraños al arrepentimiento. Su bondad no es como la nube mañanera y el rocío temprano que se desvanecen, sino que después que escuchan el sermón, regresan a casa y realizan lo que ellos conciben que es la obra del arrepentimiento, es decir, renuncian a ciertos vicios y necedades, se visten de cilicio y sus lágrimas se derraman muy abundantemente por causa de lo que han hecho; se lamentan delante de Dios; y, sin embargo, con todo eso, su arrepentimiento no es sino un arrepentimiento pasajero, y regresan otra vez a sus pecados.
¿Acaso niegan que exista tal penitencia? Permítanme contarles un caso. Un cierto hombre llamado Acab codiciaba la viña de su vecino Nabot, que se rehusaba a venderla a cualquier precio ni hacer un intercambio. Acab consultó con su esposa Jezabel, que urdió el plan de matar a Nabot para que el rey se apropiara de la viña. Después que Nabot murió, y Acab hubo tomado posesión de la viña, el siervo del Señor se reunió con Acab y le dijo: «¿No mataste, y también has despojado?. . .Así ha dicho Jehová: En el mismo lugar donde lamieron los perros la sangre de Nabot, los perros lamerán también tu sangre, tu misma sangre. . . .He aquí yo traigo mal sobre ti, y barreré tu posteridad.» Leemos que Acab se fue y anduvo humillado; y el Señor dijo: «Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días.»
Él le había concedido una suerte de misericordia; pero leemos a continuación, en el siguiente capítulo, que Acab se rebeló, y en una batalla en Ramot de Galaad, de conformidad al siervo del Señor, fue muerto allí; así que «los perros lamieron su sangre» exactamente en la viña de Nabot.
Ustedes también, les digo, podrían andar humillados delante de Dios por un tiempo, y, sin embargo, podrían seguir siendo los esclavos de sus transgresiones. Ustedes tienen miedo de la condenación, pero no tienen miedo de pecar: tienen miedo del infierno, pero no le temen a sus iniquidades; tienen miedo de ser arrojados al pozo, pero no temen endurecer sus corazones contra Sus mandamientos.
¿No es verdad, oh pecador, que le tienes pavor al infierno? No es el estado de tu alma el que te turba, sino el infierno. Si el infierno fuera extinguido, tu arrepentimiento se extinguiría; si los terrores que te esperan fuesen eliminados, pecarías más pérfidamente que antes, y tu alma se endurecería, y se rebelaría contra su soberano.
No se engañen, hermanos míos, en este punto; examínense para comprobar si andan en fe; pregúntense si tienen el «arrepentimiento para vida»; pues podrían andar humillados por un tiempo, y, sin embargo, no arrepentirse nunca delante de Dios.
Muchos avanzan más allá de esto, y, sin embargo, están destituidos de la gracia. Podría ser posible que confieses tus pecados sin arrepentirte. Podrías acercarte a Dios, y decirle que eres un miserable; podrías enumerar una larga lista de tus transgresiones y de los pecados que has cometido, sin un sentido de la horripilación de tu culpa, sin una sola chispa de odio real a tus acciones.
Podrías confesar y reconocer tus transgresiones, y, sin embargo, no sentir un aborrecimiento del pecado; y si no resistes al pecado, en la fortaleza de Dios, si no lo abandonas, este supuesto arrepentimiento no sería sino el color dorado que luce la pintura decorativa; no se trata de la gracia que realmente transforma en el oro que soporta el fuego. Digo que podrían llegar a confesar sus faltas, y, sin embargo, no tener arrepentimiento.
Además, y entonces habré tocado el más lejano pensamiento que he de dar sobre este punto. Podrían hacer alguna obra digna del arrepentimiento, y sin embargo ser impenitentes. Déjenme darles una prueba de esto en un hecho autenticado por la inspiración.
Judas traicionó a su Señor, y después de haberlo hecho, un sobrecogedor sentido del enorme mal que había cometido se apoderó de él. Su culpa enterró toda esperanza de arrepentimiento, y en el abatimiento de la desesperación, mas no en el dolor de la verdadera compunción, confesó su pecado a los sumos sacerdotes, clamando: «Yo he pecado entregando sangre inocente.» Ellos le dijeron: «¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!» Entonces arrojó las piezas de plata en el templo, para mostrar que no podía soportar cargar con el precio de la culpa; y las dejó allí. Salió, y, ¿fue salvo? No. «Salió, y fue y se ahorcó.»
Y aun entonces la venganza de Dios le siguió: pues cuando se colgó cayó desde la altura donde estaba suspendido, y quedó destrozado; se perdió y su alma pereció. Pueden ver lo que este hombre hizo. Él pecó, confesó su error, y devolvió el oro; sin embargo, después de eso, fue un réprobo. ¿Acaso no nos pone a temblar esto? Pueden ver cuán posible es ser tan aproximadamente el remedo de un cristiano, que la propia sabiduría, si solamente fuera mortal, sería engañada.
II. Ahora, habiéndoles advertido así que hay muchas falsas clases de arrepentimiento
Tengo el propósito de ocupar un corto tiempo haciendo algunas observaciones sobre EL VERDADERO ARREPENTIMIENTO, y los signos mediante los cuales podremos discernir si contamos con ese «arrepentimiento» que es «para vida».
Antes que nada, permítanme corregir uno o dos errores que aquellos que están viniendo a Jesucristo cometen con frecuencia. Uno es que creen a menudo que deberían experimentar profundas, horribles y pavorosas manifestaciones de los terrores de la ley y del infierno antes de que se pueda decir que se arrepintieron.
Con cuántas personas he conversado que me han dicho lo que solamente puedo traducirles en español a ustedes, en esta mañana, más o menos de esta manera: «no me arrepiento lo suficiente, no me siento lo suficientemente pecador. No he sido un transgresor tan indisculpable y perverso como muchos otros: yo casi quisiera haberlo sido; no porque ame al pecado, sino debido a que entonces tendría convicciones más profundas de mi culpa, y me sentiría más seguro de haber venido verdaderamente a Jesucristo.»
Ahora, sería un grave error imaginar que estos pensamientos terribles y horribles de un juicio venidero tengan algo que ver con la validez del «arrepentimiento.» Con frecuencia no son el don de Dios para nada, sino las insinuaciones del diablo; e incluso allí donde la ley obra y produce estos pensamientos, no deberían considerarlos como constituyentes de una parte y una porción del «arrepentimiento.» No entran en la esencia del arrepentimiento.
El «arrepentimiento» es un odio al pecado; consiste en apartarse del pecado y en una determinación, en la fuerza de Dios, de abandonarlo. Es posible que un hombre se arrepienta sin un horripilante despliegue de los terrores de la ley; podría arrepentirse sin haber oído los sonidos de la trompeta del Sinaí, sin haber escuchado algo más que un distante rumor de su trueno.
Un hombre puede arrepentirse enteramente por medio de la voz de la misericordia. Dios abre algunos corazones a la fe, como en el caso de Lidia. A otros acomete con el martillo grueso de la ira venidera; a algunos abre con la ganzúa de la gracia, y a otros con la palanca de hierro de la ley.
Puede haber muchas formas de llegar allí, pero la pregunta es: ¿has llegado allí? ¿Te encuentras allí? Sucede con frecuencia que el Señor no está en la tempestad ni en el terremoto, sino en el «silbo apacible y delicado.»
Hay otro error que muchas pobres personas cometen cuando están pensando en la salvación, y es: que no se pueden arrepentir lo suficiente; se imaginan que si se arrepintiesen hasta un cierto grado, serían salvos. «¡Oh, señor!», -dirán algunos de ustedes- «no tengo suficiente contrición».
Amados, permítanme decirles que no hay ningún grado eminente de «arrepentimiento» que sea necesario para la salvación. Ustedes saben que hay grados de fe, y sin embargo la mínima fe salva; también hay grados de arrepentimiento, y el mínimo arrepentimiento, si es sincero, salvará al alma.
La Biblia dice: «El que creyere será salvo»; y cuando dice eso, incluye el grado más pequeño de fe. También cuando dice: «Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados,» incluye al hombre que tiene el grado más bajo de arrepentimiento real. El arrepentimiento, además, no es nunca perfecto en ningún hombre en este estado mortal.
Nunca alcanzaremos la fe perfecta que esté enteramente libre de dudas; y nunca alcanzaremos el arrepentimiento que sea libre de alguna dureza de corazón. El más sincero penitente que conozcan se sentirá parcialmente impenitente.
El arrepentimiento es también un acto continuo durante la vida entera. Crecerá continuamente. Yo creo que un cristiano en su lecho de muerte se arrepentirá más amargamente de lo que lo hizo jamás. Arrepentirse es algo que ha de hacerse durante toda la vida. Pecar y arrepentirse, pecar y arrepentirse, resume la vida de un cristiano. Arrepentirse y creer en Jesús, arrepentirse y creer en Jesús, conforma la consumación de su felicidad.
No deben esperar ser perfectos en «arrepentimiento» antes de ser salvos. Ningún cristiano puede ser perfecto. El «arrepentimiento» es una gracia. Algunas personas lo predican como una condición de salvación. ¡Condición de insensatez! No hay condiciones para la salvación. Dios mismo da la salvación; y Él únicamente la da a los que Él quiere. Dice: «Tendré misericordia del que yo tenga misericordia.»
Si, entonces, Dios te ha dado el mínimo arrepentimiento, y es un arrepentimiento sincero, alábalo por ello, y espera que ese arrepentimiento crezca más y más profundamente conforme sigas adelante.
Entonces esta observación ha de ser aplicada a todos los cristianos. Hombres y mujeres cristianos, ustedes sienten que no tienen un arrepentimiento lo suficientemente profundo. Sienten que no tienen una fe lo suficientemente grande. ¿Qué han de hacer? Pidan un aumento de fe, y crecerá.
Lo mismo sucede con el arrepentimiento. ¿Han tratado alguna vez de alcanzar un profundo arrepentimiento? Amigos míos, si han fracasado en el intento, confíen en Jesús, y traten cada día de obtener un espíritu penitencial. No esperen tener -lo repito- un perfecto arrepentimiento al principio; han de tener contrición sincera, y luego, bajo la gracia divina irán de poder en poder, hasta que al final odiarán y aborrecerán el pecado como a una serpiente o una víbora, y entonces estarán cerca, muy cerca, de la perfección del arrepentimiento.
Les he dado estas consideraciones, entonces, como inicio del tema. Y ahora ustedes preguntarán: ¿cuáles son los signos del verdadero «arrepentimiento» a los ojos de Dios?
Primero, les digo, que hay pena en él. Nadie se arrepiente jamás del pecado sin sentir algún tipo de tristeza a la vez. Puede ser más o menos intensa, de acuerdo a la manera en que Dios les llama, y a su previa manera de vida; pero debe haber alguna tristeza. No nos importa cuándo llega, pero en algún momento o en otro debe llegar, o no sería el arrepentimiento de un cristiano.
Conocí una vez a un hombre que profesaba que se había arrepentido, y en verdad su carácter había cambiado externamente; pero nunca pude ver que tuviera un dolor real por el pecado; tampoco vi jamás algunas señales de contrición en él cuando profesó creer en Jesús. Yo consideré que en ese hombre se trataba de un salto extático a la gracia; y encontré después que tuvo exactamente un salto igualmente extático a la culpa otra vez. Él no era una oveja de Dios, pues no había sido lavado en contrición: pues todo el pueblo de Dios ha de ser lavado en contrición cuando es convertido de sus pecados. Nadie puede venir a Cristo y conocer Su perdón sin sentir que el pecado es una cosa odiosa, pues llevó a la muerte a Cristo. Ustedes que tienen sus ojos secos, sus rodillas sin doblar y sus corazones empedernidos, ¿cómo podrían pensar que son salvos? El Evangelio promete salvación únicamente a aquellos que realmente se arrepienten.
Sin embargo, para no herir a ninguno de ustedes, y hacerles sentir algo que no es mi intención hacerles sentir, permítanme observar que no quiero decir que deban derramar lágrimas reales. Algunos hombres tienen una constitución tan dura que no podrían derramar una sola lágrima. He conocido a algunas personas que han sido capaces de suspirar y de gemir, pero las lágrimas no brotan.
Bien, yo digo que aunque las lágrimas suministran a menudo evidencias de contrición, podrían tener «arrepentimiento para vida» sin ellas. Lo que yo quisiera que entendieran es que debe haber un dolor real. Si la oración no es vocal, debe ser secreta. Para mostrar el arrepentimiento, aunque sea mínimo, debe haber un gemido aunque no haya palabras, debe haber por lo menos un suspiro aunque no haya lágrimas.
En este arrepentimiento ha de haber, pienso, no únicamente dolor, sino que ha de haber algo práctico: debe ser un arrepentimiento práctico.
«No basta con decir que lo sentimos, y arrepentirnos,
Y luego continuar día a día como siempre caminamos.»
Muchas personas están muy apenadas y muy penitentes por sus pecados pasados. Óiganlos hablar. «¡Oh!», -dicen- «lamento profundamente haber sido un borracho un día; y sinceramente deploro haber caído en ese pecado; lamento profundamente haber hecho eso.» Luego se van directo a casa; y cuando llega la una de la tarde del día domingo los encontrarán bebiendo otra vez. Y, sin embargo, esa gente dice que se ha arrepentido.
¿Acaso les creerían ustedes cuando dicen que son pecadores, pero que no aman el pecado? Puede ser que no lo amen durante un tiempo; pero ¿podrían ser sinceros penitentes, y luego ir y transgredir otra vez inmediatamente, en la misma forma en que lo hicieron antes? ¿Cómo podríamos creerles si transgreden una y otra vez, y no abandonan su pecado? Conocemos a un árbol por sus frutos; y ustedes que son penitentes producirán obras de arrepentimiento.
A menudo he considerado como un muy hermoso ejemplo que refleja el poder de la contrición, una anécdota aportada por un piadoso ministro. Él había estado predicando sobre el arrepentimiento, y en el curso de su sermón habló del pecado del robo. Cuando iba camino a su casa, un trabajador se le acercó, y el ministro observó que tenía algo bajo su uniforme de obrero. El ministro le dijo que no tenía que acompañarle más lejos; pero el hombre persistió. Por fin le dijo: «traigo un azadón bajo mi brazo que robé en aquella finca; lo escuché predicar acerca del pecado de robo, y debo ir y ponerlo en su lugar otra vez.» Eso fue un sincero arrepentimiento, pues lo motivó a regresar y devolver el artículo robado.
Sucedía lo mismo con los isleños de los Mares del Sur, de quienes leemos que robaban la ropa y los muebles de los misioneros, y todo lo que se podían llevar de sus casas; pero cuando eran convertidos salvadoramente, les llevaban todo de regreso.
Pero muchos de ustedes dicen que se arrepienten, y sin embargo no producen fruto; eso no sirve para nada. La gente se arrepiente sinceramente, dicen, de haber cometido un robo, o de haber mantenido una casa de juegos; pero se cuidan de que todas las ganancias sean empleadas en el mejor bienestar de su corazón. El verdadero «arrepentimiento» producirá obras dignas de «arrepentimiento»; será un arrepentimiento práctico.
Pero vamos más lejos. Ustedes pueden saber si su arrepentimiento es práctico mediante esta prueba. ¿Tiene alguna duración o no? Muchos de sus arrepentimientos se asemejan al rubor hético de la persona tísica, que no es ninguna señal de salud. Muchas veces he visto a algún joven en un trance de piedad recién adquirida pero poco firme; y él ha creído que ha estado a punto de arrepentirse de sus pecados. Durante algunas horas, tal persona está profundamente contrita delante de Dios, y por semanas renuncia a sus necedades. Asiste a la casa de oración, y conversa a la manera de un hijo de Dios. Pero regresa a sus pecados como el perro vuelve a su vómito. El espíritu inmundo «ha vuelto a su casa, y ha tomado consigo otros siete espíritus peores que él,. . .y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero.»
¿Cuánto tiempo ha durado tu contrición? ¿Duró algunos meses, o te sobrevino y se alejó súbitamente? Tú dijiste: «me uniré a la iglesia; haré esto, aquello y lo otro, por amor a Dios.» ¿Son tus obras duraderas? ¿Crees que tu arrepentimiento dure seis meses? ¿Continuará por doce meses? ¿Durará hasta que estés envuelto en tu mortaja?
Pero, además, he de hacerles una pregunta más. ¿Ustedes creen que se arrepentirían de sus pecados si no hubiese un castigo delante ustedes? ¿O se arrepienten porque saben que serán castigados para siempre si permanecieran en sus pecados? Supongan que les dijera que no existe el infierno del todo; que, si quisieran, podrían blasfemar; y, si quisieran, podrían vivir sin Dios. Supongan que no hubiere recompensa para la virtud, y no hubiere castigo para el pecado, ¿cuál elegirían? ¿Podrían decir con toda honestidad esta mañana: «creo que, por la gracia de Dios, sé que elegiría la justicia aunque no hubiere recompensa para ella, aunque no se ganase nada por medio de la justicia, y no se perdiera nada por el pecado?»
Todo pecador odia su pecado cuando se acerca a la boca del infierno; todo asesino odia su crimen cuando se aproxima al patíbulo; nunca he visto que un niño odie tanto su falta como cuando va a ser castigado por ella. Si no tuvieran un motivo para temer al abismo, si supiesen que pudieran entregar su vida al pecado, y que pudieran hacerlo con impunidad, aun así, ¿sentirían que odiaban al pecado, y que no podrían, y no querrían cometer el pecado, excepto por causa de la debilidad de la carne? ¿Todavía desearían la santidad? ¿Todavía desearían vivir como Cristo? Si así fuera, -si pudieran decir eso sinceramente- si de esta manera se volvieran a Dios y odiaran su pecado con un odio eterno, no tienen que temer pues tienen un «arrepentimiento» que es «para vida».
III. Ahora viene el tercer encabezado y el último, y es LA BENDITA BENEFICENCIA DE DIOS en conceder a los hombres «arrepentimiento para vida».
El «arrepentimiento,» mis queridos amigos, es el don de Dios. Es uno de esos favores espirituales que aseguran la vida eterna. Es una maravilla de la gracia divina que no solamente provea el camino de salvación, que no solamente invite a los hombres a recibir la gracia, sino que positivamente haga que los hombres estén dispuestos a ser salvos.
Dios castigó a Su Hijo Jesucristo por nuestros pecados, y por ello proveyó la salvación para todos Sus hijos perdidos. Envía a Su ministro; el ministro pide a los hombres que se arrepientan y crean, y se esfuerza por llevarlos a Dios. Ellos no quieren escuchar el llamado, y desprecian al ministro. Pero entonces otro mensajero es enviado, un embajador celestial que no puede fallar. Emplaza a los hombres a que se arrepientan y se vuelvan a Dios. Sus pensamientos están un poco descarriados, pero después que Él, el Espíritu Divino, argumenta con ellos, olvidan el tipo de personas que eran, y se arrepienten y se vuelven.
Ahora, ¿qué haríamos nosotros si hubiésemos sido tratados como lo fue Dios? Si hubiésemos preparado una cena, o una fiesta, y hubiéremos enviado mensajeros para invitar a los convidados a venir, ¿qué haríamos? ¿Ustedes creen que nos tomaríamos el trabajo de ir por todos lados visitándolos a todos y de hacer que vinieran? Y cuando se hubieren sentado y dijeran que no pueden comer, ¿acaso abriríamos sus bocas? Si todavía declararan que no pueden comer, ¿los haríamos comer?
¡Ah!, amados, estoy inclinado a pensar que no harían eso. Si hubieran firmado las invitaciones, y los invitados no vinieran a su fiesta, ¿acaso no dirían: «no habrá fiesta»? Pero, ¿qué hace Dios? Él dice: «Ahora haré una fiesta, e invitaré a la gente, y si no vinieren, mis ministros saldrán y los traerán personalmente. Diré a mis siervos: vayan por los caminos y por los vallados, y fuércenlos a entrar, para que puedan participar de la fiesta que he preparado.»
¿Acaso no es un acto estupendo de la misericordia divina que efectivamente los vuelva dispuestos? No lo hace por medio de la fuerza, sino que usa una dulce persuasión espiritual. Primero están renuentes al máximo a ser salvados; «pero» -dice Dios- «eso no es nada, Yo tengo el poder de hacerlos volverse a Mí, y lo haré». El Espíritu Santo hace penetrar entonces la Palabra de Dios en las conciencias de Sus hijos de una manera tan bendita, que no pueden rehusarse más a amar a Jesús.
Les pido que observen que no lo hace por medio de alguna fuerza en contra de su voluntad, sino mediante una dulce influencia espiritual que cambia la voluntad.
Él coloca no únicamente un festín de cosas buenas delante de los hombres, sino que los induce a venir y participar de ellas, y los constriñe a continuar festejando mientras los lleva a la mansión permanente y eterna. Y al llevarlos arriba, le dice a cada uno: «Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia. Ahora, ¿me amas tú a Mí? «Oh, Señor,» -claman- «Tu gracia al traernos aquí demuestra que nos amas, pues nosotros estábamos renuentes a venir. Tú dijiste: irán, y nosotros dijimos que no iríamos, pero Tú nos hiciste ir. Y ahora, Señor, te bendecimos y te amamos por esa fuerza. Fue un apremio divino.» Yo era un cautivo que forcejeaba, pero fui conducido a estar dispuesto.
Quiero ser conducido en triunfo también;
Un cautivo dispuesto para mi Señor,
Para cantar los honores de Su Palabra.»
Bien, ahora, ¿qué dicen ustedes? Algunos dirán: «señor, he estado tratando de arrepentirme durante largo tiempo. En penas y aflicciones he estado orando y tratando de creer, y haciendo todo lo que pueda.» Les diré algo: lo intentarán por tiempo indefinido antes de ser capaces de hacerlo. Esa no es la forma de alcanzarlo.
Oí la historia de dos caballeros que iban de viaje. Uno de ellos le dijo al otro: «no sé cómo haces, pero da la impresión que tú recuerdas siempre a tu esposa y tu familia, y todo lo que están haciendo en casa, y da la impresión que tú conectas todas las cosas que te rodean con ellos; pero yo trato de recordar a mi familia constantemente, y, sin embargo, nunca logro hacerlo.» «No,» -respondió el otro- «esa es precisamente la razón por qué no puedes: porque lo intentas. Si pudieras conectarlos con cada pequeña circunstancia que encontramos, fácilmente los recordarías. En tal y tal momento pienso: ahora se están levantando; y en tal y tal momento: ahora están en oración; en tal y tal hora: ahora están desayunando. De esta manera los tengo siempre delante de mí.»
Creo que lo mismo sucede con relación al «arrepentimiento.» Si un hombre dijera: «quiero creer», y tratara, mediante algún medio mecánico, de inducirse al arrepentimiento, sería un absurdo, y nunca lo lograría. Pero la manera en que puede arrepentirse es, por la gracia de Dios, creyendo, creyendo y pensando en Jesús. Si viera el costado sangrante, la corona de espinas, las lágrimas de angustia; si tuviera una visión de todo lo que Cristo sufrió, no tengo temor de afirmar que se volvería a Él en arrepentimiento.
Apostaría la reputación que yo pudiera tener en las cosas espirituales afirmando que un hombre no puede, bajo la influencia de Espíritu Santo de Dios, contemplar la cruz de Cristo sin un corazón quebrantado. Si no fuera así, mi corazón sería diferente del de todos los demás. No he conocido nunca a nadie que hubiere reflexionado, y mirado la cruz, que no hubiere descubierto que la cruz engendró «arrepentimiento» y engendró fe.
Miramos a Jesús si queremos ser salvos, y luego decimos: «¡Sacrificio admirable!, que Jesús haya muerto así para salvar a los pecadores.» Si quieres la fe, debes recordar que Él la da; si quieres el arrepentimiento, ¡Él lo da!, si quieres vida eterna, Él la da liberalmente. Él puede forzarte a sentir tu gran pecado, y llevarte al arrepentimiento por la mirada de la cruz del Calvario, y el sonido del mayor y más profundo clamor de muerte: «Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?» «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Eso engendrará «arrepentimiento»; eso te hará llorar y decir: «¡Ay!, ¿y mi Salvador sangró; y mi Soberano murió por mí?» Entonces, amado amigo, si quisieras tener «arrepentimiento», este es mi mejor consejo para ti: mira a Jesús. Y que el bendito Dador de todo «arrepentimiento para salvación» te guarde de los falsos arrepentimientos que he descrito, y te dé ese «arrepentimiento» que existe para vida.
«¡Arrepiéntete!, clama la voz celestial, Y no oses demorarte; El infeliz que desdeña el mandato, muere, Y se enfrenta a un fiero día.El ojo soberano de Dios, ya no
Pasa por alto los crímenes de los hombres;
Sus heraldos son despachados por doquier
Para advertir al mundo de pecado.Los emplazamientos abarcan toda la tierra;
Que la tierra concurra y tema;
¡Escuchen, hombres de cuna real,
Y que sus vasallos oigan también!Juntos ante Su presencia dóblense,
Y confiesen toda su culpa;
Abracen al bendito Salvador ahora,
No minimicen Su gracia.Dobléguense antes de que la terrible trompeta suene,
Y los llame a Su tribunal;
Pues la misericordia conoce el límite establecido,
Y se convierte en venganza allí.»