Tal vez ninguna otra figura represente a Dios bajo una luz más agraciada, que esas figuras de lenguaje que lo muestran inclinándose desde Su trono, y descendiendo del cielo para suplir las necesidades y considerar las aflicciones de la humanidad. Hemos de sentir amor por ese Dios que, cuando Sodoma y Gomorra rezumaban iniquidad, no quería destruir esas ciudades, aunque conocía su culpa y su maldad, hasta no haberlas visitado y transitado durante un tiempo por sus calles.
Pienso que no podemos evitar derramar en afecto nuestro corazón para con ese Dios, de quien se nos informa que inclina Su oído desde la gloria más sublime, y lo pone junto al labio del más débil individuo que exprese un deseo sincero.
¿Cómo podríamos resistirnos a sentir que Él es un Dios a quien debemos amar, cuando sabemos que presta atención a todo lo que nos concierne, que cuenta los propios cabellos de nuestra cabeza, que pide a los ángeles que protejan nuestros pasos para que nuestros pies no tropiecen en piedra, que señala nuestra senda y ordena nuestros caminos?
Pero esta grandiosa verdad es acercada especialmente al corazón del hombre, cuando recordamos cuán solícito es Dios, no meramente en lo referente a los intereses temporales de Sus criaturas, sino en lo concerniente a sus intereses espirituales. Dios es representado en la Escritura como en espera de dar por gracia, o, en el lenguaje de la parábola, como viendo a Sus hijos pródigos cuando aún están lejos; corriendo y echándose sobre su cuello y besándolos. Él está tan atento a todo lo que es bueno en el corazón del pobre pecador, que para Él hay música en un suspiro, y belleza en una lágrima; y en este versículo que acabo de leer, Él se representa como viendo al corazón del hombre y escuchando: escuchando por si pudiera oír algo que fuera bueno. «Escuché y oí; escuché; me quedé quieto y estuve atento a ellos.» Y cuán amigable se muestra Dios, cuando es representado como volviéndose a un lado, y por decirlo así, exclamando con dolor en Su corazón: «En verdad escuché y en verdad oí; no hablan rectamente; no hay hombre que se arrepienta de su mal, diciendo: ¿Qué he hecho?»
¡Ah, querido lector!, tú no albergas nunca un deseo hacia Dios que no aliente la esperanza de Dios; no pronuncias nunca una oración dirigida al cielo que Él no advierta; y aunque muy frecuentemente tú has musitado oraciones que han sido como la nube mañanera y como el rocío de la madrugada que pronto se desvanecen, sin embargo, todas estas cosas han conmovido las entrañas de Jehová; pues Él ha estado escuchando tu clamor y ha estado advirtiendo el resuello de tu alma, y aunque todo se desvaneció, no pasó inadvertido, pues Él lo recuerda incluso ahora.
Y, ¡oh, tú que estás buscando en este día un Salvador, recuerda que los ojos de ese Salvador están puestos hoy en tu alma buscadora! No estás buscando a alguien que no pueda verte; estás viniendo a tu Padre, pero tu Padre te ve desde la distancia. Sólo una lágrima rodó por tu mejilla, pero tu Padre la advirtió como una señal esperanzadora; sólo un latido sacudió tu corazón hace un instante cuando se cantaba el himno, pero Dios, el Amante, advirtió incluso eso, y lo consideró al menos como un presagio de que no estás tan endurecido por el pecado, ni descartado por el amor y la misericordia.
El texto es: «¿Qué he hecho?» Sólo voy a introducirlo con unas cuantas palabras de persuasión afectuosa, exhortando a todos los presentes a que se hagan esa pregunta. En segundo lugar, les diré unas cuantas palabras de ayuda, tratando de responder esa pregunta; y habiendo hecho eso, concluiré con unas cuantas frases de solemne amonestación para quienes han tenido una respuesta adversa.
I. Primero, entonces, unas cuantas palabras de SINCERA PERSUASIÓN, solicitando a cada uno de los ahora presentes, y más especialmente a cada persona inconversa, que se hagan la pregunta y la respondan solemnemente: «¿Qué he hecho?»
A pocas personas les gusta tomarse la molestia de revisar sus propias vidas. La mayoría de las personas están tan cerca de la bancarrota que se avergüenzan de revisar sus propios libros. La gran mayoría de la humanidad se asemeja al necio avestruz, que, cuando es perseguido de cerca por los cazadores, entierra su cabeza en la arena y cierra sus ojos, y piensa que debido a que no ve a sus perseguidores, entonces está seguro. Gran parte de la humanidad, repito, se avergüenza de revisar su propia biografía; y si la conciencia y la memoria se pudieran convertir en coautores de una historia de sus vidas desde el principio hasta el fin, comprarían un gran broche de hierro y un candado y encerrarían el volumen, pues no se atreverían a leerlo. Saben que es un libro lleno de lamentación y aflicción, que no se atreverían a leer, y continúan todavía en sus iniquidades.
Yo tengo, por tanto, una difícil tarea al tratar de persuadir a cada uno de ustedes a que tomen el libro; sin importar que sus páginas sean unas cuantas o muchas, o que sean blancas o negras, me resultará difícil inducirlos a que las lean todas.
Pero pido que el Espíritu Santo te persuada ahora a que respondas a esta pregunta: «¿Qué he hecho?» Pues, recuerda, mi querido amigo, que escudriñarte a ti mismo no te puede causar ningún daño. Ningún comerciante empobrece jamás por revisar sus libros; podría descubrirse más pobre de lo que pensaba, pero no es la revisión de los libros lo que lo ha afectado; él se perjudicó por alguna mala práctica comercial que tuvo lugar antes.
Amigo mío, es mejor que conozcas el pasado mientras haya tiempo de restaurarlo, y no que continúes con tus ojos vendados, esperando entrar por las puertas del Paraíso y descubrir tu error cuando, ¡ay!, ya sea demasiado tarde porque la puerta está cerrada. No se pierde nada con hacer un inventario; no puedes empeorar en nada por causa de un breve autoexamen. Esto, en sí mismo, será un fuerte argumento para inducirte a hacerlo; pero recuerda que puedes estar muchísimo mejor; pues supón que tus asuntos estén bien con Dios: entonces puedes estar muy contento y consolarte, pues el que está bien con su Dios no tiene motivo para estar triste.
Pero, ¡ah!, recuerda que hay muchas probabilidades de que estés mal. Hay tantas personas en este mundo que viven engañadas, que existen altas probabilidades de que estés también engañado. Podrías tener un nombre para vida y sin embargo estar muerto; podrías ser como el árbol de John Bunyan, del cual dijo: «era hermoso de verse y era verde por fuera, pero su interior estaba lo suficientemente podrido para ser yesca del yesquero del diablo.» En este día podrías estar muy bien encalado delante de ti y delante de tus semejantes, y ser sumamente hermoso, pero muy bien podrías ser ese fariseo de quien Cristo dijo: «Eres un sepulcro blanqueado,… mas por dentro estás lleno de huesos muertos y de toda inmundicia.»
Ahora, hombre, aunque tú quieras ser engañado, por mi parte siento que preferiría mil veces conocer realmente mi propio estado, en vez de tener las imágenes más agradables acerca de ese estado y descubrirme engañado.
Muchas veces he musitado solemnemente esta oración: «Señor, ayúdame a conocer lo peor de mi propio caso; si todavía soy un apóstata de Ti, sin Dios y sin Cristo, al menos haz que sea honesto conmigo mismo y sepa lo que soy.»
Recuerda, amigo mío, que el momento disponible para que hagas un autoexamen es, después de todo, muy breve. Pronto sabrás el gran secreto. Tal vez yo no pronuncie palabras lo suficientemente fuertes para romper la máscara que ahora tienes sobre ti, pero hay alguien que se llama Muerte que no aceptará ninguna lisonja. Podrías disfrazarte hoy con el vestido de un santo, pero la muerte te desnudará pronto, y estarás delante del tribunal después de que la muerte te hubiere descubierto en toda tu desnudez, ya sea que esa desnudez sea inocencia o culpabilidad.
Recuerda, también, que aunque tú puedas engañarte a ti mismo, no engañarás a tu Dios. Tú podrías sentir cargas ligeras, y el fiel de la balanza en la que te pesas podría no ser honesto, y podría, por tanto, no decirte la verdad; pero cuando Dios te juzgue no hará concesiones; cuando el eterno Jehová tome la balanza de la justicia y ponga Su ley en uno de los platillos, ah, pecador, ¡cómo temblarás cuando te ponga a ti en el otro! Pues, a menos que Cristo sea tu Cristo, se encontrará que eres liviano de peso: pesado serás en la balanza y serás hallado falto.
¡Oh, qué palabras adoptaré para inducir a cada uno de ustedes a que se escudriñen ahora! Conozco las varias excusas que algunos de ustedes presentarán. Algunos argumentarán que son miembros de iglesias, y que, por tanto, no tienen problemas.
Tal vez me estés mirando desde alguna de las galerías, y me digas: «señor Spurgeon, sus manos me bautizaron este mismo año en el Señor Jesús, y a menudo usted me ha pasado el pan y el vino sacramentales.» Ah, amigo mío, yo sé eso, y me temo que he bautizado a muchos que el Señor no ha bautizado jamás; y algunos de ustedes que han sido recibidos en la membresía de la iglesia en la tierra, jamás fueron recibidos por Dios. Si Jesucristo tenía un hipócrita entre Sus doce discípulos, ¿cuántos hipócritas no tendré aquí entre cerca de mil doscientas personas?
¡Ah!, queridos lectores, en esta época es muy fácil hacer una profesión de religión: muchas iglesias reciben candidatos a su membresía sin ningún examen de ningún tipo; algunas de esas personas han venido a mí, y yo les he dicho: «debo tratarte de la misma manera como si hubieses venido del mundo», porque me dijeron: «yo nunca vi al ministro; yo escribí una nota a la iglesia, y ellos me recibieron.»
En verdad, en esta época de profesiones, un hombre podría hacer la profesión más elevada del mundo, y sin embargo, ser contado con los apóstatas condenados al final. No se desentiendan de la pregunta por esa causa; y no digan: «estoy demasiado ocupado para atender mis asuntos espirituales; todavía hay tiempo suficiente.» Muchos han dicho eso, y antes de que su «tiempo suficiente» hubiere llegado, se encontraron donde el tiempo no será más.
¡Oh, tú que dices que tienes suficiente tiempo, cuán poco sabes lo cerca que está de ti la muerte! Hay algunas personas aquí presentes que no verán el día de año nuevo; hay toda probabilidad de que un gran número de personas no verá otro año. Oh, que el Señor nuestro Dios nos prepare a cada uno de nosotros para la muerte y para el juicio, y bendiga la exhortación de esta mañana para nuestra preparación, conduciéndonos a hacernos la pregunta: «¿qué he hecho?»
II. Entonces, ahora he de ayudarles a responder la pregunta: «¿Qué he hecho?»
Cristiano, cristiano verdadero, tengo muy poco que decirte a ti esta mañana. No voy a multiplicar mis palabras, sino que dejaré la indagación a tu propia conciencia. ¿Qué has hecho tú? Oigo que respondes: «no he hecho nada para salvarme a mí mismo; pues eso fue hecho para mí en el pacto eterno, desde antes de la fundación del mundo. No he hecho nada para hacer una justicia para mí, pues Cristo dijo: «Consumado es»; yo no he hecho nada para alcanzar el cielo por mis méritos, pues todo eso lo hizo Jesús por mí antes de que yo naciera.»
Pero dime, hermano, ¿qué has hecho tú por Él, que murió para salvar tu alma desventurada? ¿Qué has hecho por Su iglesia? ¿Qué has hecho para la salvación del mundo? ¿Qué has hecho para promover tu propio crecimiento espiritual en la gracia?
¡Ah!, mi pregunta podría arremeter duramente contra algunos de ustedes que son verdaderos cristianos; pero los dejaré a su Dios. Dios disciplinará a Sus propios hijos. Sin embargo, haré una pregunta directa. ¿Acaso no hay muchos cristianos aquí presentes, que no pueden recordar haber sido el instrumento de la salvación de un alma durante este año? Vamos, revisa ahora: ¿tienes alguna razón para creer que directa o indirectamente has sido hecho el instrumento de la salvación de un alma en este año?
Voy a ir más allá. Algunos de ustedes son cristianos veteranos, y les haré esta pregunta: ¿tienen alguna razón para creer que desde que fueron convertidos han sido alguna vez el instrumento de salvación de un alma? En el oriente, en la época de los patriarcas, se consideraba una afrenta que una mujer no tuviera hijos; pero para un cristiano cuán grande afrenta es que no tenga hijos espirituales, ¡que no tenga a nadie nacido para Dios por su instrumentalidad!
Y, sin embargo, hay aquí algunas personas que han sido espiritualmente estériles, y no han traído ningún convertido a Cristo; no tienen ni una sola estrella en su corona de gloria, y deben llevar una corona sin estrellas en el cielo.
¡Oh!, me parece ver el gozo y la alegría con los que una buena hija de Dios me miró la semana pasada, cuando escuchamos de uno que había sido convertido por su instrumentalidad. La tomé de la mano y le dije: «bien, ahora tienes un motivo para dar gracias a Dios.» «Sí, señor» -respondió- «ahora me siento como una mujer feliz y enaltecida. Nunca había sido hasta ahora, que yo sepa, el medio de traer un alma a Cristo.» Y la buena mujer se veía muy feliz, y lágrimas de alegría brotaban de sus ojos.
¿Cuántas personas has traído a Cristo durante este año? Vamos, cristiano, ¿qué has hecho? ¡Ay! ¡Ay!, tú no has sido una higuera estéril, pero aun así tu fruto es de tal naturaleza que no puede ser visto. Podrían estar vivos para Dios, pero, ¿cuántos de ustedes han sido muy improductivos e infructíferos?
Y no piensen que mientras trato duramente con ustedes yo mismo quiera escaparme. No; yo me hago la pregunta: «¿qué he hecho?» Y cuando pienso en el celo de Whitfield, y en la sinceridad de muchos de aquellos grandes evangelistas de los tiempos antiguos, me quedo aquí consternado de mí mismo, y me hago la pregunta: «¿qué he hecho?» Yo sólo puedo responderla con alguna confusión de rostro. ¡Cuán a menudo les he predicado a ustedes la Palabra de Dios, y, sin embargo, cuán pocas veces he llorado por ustedes como debería hacerlo un pastor! Cuán a menudo he debido advertirles de la ira venidera, y además he olvidado ser más denodado de lo que pude haber sido. Temo que la sangre de algunas almas permanezca en mi puerta cuando me presente para ser juzgado por mi Dios al final. Les suplico que rueguen por su ministro por esto: que sea perdonado, si ha existido alguna vez falta de denuedo, y de energía y de oración, y rueguen que durante el siguiente año predique siempre como si no pudiera predicar nunca más:
Mientras cuestionaba al cristiano con la pregunta: «¿qué he hecho?», oí al moralista que decía: «señor, he hecho todo lo que debí haber hecho. Usted podría, como un predicador del Evangelio, estar allí y hablarme acerca de pecados; pero yo le digo, señor, que he hecho todo lo que me correspondía; siempre he asistido regularmente a mi iglesia o capilla cada domingo, en la medida que un hombre o una mujer pueden hacerlo; siempre he dicho oraciones en familia, y siempre oro antes de ir a la cama y cuando me levanto por la mañana. No le debo nada a nadie, que yo sepa, ni he sido áspero con nadie; doy una porción sustancial a los pobres y creo que si las buenas obras tienen algún mérito, ciertamente he hecho muchas.»
Muy correcto, amigo mío, en verdad muy correcto, si las buenas obras tuvieran algún mérito; pero es muy desafortunado que no tengan ninguno; pues, nuestras buenas obras, si las hiciéramos para salvarnos por ellas, no son mejores que nuestros pecados. Podrías muy bien esperar ir al cielo por maldecir y jurar, que ir por los méritos de tus propias buenas obras; porque aunque las buenas obras sean infinitamente preferibles a maldecir y jurar desde un punto de vista moral, sin embargo, no hay más mérito en lo uno de lo que hay en lo otro, aunque haya menos pecado en lo uno que en lo otro. Ten la bondad de recordar, entonces, que todo lo que has estado haciendo todos estos años no sirve de nada.
«Bien, señor, pero yo he confiado en Cristo.» Ahora, ¡alto ahí! Permíteme hacerte una pregunta. ¿Quieres decir que has confiado en parte en Cristo y en parte en tus propias buenas obras? «Sí, señor.» Bien, entonces, déjame decirte que el Señor Jesucristo no será utilizado para hacer contrapeso; debes tomar a Cristo plenamente, o no hacerlo del todo, pues Cristo no irá nunca a medias contigo en la obra de tu salvación. Entonces, repito, todo lo que hayas podido hacer jamás no sirve de nada. Has estado construyendo una casa de cartón y la tempestad la echará por tierra; has estado construyendo una casa sobre arena, y cuando las lluvias desciendan, y vengan ríos, el último vestigio de esa casa será arrasado para siempre.
¡Oigan ustedes la palabra del Señor! «Por las obras de la ley nadie será justificado.» «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas»; y, en la medida en que no hubieren permanecido en todas las cosas escritas en la ley, ustedes son transgresores de la ley, y están bajo la maldición, y todo lo que la ley tiene para decirles, es: «¡maldito, maldito, maldito! Su moralidad no les sirve de ninguna ayuda, en cuanto a las cosas eternas.»
Me vuelvo a otro carácter. Dice: «bien, yo no confío en mi moralidad ni en ninguna otra cosa; yo digo:
No tengo nada que ver con hablar de la eternidad, como quieres que haga. Pero, amigo, no soy una mala persona, después de todo. Es muy poca cosa lo que alguna vez hago mal; de vez en cuando un pecadillo, simplemente una pequeña insensatez, pero ni mi país, ni mis amigos, ni mi propia conciencia pueden decir algo en mi contra. Es cierto, yo no soy ninguno de sus santos; yo no profeso ser demasiado estricto; a veces puedo ir demasiado lejos, pero es sólo un poco, y me atrevo a decir que podemos enderezar todas las cosas antes de que venga el fin.» Bien, amigo, pero me habría gustado que te hicieras la pregunta: «¿qué he hecho?»
Me parece que si cada uno de ustedes simplemente se quitara esa película que cubre su corazón y su vida, podrían ver una aflictiva lepra ocultándose detrás de lo que han hecho. «Bien, tratándose de eso» -diría alguno- «tal vez he tomado una copa o dos de más algunas veces.» ¡Detente un poco! ¿Cuál es el nombre de eso? «Vamos, es sólo un poco de júbilo, amigo.» Alto: pongámosle el nombre correcto. ¿Cómo le llamarías si se tratara de cualquier otra persona? «Borrachera, supongo.»
Otro dice: «he sido un poco atolondrado en mis pláticas algunas veces.» ¿Qué es eso? «Ha sido sólo un rato de esparsión.» Sí, pero por favor llámalo como debe ser llamado: conversaciones lascivas. Escribe eso. «¡Oh, no, amigo; las cosas se están poniendo muy serias!» Sí, lo son en verdad; pero no parecen ser más serias de lo que realmente son.
Algunas veces has salido el día domingo, ¿no es cierto? «¡Oh, sí!; pero eso sólo ha sido de vez en cuando; sólo algunas veces.» Sí, pero hemos de escribirlo como es, y veremos en qué para la lista. ¡Quebrantamiento del domingo! «Alto» -dices tú- «no he pasado más allá, amigo; en verdad no he ido más allá.» Yo supongo que en tu conversación, algunas veces en tu vida, has citado textos de la Escritura para hacer chistes de ellos, ¿no es cierto? Y algunas veces has clamado, cuando has estado algo sorprendido: «¡Señor, ten misericordia de mí!», y has usado expresiones semejantes. No me aventuro a decir que juras: aunque hay una manera cristiana de jurar que acostumbran algunas personas, y consideran que no es jurar realmente, pero qué sería entonces, nadie lo sabe, y por tanto lo registraremos como juramentos: maldiciones y juramentos. «¡Oh, amigo!, fue sólo cuando alguien me pisó los pies, o cuando estaba enojado.» No importa, regístralo con su nombre correcto: obtendremos de ti una buena lista muy pronto.
Yo supongo que en el comercio nunca adulteras tus artículos. «Bien, ese es un asunto de negocios en el que no debes interferir.» Pues, sucede que voy a interferir -y si estás de acuerdo, lo llamaremos por su nombre correcto-: robo. Vamos a registrar eso. Yo supongo que nunca has sido duro con un deudor, ¿no es cierto? ¿No has deseado nunca, en ningún momento, ser más rico, y en otras ocasiones, no has medio deseado que tu vecino de enfrente perdiera parte de su clientela, para que tú la adquirieras? Bien, lo llamaremos por su nombre correcto: eso es «avaricia, que es idolatría.»
Ahora, parece que la lista se está poniendo negra. Además de eso, ¿Cómo has pasado todo este año? Y, aunque hayas pretendido decir oraciones algunas veces, ¿has orado realmente alguna vez? No, no lo has hecho. Bien, entonces debes poner en la lista: falta de oración. Algunas veces has leído la Biblia, y algunas veces has escuchado al ministro; pero, después de todo, ¿no has dejado que todas estas cosas pasaran de lejos? Entonces yo quiero saber si eso no es despreciar a Dios, y si no habríamos de registrarlo bajo ese nombre.
En realidad sólo necesitamos ir un poco más lejos; pues la lista, una vez sumada, es pavorosa, y pocos de nosotros podemos escapar de pecados tan grandes como estos, si nuestra conciencia estuviere lo suficientemente despierta.
Pero hay un hombre aquí presente que se ha vuelto muy descuidado e indiferente en relación a cada punto de moralidad; y me dice: «¡Ah, joven amigo!, yo podría decirte lo que he hecho durante el año.» Alto, amigo, no deseo saber eso particularmente ahora; puedes decírtelo a ti mismo cuando llegues a casa. Hay personas jóvenes aquí: tal vez no les haría mucho bien saber lo que tú has hecho. No eres nada mejor de lo que deberías ser, afirman algunas personas; lo que significa que eres tan malo que no les gustaría decir lo que eres. ¿Acaso supones que en toda esta congregación no contamos con hombres pervertidos, con nadie que se entregue al pecado más terrible y a la lascivia más vil?
Vamos, el ángel de Dios parecería estar sobrevolando en nuestro medio, y tocando la conciencia de algunos para hacerles saber a qué iniquidades se han entregado durante el año. Yo le pido a Dios que mi simple alusión a ellos pueda ser el instrumento para despertar su conciencia.
¡Ah!, ustedes podrían ocultar sus pecados; el cobertor de la oscuridad podría ser su refugio; ustedes podrían pensar que no serán descubiertos nunca; pero recuerden que cada pecado que hayan cometido será leído delante del sol, y los hombres y los ángeles lo escucharán en el día de la cuenta final.
¡Ah, querido lector! Independientemente que seas moral o que seas disoluto, te suplico que respondas hoy solemnemente a esta pregunta: «¿Qué he hecho?» Sería muy bueno que tomaras un pedazo de papel cuando llegaras a casa, y simplemente escribieras todo lo que has hecho, desde el pasado Enero hasta Diciembre; y si algunos de ustedes no se espantaran por ello, debo decirles que han de tener nervios muy fuertes, y que no son candidatos a aterrarse ante mucho todavía.
Ahora me dirijo de manera especial al hombre inconverso, y me gustaría ayudarle a responder a esta pregunta desde otro punto de vista. «¿Qué he hecho?» ¡Ah, hombre!, tú que vives en pecado, tú que eres un amante del placer más que un amante de Dios, ¿qué has hecho tú? ¿Acaso no sabes que un pecado basta para condenar a un alma para siempre? ¿Acaso no has leído nunca en la Santa Escritura que es maldito el que peca una sola vez? ¡Cuán condenado, entonces, estás tú por las miríadas de pecados de este solo año! Recuerda, te lo suplico, los pecados de tu juventud, y tus anteriores transgresiones hasta este momento; y si un solo pecado te arruinaría por siempre, ¡cuán arruinado estás ahora! Vamos, hombre, una ola de pecado podría anegarte. ¿Qué harán estos océanos de tu culpa? Un testigo en contra tuya bastará para condenarte: contempla las multitudes de necedades y de crímenes congregados alrededor del tribunal, que han venido a testimoniar en contra tuya en el juicio. ¿Cómo escaparás a sus testimonios, cuando Dios te llame a Su tribunal? ¿Qué has hecho tú? Vamos, hombre, responde esta pregunta. Hay muchas consecuencias involucradas en tu pecado, y para responder esta pregunta correctamente debes responder a cada consecuencia: ¿qué has hecho a tu propia alma? Vamos, tú la destruiste; has hecho lo mejor que podías para arruinarla para siempre. Has estado cavando calabozos para tu propia pobre alma; has estado apilando haces de leña; has estado forjando cadenas de hierro, combustible para quemarla, y grilletes para aherrojarla para siempre.
Recuerda, tus pecados son como la siembra para una cosecha. ¡Qué cosecha es la que has sembrado para tu pobre alma! Has sembrado viento y torbellino segarás; iniquidad has sembrado y condenación segarás.
¿Pero qué has hecho en contra del Evangelio? Recuerda cuántas veces este año has oído su predicación. Vamos, desde tu nacimiento ha habido vagones cargados de sermones desperdiciados en ti. Tus padres oraron por ti en tu juventud; tus amigos te instruyeron hasta que alcanzaste la edad adulta. Desde entonces, ¡cuántas lágrimas han sido derramadas por el ministro por tu causa! ¡Cuántas súplicas han sido dirigidas a tus oídos! Pero tú has roto la flecha. Los ministros se han preocupado por salvarte, pero tú no te has preocupado por ti mismo.
¿Qué has hecho en contra de Cristo? Recuerda que Cristo ha sido un buen Cristo para los pecadores aquí; pero así como no hay nada que arda tan bien como esa suave sustancia que es el aceite, así no habrá nada que sea tan fiero como ese Salvador de bondadoso corazón, cuando venga para ser tu Juez. Más fiero que un león sobre su presa es el amor rechazado. Desprecia a Cristo en la cruz, y será algo terrible para ti ser juzgado por Cristo cuando esté en Su trono.
Pero además: ¿qué has hecho por tus hijos este año? ¡Oh!, hay algunos aquí presentes que han estado haciendo todo lo posible para arruinar las almas de sus hijos. «Es una responsabilidad la que descansa sobre un padre»; y, ¿qué se dirá de un padre borracho? ¿Qué se dirá del hombre que da a sus hijos un ejemplo de ebriedad?
Blasfemo, ¿qué has hecho por tu familia? ¿Acaso no has estado retorciendo la cuerda para su destrucción eterna? ¿Acaso no harán con seguridad lo que tú haces?
Madre, tú tienes varios hijos, pero en este año no has orado por ninguno de ellos. Nunca has puesto tu brazo alrededor de sus cuellos mientras estaban de rodillas junto a su cama por la noche, y decían: «Padre nuestro»; nunca les has hablado del Jesús que amaba a los niños, y que una vez se volvió un niño como ellos. Ah, entonces, has descuidado a tus hijos.
Yo recuerdo a una madre que fue convertida a Dios en su ancianidad, y ella me dijo -y no voy a olvidar nunca el dolor de esa mujer- «Dios me ha perdonado, pero yo nunca me perdonaré a mí misma. Pues, señor,» -comentó ella- «he alimentado y he criado a los hijos, pero lo he hecho sin ninguna consideración a la religión.» Y luego rompió a llorar y me dijo: «¡señor, he sido una cruel madre; he sido una desventurada!» «Vamos, mi buena mujer» -le repliqué- «tú has criado a tus hijos.» «Sí,» -respondió ella- «mi esposo murió cuando eran muy pequeños y me dejó con seis hijos y estas manos han ganado el pan para ellos y les han provisto de vestidos; «nadie» -me dijo- «podría acusarme de ser áspera con ellos en algo, excepto en esto: pero resulta ser lo peor de todo, pues he sido una cruel madre para ellos, pues mientras alimentaba sus cuerpos, descuidaba sus almas.»
Pero algunos han sobrepasado esto. ¡Ah, joven amigo, no solamente has hecho lo mejor que has podido para condenarte, sino que has hecho lo mejor para condenar a otros! Recuerda en Enero pasado, cuando invitaste a aquel joven para que fuera por primera vez a la cantina, y te reíste de todos sus infantiles escrúpulos según los llamabas tú, y le invitaste a que bebiera como lo hiciste. Recuerda cuando en la oscuridad de la noche condujiste al descarrío por primera vez a un joven cuyos principios eran virtuosos, y que no había conocido la lascivia sino hasta que tú se la revelaste; le dijiste en aquel momento: «¡ven conmigo; te mostraré la vida de Londres, voy a dejar que veas el placer!» Aquel hombre joven -cuando vino a tu taller por primera vez- solía ir los domingos a la casa de Dios y parecía dar indicios de ir al cielo, «¡ah!», -dices- «a punta de burlas le quité la religión a Jackson, y ya no sale a ninguna parte los domingos excepto para ir de parranda, y es tan divertido ahora como cualquiera de nosotros.» ¡Ah!, amigo, y tú tendrás dos infiernos cuando te conviertas en un condenado; tendrás tu propio infierno y el suyo también, pues el te mirará a través de las espeluznantes llamas, y te dirá: «¡quizá nunca habría estado aquí, si tú no me hubieras traído aquí!» Y, ¡ah!, seductor, ¿qué ojos serán los que te mirarán con una mirada feroz y penetrante a través del horror del infierno? ¡Serán los ojos de uno al que condujiste a la iniquidad! ¡Qué doble infierno serán para ti cuando te miren ferozmente como dos estrellas cuya luz es furia y marchiten tu sangre por siempre!
Hagan una pausa, ustedes que han conducido a otros al descarrío, y tiemblen ahora. Yo mismo hice una pausa, y oré a Dios cuando conocí al Salvador por primera vez, para que me ayudara a conducir a Cristo a aquellos que yo había conducido al descarrío de alguna manera.
Y yo recuerdo que George Whitfield dice que cuando comenzó a orar, su primera oración fue que Dios convirtiera a aquellos con los que solía jugar a las cartas desperdiciando sus domingos. «Y bendito sea Dios» -dice- «cada uno de ellos fue convertido».
Oh, Dios mío, ¿acaso no puedo detectar sorpresa y terror en algún rostro aquí? ¿Acaso no tiemblan y chocan entre sí las rodillas del hombre? ¿Acaso no se acobarda en su interior el corazón de nadie por causa de su iniquidad? En verdad no puede ser así, pues de otra manera sus corazones se habrían vuelto de acero, y sus entrañas se habrían vuelto como de hierro en su interior. En verdad, si así fuera, las palabras de Dios son muy ciertamente verdaderas, aquellas palabras en las que dice, en el versículo siete de este capítulo: «Aun la cigüeña en el cielo conoce su tiempo, y la tórtola y la grulla y la golondrina guardan el tiempo de su venida; pero mi pueblo no conoce el juicio de Jehová.» Y ciertamente tenía razón aquel profeta que dijo: «El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento.»
Oh, ¿son ustedes tan abrutados como para dejar que las reflexiones de esa culpa pasen sobre ustedes sin que les causen espanto y terror? Entonces, en verdad, nosotros que sentimos nuestra culpa tenemos necesidad de doblar nuestras rodillas por ustedes, y orar para que Dios los conduzca todavía a conocerse a ustedes mismos; pues, viviendo y muriendo como ustedes son, endurecidos y sin esperanza, su porción ha de ser horrible en extremo.
Cuán feliz sería si pudiera esperar que la mayoría de ustedes pudiera acompañarme en esta humilde confesión de nuestra fe; ¿puedo hablar como si estuviese hablando por cada uno de ustedes? Será opción de ustedes ya sea aceptar lo que digo o rechazarlo; pero yo confío que la gran multitud de ustedes me seguirá: «¡Oh, señor!, yo confieso en esta mañana que mis pecados son más pesados de lo que puedo soportar; he merecido Tu ira más ardiente, y Tu infinito disgusto; y difícilmente me atrevería a esperar que puedas tener misericordia de mí; pero, considerando que Tú entregaste a Tu Hijo para que muriera en la cruz por los pecadores, y que Tú has dicho también: ‘Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra,’ Señor, yo te miro en esta mañana, y aunque nunca antes miré, sin embargo, miro ahora; aunque he sido un esclavo del pecado hasta este momento, sin embargo, Señor, acéptame, pecador como soy, por medio de la sangre y de la justicia de Tu Hijo, Jesucristo. Oh Padre, no me mires con desagrado; muy bien podrías hacerlo, pero yo invoco esa promesa que dice: ‘Al que a mí viene, no le echo fuera.’ Señor, yo vengo:
Excepto que Tu sangre fue derramada por mí,
Y que Tú me pediste que viniera;
Oh Cordero de Dios, yo vengo.»Mi fe en verdad pone su mano,
En esa amada cabeza Tuya,
Mientras que como penitente estoy,
Y allí confieso mi pecado.’
‘Señor, acéptame, Señor perdóname, y tómame como soy, de ahora en adelante y para siempre, para que sea Tu siervo, para que sea Tu redimido cuando muera.» ¿Puedes decir eso? ¿Acaso no lo dijeron muchos corazones? ¿Acaso no oí que muchos labios lo musitaron en silencio? Ten buen ánimo, hermano mío, hermana mía; si eso brotó de tu corazón, estás tan a salvo como los ángeles del cielo, pues eres un hijo de Dios, y no perecerás nunca.
III. Ahora tengo que dirigir unas cuantas palabras de ADMONICIÓN AFECTUOSA, y entonces habré concluido. Es algo muy solemne pensar cómo vuelan los años.
Nunca he pasado un año más corto en mi vida que este, y entre mayor me vuelvo, más breves se vuelven los años; y tú, anciano, me atrevería a decir, miras atrás a tus sesenta o setenta años, y dices: «Ah, joven amigo, parecerán más cortos pronto.» Sin duda lo serán. «Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría.»
Pero, ¿no es acaso algo solemne que otro año casi haya pasado, y, sin embargo, muchos de ustedes no sean salvos? Ustedes se encuentran exactamente donde se encontraban el año pasado. No, no se encuentran en el mismo lugar, pues están más cerca de la muerte, y están más cerca del infierno, a menos que se arrepientan; y, tal vez, ni siquiera lo que he dicho esta mañana tendrá algún efecto en ustedes. No están endurecidos completamente, pues han tenido muchas impresiones serias. Cantidad de veces han llorado por los sermones, y, sin embargo, todo ha sido en vano, pues siguen siendo lo que eran.
Les suplico que respondan a esta pregunta: «¿Qué he hecho?», pues recuerden que vendrá el tiempo en que harán esa pregunta, pero será demasiado tarde. ¿Cuándo será eso? -Preguntas- ¿En el lecho de muerte? No, allí todavía no es demasiado tarde.
«Mientras la lámpara siga ardiendo,
El pecador más vil podría regresar.»
Pero será demasiado tarde para preguntar: «¿Qué he hecho?», cuando el aliento hubiere abandonado su cuerpo. Simplemente supongan que el Monumento fuera como solía ser, antes de que impidieran el acceso. Supongan que un hombre sube por las escaleras de caracol hasta arriba, con plena determinación de destruirse. Se encuentra en la parte exterior de la barandilla. ¿Pueden imaginarlo por un momento preguntando: «Qué he hecho», justo después de haber saltado? Vamos, me parece que algún espíritu en el aire podría susurrar: «¿hecho? Has hecho lo que no puedes deshacer nunca. ¡Estás perdido, perdido, perdido!» (1).
Ahora, recuerden que los que no tienen a Cristo están subiendo hoy por esa escalera de caracol; tal vez mañana estarán en el artículo de la muerte, en la cúspide de esa torre, y cuando la muerte se hubiere asido de ustedes, y estuvieran en el momento preciso de saltar desde ese monumento de vida hacia abajo, al golfo de la desesperación, esa pregunta estará llena de horror para ustedes: «¿Qué he hecho?»
Pero la respuesta para ella no será de utilidad, sino más bien llena de terror. Me parece ver a un espíritu lanzado al mar de la eternidad. Oigo que pregunta: «¿Qué he hecho?» Es sumergido en medio de olas de fuego, y grita: «¿Qué he hecho?» Ve delante de sí una larga eternidad; pero hace la pregunta nuevamente: «¿Qué he hecho?» La terrible respuesta llega: «tú te has ganado todo esto. Tú conocías tu deber, pero no lo cumpliste; fuiste advertido, pero desdeñaste la advertencia.»
¡Ah!, oigan el lúgubre soliloquio de tal espíritu. El último y grandioso día ha llegado; el trono llameante está instalado, y el gran libro es abierto. Oigo cuando pasan las hojas con crujidos terribles. Veo que se hacen señas a los hombres para que se formen a la derecha o a la izquierda, de acuerdo al resultado de ese gran libro. ¿Y qué he hecho? Yo sé que para mí el pecado será destrucción, pues nunca busqué a un Salvador. ¿Qué sucede ahora? El Juez ha fijado Su mirada en mí. Ahora se ha vuelto hacia mí. ¿Me dirá: «Apártate, maldito»? ¡Oh!, que sea yo aplastado para siempre en vez de soportar esa mirada. No hay ningún ruido, pero el dedo es alzado, y soy arrastrado fuera de la multitud, y estoy solo delante del Juez. Él mira mi página, y antes de que la lea, mi corazón tiembla dentro de mí. «Así sea» -dice Él- «no ha sido borrado con mi sangre. Tú despreciaste mis llamados; te reíste de mi pueblo; no quisiste nada de mi misericordia; dijiste que recibirías la paga de tu injusticia. Recibirás tu paga, y la paga del pecado es muerte.» ¡Ah, miserable de mí!, y, ¿está a punto de decir: «Apártate, maldito»? Sí, con una voz más fuerte que mil truenos, dice: «Apártate, maldito, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. ¡Ah!, todo es cierto ahora. Yo me reía del ministro porque predicaba acerca del infierno; y aquí estoy, yo mismo, en el infierno; ¡ah!, yo solía preguntarme por qué quería él aterrarnos tanto. ¡Ah!, pluguiera a Dios que me hubiera aterrado más, y que hubiera quedado tan aterrado como para sacarme de este lugar. Pero ahora, heme aquí perdido y sin escapatoria. Estoy en tinieblas tan oscuras que no hay un rayo de luz que pueda alcanzarme jamás. Estoy encerrado tan estrechamente, que ninguno de los cerrojos ni barras pueden ser quitadas jamás. Estoy condenado para siempre.
¡Ah!, ese es un terrible soliloquio. Yo no puedo decírselo a ustedes. ¡Oh!, si ustedes mismos pudiesen estar allí, si sólo pudiesen conocer lo que sienten los condenados, y ver lo que tienen que aguantar, entonces se sorprenderían que yo no haya sido más denodado en la predicación del Evangelio, y se maravillarían, no porque yo desee hacerlos llorar, sino porque no haya llorado mucho más yo mismo, y no haya predicado más solemnemente.
¡Ah!, mis lectores, como vive el Señor mi Dios, en cuya presencia estoy, algún día seré reconocido por su conciencia como habiendo sido un verdadero testigo para ustedes esta mañana; pero no hay ninguno de ustedes aquí hoy que quede sin excusa si pereciera. Ustedes han sido advertidos; yo les he advertido tan sinceramente como he podido. No tengo más poderes que gastar, no más artes que intentar, no más persuasión que pueda utilizar.
Únicamente puedo concluir diciendo que les suplico que corran a Jesús. Les suplico, como espíritus inmortales que están destinados a una bienaventuranza eterna o a una pena eterna, que huyan a Cristo; busquen misericordia de Sus manos; confíen en Él y sean salvos; y bajo su propio riesgo rechacen mi solemne advertencia. Recuerden que pueden rechazarla, pero no me están rechazando a mí, sino a Él, que me envió. Podrían despreciarla, pero no me están despreciando a mí, sino a uno más grande que Moisés, a Jesucristo el Señor; y cuando se presenten delante de Su tribunal, Su lenguaje será taladrante, y Sus palabras terribles, cuando los condene para siempre, para siempre, para siempre, sin esperanza, para siempre, para siempre, para siempre. Que el Señor nos libre de eso, por Jesucristo nuestro Señor, Amén.
(1) Nota del traductor:
Spurgeon hace referencia a una columna dórica conocida como el Monumento, una columna que fue construida para conmemorar el gran incendio que devastó la ciudad de Londres en 1666. Para subir al mirador, desde el que se puede contemplar toda la ciudad, hay 311 escalones y en la cúspide de la columna hay un mirador, protegido con una barandilla para los turistas. Probablemente estaba en remodelación al momento del comentario de Spurgeon, y no había acceso al público, y por eso Spurgeon supone que se pudiera subir al mirador.