Los Usos de la Ley

http://www.spurgeonaudio.com/audios/Los%20Usos%20de%20la%20Ley.mp3 El Apóstol Pablo, mediante un argumento poderoso y altamente ingenioso, ha demostrado que la […]
Charles Spurgeon

El Apóstol Pablo, mediante un argumento poderoso y altamente ingenioso, ha demostrado que la ley no fue establecida por Dios para la justificación y salvación del hombre. Él declara que Dios hizo un pacto de gracia con Abraham mucho antes de que la ley fuera dada en el Monte Sinaí; que Abraham no estuvo presente en el Monte Sinaí, y que, por lo tanto, no pudo hacerse alteración alguna al pacto hecho allí, por sugerencia suya; que, adicionalmente, no se le pidió el consentimiento a Abraham para alguna alteración del pacto, y sin su consentimiento el pacto no podía haber sido cambiado legalmente; y además, que el pacto permanece firme e inconmovible, viendo que fue hecho a la simiente de Abraham, al igual que al propio Abraham. «Esto, pues, digo: El pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la promesa. Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa.»

Por tanto, ni herencia ni salvación pueden obtenerse jamás por la ley. Ahora bien, irse a los extremos es el error de la ignorancia. Generalmente, cuando los hombres creen en una verdad, llevan su creencia hasta el extremo de negar otra; y, con mucha frecuencia, la afirmación de una verdad cardinal conduce a los hombres a generalizar sobre todos los matices, generando falsedades de esa verdad. La supuesta objeción puede expresarse así: «Tú dices, oh Pablo, que la ley no puede justificar; ciertamente entonces la ley no sirve para nada; ‘entonces, ¿para qué sirve la ley?’ Si no puede salvar al hombre, ¿cuál es su objetivo? Si por sí misma nunca llevará a nadie al cielo ¿para qué fue escrita? ¿Acaso no es una cosa inútil?»

El apóstol muy bien pudo haber replicado a su oponente con una mirada de desprecio, diciéndole: «Oh insensato, y tardo de corazón para entender. ¿Se demuestra que una cosa es completamente inútil, simplemente porque no responde a cada propósito en el mundo? ¿Dirán acaso que debido a que el hierro no es comestible, entonces el hierro es inútil? Y debido a que el oro no puede ser alimento para el hombre, ¿por esa causa lo tirarán a la basura, llamándolo escoria que no vale nada? Sin embargo, sobre la base de esas insensatas premisas, ustedes proceden de esa manera. Pues, debido a que he dicho que la ley no puede salvar, ustedes me han preguntado neciamente que para qué sirve entonces. Y ustedes insensatamente suponen que la ley de Dios no sirve para nada, y que no tiene ningún valor.»

Esta objeción, por lo general, es propuesta por dos tipos de personas. Primero, por simples latosos a quienes no les gusta el Evangelio, y desean encontrarle todo tipo de fallas. Ellos pueden decirnos aquello en lo que no creen; pero no nos dicen en qué creen. Ellos quieren oponerse a las doctrinas y a los sentimientos de los demás; pero estarían perdidos si se les pidiera que se sienten y escriban sus propias opiniones. No parecen haber ido más lejos que el genio de un mono, que puede hacer pedazos todo, pero que no puede arreglar nada.

Luego, por otro lado, está el antinomiano, que dice: «Sí, yo sé que soy salvo únicamente por gracia;» y entonces quebranta la ley diciendo que no le obliga, ni siquiera como regla de vida; y pregunta: «¿Para qué, entonces, sirve la ley?» echándola fuera de su puerta como si fuera un mueble viejo únicamente útil como leña, porque, en verdad, no está adaptada para salvar su alma.

Pero una cosa puede tener muchos usos, aunque no tenga alguno en particular. Es cierto que la ley no puede salvar; pero es también igualmente cierto que la ley es una de las obras más importantes de Dios, y merece toda la reverencia, y es extremadamente útil cuando es aplicada por Dios para los propósitos para los cuales fue establecida.

Sin embargo, amigos míos, perdónenme si solamente hago la observación que esta es también una pregunta muy natural. Si leen la doctrina del apóstol Pablo encontrarán que declara que la ley condena a toda la humanidad. Ahora, por un solo instante vamos a echar una ojeada a las obras de la ley en este mundo. He aquí, veo cuando la ley es ordenada en el Monte Sinaí. Aun el propio monte tiembla con miedo. Relámpagos y truenos forman el cortejo de esas terribles sílabas que ablandan los corazones de Israel. Todo el Sinaí humeaba. Jehová resplandeció desde el monte de Parán, y el Santo vino de Sinaí; «y vino de entre diez millares de santos.»

De Su boca salió una ley ardiente para ellos. Era una ley terrible aun en el momento en que fue dada; y desde entonces, de ese Monte Sinaí ha bajado una temible lava de venganza, para inundar, para destruir, para quemar, y para consumir a toda la raza humana, si no fuera porque Jesucristo ha detenido ese terrible torrente, y ha ordenado a sus olas de fuego a que se queden quietas.

Si pudieran contemplar al mundo sin Cristo en él, simplemente bajo la ley, verían un mundo en ruinas, un mundo con el sello negro de Dios puesto sobre él, marcado y sellado para condenación; verían hombres que, si conocieran su condición, tendrían sus manos sobre sus lomos y estarían gimiendo todos sus días; verían hombres y mujeres condenados, perdidos, arruinados; y en las regiones más alejadas verían la fosa que es cavada para el impío, en la cual la tierra debería haber sido arrojada para taparla, si la ley hubiera hecho lo suyo, aparte del Evangelio de Jesucristo nuestro Redentor.

Ay, amados, la ley es una gran inundación que habría anegado al mundo con algo peor que el agua del diluvio de Noé; es un gran incendio que habría quemado la tierra con una peor destrucción que la que cayó sobre Sodoma; es un ángel severo con una espada, sediento de sangre, y con alas de muerte; es un gran destructor que arrasa a las naciones; es el gran mensajero de la venganza de Dios, que es enviado al mundo.

Sin el Evangelio de Jesucristo, la ley no es otra cosa que la voz condenatoria de Dios, que truena en contra de la humanidad. «Entonces, ¿para qué sirve la ley?» parece una pregunta muy natural. ¿Puede la ley ser de utilidad para el hombre? ¿Puede ese Juez que se pone el birrete negro y nos condena a todos, esa ley del Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, puede ayudar en la salvación? Sí, si puede; y ustedes verán cómo lo hace, si Dios nos ayuda en nuestra predicación. «Entonces, ¿para qué sirve la ley?»

I. El primer uso de la ley es manisfestarle al hombre su culpa.

Cuando Dios determina salvar a un hombre, lo primero que hace con él es enviarle la ley, para mostrarle cuán culpable, cuán vil, cuán ruin es él, y en qué peligrosa posición se encuentra. ¿Ven a ese hombre situado al borde del precipicio?; está profundamente dormido, y exactamente en el peligroso límite del farallón. Un simple movimiento y rodará y se hará pedazos contra las puntiagudas rocas del fondo y nunca más se sabrá de él.

¿Cómo puede ser salvado? ¿Qué se puede hacer por él, qué se puede hacer? Ésa es nuestra posición; también nosotros estamos al borde la ruina, pero somos insensibles a ello. Dios, cuando comienza a salvarnos de peligro tan inminente, envía Su ley, la cual, con un recio puntapié nos despierta, y hace que abramos los ojos; vemos entonces nuestro terrible peligro, descubrimos nuestras miserias; y es entonces cuando estamos en la posición correcta para clamar por nuestra salvación, y nuestra salvación viene a nosotros.

La ley actúa con el hombre como lo hace el médico cuando quita lo que obstruye el ojo del ciego. Los hombres que creen en su justicia propia son ciegos, aunque se consideran buenos y hasta excelentes. La ley quita esa obstrucción, y les permite descubrir cuán viles son, y cuán completamente arruinados y condenados están, si permanecen bajo la sentencia de la ley.

Sin embargo, en vez de tratar esto doctrinalmente, voy a tratarlo prácticamente, esperando un impacto directo en sus conciencias. Amado lector, ¿acaso la ley de Dios no te convence de pecado este día? Bajo la mano del Espíritu de Dios, ¿no te hace sentir que has sido culpable, que mereces la perdición, que has incurrido en la terrible ira de Dios?

Ustedes que están sentados allá; ¿no han quebrantado estos diez mandamientos? ¿Aun en la letra no los han quebrantado? ¿Quién de ustedes ha honrado siempre a su padre y a su madre? ¿Quién de nosotros ha dicho siempre la verdad? ¿Acaso algunas veces no hemos levantado un falso testimonio en contra de nuestro vecino? ¿Hay alguna persona aquí que no se haya fabricado otro dios, y que no se haya amado a sí mismo, o a su negocio, o a sus amigos, más de lo que ha amado a Jehová, el Dios de toda la tierra? ¿Quién de ustedes no ha codiciado la casa de su vecino, o su siervo, o su buey, o su asno? Todos nosotros somos culpables con relación a cada letra de la ley; todos nosotros hemos transgredido los mandamientos. Y si realmente entendiéramos estos mandamientos, y sintiéramos que nos condenan, tendrían esta influencia útil en nosotros de mostrarnos el peligro en que estamos, y de llevarnos a volar a Cristo.

Pero, amados lectores, ¿acaso esta ley no los condena a ustedes porque aunque ustedes dijeran que no han quebrantado su letra, sin embargo ustedes han violado su espíritu. Pues aunque nunca hayan matado, sin embargo se nos dice que el que está enojado con su hermano es un asesino. Como dijo una vez un hombre de color: «señor, yo pensé que nunca había matado a nadie, que yo era inocente en este mandamiento; pero cuando oí que el que odia a su hermano es un asesino, entonces me reconocí culpable, pues muy a menudo he matado a veinte hombres antes del desayuno, pues he estado enojado con ellos con mucha frecuencia.» La ley no sólo involucra lo que dice con palabras, sino que encierra cosas profundas escondidas en sus entrañas. Dice: «No cometerás adulterio.» Pero esto quiere decir, como afirma Jesús, «Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.» Dice, «No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano;» quiere decir que debemos reverenciar a Dios en todo lugar, y tener Su temor ante nuestros ojos, y en todo momento debemos respetar Sus ordenanzas, y siempre caminar en Su temor y amor. Ay, hermanos míos, seguramente no hay nadie aquí que esté tan endurecido en su justicia propia como para que diga: «yo soy inocente.» El espíritu de la ley nos condena. Y ésta es su propiedad útil; nos humilla, nos hace ver que somos culpables, y así somos conducidos a recibir al Salvador.

Además, fíjense bien, mis queridos lectores, que una infracción de esta ley es suficiente para condenarnos para siempre. El que ofende a la ley en un punto, se hace culpable de todos. La ley exige que obedezcamos cada mandamiento; y si uno de ellos es quebrantado, todos los demás quedan lesionados. Es como un jarrón de sobresaliente hechura; para destruirlo no necesitas hacerlo añicos; basta con hacerle la más pequeña fractura y se habrá destruído toda su perfección.

Puesto que es una ley perfecta la que se nos ordena obedecer, y obedecerla de manera perfecta, basta infringirla una vez, aunque no volviéramos a hacerlo nunca. No podemos esperar otra cosa de la ley más que la voz, «tú estás condenado, tú estás condenado, tú estás condenado.» Bajo este aspecto, ¿no debería la ley despojarnos a muchos de nosotros de toda nuestra jactancia? ¿Hay alguien que pudiera levantarse de su lugar para decir: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres?» Con seguridad no habrá nadie que pueda regresar a casa diciendo: «he diezmado la menta y el comino; todo esto lo he guardado desde mi juventud.» No, sino que si es esta ley ha tocado la conciencia y el corazón, estaremos junto al publicano, diciendo: «Dios, sé propicio a mí, pecador.»

La única razón por la que un hombre piensa que es justo es porque no conoce la ley. Piensas que nunca la has quebrantado debido a que no la entiendes. Algunos de ustedes son las personas más respetables; ustedes piensan que han sido tan buenos que pueden ir al cielo mediante sus propias obras. Tal vez no lo dicen de esa manera, pero en lo secreto piensan eso; han recibido el sacramento con mucha devoción, ustedes han sido poderosamente piadosos al asistir a su iglesia o capilla con regularidad, son buenos con los pobres, generosos y justos, y dicen, «yo me salvaré por mis obras.»

No, señor; mira la llama que vio Moisés, y estremécete, y tiembla y desespera. La ley no puede hacer nada por nosotros, excepto condenarnos. Lo máximo que puede hacer es sacarnos a latigazos fuera de nuestra jactanciosa justicia propia y conducirnos a Cristo. Pone un peso a nuestras espaldas y nos hace pedirle a Cristo que lo quite de allí. Es como una lanceta que explora la herida. Para usar una parábola, es como algún oscuro sótano que no ha sido abierto por años, que está lleno de todo tipo de criaturas repugnantes; podemos caminar en ese sótano sin saber que están allí.

Pero viene la ley, derriba las cortinas, permite que entre la luz, y luego descubrimos cuán vil corazón tenemos, y cuán perversas han sido nuestras vidas; y, entonces, en lugar de jactarnos, somos llevados a postrarnos y a clamar, «Señor, sálvame o perezco. Oh, sálvame por tu pura misericordia o de lo contrario seré arrojado fuera.» Oh, ustedes que son justos con su justicia propia que leen este sermón, que se consideran tan buenos que pueden remontarse al cielo por su propias obras, (caballos ciegos, dando vueltas perpetuamente al molino sin progresar ni una sola pulgada), ¿piensan cargar con la ley sobre sus hombros como lo hizo Sansón con las puertas de Gaza? ¿Acaso se imaginan ustedes que pueden guardar a la perfección esta ley de Dios? ¿Se atreverían a decir que no la han quebrantado? No, seguramente, confesarán: «me he rebelado,» aunque lo harán en voz muy baja. Entonces deben saber esto: la ley no puede hacer nada por ustedes en lo relacionado al perdón.

Todo lo que puede hacer es solamente esto: puede hacerte sentir que no eres absolutamente nada; puede desvestirte; puede magullarte; puede matarte; pero jamás puede darte vida, ni vestirte ni limpiarte, pues no fue establecida para hacer eso.

¿Oh, lector, estás triste hoy por causa del pecado? ¿Sientes que has sido culpable? ¿Reconoces tu trasgresión? ¿Confiesas tus extravíos? Escúchame, entonces, como embajador de Dios. El Señor tiene misericordia de los pecadores. Jesucristo vino al mundo para salvar pecadores. Y aunque tú has quebrantado la ley, Él la ha guardado. Toma Su justicia para que sea tuya. Entrégate a Él. Ven a Él ahora, sin nada y desnudo, y cúbrete con Sus vestiduras. Ven a Él, malvado y sucio, y lávate en la fuenta que ha sido abierta para el pecado y la impureza; y entonces sabrás «para qué sirve la ley.» Ese es el primer punto.

II. Ahora, el segundo uso. La ley sirve para aniquilar toda esperanza de salvación por medio de una vida reformada.

La mayoría de los hombres, cuando se reconocen culpables, prometen que se reformarán. Dicen: «he sido culpable y he merecido la ira de Dios, pero en el futuro voy a acumular muchos méritos que compensarán todos mis viejos pecados.» Pero la ley tapa la boca del pecador con su mano y le dice: «alto, no puedes hacer eso; es imposible.»

Les mostraré cómo puede la ley hacer esto. Lo hace parcialmente recordándole al hombre que la obediencia futura no puede expiar la culpa pasada. Usando una metáfora común, para que el pobre pueda entenderme plenamente, ustedes han ido acumulando un saldo deudor en la tienda donde compran. Ahora es tan grande que no pueden pagarla. Entonces acuden a la señora Brown, la dueña de la tienda, y le dicen: «caramba, señora, me da mucha pena, que debido a que mi esposo está sin trabajo,» y todo eso, «sé que nunca le podré pagar. Tengo una gran deuda con usted, pero si le parece, señora, si me perdona esta deuda, ya nunca le voy a volver a deber; en el futuro le pagaré siempre de contado.» «Sí, diría ella, «pero eso no arreglaría nuestras cuentas. Si me va a pagar lo que compra, estaría simplemente cumpliendo con su obligación. Pero, ¿qué pasará con toda la deuda acumulada? ¿Cómo se va a saldar? No se podrá liquidar con todo lo que pague en el futuro.»

Esto es lo que hacen los hombres con respecto a Dios. «Es verdad,» dicen, «sé que me he extraviado grandemente; pero ya no volveré a hacerlo.» Ah, sería bueno que ya no utilices esas respuestas infantiles. Al aferrarte a tal esperanza no haces otra cosa que manifestar tu excesiva insensatez. ¿Acaso puedes borrar tu transgresión mediante la obediencia futura? Ah, no. La vieja deuda debe pagarse de alguna manera. La justicia de Dios es inflexible, y la ley te dice que ninguno de tus propósitos puede expiar lo que has hecho en el pasado. Debes recibir una expiación por medio de Cristo Jesús el Señor.

«Pero,» dice el hombre, «voy a tratar de ser mejor, y entonces yo creo que recibiré misericordia.» Entonces la ley interviene y dice: «Vas a tratar de guardarme, ¿no es cierto? Vamos, amigo, no puedes hacerlo.» La perfecta obediencia en el futuro es imposible. Y los diez mandamientos son mostrados, y si cualquier pecador que ha despertado los mira, se retirará diciendo: «es imposible que yo los guarde.» «Vamos, amigo, tú dices que serás obediente en el futuro. Tú no has sido obediente en el pasado, y no hay ninguna probabilidad que guardes los mandamientos de Dios en el tiempo venidero. Dices que evitarás los males del pasado. No puedes . «Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?» Pero tú respondes «voy a poner más empeño en mis caminos.» «Amigo, no lo harás; la tentación que te venció ayer te vencerá mañana también. Pero, fíjate bien, si pudieras vencerla no podrías alcanzar la salvación con ello.»

La ley te dice que a menos que obedezcas perfectamente, no puedes ser salvado por tus hechos; te dice que un solo pecado lo manchará todo, que una trasgresión arruinará toda tu obediencia. En el cielo debes llevar una vestidura sin mancha; Dios puede aceptar únicamente una ley inviolada. Así, entonces, la ley responde a este propósito, decirles a los hombres que sus logros, sus enmiendas, sus hechos, no son de ninguna utilidad en el asunto de la salvación. Lo que les toca es venir a Cristo, obtener un nuevo corazón y un espíritu recto; obtener el arrepentimiento evangélico del cual no tienen que arrepentirse, para que así puedan poner su confianza en Jesús y recibir el perdón por medio de Su sangre.

«Entonces, ¿para qué sirve la ley?» Sirve este propósito, como decía Lutero, el propósito de un martillo. Lutero, como ustedes saben, es muy enérgico acerca del tema de la ley. Dice: «Si alguien no es un asesino, ni un adúltero, ni un ladrón, y se refrena externamente del pecado, como lo hacía el fariseo que es mencionado en el Evangelio, esa persona juraría que es justa, y por lo tanto concibe una opinión de justicia, y presume de sus buenas obras y de sus méritos. A tales personas Dios no puede ablandar ni humillar de ninguna otra manera, para que puedan reconocer su miseria y su condenación, sino por medio de la ley; porque ese es el martillo de la muerte, el trueno del infierno, y el rayo de la ira de Dios, que hace polvo a los hipócritas insensibles y obstinados. Porque mientras habite en el hombre la opinión de justicia, habitará en él también el orgullo incomprensible, la presunción, la seguridad, el odio hacia Dios, el desprecio a Su gracia y a Su misericordia, la ignorancia de las promesas y de Cristo. La predicación de la libre remisión de pecados, por medio de Jesucristo, no puede entrar en el corazón de alguien así, ni tampoco puede experimentar ningún sabor ni aroma al respecto; pues esa poderosa roca y esa muralla diamantina, es decir, la opinión de justicia con la cual se reviste el corazón, lo impide. Por lo tanto, la ley es ese martillo, ese fuego, ese viento grande y poderoso, y ese terrible terremoto que parte las montañas, y quiebra las rocas (1 Reyes 19: 11, 12, 13), es decir, los hipócritas obstinados y orgullosos. Elías, no pudiendo resistir estos terrores de la ley, que son significados por estas cosas, cubrió su rostro con su manto. Sin embargo, cuando la tempestad cesó, que Elías había presenciado, se escuchó un silbo apacible y delicado en el cual estaba el Señor; pero fue necesario que la tempestad de fuego y de viento, y el terremoto pasaran, antes que el Señor se revelara en ese silbo apacible.»

III. Y ahora avanzamos otro paso. Ustedes que conocen la gracia de Dios podrán seguirme en este siguiente paso.

La ley tiene por objeto mostrarle al hombre la miseria que recaerá sobre él a causa de su pecado.Hablo por experiencia, a pesar de ser joven; y muchos entre quienes me escuchan, oirán esto con verdadero interés, porque han sentido lo mismo.

Hubo una época en que yo, siendo aún muy joven, sentí con gran dolor la maldad del pecado. Mis huesos se hicieron viejos entre mis gemidos prolongados. Día y noche la mano de Dios caía duramente sobre mí. Hubo momentos en los que me asustaba con visiones y me atemorizaba con sueños; cuando durante el día sentía hambre de liberación, pues mi alma ayunaba dentro de mí: tenía miedo que los propios cielos cayeran sobre mí, y aplastaran mi alma culpable. La ley de Dios se había apoderado de mí, y me estaba mostrando mi miseria.

Durante la noche, si dormía, soñaba con el abismo sin fondo, y cuando me despertaba me parecía sentir la miseria que había soñado. Subía a la casa de Dios y mi canción no era más que un gemido. Me retiraba a mi aposento y allí en medio de lágrimas y gemidos elevaba mi oración, sin ninguna esperanza ni refugio. Entonces podía decir con David: «El búho de las soledades es mi amigo, y el pelícano del desierto mi compañero,» pues la ley de Dios me azotaba con su látigo de diez puntas, y luego me frotaba con salmuera, de tal forma que yo me estremecía y temblaba con dolor y angustia, y mi alma prefería morir estrangulada que vivir, pues yo estaba sumamente afligido. Algunos de ustedes han experimentado lo mismo. La ley fue enviada a propósito para hacer eso.

Pero ustedes se preguntarán, «¿qué necesidad hay de esa miseria?» Yo respondo que esa miseria fue enviada por esta razón: para que así yo pueda clamar a Jesús. Usualmente nuestro padre celestial no nos hace buscar a Jesús hasta que no nos ha dejado limpios a punta de latigazos, de toda nuestra confianza; Él no nos hace anhelar ardientemente el cielo hasta que no nos haya hecho sentir algo de las torturas intolerables de una conciencia dolorida, que es un anticipo del infierno.

¿Acaso no recuerdas, amigo mío, cuando solías despertarte en la mañana, y lo primero que hacías era tomar una copia del libro Alarma de Alleine, o Un Llamado al Inconverso de Baxter? Oh, esos libros, esos libros; en mi niñez yo los leía y los devoraba cuando estaba bajo un sentido de culpa. Leer esos libros era como permanecer al pie del Sinaí. Cuando leía a Baxter, encontraba que decía cosas como éstas: «Pecador, recapacita; en una hora pudieras estar en el infierno. Piensa que dentro de poco pudieras estar agonizando; aun ahora, la muerte está carcomiendo tu mejilla. ¿Qué harás cuando estés frente al tribunal de Dios sin un Salvador? ¿Le dirás que no tuviste tiempo que dedicar a la religión? ¿Acaso esa excusa vacía no se evaporará en el aire tenue? Oh, pecador, entonces ¿te atreverás tú a insultar a tu Hacedor? ¿Te atreverás a burlarte de Él? Recapacita; las llamas del infierno son abrasadoras y la ira de Dios es terrible. Aunque tus huesos fueran de acero, y tus costillas de bronce, te estremecerías de terror. Oh, aunque tuvieras la fortaleza de un gigante, no podrías luchar con el Altísimo. ¿Qué harás cuando te haga pedazos, y no haya nadie que te pueda librar? ¿Qué harás cuando dispare en tu contra sus diez poderosos cañones? El primer mandamiento dirá: «¡Aplástalo; él me ha quebrantado!» El segundo mandamiento dirá: «¡Condénalo; él me ha quebrantado!» El tercero dirá: «¡Maldición sobre él; porque me ha quebrantado!» Y de una manera parecida todos dispararán en contra tuya; y tú estarás sin un refugio, sin un lugar adonde huir, y sin ninguna esperanza.»

¡Ah!, ustedes no han olvidado aquellos días en los que ningún himno parecía el adecuado para ustedes excepto el que comienza así:

«Encórvate, alma mía, tú que solías elevarte,
y platica por un rato con la muerte;
Considera cómo agoniza el mortal,
Y exhala su último suspiro.»

O también,

«Ese terrible día ciertamente vendrá,
La hora establecida se apresura,
Cuando deba comparecer ante mi Juez,
Para pasar la solemne prueba.»

Ay, y es por esto que la ley fue enviada: para convencernos de pecado, para hacernos temblar y estremecer delante de Dios. ¡Oh!, ustedes que son justos con justicia propia, permítanme dirigirles simplemente una palabra o dos el día de hoy, pronunciadas con terrible y ardiente sinceridad. Recuerden, señores, que viene el día cuando una muchedumbre mucho más vasta que ésta se congregará sobre las llanuras de la tierra; cuando el Salvador, el Juez de los hombres, se sentará en un gran trono blanco.

Ahora, ya ha llegado; el libro es abierto; la gloria del cielo es manifestada, rica con un amor triunfante, y ardiendo con una venganza inextinguible; diez mil ángeles están a cada lado; y tú estás de pie para ser juzgado. Ahora, tú que eres justo con justicia propia, ¡dime ahora que fuiste a la iglesia tres veces al día! ¡Vamos, amigo, dime ahora que tú guardaste todos los mandamientos! ¡Dime ahora que tú no eres culpable! ¡Preséntate ante Él con el recibo de tu menta, de tu anís y de tu comino! ¡Vamos, ahora, amigo! ¿Dónde estás? Oh, estás huyendo. Estás gritando, «Peñas, escóndanme; montes, caigan sobre mí.»

¿Qué pretendes, hombre? Cómo; tú eras tan justo en la tierra que nadie osaba hablarte; eras tan bueno y tan decente; ¿por qué huyes? ¡Vamos, hombre, llénate de valor; ven ante tu Hacedor; díle que fuiste honesto, sobrio, excelente, y que mereces ser salvado! ¿Por qué te demoras para repetir tus jactancias? Anímate; dílas. Veo que continúas huyendo de la presencia de tu Hacedor, dando alaridos. No se hallará a nadie que permanezca delante de Él, apoyado en su propia justicia.

Pero ¡miren!, ¡miren!, ¡miren! Veo a un hombre que sale al frente de esa abigarrada multitud; marcha hacia delante con paso firme, y con ojos sonrientes. ¡Cómo! ¿Hay alguien que se atreve a estar ante su Hacedor? Sí, hay uno; se adelante y exclama, «¿Quién acusará a los escogidos de Dios?» ¿No te estremeces? ¿No se lo tragarán las montañas de ira? ¿No lanzará Dios Su terrible rayo en contra suya? No; escucha mientras continúa confiadamente: «¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó.» Y veo la diestra de Dios extendida: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros.» Ahora se cumple el verso que una vez cantaste con dulzura:

«Con valentía estaré en aquel gran día,
Pues ¿quién me acusará de algo?
Ya que, por medio de Tu sangre, absuelto he sido
De la tremenda maldición y vergüenza del pecado.»

IV. Y ahora, mis queridos amigos, temo cansarlos; por lo tanto, permítanme sugerir brevemente otro pensamiento. «Entonces, ¿para qué sirve la ley?» Fue enviada al mundo para mostrar el valor de un Salvador.

De la misma manera que el oropel hace resaltar las joyas, y las manchas oscuras hacen que los tintes brillantes luzcan más brillantes, así la ley hace que Cristo aparezca más puro y más celestial. Oigo a la ley de Dios maldecir. Cuán dura es su voz. Jesús dice: «Venid a Mí;» ¡oh, qué música! Cuánto más musical, después de los sonidos discordantes de la ley. Veo que la ley condena; contemplo a Cristo obedeciéndola. ¡Oh!, cuán importante es ese precio, conociendo cuán pesada es la demanda!

Leo los mandamientos y los encuentro estrictos y tremendamente severos. ¡Oh!, cuán santo debe haber sido Cristo para obedecerlos todos ellos por mí. Nada me lleva a valorar más a mi Salvador que cuando veo que la ley me condena. Cuando sé que esta ley se interpone en mi camino, y como un querubín con una espada encendida no me dejará entrar al paraíso, entonces puedo conocer cuán dulcemente preciosa debe ser la justicia de Cristo, que es un pasaporte para el cielo, y que me da gracia para entrar en él.

V. Y, finalmente, «¿para qué sirve la ley?» Fue enviada al mundo para evitar que los cristianos confíen en la justicia propia.

¿Acaso los cristianos confían alguna vez en su justicia propia? Claro que sí, así es. El mejor cristiano del mundo encontrará que le resulta difícil evitar la jactancia y la confianza en su propia justicia. John Knox, en su lecho de muerte, sufrió severos ataques de justicia propia. «La última noche de su vida en la tierra, durmió de corrido por algunas horas, emitiendo muchos profundos gemidos. Cuando se le preguntó por qué gemía tan profundamente, respondió, ‘Durante mi vida he resistido muchos ataques de Satanás; pero en estos momentos me ha atacado de manera más terrible que nunca, y ha utilizado toda su fuerza para acabar conmigo de una vez. La astuta serpiente se ha esforzado para persuadirme de que he merecido el cielo y la bienaventuranza eterna por el fiel cumplimiento de mi ministerio. Pero bendito sea Dios que me ha dado la capacidad de apagar este dardo encendido, recordándome pasajes como éstos: ‘¿Qué tienes que no hayas recibido?» y, «Por la gracia de Dios soy lo que soy.'»

Sí, y cada uno de nosotros ha sentido lo mismo. Ha sido más bien divertido cuando a menudo se me han acercado algunos hermanos que me dicen: «confío que el Señor lo conservará humilde,» cuando ellos mismo eran tan orgullosos como la alta posición que ostentaban y todavía unas cuantas pulgadas más. Han sido muy sinceros en su oración para que yo sea humilde, alimentando sin darse cuenta su propio orgullo debido a su propia reputación imaginaria de humildad. Desde hace mucho tiempo he renunciado a instar a la gente a que sea humilde, porque naturalmente tiende a hacerlos más bien orgullosos.

Un hombre suele decir: «Dios mío, estas personas temen que yo sea orgulloso; debo tener algo que sea motivo de orgullo.» Luego nos decimos a nosotros mismos, «no les voy a permitir que lo vean;» y tratamos de reprimir nuestro orgullo, pero después de todo, somos tan orgullosos interiormente como el propio Lucifer. Yo encuentro que las personas más orgullosas y que más confían en su justicia propia son aquellas que no hacen nada, y que no les preocupa en lo más mínimo lo que los otros opinan acerca de su propia bondad.

La vieja verdad del libro de Job es una realidad ahora. Ustedes saben que al comienzo del libro de Jobe se dice: «Estaban arando los bueyes, y las asnas paciendo cerca de ellos.» Eso es lo que ocurre generalmente en este mundo. Los bueyes están arando en la iglesia (tenemos algunos que están trabajando arduamente para Cristo) y las asnas están paciendo cerca de ellos, en las zonas más selectas y fértiles de la tierra. Estas son las personas que tienen mucho que decir acerca de la justicia propia. ¿Qué hacen? No hacen lo suficiente para ganarse la vida, y sin embargo piensan que van a ganarse el cielo. Se sientan cruzados de brazos, y sin embargo son tan reverentemente justos, porque quizás eventualmente dan dinero para alguna caridad. No hacen nada y sin embargo se jactan de su justicia propia.

Y con los cristianos pasa lo mismo. Si Dios te hace laborioso, y te mantiene ocupado en Su servicio, es menos probable que seas orgulloso confiando en tu propia justicia que si no haces nada. Pero en todo momento hay una tendencia natural a ello. Por tanto, Dios ha escrito la ley, para que cuando la leamos veamos nuestras faltas; para que cuando nos miremos en ella, como en un espejo, veamos la impurezas de nuestra carne, y tengamos un motivo para aborrecernos en saco y cenizas, y clamar a Jesús pidiéndole misericordia. Usen la ley de esta manera y no de otra.

Y ahora, alguien dice: «señor, ¿hay algunas personas aquí presentes a quienes usted haya predicado esto a propósito?» Sí, me gusta predicarle a la gente. No creo que sea de ninguna utilidad predicar para la gente. Me gusta predicar directamente a los individuos y al corazón. En cada círculo encuentro a un grupo que afirma en idioma muy claro: «yo soy tan buen padre como el mejor que pueda ser encontrado en la parroquia; soy un buen comerciante, pago veinte chelines por libra; no como el señor Fulano de Tal; yo voy a la iglesia, o voy a la capilla, y eso es más de lo que hace todo el mundo; pago mis suscripciones: pago una cuota para la enfermería; digo mis oraciones; por tanto, creo que tengo tan buenas probabilidades de ir al cielo como cualquier otro en el mundo.» Creo que tres de cada cuatro personas en Londres piensan de esta manera.

Ahora, si esa es la base de tu confianza, tienes una esperanza podrida; tú tienes una tabla sobre la que estás parado que no resistirá tu peso en el día de rendir cuentas a Dios. Vive el Señor mi Dios, en cuya presencia estoy, «que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.» Y si piensas que la obra más perfecta de tus manos puede salvarte, tienes que saber esto, que «Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó.» Aquellos que no la buscaban, la alcanzaron. ¿Por qué? Porque el uno la ha buscado por fe, el otro la ha buscado por las obras de la ley, donde nunca se puede encontrar la justificación.

Escuchen ahora el Evangelio, hombres y mujeres; dejen de vanagloriarse de su propia justicia; abandonen sus esperanzas, junto con todas las confianzas de ustedes que surgen de esto:

«Tus lágrimas podrían fluir para siempre,
Y tu celo no conocer descanso,
Nada puede expiar el pecado;
Cristo debe salvar, y únicamente Cristo.»

Si quieren saber cómo hemos de ser salvos, escuchen esto: deben venir a Cristo sin traer nada de ustedes. Cristo ha guardado la ley. Tienen que hacer que Su justicia sea de ustedes. Cristo sufrió en el lugar de todos los que se arrepienten. Él ha padecido el castigo de ustedes. Y por medio de la fe en la santificación y la expiación de Cristo, ustedes serán salvos. Vengan, entonces, ustedes que están trabajados y cargados, heridos y mutilados por la Caída; vengan, entonces, ustedes pecadores; vengan, entonces, ustedes moralistas; vengan, entonces, todos ustedes que han quebrantado la ley de Dios y lo sienten; abandonen sus propias confianzas y vengan a Jesús, Él los aceptará; les dará vestiduras de justicia sin mancha alguna, y los hará suyos para siempre.

Pero, ¿cómo puedo venir? Preguntará alguien; «¿Debo ir a casa y orar? No, señor, no. Allí donde estás parado ahora, tú puedes acercarte a la cruz. Oh, si te reconoces pecador, ahora, te suplico, antes de que tu pie se aparte del lugar que estás pisando, ahora dí esto:

«Yo me arrojo en Tus brazos:
Señor, salva mi alma culpable en el último día.»

Ahora, humíllense, abandonen toda justicia propia. «Mírenme a mí; miren ahora;» no digan: «¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo). «Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.» Sí, tú, tú, tú. ¡Oh!, bendito sea Dios, hemos sabido de cientos de personas que han creído en Cristo en este lugar. Algunas de las personas más malvadas se han acercado a mí, aun recientemente, y me han contado lo que Dios ha hecho por ellos.

Oh, que tú también quisieras venir a Jesús. Recuerda, el que cree será salvo, aunque sus pecados sean incontables; y el que no cree, debe perecer, aunque sus pecados sean pocos. ¡Oh, que el Espíritu Santo los conduzca a creer; para que así puedan escapar de la ira venidera, y tengan un lugar en el paraíso entre los redimidos!