Seguramente si algún hombre tenía el derecho de decir, yo no soy vil, era Job; pues de conformidad al testimonio del propio Dios, él era «varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal.» Sin embargo descubrimos que este eminente santo, cuando por su cercanía con Dios recibe suficiente luz para darse cuenta de su propia condición, exclama: «He aquí que yo soy vil.» Estamos seguros que eso que Job se vio forzado a decir, se aplica también a cada uno de nosotros, seamos hijos de Dios o no; y si somos partícipes de la gracia divina, esto se convierte en un tema de gran consideración para nosotros, pues aunque seamos nosotros mismos regenerados, debemos exclamar cada uno a nombre propio: «He aquí que yo soy vil.»
Es una doctrina enseñada por la Sagrada Escritura, según lo creo yo, que cuando un hombre es salvado por la gracia divina, no es purificado completamente de la corrupción de su corazón. Cuando nosotros creemos en Jesucristo, todos nuestros pecados son perdonados; sin embargo, el poder del pecado, aunque es debilitado y mantenido bajo el dominio de la naturaleza nacida de nuevo que Dios infunde en nuestras almas, no cesa, sino que se queda en nosotros, y se quedará hasta el día en que nos muramos. Es una doctrina sostenida por todos los teólogos ortodoxos, que los deseos de la carne todavía habitan en el hombre regenerado, y que lo depravado de la naturaleza carnal todavía permanece en los corazones de quienes son convertidos por la misericordia de Dios.
A mí me ha resultado sumamente difícil distinguir, en la vida diaria, lo concerniente al pecado. Es muy usual que muchos escritores, especialmente los que escriben himnos, confundan las dos naturalezas de un cristiano. Ahora, yo sostengo que hay en cada cristiano dos naturalezas, tan distintas como lo fueron las dos naturalezas del Dios-Hombre Cristo Jesús. Hay una naturaleza que no puede pecar, porque es nacida de Dios: una naturaleza espiritual, venida directamente del cielo, tan pura y tan perfecta como el propio Dios quien es su autor; y existe también en el hombre esa antigua naturaleza que, por la caída de Adán, se ha vuelto completamente vil, corrupta, pecadora y diabólica. Todavía permanece en el corazón del cristiano una naturaleza que no puede hacer lo que es recto, no más de lo que lo hacía antes de la regeneración, y que es tan depravada como lo era antes del nuevo nacimiento: tan pecadora, tan completamente hostil a las leyes de Dios, como siempre lo fue; una naturaleza que, como lo dije antes, es restringida y sujetada en una gran medida por la nueva naturaleza, pero que no es eliminada y nunca lo será hasta que este tabernáculo de nuestra carne sea abatido, y nos elevemos a aquella tierra en la que nunca entrará nada que contamine.
Mi trabajo esta mañana consistirá en decir algo acerca de esa naturaleza que todavía permanece en el hombre justo. Primero intentaré demostrar que todavía permanece; y los otros puntos voy a sugerírselos conforme avancemos.
I.El HECHO, el terrible gran hecho es que INCLUSIVE LOS JUSTOS POSEEN NATURALEZAS DEPRAVADAS.
Job dijo: «He aquí que yo soy vil.» No siempre lo supo. A través de toda la larga controversia, Job se había proclamado justo y recto: él había dicho: «Mi justicia tengo asida, y no la cederé.» Y a pesar de que se rascaba con un tiesto y que sus amigos vejaban su mente con los más amargos ultrajes, él todavía sostenía firmemente su integridad, y no quería confesar su pecado; pero cuando Dios vino a argumentar con él, tan pronto como Job hubo escuchado la voz de Dios en el torbellino, y oyó la pregunta: «El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?» de inmediato puso su dedo sobre sus labios, y no pudo responder a Dios, sino que dijo simplemente: «He aquí que yo soy vil.»
Posiblemente algunas personas puedan decir que Job era la excepción a la regla; y nos dirán que otros santos no tenían en ellos un motivo para una humillación así; pero nosotros les recordamos a David, y les sugerimos que lean el Salmo penitencial 51, donde David declara que fue formado en iniquidad y que en pecado lo concibió su madre; confesaba que había pecado en su corazón, y le pedía a Dios que creara en él un corazón limpio y que renovara un espíritu recto dentro de él. En muchos otros lugares en los Salmos, David continuamente reconoce y confiesa que no está perfectamente libre de pecado; que la víbora malvada todavía está enrollada alrededor de su corazón. Ahora vayamos al libro de Isaías. Allí lo encontramos, en una de sus visones, diciendo que era un hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tenía labios inmundos. Pero más especialmente, bajo la dispensación del Evangelio, encontramos a Pablo, en ese memorable capítulo que hemos estado leyendo, declarando que él veía «otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.» Sí, oímos esa sorprendente confesión de deseo combativo e intensa agonía. «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?»
¿Acaso creen ustedes que son mejores santos que Job? ¿Se imaginan que la confesión que era digna de la boca de David es demasiado ruin para ustedes? ¿Acaso son ustedes tan orgullosos que no podrían exclamar con Isaías: «yo también soy hombre inmundo de labios»? O más bien, ¿han progresado tanto en el orgullo, que se atreven a exaltarse a ustedes mismos por encima del laborioso Apóstol Pablo, y creen que en ustedes, esto es, en su carne, habita toda cosa buena? Si ustedes efectivamente se consideran perfectamente puros de pecado, oigan la palabra de Dios: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso.»
Pero realmente no necesito demostrar esto, amados; pues todos ustedes, estoy seguro, saben algo acerca de la experiencia de un hijo vivo de Dios, han descubierto que en sus mejores y más felices momentos, el pecado todavía habita en ustedes; que cuando quieren servir mejor a su Dios, el pecado frecuentemente obra en ustedes con furia suprema. Ha habido muchos santos de Dios que se han abstenido, durante un tiempo, de hacer cualquier cosa que han sabido que es pecado; pero sin embargo no ha habido uno solo que haya sido perfecto internamente. Si un ser fuera perfecto, los ángeles descenderían y en diez minutos se lo llevarían al cielo, pues estaría maduro para el cielo tan pronto como hubiera alcanzado la perfección.
Cuando he hablado con hombres que mencionan mucho el tema de la perfección, he descubierto que después de todo, ellos no creen realmente en algo así. Ellos han tomado esa palabra y le han asignado un significado diferente, y luego demuestran una doctrina que todos conocemos previamente o suponen una perfección tan absurda y despreciable, que yo no daría por ella ni tres centavos si tuviera que comprarla. En muchos de ellos se trata de una falla de sus cerebros, creo yo, más bien que de sus corazones; y como dice John Berridge: «Dios lavará sus cerebros antes que lleguen al cielo.» Pero, ¿para qué me demoro demostrando esto, cuando ustedes mismos cuentan con pruebas diarias? ¿Cuántas veces no han sentido que la corrupción está todavía dentro de ustedes? Observen con qué facilidad son conducidos sorpresivamente al pecado. Ustedes se levantan por la mañana, y se ofrecen a ustedes mismos mediante una ferviente oración a Dios, pensando en qué día tan feliz tienen ante ustedes. Escasamente han terminado de pronunciar esa oración, cuando algo viene a arrugar su espíritu y sus buenas resoluciones son arrojadas a los vientos, y dicen: «Este día, que yo pensé que iba a ser muy feliz, ha sufrido un terrible ataque brusco y violento; yo no puedo vivir para Dios como quisiera.»
Tal vez has pensado: «voy a subir al piso superior y le voy a pedir a Dios que me guarde.» Bien, en general ustedes han sido guardados por el poder de Dios, pero súbitamente viene algo; el mal carácter de pronto te ha sorprendido; tu corazón fue tomado por sorpresa, cuando no esperabas un ataque; las puertas fueron abiertas de par en par, y una expresión profana salió de tus labios, y caíste de rodillas otra vez en privado, exclamando: «he aquí que yo soy vil.» He descubierto que tengo un algo en mi corazón que, cuando he cerrado mis puertas con pasador y pensado que todo está seguro, se arrastra y corre los pasadores y deja entrar al pecado.
Además, amados, aun cuando no son llevados sorpresivamente al pecado, encontrarán en su corazón una terrible tendencia al pecado que es muy poderosa para que puedan mantenerla a raya, diciéndole: «hasta aquí llegarás, pero no pasarás.» No, descubrirán que es más de lo que ustedes pueden controlar, a menos que un poder divino esté con ustedes, y que la gracia que previene restrinja sus pasiones y prevenga que ustedes se entreguen a sus concupiscenicas innatas.
Ah, soldados de Jesús, ustedes han sentido, yo sé que ustedes han sentido las sublevaciones de la corrupción, pues ustedes conocen al Señor en sinceridad y verdad; y ustedes no se atreven a esperar estar en este mundo perfectamente libres de pecado, a menos que quieran mentir a su propio corazón.
Habiendo expuesto ese hecho, debo simplemente hacer una observación acerca de él y proseguir. Cuán erróneo es de parte de cada uno de nosotros que excusemos nuestros pecados, basándonos en el hecho de que poseemos corazones perversos. He conocido a algunas personas que profesan ser cristianas, pero que minimizan el pecado. Puesto que todavía permanece la corrupción, ellos afirman que no pueden evitarlo. Tales personas no tienen parte visible ni porción en el pacto de Dios. El verdadero hijo amante de Dios, aunque sabe que el pecado está allí, odia ese pecado; es dolor y miseria para él, y nunca convierte la corrupción de su corazón en una excusa para la corrupción de su vida; nunca argumenta la depravación de su naturaleza como una apología para la depravación de su conducta.
Si alguien puede liberarse en el mínimo grado de la convicción de su propia conciencia, a cuenta de fallas diarias, argumentando la depravación de su corazón, no es uno de los quebrantados hijos de Dios; él no es uno de los siervos probados del Señor, pues ellos gimen bajo el pecado y lo llevan al trono de Dios; saben que está en ellos. Por tanto, no lo dejan, sino que con toda su mente buscan mantenerlo a raya, para que no se pueda levantar y los arrastre. Consideren eso, a menos que quieran convertir lo que digo en un manto para su libertinaje y una cubierta para su culpa.
II. Así hemos mencionado el hecho que los mejores hombres tienen todavía al pecado habitando en ellos. Ahora les diré cuáles son las actividades de este pecado. ¿Qué hace el pecado que todavía habita en nuestros corazones? Yo respondo:
1. La experiencia les dirá que este pecado ejerce el poder de reprimir toda cosa buena. Ustedes han sentido que cuando quieren hacer el bien, el mal ha estado presente en ustedes. Como a una carroza que puede deslizarse velozmente cuesta abajo pero que le han puesto un obstáculo en sus llantas; o como el pájaro enjaulado que quisiera remontarse al cielo, ustedes han descubierto que sus pecados son como los barrotes de una jaula que les impide elevarse hacia el Altísimo. Ustedes han doblado su rodilla en oración, pero la corrupción ha distraído sus pensamientos. Han intentado cantar, pero han sentido que «el hosanna languidecía en sus lenguas.»
Alguna insinuación de Satanás ha prendido el fuego, como una chispa en la madera, y casi ha ahogado su alma con su humo abominable. Ustedes quisieran desempeñar sus santos deberes con toda presteza; pero el pecado que con tanta facilidad los asedia enreda sus pies, y cuando se están acercando a la meta, los hace tropezar, y caen al suelo, para deshonra y dolor suyos. Ustedes descubrirán que el pecado que habita en ustedes frecuentemente los detiene cuando quieren ser más diligentes.
Cuando desean estar más vivos para Dios, generalmente encontrarán que el pecado está más vivo para repelerlos. El «corazón malo de incredulidad» se coloca en medio del camino y dice: «tú no pasarás por aquí;» y cuando el alma responde: «Quiero servir a Dios; adoraré hacia Su santo templo,» el corazón malo dice: «Vete a Dan y a Beerseba, e inclínate ante falsos dioses, pero tú no te dirigirás a Jerusalén; no te permitiré que contemples el rostro del Altísimo.» A menudo han sentido que este es el caso: una mano fría ha sido colocada sobre su espíritu ardiente, cuando ustedes han estado llenos de devoción y oración. Y cuando han tenido las alas de una paloma, y han pensado que podían huir y descansar, una traba ha sido puesta sobre sus pies, que les ha impedido elevarse. Entonces, ese es uno de los efectos del pecado que permanece en nosotros.
2. Pero ese pecado que habita en nosotros hace algo más que eso: no sólo nos impide seguir adelante, sino que a veces inclusive nos embiste, a la vez que busca cómo obstaculizarnos. No es solamente que yo peleo con el pecado que todavía permanece en mí; sino que ese pecado algunas veces me asedia. Ustedes verán que el Apóstol dice: «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» Ahora, esto demuestra que él no estaba atacando a su pecado, sino que ese pecado lo estaba atacando a él. Yo no busco ser liberado de un hombre a quien yo he atacado: sino que es del hombre que se me opone de quien busco ser liberado.
Y así algunas veces el pecado que habita en los creyentes se lanza en contra nuestra, como algún feroz tigre de la selva, o como algún demonio, celoso del espíritu celestial que está dentro de nosotros. La naturaleza depravada se levanta: no sólo busca cómo detenernos en el camino, sino que, como Amalec, se esfuerza por destruirnos y eliminarnos por completo.
¿Alguna vez sintieron, amados, los ataques del pecado innato? Pudiera suceder que ustedes no los tengan: y si es así, pueden estar seguros que los tendrán. Antes de que lleguen al cielo, ustedes serán atacados por el pecado. No se trata simplemente que ustedes saquen a los cananeos; sino que los cananeos, con sus carros de hierro intentarán dominarlos y sacarlos de la tierra y matar su naturaleza espiritual y apagar la llama de su piedad y aplastar la nueva vida que Dios ha implantado en ustedes.
3. El corazón malo que todavía permanece en el cristiano, cuando no está obstruyendo o atacando, todavía reina y habita dentro de él. Mi corazón sigue siendo tan malo cuando ningún mal emana de él, como cuando todo es vileza en sus desarrollos externos. Un volcán es siempre un volcán; aun cuando dormita, no confíes en él. Un león es un león, aunque juegue como un cabrito; y una serpiente es una serpiente, aun cuando la puedas tocar por un momento mientras dormita; aun hay veneno en su aguijón cuando sus escamas azules invitan al ojo.
Aunque mi corazón por lo menos durante una hora no haya tenido ningún mal pensamiento, es todavía malo. Si fuera posible que yo viviera durante días sin una sola tentación para pecar salida de mi propio corazón, sería todavía tan malo como antes; y siempre está mostrando su vileza o se está preparando para una nueva exhibición. O está cargando su cañón para disparar en contra nuestra, o de lo contrario está positivamente en guerra contra nosotros. Pueden estar absolutamente seguros que el corazón nunca es diferente de lo que originalmente fue; la naturaleza depravada es todavía depravada; y cuando no hay una hoguera, está amontonando la leña con la que va a arder en otro día.
Está juntando algunos materiales de mis gozos, de mis devociones, de mi santidad, y de todo lo que hago, para atacarme en algún período futuro. La naturaleza depravada es únicamente mala y eso de continuo, sin la menor mitigación o elemento de bondad. La nueva naturaleza debe luchar y pelear siempre en su contra; y cuando las dos naturalezas no están luchando ni peleando no hay tregua entre ellas. Cuando no están en conflicto, siguen siendo enemigas. No debemos confiar en nuestro corazón en ningún momento; aún cuando habla bellezas, debemos llamarlo mentiroso; y cuando pretende el sumo bien, todavía debemos recordar su naturaleza, pues es mala y eso de continuo.
No voy a mencionar las acciones del pecado que habita en nosotros en todo su alcance: pero bastará hacerles recordar algo de su propia experiencia, para que vean que es acorde a la experiencia de los hijos de Dios, pues ustedes pueden ser tan perfectos como Job, y sin embargo tendrán que decir: «He aquí que yo soy vil.»
III. Habiendo mencionado las acciones del pecado que permanece, permítanme citar, en tercer lugar, EL PELIGRO EN EL QUE NOS ENCONTRAMOS DEBIDO A ESOS MALOS CORAZONES.
Hay pocas personas que piensan qué cosa tan solemne es ser un cristiano. Adivino que no hay un creyente en el mundo que sepa qué milagro es ser conservado un creyente. Muy poco pensamos en los milagros que se están realizando alrededor nuestro. Vemos crecer las flores; pero nunca pensamos en el poder maravilloso que les da vida. Vemos brillar las estrellas; pero qué poco pensamos en la mano que las mueve. El sol nos alegra con su luz; pero casi no pensamos en los milagros que obra Dios para alimentar a ese sol con combustible, o para ceñirlo como un gigante para que recorra su ruta. Y vemos a los cristianos caminando en integridad y santidad; pero cuán poco sospechamos qué cúmulo de milagros hay en un cristiano. Hay un sinnúmero de milagros ejercidos sobre un cristiano cada día, tan numerosos como los cabellos de su cabeza. Un cristiano es un milagro perpetuo. Cada hora que soy preservado de pecar, es una hora de un poder divino como el que vio a un recién nacido envuelto en pañales en su oscuridad y que oyó: «cuando alababan todas las estrellas del alba.» ¿Acaso no has pensado nunca cuán grande es el peligro al que está expuesto el cristiano, debido al pecado que habita en él? Vamos, déjame decírtelo.
Un peligro al que estamos expuestos por causa del pecado que habita en nosotros surge del hecho que el pecado está en nosotros, y por lo tanto tiene un gran poder sobre nosotros. Si un capitán controla una ciudad, puede preservarla por mucho tiempo de los constantes ataques de los enemigos que la rodean. Puede tener muros tan fuertes y puertas tan bien aseguradas, que puede reírse de todos los ataques de quienes la asedian; y las incursiones enemigas pueden tener el mismo efecto que simples ocurrencias chistosas. Pero si sucediera que hay un traidor dentro de sus puertas; si hubiera alguien que está a cargo de las llaves, y que puede quitarle el seguro a cada puerta y dejar entrar al enemigo, ¡entonces el trabajo asiduo del comandante tiene que duplicarse!, pues no solo tiene que guardarse de los enemigos que están fuera, sino de los enemigos que están dentro también. Y aquí radica el peligro del cristiano. Yo podría pelear con el diablo; yo podría vencer cada pecado que me tentara, si no fuera porque tengo un enemigo dentro. Los Diabolianos que están dentro sirven más a Satanás que todos los Diabolianos que están fuera. Como dice Bunyan en su libro «La Guerra Santa,» el enemigo trató de introducir algunos de sus amigos dentro de la Ciudad del Alma Humana, y descubrió que sus elementos favoritos dentro de los muros le hacían mucho más bien que todos los que estaban fuera. ¡Ah!, cristiano, tú te podrías reír de tu enemigo si no tuvieras un corazón malo dentro de ti; pero recuerda, tu corazón guarda las llaves porque de él mana la vida. Y el pecado está allí. La peor cosa que debes temer es la traición de tu propio corazón.
Y además, cristiano, recuerda cuántos aliados tiene tu naturaleza depravada. En cuanto a tu vida de gracia, ella encuentra escasos amigos bajo el cielo; pero tu pecado original tiene aliados por todos lados. Mira al infierno allá abajo y los encontrarás allí, demonios que están prestos a azuzar a los perros del infierno contra tu alma. Mira al mundo y ve «los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida.» Mira a tu alrededor y ve todo tipo de hombres, buscando, si fuera posible, sacar al cristiano de su estabilidad. Mira a la iglesia y encuentra toda manera de falsas doctrinas listas a inflamar el deseo, y desviar al alma de la sinceridad de su fe. Mira al cuerpo y descubre que la cabeza y la mano y el pie y todos los demás miembros están listos a ser siervos del pecado. Yo podría dominar mi corazón malo si no tuviera ese poderoso ejército de aliados; pero tener enemigos fuera de las puertas en alianza y amistad con un enemigo más vil que está dentro, convierte mi posición en doblemente peligrosa.
Y yo quisiera que recordaras, cristiano, una cosa más, y es que esta tu naturaleza depravada es muy fuerte y muy poderosa, más fuerte que la nueva naturaleza, si esa nueva naturaleza no estuviera sostenida por el poder Divino. ¿Cuán vieja es mi vieja naturaleza? «Es tan vieja como yo mismo,» el santo anciano podría decir, «y con la edad se ha vuelto más fuerte.» Hay algo que raramente se vuelve más débil con la edad avanzada, y es el viejo Adán; él es tan fuerte en su vejez como lo era en la juventud; es tan capaz de hacer que nos descarriemos cuando nuestra cabeza está cubierta de cabellos grises, como lo era en nuestra juventud.
Hemos oído decir que crecer en la gracia disminuirá el poder de nuestra corrupción; pero yo he visto a muchos santos ancianos de Dios y les he hecho la pregunta, y ellos han respondido «No,» sus deseos han sido esencialmente tan fuertes cuando han pasado muchos años en el servicio de su Señor, como lo eran al principio, aunque más sometidos por el nuevo principio que hay dentro de ellos. Lejos de volverse más débil, estoy firmemente convencido que el pecado aumenta en poder. Una persona que es mentirosa se vuelve más mentirosa cuando practica la mentira. Lo mismo sucede con nuestro corazón. Nos sedujo al principio y fácilmente nos atrapó, pero habiendo aprendido mil trampas, nos engaña ahora tal vez más fácilmente que antes; y aunque nuestra naturaleza espiritual ha sido desarrollada más plenamente y ha crecido en la gracia, sin embargo la vieja naturaleza ha perdido muy poco de su energía.
Yo no sé que la casa de Saúl se haya vuelto más y más débil en nuestros corazones; yo sé que la casa de David se ha vuelto más fuerte; pero yo no sé que mi corazón se vuelva menos vil, o que mis corrupciones se hayan vuelto menos fuertes. Yo creo que si yo dijera alguna vez que mis corrupciones están todas muertas, escucharía una voz: «¡Sansón, los filisteos sobre ti!» O «¡Sansón, los filisteos en ti!» Sin importar todas las victorias anteriores, y los montones sobre montones de pecados que yo haya eliminado, yo sería dominado si la misericordia Todopoderosa no me preservara. ¡Cristiano, cuídate del peligro! No hay ningún hombre en combate tan en peligro de recibir un tiro, como lo estás tú por tu propio pecado. Tú cargas en tu alma con un traidor infame. Aun cuando te habla bellamente no debes confiar en él; tú tienes en tu corazón un volcán adormecido, pero se trata de un volcán con una fuerza tan terrible que puede todavía sacudir tu naturaleza entera; y a menos que seas circunspecto, y que seas guardado por el poder de Dios, tú tienes un corazón que te puede conducir a cometer los pecados más diabólicos y los crímenes más infames.
¡Cuídense, cuídense, cristianos! Aunque no hubiera un diablo que los tentara y un mundo que los extraviara, ustedes tendrían la necesidad de cuidarse de su propio corazón. Por lo tanto, miren a casa. Los peores enemigos de ustedes son los enemigos de su propia casa. «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida,» y de él puede manar la muerte también, la muerte que te condenaría si la misericordia soberana no lo previniera. Que Dios nos conceda, hermanos míos, que podamos conocer nuestras corrupciones de una manera fácil, y no tener que descubrirlas cuando se convierten en pecado abiertos.
IV. Y ahora llego al cuarto punto que es EL DESCUBRIMIENTO DE NUESTRA CORRUPCIÓN.
Job dijo: «He aquí que yo soy vil.» Esa expresión «he aquí» implica que él estaba atónito. El descubrimiento fue inesperado. Hay tiempos especiales con el pueblo del Señor cuando aprende por experiencia que es un pueblo vil. Ellos escucharon al ministro cuando afirmaba el poder del deseo innato, pero tal vez sacudieron la cabeza diciendo: «no puedo ir tan lejos como eso;» pero después de muy poco tiempo descubrieron, por alguna luz más clara del cielo, que después de todo era verdad: «He aquí que yo soy vil.»
Yo recuerdo haber predicado hace poco tiempo sobre un texto profundo relativo al mal desesperado del corazón; y uno de mis amigos más estimados dijo: «Bien, yo no he descubierto eso,» y yo pensé para mí, ¡qué bendición, hermano! Yo hubiera deseado no haberlo descubierto; pues es una experiencia sumamente tremenda para experimentarla: me atrevo a decir que hay muchas personas aquí presentes ahora que dicen: «yo no confío en ninguna justicia propia. No confío en nada en el mundo excepto en la sangre de Cristo; pero todavía no he descubierto la vileza de mi corazón de la manera que tú has mencionado.» Tal vez no, hermano; pero no pasará mucho tiempo antes que tengas que descubrirla. Puedes tener un temperamento especial. Dios te ha preservado de todo contacto con tentaciones que hubieran revelado tus corrupciones, o tal vez le ha agradado, como una condescendencia de Su gracia por actos que has sido elegido para desempeñar para Él, darte una vida apacible, de tal forma que no has sido sacudido por los tumultos de tu propia alma; mas sin embargo déjame decirte que debes esperar encontrar, en las más íntimas profundidades de tu corazón, todavía una profundidad más baja. ¡Que Dios te consuele y te capacite, cuando salgas del horno, para estar más abajo que nunca en el escabel de la misericordia divina!
Yo creo que nosotros generalmente descubrimos la mayor parte de nuestras fallas cuando tenemos el mayor acceso a Dios. Job no había tenido nunca el descubrimiento de Dios como el que tuvo en este momento. Dios le habló en el torbellino, y entonces Job dijo: «yo soy vil.» No es tanto cuando estamos abatidos, o faltos de fe, que conocemos nuestra vileza; descubrimos algo de ella en ese momento, pero no toda la verdad. Es cuando por la gracia de Dios somos ayudados a subir al monte, cuando nos acercamos a Dios, y cuando Dios se nos revela a nosotros, que sentimos que no somos puros a Sus ojos.
Nosotros percibimos algunos destellos de Su elevada majestad; vemos el brillo de sus faldones, «oscuros, con luz insufrible;» y después de haber sido deslumbrados por esa visión, viene una caída: como si, herida por la luz ardiente del sol, el águila se cayera desde sus grandes alturas, y se estrellara contra el suelo.
Lo mismo ocurre con el creyente. Él se eleva a Dios, y súbitamente se viene al suelo. «He aquí,» dice, «que yo soy vil. Nunca lo hubiera sabido si no hubiera visto a Dios. He aquí que yo lo he visto; y ahora descubro cuán vil soy.» Nada muestra más la negrura como la exposición a la luz. Si yo quisiera ver la negrura de mi propio carácter, tengo que ponerla junto a la pureza sin mancha; y cuando el Señor se agrada en darnos alguna visión especial de Él mismo, algún dulce intercambio con Su propia persona bendita, entonces es cuando el alma aprende, como nunca lo supo antes, con una agonía que tal vez no sintió nunca antes, inclusive en su primera convicción de pecado, «he aquí que yo soy vil.» Dios se agrada haciendo esto. Y para evitar que «la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente,» Él nos envía este «aguijón en mi carne,» para permitir que nos veamos a nosotros mismos después que lo hemos visto a Él.
Hay muchos hombres que nunca llegan a conocer mucho de su vileza hasta que la sangre de Cristo ha sido rociada sobre sus conciencias, o aun hasta después de haber sido durante muchos años hijos de Dios. Conocí hace algún tiempo el caso de un cristiano, que había sido positivamente perdonado antes que hubiera tenido un fuerte sentido del pecado. «yo no sentí mi vileza,» dijo, «hasta que escuché una voz: ‘Yo, yo soy el que borro tus rebeliones;’ y después de eso, me di cuenta cuán negro había sido yo. Yo no pensé en mi inmundicia,» dijo él, «hasta después que vi que había sido lavado.» Yo pienso que hay muchos miembros del pueblo de Dios, que, aunque tenían alguna noción de su negrura antes que vinieran a Cristo, nunca supieron cuán enteramente viles eran ellos sino hasta después. Ellos pensaron entonces, «¡cuán grande debe haber sido mi pecado que necesitó a tal Salvador! ¡Cuán desesperada mi inmundicia, que requirió tal lavamiento! Cuán terrible mi culpa, que necesitó tal expiación como la sangre de Cristo.»
Pueden tener la certeza que entre más conozcan de Dios y de Cristo, más se conocerán a ustedes mismos; y se sentirán obligados a decir como lo hicieron antes, «He aquí que yo soy vil;» vil en un sentido extraordinario, como nunca se imaginaron o adivinaron hasta ahora. «¡He aquí que yo soy vil!» «¡Soy vil, ciertamente!» Sin duda muchos de ustedes todavía pensarán que lo que yo digo relativo a su naturaleza depravada no es cierto, y tal vez se puedan imaginar que la gracia ha sacado a su naturaleza pervertida; pero entonces ustedes saben muy poco acerca de la vida espiritual, si suponen eso. No pasará mucho tiempo antes que descubran que el viejo Adán es tan fuerte en ustedes como siempre; por eso se mantendrá una guerra en su corazón hasta el día de su muerte, en el que la gracia prevalecerá, pero no sin suspiros y gemidos y agonías y luchas y una muerte diaria.
V. Ésta es la manera en la que Dios nos descubre nuestra vileza.
Ahora, si es cierto que todavía somos viles, ¿CUÁLES SON NUESTROS DEBERES? Y aquí permítanme hablarles solemnemente a quienes son herederos de la vida eterna, deseando como su hermano en Cristo Jesús, urgirles a algunos deberes que son sumamente necesarios debido a la continua inmundicia de su corazón.
En primer lugar, si sus corazones todavía son viles, y todavía hay una naturaleza depravada en ustedes, cuán equivocado sería de parte de ustedes suponer que todo su trabajo está hecho. Hay algo relativo a lo cual yo tengo mucha razón de quejarme de algunos de ustedes. Antes de su bautismo ustedes eran extremadamente diligentes; siempre participaban en los medios de la gracia, y yo siempre los veía por aquí; pero hay algunos, algunos aquí presentes ahora, que tan pronto pasaron ese Rubicón (dar un paso decisivo), comenzaron a partir de ese momento a disminuir en celo, pensando que la obra estaba hecha. Yo les digo solemnemente que yo sé que hay algunos que eran personas de oración, cuidadosas, devotas, viviendo muy cerca y junto a su Dios, hasta que se unieron a la iglesia; pero desde ese momento en adelante, ustedes han declinado gradualmente. Ahora realmente me parece digno de dudarse si esas personas son cristianas. Les digo que tengo serias dudas acerca de la sinceridad de algunos de ustedes.
Si yo veo que un hombre se vuelve menos diligente después del bautismo, pienso que no tenía ningún derecho de ser bautizado; pues si hubiera tenido un sentido adecuado del valor de esa ordenanza, y hubiera sido correctamente dedicado a Dios, no se hubiera regresado a los caminos del mundo. Me siento muy dolido, cuando veo a uno o a dos individuos que una vez caminaron muy consistentemente con nosotros, pero que ahora comienzan a separarse. Yo no encuentro ninguna falla en la gran mayoría de ustedes, en lo relacionado a su firme adherencia a la Palabra de Dios. Yo bendigo a Dios, porque por espacio de dos años y aun más, ustedes han sido sostenidos firme y sólidamente por Dios.
No los he visto ausentes de la casa de oración, ni creo que su celo haya decaído; pero hay unos cuantos que han sido tentados por el mundo, que han sido conducidos a extraviarse por Satanás, o que, por algún cambio en sus circunstancias, o por tener que alejarse alguna distancia, se han vuelto fríos y han dejado de ser diligentes en la obra del Señor. Hay algunos de mis lectores que ya no son tan diligentes como lo fueron una vez.
Queridos amigos míos, si ustedes conocieran la vileza de su corazón, verían la necesidad de ser tan diligentes ahora como una vez lo fueron. ¡Oh!, si cuando fueron convertidos su vieja naturaleza hubiera sido cortada, no habría necesidad de vigilancia ahora. Si todos sus deseos hubieran desaparecido por completo, y toda la fuerza de la corrupción estuviera muerta en ustedes, no habría necesidad de perseverancia; pero es precisamente debido a que tienen corazones malos que los exhorto a que sean tan diligentes como lo fueron alguna vez, que recurran al don de Dios que está en ustedes, y que se cuiden seriamente como alguna vez lo hicieron.
Hombre, no te imagines que la batalla terminó; esta solamente ha sido la primera señal de la trompeta convocando a la guerra. Ese llamado de la trompeta ha cesado, y por eso tú piensas que la batalla ya pasó; yo te digo: no, la pelea apenas acaba de comenzar; los ejércitos apenas están avanzando, y tú te acabas de poner tu atuendo de guerra; tú tienes muchos conflictos por venir. Sé diligente, pues de lo contrario ese tu primer amor se extinguirá, y tú todavía puedes caer en esto: «Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros.» Tengan cuidado, mis queridos amigos, de no rebelarse; es lo más fácil del mundo, y sin embargo es la cosa más peligrosa del mundo. Tengan mucho cuidado de no abandonar su primer celo; eviten enfriarse en el menor grado. Ustedes fueron una vez ardientes y diligentes; sean todavía ardientes y diligentes, y dejen que el fuego que una vez ardió dentro de ustedes, todavía los anime. Sean todavía hombres de poder y vigor, hombres que sirven a su Dios con diligencia y celo.
Además, si su naturaleza perversa todavía está dentro de ustedes, cuán vigilantes deben ser. El diablo nunca duerme; su naturaleza perversa nunca duerme; ustedes no deben dormirse nunca. «Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad.» Estas son las palabras de Jesucristo, y no hay nada que requiera tanto de repetición como esa palabra «velad.» Podemos hacer casi cualquier cosa menos velar; pues velar es un trabajo muy agotador, especialmente si velamos con almas adormecidas. Velar es un trabajo muy fatigoso. Hay poco honor público que se reciba al velar, y por tanto no poseemos la esperanza de un renombre que nos motive. Velar es un trabajo que muy pocos de nosotros desempeñamos, me temo; pero si el Todopoderoso no hubiera velado sobre ti, el diablo te hubiera llevado hace mucho tiempo.
Queridos amigos, los exhorto a que velen constantemente. Cuando la casa vecina se está incendiando, cuán rápidamente saltan de sus camas las personas, y si tienen líquidos combustibles los sacan de los predios y velan, para que su casa no se convierta en una presa de ese elemento devorador. Ustedes tienen corrupción en su corazón: cuídense de la primera chispa, para que no incendie su corazón. «Por tanto, no durmamos como los demás.» Puedes dormir junto al cráter de un volcán, si quieres hacerlo; puedes dormir con tu cabeza pegada a la boca de un cañón; puedes dormir, si te place, en medio de un terremoto o en una casa visitada por la peste; pero yo te suplico, no te duermas mientras tengas un corazón malo.
Vigilen sus corazones; ustedes pueden pensar que son muy buenos, pero se convertirán en su ruina si la gracia no lo previene. Vigilen diariamente; vigilen perpetuamente; guárdense, para que no pequen. Sobre todo, queridos hermanos míos, si sus corazones ciertamente están todavía llenos de vileza, cuán necesario es que nosotros todavía exhibamos fe en Dios. Si yo debo confiar en mi Dios al comenzar mi camino, debido a todas las dificultades que debo enfrentar, si esas dificultades no son disminuídas, debo confiar en Dios de la misma manera que lo hice antes.
¡Oh!, amados hermanos, entreguen sus corazones a Dios. No se vuelvan auto-suficientes. La auto-suficiencia es la red de Satanás que utiliza para cazar a los hombres como pobres peces insensatos y los destruye. No sean auto-suficientes. Considérense nada, pues no son nada, y vivan con la ayuda de Dios. La forma de crecer fuertes en Cristo es volviéndose débiles en ustedes. Dios no derrama ningún poder en el corazón del hombre hasta que no se haya vaciado de ese corazón todo el poder del hombre. Vivan entonces cada día una vida de dependencia de la gracia de Dios. No te constituyas tú mismo como si fueras un caballero independiente; no inicies tus propias actividades como si tú pudieras hacer todas las cosas por ti mismo; pero vive siempre confiando en Dios. Tú tienes tanta necesidad de confiar en Él ahora como la has tenido siempre; pues, fíjate bien, aunque tú hubieras sido condenado sin Cristo al principio, tú serás condenado sin Cristo ahora, a menos que Él todavía te guarde, pues tú tienes una naturaleza tan depravada ahora como la tenías antes.
Muy amados hermanos, sólo tengo que decir una palabra más, no a los santos sino a los impíos. ¡Una palabra de aliento, pecador, pobre pecador perdido! Tú piensas que no debes venir a Dios porque tú eres vil. Ahora, permíteme decirte que no hay un solo santo en este lugar que no sea vil también. Si Job, e Isaías, y Pablo, todos ellos se vieron obligados a decir: «yo soy vil,» oh, pobre pecador, ¿te dará vergüenza unirte a esa confesión y decir: «yo soy vil,» también? Si yo me acerco a Dios en oración hoy, cuando estoy de rodillas junto a mi cama, habré venido a Dios como un pecador, vil y lleno de pecado. ¡Mi hermano pecador! ¿Quieres tener una mejor confesión que ésa? ¿Tú quieres ser mejor, no es cierto? Vamos, los santos en sí mismos no son mejores. Si la gracia divina no erradica todo pecado en el creyente, ¿cómo piensas hacerlo tú mismo? Y si Dios ama a Su pueblo mientras todavía es vil, ¿piensas tú que tu vileza le impedirá amarte? ¡No, vil pecador, ven a Jesús! ¡El más vil de los viles! Cree en Jesús, tú que eres escoria de la sociedad, tú que eres el estiércol y la hez de las calles, yo te pido que vengas a Cristo. Cristo te ordena que creas en Él.
«No a los justos, no a los justos,
Sino a pecadores vino a salvar Jesús.»
Ven ahora; di: «Señor, yo soy vil; dame fe. Cristo murió por los pecadores; yo soy un pecador. Señor Jesús, rocía Tu sangre sobre mí.» Te digo, pecador, de parte de Dios, que si tú confiesas tu pecado, tú encontrarás el perdón. Si ahora dices de todo corazón: «yo soy vil; lávame;» serás lavado ahora. Si el Espíritu Santo te da la capacidad de decir con todo tu corazón ahora, «Señor, yo estoy lleno de pecado:
«Tal como soy, sin ningún otro argumento
Excepto que Tu sangre fue derramada por mí,
Y que Tú me pides que venga a Ti,
Oh, Cordero de Dios, yo vengo a Ti, yo vengo a Ti.»
Tú saldrás de este lugar con todos tus pecados perdonados; y aunque tú hayas entrado a este lugar con todos los pecados que un hombre puede cometer sobre tu cabeza, tú saldrás como inocente, sí, más inocente que un bebé recién nacido. Aunque hayas entrado aquí cubierto de pecados, tú saldrás cubierto con un manto de justicia, tan blanco como son los ángeles, tan puro como Dios mismo, en lo que se refiere a la justificación. Pues «ahora,» fíjate bien, «he aquí ahora el tiempo aceptable,» si tú crees en Él que justifica al impío. ¡Oh!, que el Espíritu Santo te dé fe para que puedas ser salvado ahora, pues entonces serás salvo para siempre! ¡Que el Señor agregue Su bendición a este débil sermón por causa de Su nombre!