Ninguna persona aquí presente requiere que se le diga que este es el nombre de Jesucristo, que «será para siempre.» Los hombres han afirmado acerca de muchas de sus obras: «permanecerán para siempre;» ¡pero cuánto se han desilusionado! En el período posterior al diluvio, los hombres construyeron ladrillo, recogieron asfalto, y cuando estaban construyendo la antigua torre de Babel, dijeron: «permanecerá para siempre.» Pero Dios confundió su lengua; no la pudieron terminar. Con Sus rayos la destruyó, dejándola como monumento a la insensatez de los hombres.
El viejo Faraón y los monarcas egipcios apilaron sus pirámides, y dijeron: «permanecerán para siempre,» y en efecto, permanecen hasta el día de hoy; pero se acerca el momento cuando el deterioro las devorará aun a ellas. Lo mismo sucede con las más portentosas obras del hombre, ya sea que se trate de templos o de monarquías, él ha escrito «para siempre» sobre ellas; pero Dios ha ordenado su fin, y han desaparecido. Las cosas más estables se han desvanecido como sombras y burbujas de una hora, y han sido destruidas prontamente por el mandato de Dios.
¿Dónde está Nínive, y dónde está Babilonia? ¿Dónde están las ciudades de Persia? ¿Dónde están los lugares altos de Edom? ¿Dónde está Moab, y dónde están los príncipes de Amón? ¿Dónde están los templos o los héroes de Grecia? ¿Dónde están los millones que pasaron por las puertas de Tebas? ¿Dónde están las huestes de Jerjes, o dónde los vastos ejércitos de los emperadores romanos? ¿Acaso no han desaparecido?
Y aunque en su orgullo dijeron: «esta es una monarquía eterna: esta reina de las siete colinas será llamada la ciudad eterna,» su orgullo se ha entenebrecido; y la que estaba sola y decía: «Yo estoy sentada como reina, y no soy viuda,» ha caído, ha caído, y muy pronto se hundirá como se hunde una piedra de molino en la inundación y su nombre será una maldición y objeto de burla, y su lugar será habitación de lagartijas y de búhos.
El hombre llama a su obra eterna; Dios la llama pasajera. El hombre piensa que sus obras están hechas de piedra; Dios dice: «No, están hechas de arena; o peor aún: son aire.» El hombre afirma que construye sus obras para la eternidad; Dios las sopla un instante, y ¿dónde están? Como el tejido de una visión que se evapora, pasan y parten para siempre.
Es muy reconfortante, entonces, descubrir que hay una cosa que va a permanecer para siempre. Hoy espero poder hablar de ese algo, si Dios me da la capacidad de predicar, y a ustedes les da la capacidad de escuchar. «Será su nombre para siempre.» En primer lugar, la religión santificada por Su nombre permanecerá para siempre; en segundo lugar, el honor de Su nombre permanecerá para siempre; y en tercer lugar, el poder de Su nombre que salva y que consuela, permanecerá para siempre.
I. Primero, la religión del nombre de Jesús va a permanecer para siempre. Cuando los impostores forjaron sus engaños, albergaban la esperanza de que tal vez, en una época distante, podrían arriar al mundo ante ellos, y si veían a unos pocos seguidores congregarse alrededor de su estandarte, ofreciendo incienso en su santuario, entonces sonreían diciendo: «mi religión brillará más que las estrellas y durará toda una eternidad.» ¡Pero, cuán equivocados han estado! ¡Cuántos sistemas falsos han surgido y se han desvanecido! Algunos de nosotros hemos visto, aun en nuestra corta vida, sectas que han crecido en una sola noche como la calabacera de Jonás, y que desaparecieron con la misma prontitud. También hemos visto a algunos profetas que se han levantado y que han tenido su hora: sí, han tenido su día, al igual que todos los perros, pero también como los perros, su día ha transcurrido, y el impostor, ¿dónde está? ¿Y el máximo engañador, dónde está? Ido y cesado.
Puedo decir que esto es especialmente aplicable a los sistemas de infidelidad. ¡Cómo ha cambiado en los últimos ciento cincuenta años el poder jactancioso de la razón! Ha construido algo, y al día siguiente se ha burlado de su propia obra, ha demolido su propio castillo, y ha construido otro, y un tercero al otro día. Una vez apareció con el atuendo de un tonto con sus campanitas, anunciado por Voltaire; otra vez vino en la forma de un buscapleitos bravucón, como Tom Paine; luego cambió su curso y asumió otra forma, hasta que en verdad lo encontramos ahora en el secularismo bajo y bestial de nuestros días, que no mira sino sólo a la tierra, mantiene su nariz al nivel del suelo, y tal como una bestia, piensa que este mundo lo es todo, o espera encontrar otro mundo por medio de la búsqueda de este mundo.
Bien, antes que un solo cabello de mi cabeza se torne gris, el último propugnador del secularismo se habrá marchado; antes de que muchos de nosotros cumplamos cincuenta años, una nueva infidelidad habrá aparecido, y a quienes preguntan: «¿dónde estarán los santos?» les podemos preguntar: «¿dónde estás tú?» Y ellos responderán: «hemos cambiado nuestros nombres.» Habrán cambiado sus nombres, habrán asumido una fresca figura, se habrán vestido con una nueva forma de mal; pero su naturaleza todavía será la misma, oponiéndose a Cristo, y esforzándose por blasfemar Sus verdades.
En todos sus sistemas de religión, o de irreligión (pues ese también es un sistema) puede escribirse: «se evapora: se marchita como una flor, es fugaz como un meteoro, frágil e irreal como el vapor.» Pero de la religión de Cristo se dirá: «Será su nombre para siempre.» Permítanme decir ahora unas cuantas cosas; no demostrarlo, pues no deseo hacer eso; sino darles unas cuantas sugerencias por medio de las cuales pueda algún día demostrarlo a otras personas, que la religión de Jesucristo debe inevitablemente permanecer para siempre.
Y en primer lugar, preguntamos a quienes piensan que pasará, ¿cuándo ha habido un momento en que ese nombre no ha existido? Les preguntamos que si pueden señalar con el dedo algún período cuando la religión de Jesús era algo desconocido: «Sí,» responderán, «antes de los días de Cristo y de Sus apóstoles.» Pero nosotros decimos: «Para nada, Belén no fue el lugar de nacimiento del Evangelio; aunque Jesús nació allí, ya existía un Evangelio mucho antes del nacimiento de Jesús, un Evangelio que ya era predicado, aunque no era predicado con toda la sencillez y la simplicidad con que lo escuchamos ahora. Había un Evangelio en el desierto del Sinaí, aunque puede confundirse con el humo del incienso, y sólo puede ser visto a través de las víctimas sacrificadas. Sin embargo, había un Evangelio allí.»
Sí, más aún, los podemos llevar tiempo atrás, hasta los agradables árboles del Edén, donde los frutos maduraban perpetuamente, y el verano era permanente, y les decimos que en medio de estos bosques había un Evangelio, y les dejamos escuchar la voz de Dios, cuando le hablaba al hombre infiel, diciéndole: «la simiente de la mujer herirá la cabeza de la serpiente.»
Y habiéndolos llevado hasta ese momento en el tiempo, preguntamos: «¿dónde nacieron las religiones falsas? ¿Cuál fue su cuna?» Nos señalan a Meca, o se vuelven en dirección a Roma, o hablan de Confucio, o de los dogmas de Buda. Pero nosotros decimos que ustedes se dirigen solamente a una oscuridad distante; nosotros los llevamos a la primerísima edad; los conducimos a los días de pureza; los llevamos otra vez al tiempo cuando Adán pisó por primera vez la tierra. Y entonces les preguntamos que si no es probable que como Evangelio primogénito, no será también el último en morir; y como nació tan temprano, y todavía existe, en tanto que tantas cosas efímeras se han extinguido, si no parece ser más probable que, cuando todos los otros hayan perecido como la burbuja sobre la ola, solamente nadará éste, como un buen barco sobre el océano, y todavía llevará a millares de almas, no a la tierra de las sombras, sino a través del río de la muerte, a las llanuras del cielo.
A continuación preguntamos, suponiendo que se extinguiera el Evangelio de Cristo, ¿cuál religión va a suplantarlo? Le preguntamos al sabio, que afirma que el cristianismo va a morir pronto, «le ruego que me diga, señor, ¿qué religión vamos a tener en lugar del cristianismo? ¿Vamos a tener los engaños de los paganos, que se inclinan ante sus dioses y adoran imágenes de madera y piedra? ¿Tendrán las orgías de Baco, o las obscenidades de Venus? ¿Verán a sus hijas inclinándose una vez más ante Tammuz, o llevarán a cabo ritos obscenos como los que se hacían antes? No, ustedes no soportarían tales cosas; ustedes dirían: «esto no debe ser tolerado por hombres civilizados.» «Entonces, ¿qué quisieran tener? ¿Quisieran tener al catolicismo romano con todas sus supersticiones?» Ustedes dirán: «No, Dios nos libre, nunca.»
Pueden hacer lo que quieran con Inglaterra; pero este país es muy sabio para aceptar a los Papas de nuevo mientras dure el recuerdo de Smithfield, que conserva uno de los rastros de los mártires; ay, mientras respire un hombre que se considere libre, y que se guíe por la constitución de la Vieja Inglaterra, no podemos retomar el catolicismo romano. Ese grupo puede prosperar con sus supersticiones y su clericalismo; pero al unísono, quienes me escuchan, responderían: «No aceptaremos a un Papa.»
Entonces, ¿qué escogerán? ¿Será acaso la religión musulmana? ¿Elegirían eso, con todas sus fábulas, toda su maldad y su carácter libidinoso? No les voy a hablar de eso. Ni les voy a mencionar la impostura maldita de Occidente, que se ha presentado recientemente. No vamos a permitir la poligamia, mientras haya hombres que amen el círculo social, y no toleren verlo invadido. No desearíamos, cuando Dios ha dado una esposa a un hombre, que éste se agencie veinte esposas, como compañeras de ese hombre. No podemos preferir a los mormones; no queremos hacerlo y no lo haremos.
Entonces, ¿qué tendremos en lugar del cristianismo? «¡Infidelidad!» exclaman ustedes, ¿no es cierto, señores? ¿Qué promueven muchos de ellos? Enfoques comunistas y el desgarro de toda la sociedad tal como está establecida actualmente. ¿Desearían Reinos de Terror aquí, como los tuvieron en Francia? ¿Quieren ver a toda la sociedad resquebrajada, y a los hombres errantes como monstruosos témpanos de hielo en el mar, chocando unos contra otros, y siendo destruidos completamente al final? ¡Dios nos libre de la infidelidad!
¿Qué pueden tener, entonces? Nada. No hay nada que pueda sustituir al cristianismo. ¿Qué religión le vencerá? No hay ninguna que se pueda comparar con el cristianismo. Si recorremos todo el globo terráqueo y buscamos desde Inglaterra hasta el Japón, no encontraríamos ninguna religión tan justa para Dios y tan segura para el hombre.
Le preguntamos al enemigo una vez más. Supongamos que encontráramos una religión que fuera preferible a la religión que amamos, ¿por qué medios aplastarías a la nuestra? ¿Cómo te desharías de la religión de Jesús? Y ¿cómo suprimirías Su nombre? Seguramente, señores, no pensarían nunca en la vieja práctica de la persecución, ¿o sí? ¿Probarían una vez más la eficacia de la pira y de la hoguera, para quemar el nombre de Jesús? ¿Probarían el potro de tormento y los tornillos insertados en los pulgares? ¿Nos aplicarían otros instrumentos de tortura? Inténtenlo, señores, y no apagarán al cristianismo.
Cada mártir, mojando su dedo en su propia sangre, escribiría al morir sus honores en el cielo, y la misma flama que se elevaría al cielo engalanaría las nubes con el nombre de Jesús. Ya se ha probado la persecución. Recordemos los Alpes; dejen que hablen los valles del Piamonte; dejen que Suiza dé su testimonio; que hable Francia, con su noche de San Bartolomé, e Inglaterra con todas sus masacres. Y si no han podido aplastarla todavía, ¿esperan poder hacerlo? ¿Sí lo esperan? De ningún modo. Podríamos encontrar mil personas, y diez mil si fuese necesario, que estarían prestas a marchar a la hoguera mañana: y cuando fueran quemadas, si pudieras ver sus corazones, verías que en cada uno de ellos está grabado el nombre de Jesús. «Será su nombre para siempre;» entonces, ¿cómo podrán destruir nuestro amor por Él?
«¡Ah!» responden, «vamos a intentar unos medios más blandos que eso.» Pues bien, ¿qué intentarían? ¿Inventarían una religión mejor? Los invitamos a que lo hagan, y dígannos de qué se trata; no los creemos capaces de tal descubrimiento. ¿Entonces qué? ¿Van a despertar a alguien que nos engañe y haga que nos descarriemos? Los invitamos a que lo hagan; pues no es posible engañar a los elegidos. Podrán engañar a la multitud, pero los elegidos de Dios no serán confundidos. Ya lo han intentado. ¿Acaso no nos han dado al Papa? ¿No nos han asediado con las doctrinas de Pussey? ¿No nos están tentando con el arminianismo al por mayor? Y ¿acaso por eso renunciamos a la verdad de Dios?
No; hemos adoptado esto como nuestro lema, y por él nos guiamos: «La Biblia, toda la Biblia y únicamente la Biblia,» es todavía la religión de los protestantes; y exactamente la misma verdad que movió los labios de Crisóstomo, la vieja doctrina que cautivó el corazón de Agustín, la vieja fe que Atanasio declaró, la antigua doctrina buena que Calvino predicó, es ahora nuestro Evangelio, y con la ayuda de Dios, permaneceremos en él hasta nuestra muerte. ¿Cómo lo apagarán? Si desean hacerlo, ¿dónde pueden encontrar los medios? No están a su alcance. ¡Ja, ja, ja, nos reímos de ustedes con desprecio!
Pero lo van a apagar, ¿no es cierto? Lo intentarán, dicen ustedes. Y ¿esperan lograr su propósito? Sí; sé que lo harán, cuando hayan aniquilado al sol; cuando hayan apagado la luna con las gotas de sus lágrimas; cuando se hayan bebido todo el océano dejándolo seco. Entonces lo harán. Y sin embargo, ustedes dicen que lo harán.
A continuación, yo pregunto, supongamos que lo hicieran, ¿qué sería del mundo entonces? ¡Ah!, si fuera elocuente esta noche, tal vez se los podría decir. Si pudiera tomar prestado el lenguaje de un Robert Hall podría colgar al mundo en el luto; podría convertir al océano en el mayor doliente, con sus cantos fúnebres de aullantes vientos y con su salvaje marcha mortal de olas desordenadas; yo podría vestir a toda la naturaleza, no con mantos de verde, sino con vestiduras de un negro sombrío; les pediría a los huracanes que gritaran su lamento solemne (ese alarido de la muerte de un mundo) pues ¿qué sería de nosotros si perdiéramos el Evangelio?
En cuanto a mí se refiere, yo gritaría: «¡Dejen que me largue!» No tendría ningún deseo de estar aquí sin mi Señor; y si el Evangelio no fuese verdadero, yo bendeciría a Dios si me aniquilara en este instante, pues no me importaría vivir si ustedes pudieran destruir el nombre de Jesucristo. Pero que un solo hombre fuera miserable no sería todo, pues hay miles y miles que pueden hablar como yo. Además, ¿en qué se convertiría la civilización si pudieran eliminar al cristianismo? ¿Dónde estaría la esperanza de paz perpetua? ¿Dónde los gobiernos? ¿Dónde las escuelas dominicales? ¿Dónde estarían todas sus sociedades? ¿Dónde cualquier cosa que mejore la condición del hombre, reforme su conducta, y moralice su carácter? ¿Dónde?
Dejen que el eco responda: «¿dónde?» Todo eso desaparecería y no quedaría ningún rastro de ello. Y ¿dónde, oh hombre, estaría tu esperanza del cielo? Y ¿dónde el conocimiento de la eternidad? ¿Dónde estaría la ayuda para atravesar el río de la muerte? ¿Dónde un cielo? Y ¿dónde la bendición eterna? Todo eso desaparecería si Su nombre no permaneciera para siempre. Pero estamos seguros de ello, lo sabemos, lo afirmamos, lo declaramos; creemos, y siempre lo haremos, que «Será su nombre para siempre» ay, ¡para siempre! Que trate de impedirlo quien quiera.
Este es mi primer punto; tendré que decir con aliento entrecortado el segundo punto, aunque siento tanto calor interno así como externo, que quiera Dios que pueda hablar con todas mis fuerzas, como debo hacerlo.
II. Pero, en segundo lugar, tanto como Su religión, también el honor de Su nombre permanecerá para siempre. Voltaire decía que él vivía en el crepúsculo del cristianismo. Quería decir una mentira; dijo una verdad. En efecto, él vivía en su crepúsculo; pero era el crepúsculo que precede a la mañana; no el crepúsculo de un anochecer, como quiso decir; pues viene la mañana en que la luz del sol va a irrumpir sobre nosotros con su gloria más verdadera.
Los burladores han dicho que debemos olvidarnos pronto de honrar a Cristo, y que un día, ningún hombre habrá de reconocerlo. Ahora, nosotros afirmamos otra vez, con las palabras de mi texto: «Será su nombre para siempre,» dándole el honor debido. Sí, yo les diré cuánto tiempo va a permanecer. Mientras haya en esta tierra un pecador que ha sido reclamado por la gracia Omnipotente, el nombre de Cristo permanecerá; mientras haya una María lista para lavar Sus pies con lágrimas, y secarlos con los cabellos de su cabeza; mientras respire el mayor de los pecadores que se ha lavado en la fuente abierta que lava el pecado y la impureza; mientras exista un cristiano que ha puesto su fe en Jesús, y que ha encontrado en Él su deleite, su refugio, su albergue, su escudo, su canción, y su gozo, no hay ningún temor de que el nombre de Jesús deje de ser escuchado.
No podemos renunciar nunca a ese nombre. Dejemos que el unitario tome su evangelio sin una Deidad en él; dejemos que niegue a Jesucristo; pero mientras los cristianos, los verdaderos cristianos, vivan, mientras nosotros gustemos que el Señor sea lleno de gracia, y tengamos manifestaciones de Su amor, visiones de Su rostro, susurros de Su misericordia, seguridades de Su afecto, promesas de Su gracia, esperanzas de Su bendición, no podemos cesar de honrar Su nombre.
Pero si todas estas cosas desaparecieran; si nosotros cesáramos de cantar Su alabanza, ¿sería olvidado acaso el nombre de Jesucristo? No; las piedras cantarían, las colinas formarían una orquesta, las montañas saltarían como carneros, y los cerros como ovejas, ¿acaso no es Él su creador? Y si estos labios, y los labios de todos los mortales se volvieran mudos en un instante, hay suficientes criaturas aparte de nosotros en este ancho mundo. Si así fuera, el sol dirigiría al coro; la luna tocaría su arpa de plata, y cantaría acompañando su melodía; las estrellas danzarían en sus rutas preestablecidas; las profundidades sin límites del éter serían el hogar de muchas canciones; y la inmensidad vacía estallaría en una gran exclamación: «Tú eres el glorioso Hijo de Dios; grandiosa es Tu majestad, e infinito Tu poder.»
¿Puede ser olvidado el nombre de Dios? No; está pintado en los cielos; está escrito en las inundaciones; los vientos lo susurran; las tempestades lo proclaman; los mares lo cantan; las estrellas lo brillan; las bestias lo braman; los truenos lo despliegan con estruendo; la tierra lo grita; y el cielo sirve de eco. Pero si todo eso desapareciera, si este grandioso universo se disolviera todo en Dios, de la misma manera que la espuma se disuelve en la ola que la acarrea, y se pierde para siempre, ¿sería olvidado Su nombre? No. Vuelvan sus ojos hacia aquel lugar allá; vean la tierra firme del cielo. «Estos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son, y de dónde han venido?» «Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo.» Y si estos desaparecieran; si la última arpa de los glorificados hubiera sido tocada por los postreros dedos; si la última alabanza de los santos se hubiera extinguido; si el último aleluya hubiera resonado a lo largo de las bóvedas del cielo ya desiertas, vueltas lúgubres para entonces; si el último inmortal hubiera sido sepultado en su tumba (si existieran tumbas para los inmortales) ¿cesaría entonces Su alabanza? No, ¡cielos! no; pues allá están los ángeles; ellos también cantan Su gloria; a Él, los querubines y los serafines entonan himnos sin cesar, cuando mencionan Su nombre en ese coro tres veces santo: «Santo, santo, santo, Señor Dios de los ejércitos.»
Pero si éstos perecieran; si los ángeles fueran barridos, si el ala del serafín no volviera a agitar el éter; si la voz del querubín no volviera a cantar nunca su soneto ardiente, si las criaturas vivientes dejaran de cantar su coro eterno, si las mesuradas sinfonías de gloria se extinguieran en el silencio, ¿estaría perdido Su nombre entonces? ¡Ah! no; pues Dios se sienta en Su trono, el Eterno, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Y si todo el universo fuera aniquilado, aún se escucharía Su nombre, pues el Padre lo oiría, y el Espíritu lo oiría, y permanecería grabado profundamente sobre el mármol inmortal de la roca de las edades: Jesús el Hijo de Dios; igual con Su Padre. «Será su nombre para siempre.»
III. Y también permanecerá el poder de Su nombre. ¿Quieres saber en qué consiste? Déjame decírtelo. ¿Ves a aquel ladrón allá colgado de una cruz? Mira a los demonios al pie de ella, con sus bocas abiertas, haciéndose ilusiones con el dulce pensamiento que otra alma les dará alimento en el infierno. Mira al pájaro de la muerte, batiendo sus alas sobre la cabeza de ese pobre infeliz; la venganza pasa y lo sella con el sello de su propiedad; en lo profundo de su pecho está escrito: «un pecador condenado;» en su frente hay un sudor pegajoso, colocado allí por la agonía y la muerte. Mira a su corazón: está sucio con la costra de años de pecado; el humo de la lascivia permanece dentro, en negros festones de tinieblas; su corazón entero es el infierno condensado.
Ahora míralo. Está muriéndose. Un pie parece estar en el infierno; el otro se tambalea en vida: sólo sostenido por un clavo. Hay un poder en el ojo de Jesús. Ese ladrón mira: susurra: «Señor, acuérdate de mí.» Vuelve a mirar allí. ¿Ves a ese ladrón? ¿Dónde está ese sudor pegajoso? Allí está. ¿Dónde está esa horrible angustia? Ya no está allí. Hay una clara sonrisa en sus labios. Los demonios del infierno, ¿dónde están? Ya no hay ninguno: más bien un luminoso serafín está presente, con sus alas extendidas, y sus manos listas para arrebatar esa alma, convertida ahora en una joya preciosa, y llevarla a lo alto, al palacio del grandioso Rey.
Mira dentro de su corazón: está blanco de pureza. Mira su pecho: ya no está escrita la palabra: «condenado,» sino: «justificado.» Mira en el libro de la vida: su nombre está grabado allí. Mira en el corazón de Jesús: allí, en una de las piedras preciosas, Él lleva el nombre de ese pobre ladrón. ¡Sí, una vez más, mira! ¿Ves a ese ser brillante en medio de los glorificados, más luminoso que el sol, más claro que la luna? ¡Ese es el ladrón! Ese es el poder de Jesús; y ese poder permanecerá para siempre. Quien salvó al ladrón, puede salvar al último hombre que viva sobre la tierra; pues todavía:
«Hay una fuente que desborda sangre,
Procedente de las venas de Emanuel;
Los pecadores que se hunden en esa sangre,
Pierden todas las manchas de su culpa.
El ladrón agonizante se gozó al ver
Esa fuente en su día;
Y allí yo también, tan vil como él,
He lavado todos mis pecados.
¡Amado Cordero agonizante! Esa preciosa sangre
Nunca perderá Su poder,
Hasta que toda la iglesia redimida de Dios
Sea salva para no pecar más.»
Su nombre poderoso permanecerá para siempre.
Y ese no es todo el poder de Su nombre. Permítanme llevarlos a otra escena, y ustedes serán testigos de algo un poco diferente. Allí, en ese lecho de muerte, yace un santo; no hay ninguna tristeza en su rostro, ni hay terror en su expresión. Sonríe débil pero plácidamente; gime, tal vez, pero sin embargo canta. Suspira a ratos, pero más a menudo prorrumpe en exclamaciones. Ponte a su lado. «Hermano mío, ¿qué te lleva a contemplar el rostro de la muerte con tal gozo?» «Jesús,» susurra. «¿Qué te conduce a estar en placidez y calma?» «El nombre de Jesús.» ¡Date cuenta que él olvida todo! Hazle una pregunta; no la puede responder. No te puede entender. Aún así, sonríe. Su esposa llega y le pregunta: «¿sabes mi nombre?» Él responde: «No.» Su amigo más querido le solicita recordar la intimidad que habían desarrollado. «No te conozco,» le dice. Sin embargo, si le susurras al oído: «¿conoces el nombre de Jesús?» sus ojos despiden gloria, y su rostro refleja el cielo, y sus labios recitan sonetos, y su corazón estalla de eternidad; pues el oye el nombre de Jesús, y ese nombre permanecerá para siempre. El mismo que llevó a uno al cielo, me llevará también a mí. ¡Ven, oh muerte! Voy a mencionar allí el nombre de Cristo. ¡Oh tumba! Esta será mi gloria, ¡el nombre de Jesús! ¡Perro del infierno! Esta será tu muerte, pues el aguijón de la muerte ha sido extraído: Cristo nuestro Señor. «Será su nombre para siempre.»
Tenía cientos de cosas especiales que les hubiera querido presentar; pero mi voz me falla, así que es mejor que me detenga. No van a requerir nada más de mí hoy, ustedes se dan cuenta de la dificultad con que hablo cada palabra. ¡Espero que Dios las aplique en sus corazones! Yo no estoy particularmente ansioso en relación a mi propio nombre, si va a durar para siempre o no, siempre que esté registrado en el libro de mi Señor. Cuando a George Whitfield le preguntaron si fundaría una denominación, dijo: «No; nuestro hermano Wesley puede hacer como le plazca, pero dejen que mi nombre se extinga; que el nombre de Cristo permanezca para siempre.» ¡Amén a eso! Que mi nombre se disuelva; pero que el nombre de Cristo permanezca para siempre.
Estaré contento si me olvidan cuando se hayan marchado. La mitad de estos rostros, no los volveré a ver otra vez, me atrevo a decir; tal vez no serán persuadidos jamás a entrar dentro de los muros de una asamblea; tal vez considerarán que no es lo suficientemente respetable asistir a una reunión Bautista. Bien, yo no digo que nosotros seamos gente respetable; no afirmamos que lo somos; pero sí afirmamos lo siguiente: que amamos nuestras Biblias; y si no es respetable hacer eso, no nos importa no ser tenidos en estima. Pero no creemos que seamos indignos de respeto después de todo, pues yo creo, si se me permite dar mi propia opinión, que si el cristianismo protestante fuese contado fuera de esa puerta (no solamente cada cristiano verdadero, sino cada persona que profesa) yo creo que los que creen en el bautismo infantil no tendrían una gran mayoría de qué hacer alarde.
Después de todo, no somos una diminuta secta sin reputación. Si sólo toman en cuenta Inglaterra, tal vez lo seamos; pero consideren los Estados Unidos de América, Jamaica, y las Indias Occidentales, e incluyan a quienes son bautistas de acuerdo a sus principios, aunque no abiertamente, y no somos menos que nadie, ni siquiera que la Iglesia de Inglaterra, en lo que a números se refiere. Si embargo este no es un tema que nos preocupe; pues yo digo del nombre de los bautistas: que perezca, pero que el nombre de Cristo permanezca para siempre.
Espero con placer el día cuando no haya ni un solo bautista con vida. Espero que se vayan pronto. Ustedes se preguntarán: «¿Por qué?» Pues cuando todo el mundo reconozca el bautismo por inmersión, nosotros estaremos inmersos en todas las denominaciones, y nuestra denominación habrá desaparecido. Por una vez otórguennos la preeminencia y ya no seremos más una denominación. Un hombre puede pertenecer a la Iglesia de Inglaterra, a los metodistas, o a los independientes, y sin embargo ser un bautista. Así que digo que el nombre bautista desaparezca pronto; pero que el nombre de Cristo permanezca para siempre.
Sí, y debido a mi amor por Inglaterra, yo no creo que perecerá jamás. ¡No, Inglaterra! Tú nunca vas a perecer; pues la bandera de la vieja Inglaterra está clavada al mástil por las oraciones de los cristianos, por los esfuerzos de la escuela dominical, y por sus hombres piadosos. Pero aún así digo que dejen que el nombre de Inglaterra perezca; que se disuelva en una gran hermandad; no tengamos ninguna Inglaterra, ni ninguna Francia, ni Rusia, ni Turquía, pero tengamos una cristiandad; y yo digo de todo corazón, desde lo profundo de mi alma, que perezcan las naciones y las distinciones nacionales, pero que el nombre de Cristo permanezca para siempre.
Tal vez sólo haya una cosa en la tierra que amo más que lo último que acabo de mencionar, y esa es la pura doctrina del calvinismo no adulterado. Pero si eso contuviera error, si hubiera cualquier cosa que sea falsa, yo soy el primero en decir, que eso perezca también, y que el nombre de Cristo permanezca para siempre. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Jesús: «¡Que sea coronado Rey de todo!» No me oirán decir ninguna otra cosa. Estas son mis últimas palabras en Exeter Hall, por el momento. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! «Que sea coronado Rey de todo.»