Buenas Obras

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No tenemos miedo de inculcar en ustedes un espíritu legalista por lo que vamos a decir, pues, creemos que después de nuestras frecuentes exhortaciones apoyadas por el Espíritu Santo, para que eviten cualquier cosa que semeje confianza en sus buenas obras, no sentimos temor que nos malinterpreten como para suponer que, cuando hablamos de buenas obras hoy, queremos de alguna manera que se imaginen que esas buenas obras pueden promover su eterna salvación. Nos esforzamos aquí arduamente el domingo antepasado para enseñarles la diferencia entre los dos pactos: el pacto de gracia y el pacto de obras. Les ruego que traten de recordar lo que dijimos en esa ocasión, y si por cualquier equivocación de la lengua dijésemos algo que pudiera parecer legalismo, cotejen ambos mensajes, y allí donde cometamos algún error sobre la grandiosa verdad de la justificación por fe, rechacen nuestro testimonio.

«Celoso de buenas obras.» Hay algunos que nos oyen predicar alta doctrina, y nos escuchan declarar constantemente que por gracia somos salvos por medio de la fe, y esto no de nosotros, pues es don de Dios. Por lo tanto, suponen que no podemos predicar sobre buenas obras, y que no podríamos predicar un buen sermón de exhortación a los cristianos, para que vivan en santidad. Bien, no diremos que podemos predicar un buen sermón, pero sí diremos que intentaremos predicar un sermón sobre ese tema que será tan bueno como los suyos, que conduzca a los hijos de Dios a vivir en santidad de la misma manera que puede hacerlo cualquiera de sus exhortaciones, cimentadas como están en la confianza en la carne, y basadas en amenazas, regulaciones y promesas que ellos suponen que inducirán a los hijos, pero que sólo son buenas para esclavos, mas de poca valía para que operen en los creyentes que verdaderamente han renacido. Los hijos de Dios conforman un pueblo santo. Para este propósito específico nacieron y fueron traídos al mundo, para que fueran santos. Para esto fueron redimidos con sangre y fueron hechos un pueblo peculiar. El propósito de Dios en la elección, el fin de todos sus propósitos, no se ve cumplido mientras no se conviertan en un pueblo «celoso de buenas obras.»

Ahora, esta mañana, primero que nada, les hablaremos de la naturaleza de las buenas obras, pues hay muchas cosas llamadas buenas obras que no lo son en lo absoluto; en segundo lugar, vamos a rastrear a las buenas obras hasta sus orígenes: vamos a descubrir de dónde provienen las buenas obras; en tercer lugar, intentaremos mostrarles el uso de las buenas obras; y vamos a concluir procurando demostrar que nuestras doctrinas de la gracia que discrimina, que distingue, la gracia inmerecida, tienen influencia para convertirnos a los creyentes en ellas, en «celosos de buenas obras.»

I.Entonces, en primer lugar, estamos a punto de contestar la pregunta: ¿QUÉ SON LAS BUENAS OBRAS?

Bien, me atrevo a decir que ofenderemos a muchas personas cuando les digamos qué son las buenas obras, pues en nuestra opinión, las buenas obras son las cosas más raras del mundo, y creemos que podríamos caminar muchas millas antes de ver alguna. Usamos la palabra ‘buenas’ en su sentido propio. Hay muchas obras que son lo suficientemente buenas entre un hombre y otro, pero vamos a usar hoy la palabra ‘buenas’ en un sentido más elevado, concerniente a Dios. Creemos que seremos capaces de demostrarles que hay muy pocas buenas obras en cualquier parte, y que no hay ninguna, fuera del seno de la iglesia de Cristo.

Creemos, si leemos correctamente la Escritura, que ninguna obra puede ser buena a menos que sea ordenada por Dios. ¡Esto elimina una gran porción de lo que los hombres hacen para ganar la salvación! El fariseo decía que él diezmaba la menta, y el eneldo, y el comino. ¿Podía demostrar él que Dios le mandaba diezmar su menta, su eneldo y su comino? Probablemente no. Decía que ayunaba muchas veces a la semana. ¿Podía probar que Dios le decía que ayunara? Si no, sus ayunos no eran obediencia. Si yo hago algo que no se me ordena que haga, no estoy obedeciendo al hacerlo. Vanas, entonces, son todas esas pretensiones de los hombres que, mortificando sus cuerpos, negando su carne, haciendo esto, eso, o lo de más allá, pueden ganar el favor de Dios. Ninguna obra es buena a menos que Dios la mande. Un hombre puede construir una larga hilera de hospicios, pero si los construye sin referencia al mandamiento, no ha hecho ninguna obra buena.

Además: ninguna obra puede ser buena a menos que se haga por un buen motivo; y no hay ningún motivo que pueda llamarse bueno, que no sea la gloria de Dios. El que hace buenas obras con miras a salvarse a sí mismo, no las hace por un buen motivo, porque su motivo es egoísta. Quien las realiza también para ganarse la estima de sus semejantes y por el bien de la sociedad, tiene un motivo laudable, en lo que concierne a los hombres; pero es, después de todo, un motivo inferior. ¿Qué fin tenemos en mente? Si es el beneficio de nuestros semejantes, entonces que nuestros semejantes nos paguen; pero eso no tiene nada que ver con Dios. La obra no es buena a menos que un hombre la haga con miras a la gloria de Dios, y nadie puede hacerla con esa mira, mientras Dios no le haya enseñado cuál es Su gloria, y no haya sido conducido a someterse a la divina voluntad de Dios, de tal manera que en todo lo que haga, tenga en mente al Altísimo y obre con el fin de promover Su gloria y honor en el mundo.

Amados, aun cuando nuestras obras sean hechas con los mejores motivos, no son buenas obras a menos que sean hechas con fe; pues «Sin fe es imposible agradar a Dios.» Como Caín, podemos construir un altar, y poner encima las primicias de la tierra, creyendo que es un sacrificio aceptable en sí; pero si está desposeído de la sal de la fe, allí se quedará, no será aceptado por Dios, pues sin fe es imposible agradar a Dios.

Tráiganme a un hombre que toda su vida haya estado agotando su salud y su fortaleza por sus semejantes; consíganme a un funcionario público que haya cumplido plenamente con su responsabilidad, que haya trabajado día y noche hasta afectar su salud, porque estaba convencido que Inglaterra espera que todo hombre cumpla con su deber, y deseaba hacerlo; tráiganme a ese hombre; déjenme ver todas sus obras de caridad; permítanme ser testigo de la benevolencia más pródiga, de la generosidad más abundante; díganme que, con una finalidad consistente, él ha trabajado siempre por su país; y luego, si no puede responder esta pregunta: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?» estaré obligado a decirle con toda honestidad que no ha hecho una solitaria obra buena en toda su vida, en lo que concierne a Dios.

Más aún, cuando tenemos fe en Dios, y hacemos todas nuestra obras por el mejor de los motivos, aun entonces no tenemos ninguna solitaria buena obra, mientras no sea rociada sobre ella la sangre de Cristo. Mirando todo lo que hemos hecho a lo largo de nuestras vidas, ¿podemos encontrar una solitaria cosa que nos atrevamos a llamar buena, si no ha sido rociada sobre ella la sangre de Cristo? Concedamos que haya algo bueno en ella, pues el Espíritu la obró en nuestras almas; también hay mucho de malo en ella, pues aun nuestros mejores ejercicios son terriblemente estropeados, viciados y arruinados por los pecados e imperfecciones que hay en ellos, por lo que no nos atrevemos a llamarlos buenos, mientras Jesús no los haya rociado con Su sangre, y no haya quitado la mancha.

Oh, cuán a menudo he pensado: «¡ahora sí he trabajado arduamente para predicar la palabra de Dios; no me he reservado en ningún momento, delante de amigos o enemigos, y espero haber declarado todo el consejo de Dios!» Y sin embargo, amados, cuántos de esos sermones no han sido buenas obras en lo absoluto, porque no estaba buscando la honra de mi Señor en el momento, o porque no había fe involucrada en ellos, sino que los prediqué en un marco de desaliento, abatimiento o desdicha; o, tal vez, incluso en mi objetivo de ganar almas, he tenido una meta natural; pues temo que a menudo tenemos un motivo incluso perverso cuando nos regocijamos al ver convertidas a las almas, como es honrarnos a nosotros mismos para que el mundo diga: «¡vean cuántas almas son llevadas a Dios por su medio!»

Y aun cuando la iglesia se reúne para llevar a cabo buenas obras, ¿acaso no han observado que algo egoísta se cuela furtivamente: un deseo de exaltar a nuestra propia iglesia, de glorificar a nuestro propio pueblo, y hacernos poderosos nosotros mismos? Amados, estoy seguro que si se sientan y desmenuzan sus buenas obras, encontrarán muchas costuras malas en ellas que requerirán ser descosidas para ser cosidas de nuevo. Hay tantas manchas y borrones en lo tocante a ellas, que necesitarán ser lavadas en la sangre de Cristo para hacerlas buenas para algo.

Y ahora, amados, ¿creen que tienen algunas buenas obras? «¡Oh!,» responderán: «me temo que yo no tengo muchas, es más, sé que no las tengo; pero gracias a Su amor, Quien aceptó a mi persona en Cristo, acepta mis obras por medio de Cristo; y Quien me bendijo en Él para que fuese un vaso escogido, ha tenido el agrado de aceptar eso que Él mismo echó en el vaso, ‘Para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado.»

Y ahora, ustedes que son moralistas, que han confiado en ser justos, si lo que he dicho es verdad, ¿en qué se ha convertido su santidad? Tú dices: «yo soy un hombre caritativo.» ¡Te concedo que lo eres! Te digo que vayas y apeles a tus semejantes para que te paguen tu caridad. Dices: «soy un hombre moral y consistente, un gran motivo de orgullo para el país; si todos los hombres actuaran como lo hago yo, ¡qué bueno sería para el mundo y para esta generación!» Por supuesto que has servido a tu generación. Entonces manda tu factura y que tu generación te pague. Te digo que has trabajado arduamente para nada, porque sembraste viento y torbellino segarás. Dios no te debe nada; no has vivido para honrarle; debes confesar honestamente que no has llevado a cabo una sola acción con el deseo de agradarle; has trabajado arduamente para agradarte a ti mismo, ese ha sido el motivo más elevado que has tenido; estabas convencido que si eras bueno irías al cielo, y que si eras malo seguramente te irías al infierno. Has sido completamente egoísta de principio a fin. Concilia tus cuentas y sáldalas contigo mismo. Dios no te debe nada; no has hecho nada por Él; y si has hecho algo, entonces considera en tu intimidad que has violado tanto los mandamientos de Dios, y tan frecuentemente has hecho todo lo posible para ofender a tu Hacedor, si eso fuera posible, que todas tus cuentas quedan reducidas a nada.

Y en cuanto a tus buenas obras, ¿dónde están? ¿Dónde están? ¡Ah!, se trata de un invento, una ficción, una risa, un sueño. ¿Acaso los pecadores hacen buenas obras? Para nada. Muy bien lo dijo Agustín: «según las conocemos, las buenas obras de los pecadores no son otra cosa que espléndidos pecados.» Esto es aplicable a las mejores obras del mejor de los hombres que no tenga a Cristo. No son otra cosa que pecados espléndidos, pecados embellecidos. ¡Queridos amigos, que los perdone Dios por sus buenas obras! Tienen tan gran necesidad de ser perdonados por sus buenas obras como la tienen de ser perdonados por sus malas obras, si están sin Cristo; pues yo considero que ambas categorías son muy semejantes, es decir, malas, si fueran cribadas.

II. Y ahora, en segundo lugar, ¿DE DÓNDE PROVIENEN LAS BUENAS OBRAS?

Es una vieja máxima que la naturaleza no puede superarse a sí misma. El agua proveniente de la punta del cerro sólo subirá tan alto como su fuente; pero, a menos que se ejerza alguna extraordinaria presión sobre ella, nunca subirá más alto. Lo mismo sucede con la naturaleza humana. La Escritura nos informa que es extraordinariamente depravada; no podemos esperar que de una naturaleza pervertida procedan las buenas obras. ¿Acaso pueden emanar aguas dulces del pozo amargo? De la misma manera que el veneno no crece en árboles saludables que dan frutos saludables, tampoco pueden crecer frutos saludables en árboles venenosos. No busquemos buenas obras en la naturaleza depravada como tampoco deberíamos buscarlas en la vid de Sorec o en la vid de Gomorra. No podemos esperar encontrar buenas obras provenientes de la naturaleza del hombre; en verdad es vano e inútil pensar que las buenas obras se puedan originar en el hombre natural.

Ustedes se preguntarán: «¿de dónde provienen, entonces?» Nuestra respuesta es que las buenas obras provienen de una conversión real, producida por el Espíritu de Dios. Hasta el momento de nuestra conversión, no hay ni la más mínima sombra de bondad en nosotros. A los ojos del mundo podremos tener buena reputación y ser respetables, pero a los ojos de Dios no somos nada de eso. Si pudiéramos ver en nuestros corazones como miramos a veces los rostros de otras personas, veríamos muchas cosas allí que ahuyentarían de nuestras almas la simple suposición de buenas obras, antes de que nuestro corazón sea cambiado. Cuántas cosas no hay en el mundo que ponemos sobre nuestras mesas y que incluso comemos, que si fueran puestas al microscopio, tendríamos miedo de tocarlas, pues veríamos toda clase de criaturas repulsivas que trepan y se arrastran sobre ellas, ¡cosas inconcebibles! Y lo mismo sucede con la naturaleza humana. Una vez que el corazón humano es colocado bajo el microscopio de la Escritura, y lo vemos con un ojo espiritual, lo vemos tan depravado e inmundo, que quedamos muy convencidos que mientras no tengamos un nuevo corazón y un espíritu recto, sería tan imposible encontrar buenas obras en el hombre inconverso e injusto, como ver fuego ardiendo en medio del océano. Las dos cosas serían igualmente incongruentes.

Nuestras buenas obras, si es que las tenemos, brotan de una conversión real. Además, emanan de una constante influencia espiritual ejercida sobre nosotros, desde el tiempo de la conversión hasta la hora de la muerte. ¡Ah!, cristiano, tú no tendrías buenas obras si no tuvieras una influencia renovada día con día. Descubrirías que la gracia que te fue dada en la primera hora no es suficiente para producir fruto hoy. No es como plantar un árbol en nuestros corazones, que de sí mismo produce fruto naturalmente, sino que la savia sube de la raíz que es Jesucristo. Nosotros no somos árboles independientes, sino que somos pámpanos injertados en la vid viva. ¡Buenas obras, yo sé de dónde provienen ustedes! Vienen flotando en la corriente de la gracia, y si yo no tuviera esa corriente de gracia fluyendo siempre, nunca encontraría buenas obras que surgieran de mí. ¿Buenas obras de una criatura? ¡Imposible! Las buenas obras son dones de Dios, son Sus perlas escogidas, que hace descender con Su gracia.

Y además, nosotros creemos que las buenas obras surgen de la unión con Cristo. Nosotros creemos que en la medida que un hombre se reconozca y se sienta uno con Jesús, será más santo. El propio hecho que Cristo y el cristiano se conviertan en uno, vuelve al cristiano semejante a Cristo. ¿Por qué el carácter de un cristiano es semejante al carácter de Cristo? Únicamente por esta razón: porque él es injertado y unido al Señor Jesucristo. ¿Por qué ese pámpano produce uvas? Simplemente porque ha sido injertado a la vid, y por tanto participa de la naturaleza del tronco. Así que, cristiano, la única manera por la que puedes producir fruto para Dios es siendo injertado en Cristo y unido con Él. Ustedes, cristianos, que piensan que pueden caminar en santidad sin guardar una perpetua comunión con Cristo, han cometido un grave error. Si quieren ser santos deben vivir cerca de Jesús. Las buenas obras brotan únicamente allí. De aquí sacamos las más poderosas razones contra cualquier cosa que se parezca a la confianza en las obras; pues como las obras son únicamente el don de Dios, cuán completamente imposible es que un hombre que sea injusto, inconverso e impío, produzca alguna buena obra por sí. Y si son dones de Dios, cuán poco mérito puede haber en ellas.

III. De esta manera hemos tratado de seguir la huella de las buenas obras hasta sus orígenes y sus cimientos. Y ahora llegamos al tercer punto, que es, ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS BUENAS OBRAS?

A mí me gusta ser llamado un antinomiano, por esta razón: el término es aplicado generalmente a aquellos que sostienen firmemente la verdad y no la sueltan. Pero no me gustaría ser un antinomiano. No estamos en contra de la ley de Dios. Creemos que no es obligatoria como pacto de salvación; pero no tenemos nada que decir en contra de la ley de Dios. «Porque sabemos que la ley es espiritual; mas nosotros somos carnales, vendidos al pecado.» Nadie nos acusará, con verdad, de ser antinomianos. Nosotros contendemos con los antinomianos; pero en cuanto a ciertas pobres almas, que son tan inconsistentes como para decir que la ley no es obligatoria, y sin embargo tratan de guardarla con todo su poder, ¡nosotros no contendemos con ellas! No harán nunca un grave mal. Pero creemos que deberían aprender a distinguir entre la ley como un pacto de vida y como una dirección después que hayamos obtenido la vida.

Bien, amamos las buenas obras. Nos preguntan que para qué sirven. Respondo, primero: las buenas obras son útiles como evidencias de la gracia. El antinomiano dice: ‘pero yo no requiero evidencias; yo puedo vivir sin ellas’. Esto no es razonable. ¿Ves aquel reloj? La hora sería precisamente la misma aunque no tuviésemos esa evidencia. Sin embargo, encontramos que el reloj es de mucha utilidad. De tal manera que decimos que las buenas obras son la mejor evidencia de la vida espiritual en el alma. ¿Acaso no está escrito que «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos?» Amar a los hermanos es una buena obra. Además: «el que permanece en mí, éste lleva mucho fruto.» Los frutos de justicia son buenas obras, y son evidencias que permanecemos en Cristo. Si yo vivo en el pecado día a día, ¿qué derecho tengo para concluir que soy un hijo de Dios?

Un hombre viene a esta capilla y mientras oye el Evangelio, exclama: «¡Cuán deliciosa verdad! ¡Qué doctrina tan celestial!» Sin embargo, cuando abandona el lugar, lo puedes ver que entra a una cantina tras otra, hasta quedar intoxicado. ¿Acaso este hombre tiene algún derecho de considerarse un heredero del cielo? El hombre que viene a la casa de Dios, y bebe en «banquete de vinos refinados,» y luego se va y bebe su copa y goza de la compañía de los impíos, no da ninguna evidencia que es partícipe de la gracia divina. Dice: «no me gustan las buenas obras.» Por supuesto que no. «Yo sé que no seré salvado por buenas obras.» De esto estamos seguros, pues no tiene ninguna obra por la que pueda ser salvo. Muchos están listos a decir:

«Nada en mis manos traigo,
Simplemente a Tu cruz me aferro.»

Creen que son hijos de Dios, porque si bien no tienen buenas obras como evidencia, piensan que tienen fe. ¡Ah, señor!, tú tienes fe, y hay otro caballero igualmente tan respetable como tú, que tiene fe; no te diré su nombre, pero él es mejor que tú, pues se nos informa que: «él cree y tiembla,» mientras que tú permaneces inconmovible a pesar de las más poderosas exhortaciones. Sí, ustedes que creen que son hijos de Dios mientras viven en pecado, están en el más terrible error. No puede haber engaño, con la excepción del engaño del fariseo, que es más terrible que el engaño del hombre que piensa que el pecado y la gracia pueden reinar conjuntamente. El cristiano tiene pecados del corazón, por los que gime y se lamenta, pero en lo concerniente a su vida exterior, él es guardado, de tal manera que el maligno no lo toca; el Señor lo cubre bajo la sombra de Sus alas; Él no le permite salirse del camino, excepto en algunas caídas. Las obras son las evidencias de nuestra fe; por fe, nuestras almas son justificadas delante Dios; por obras, nuestra fe es justificada delante de nosotros mismos y de nuestros semejantes.

En segundo lugar, creemos que las buenas obras son los testigos o el testimonio para otras personas, de la verdad de lo que creemos. Cada cristiano fue enviado al mundo para ser un predicador; y precisamente como cualquier otra criatura que Dios ha creado, siempre estará predicando acerca de su Señor. ¿Acaso el mundo entero no predica a Dios? ¿Acaso las estrellas, mientras están brillando, no miran desde el cielo y dicen que hay un Dios? ¿Acaso los vientos no entonan el nombre de Dios en sus poderosos aullidos? ¿Acaso las olas no murmuran ese nombre sobre la costa, y el trueno, no lo hace en las tormentas? ¿Acaso las aguas y los campos, los cielos y las llanuras, las montañas y los valles, los arroyos y los ríos, no hablan todos de Dios? Lo hacen con toda seguridad; y una criatura nacida de nuevo (el hombre creado en Cristo), debe predicar a Cristo dondequiera que vaya. Este es el uso de las buenas obras. Predicará, no siempre con su boca, sino con su vida. El uso de las buenas obras es que son el sermón de un cristiano. Un sermón no es lo que un hombre dice, sino lo que hace. Los que practican están predicando; no es predicar y practicar; sino que practicar es predicar. El sermón que es predicado con la boca se olvida pronto, pero lo que predicamos mediante nuestra vidas nunca se olvida. No hay nada como una práctica fiel y una vida santa, si queremos predicarle al mundo. La razón por la que el cristianismo no avanza a pasos más agigantados, es simplemente esta: que quienes profesan la fe son en gran medida una deshonra para la religión, y muchos de aquellos que se han unido a la iglesia, no tienen más piedad que los que están fuera de ella. Si yo predicara un sermón tan contradictorio un domingo como algunos de ustedes lo han predicado la mayor parte de sus vidas, al salir dirían: «no regresaremos más hasta que él no sea un poco más consistente consigo mismo.» Hay una diferencia hasta en el propio tono de voz de algunas personas cuando están en la capilla, sumidas en oración, que cuando están en el taller; difícilmente las podríamos considerar las mismas personas. ¡Fuera con su inconsistencia! Profesantes, cuídense de que sus inconsistencias no borren su evidencia, y de no ser encontrados manifestando, no inconsistencia, sino la más terrible consistencia al vivir en el pecado y la iniquidad, y por tanto, siendo consistentes en la hipocresía.

En tercer lugar, las buenas obras son útiles como un atavío para un cristiano. Todos ustedes recordarán ese pasaje de las Escrituras, que nos dice cómo debe ataviarse una mujer. «Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible.» El atavío de las buenas obras, el atavío con el que esperamos entrar en el cielo, es la sangre y la justicia de Jesucristo; pero el adorno de un cristiano, aquí abajo, es su santidad, su piedad, su consistencia. Si algunas personas tuvieran más piedad, no requerirían de un vestido tan llamativo; no tendrían necesidad de maquillarse siempre, para distinguirse. Los mejores aretes que puede usar una mujer, son los aretes de oír la Palabra con atención. El mejor de los anillos que podemos usar en nuestro dedo, es el anillo que el padre puso en el dedo del hijo pródigo, cuando fue traído de regreso; y la mejor ropa que podremos usar jamás, es la vestidura confeccionada por el Espíritu Santo, el vestido de una conducta consistente. Pero es maravilloso que, mientras muchos están tomándose todas las molestias para arreglar este pobre cuerpo, tienen muy pocos atavíos para su alma; olvidaron vestir su alma. ¡Oh, no!, llegaron muy tarde a la capilla, todo debido a ese otro prendedor, del que podrían haber prescindido. Ellos vienen justo cuando el servicio está comenzado, porque, en verdad, tienen tanto que ponerse, que no podrían estar aquí a tiempo.

Y hay hombres y mujeres cristianos, que olvidan lo que Dios ha escrito en Su palabra, tan verdadero ahora como lo ha sido siempre, que las mujeres deben arreglarse con modestia. Tal vez sería algo bueno que regresáramos a la regla de Wesley, es decir, abandonar el atavío del mundo, y vestirnos tan sencilla y nítidamente como los cuáqueros, aunque, ¡ay!, ellos tristemente han abandonado su primitiva simplicidad. Me veo obligado a apartarme, a veces, de lo que llamamos las elevadas cosas del Evangelio; pues realmente, por las apariencias externas, no podemos distinguir a los hijos de Dios de los hijos del diablo, y deberían existir diferencias. Debería haber alguna distinción entre los unos y los otros. Y aunque la religión permite la distinción de rango y vestido, sin embargo todo en la Biblia clama contra el hecho que nos ataviemos, y nos volvamos orgullosos en razón de la belleza de nuestro atavío.

Algunos dirán: «¡yo quisiera que dejaras ese tema en paz!» Por supuesto que quieren, porque se aplica a ustedes. Pero no dejamos de tocar ningún punto que creamos que se encuentra en las Escrituras; y aunque para mí el alma de un hombre es de suma importancia, la honestidad para con la conciencia de cada uno y la honestidad para conmigo mismo exigen que siempre hable de lo que considere un mal que se propaga en la Iglesia. Debemos cuidarnos siempre que en todo nos apeguemos, en la medida de lo posible, a la Palabra escrita. Si necesitan atavíos, aquí están. Aquí hay joyas, anillos, vestidos, y todo tipo de ornamentos. Hombres y mujeres, ustedes se pueden vestir hasta que brillen como ángeles. ¿Cómo pueden hacerlo? Vistiéndose de benevolencia, de amor a los santos, de honestidad y de integridad, de rectitud, de piedad, de amabilidad fraternal, de caridad. Estos son los atavíos que los propios ángeles admiran y que incluso el mundo admira; pues las personas admiran al hombre y a la mujer que están arreglados con las joyas de una vida santa y de una conversación piadosa. Les suplico, hermanos, «En todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador.»

IV. De esta manera les he mostrado el uso de las buenas obras. Ahora, sólo un momento o dos, para decirles que la religión que profesamos en este lugar, y que predicamos, está DISEÑADA PARA PRODUCIR BUENAS OBRAS EN EL HIJO DE DIOS.

Algunos afirman que el llamado Calvinismo, que es un alias del verdadero Evangelio, está calculado para inducir a los hombres al pecado. Ahora, vamos a refutar eso, simplemente recordándoles que el pueblo más santo del mundo ha sido aquel que profesó la doctrina que nosotros sostenemos. Si ustedes preguntasen quiénes fueron las grandes luces morales del mundo en la Edad Media, la respuesta será: personas como Atanasio, Ambrosio y Crisóstomo; y luego, acercándonos más, hombres tales como: Wickliffe, Jerónimo de Praga y Calvino; y cada uno de estos sostuvo las doctrinas que proclamamos con entusiasmo. Y sólo permítanme recordarles que, nunca hubo mejores hombres en el mundo que los puritanos, y cada uno de ellos sostuvo con firmeza la verdad que amamos.

Me encontré un comentario en un libro, el otro día, que me agradó tanto que decidí leerlo ahora. El escritor dice: «los puritanos fueron los más resueltos protestantes de la nación; calvinistas celosos; predicadores cálidos y afectuosos. Eran las personas más pías y devotas de la tierra; hombres de oración en lo secreto y en público, así como en el seno de sus familias. Su estilo de devoción era ferviente y solemne, dependiente de la ayuda del Espíritu Divino. Tenían una profunda reverencia para el santo nombre de Dios, y eran enconados enemigos no sólo de los juramentos profanos, sino de la plática insensata y de las burlas. Eran estrictos observantes del día del Señor, dedicando todo el día a la devoción en público y en privado y a la caridad. Era marca distintiva de un puritano, en aquellos tiempos, verlo asistir a la iglesia dos veces al día, con su Biblia bajo el brazo. Y mientras otros se dedicaban al juego y a las distracciones, a las parrandas, a caminar por los campos, o a la diversión del boliche, la esgrima, etcétera, estos, desde la víspera del día de reposo, se dedicaban con la familia a leer las Escrituras, a cantar salmos, a repasar sermones, a catequizar a sus hijos y a la oración. Y esta actividad la llevaban a cabo no sólo el día del Señor, sino que tenían sus horas de devoción familiar durante los días de semana; eran circunspectos en cuanto a todo exceso en la comida y en la bebida, en la ropa, y las diversiones sanas. Eran frugales, diligentes, honestos en sus tratos, y solícitos en dar a cada quien lo que le correspondía.» Ese es un noble testimonio hacia la verdad puritana y el poder del Evangelio. Un sabio infiel dice que los calvinistas y jansenistas, «cuando son comparados con sus antagonistas, se han destacado, no en menor grado, en las virtudes más rígidas y respetables; ellos han sido un honor para su propia época, y el mejor modelo de imitación para las generaciones sucesivas.» Imagínense a un infiel hablando así. Creo que fue infiel quien dijo: «vayan a escuchar a un arminiano para oír hablar de buenas obras; pero vayan a un calvinista para ver cómo exhibe esas obras.» Y aun el doctor Priestly, que era un unitariano, admite que: «los que sostienen las doctrinas de la gracia, se conforman menos al mundo y tienen un principio mayor de religión, que nuestros propios seguidores: y quienes, con base en un principio de la religión, atribuyen más a Dios y menos al hombre que otros, tienen la mayor elevación de piedad.»

Y precisamente ahora que los unitarianos están trayendo a todos sus grandes hombres (tan grandes que nunca habíamos escuchado sus nombres hasta este día), y están haciendo todos sus esfuerzos en Londres para conseguir adeptos para el Unitarianismo, sólo les diríamos este hecho. El doctor Priestly atribuye la frialdad del Unitarianismo a la realidad que se han vuelto más indiferentes hacia la doctrina religiosa, y eso explica que sus capillas no tengan mucha asistencia, afirmando que los unitarianos tienen muy poco apego a sus doctrinas religiosas. ¡Cuánta misericordia! Pues si continuaran aferrándose a ellas, inevitablemente se perderían. Un hombre que niega la divinidad de Cristo se perderá con certeza. Es inútil que afirmen ser cristianos; muy bien podrían afirmar que son santos ángeles. La mejor prueba que puedo ofrecerles de la santa influencia de nuestras doctrinas, es este grandioso hecho, a saber: que en cada época, aquellos que han sostenido las doctrinas de la gracia han mostrado en sus vidas una santa conducta y una santa conversación. Pero además, al recorrer rápidamente las doctrinas, preguntamos, ¿qué podría hacer más santos a los hombres que las verdades que predicamos? ¿No les enseñamos, acaso, que Dios ha elegido para Sí un pueblo que debe ser santo? ¿Es esa una doctrina perversa? ¿No les decimos que Dios ha elegido para Sí un pueblo que en este mundo publicará Su alabanza por su vida santa? ¿Es esa una doctrina impía? Y les hemos dicho que el Espíritu Santo les da un nuevo corazón, y un espíritu recto, y que se requiere algo más de lo que ustedes podrían hacer; que son incapaces de llevar a cabo las cosas buenas que Dios espera de ustedes, por lo tanto, Dios el Espíritu debe renovarlos. ¿Llaman a eso una doctrina malvada? ¿Es acaso perversa la doctrina que los hombres son depravados por naturaleza y que necesitan gracia regeneradora? Y la doctrina de que los verdaderos santos perseverarán hasta el fin, ¿es malvada? Me parece que lo que se opone a estas doctrinas es precisamente lo más perverso del mundo. ¿Acaso es perversa la doctrina de que únicamente los creyentes tienen un interés en la sangre de Cristo? La doctrina que predico, que Cristo ha redimido únicamente a los que viven en santidad, habiendo sido conducidos a ello por el Espíritu Santo, ¿es impía? No lo creo. Retamos a todos aquellos a quienes les encanta hablar en contra de nuestras doctrinas, que demuestren que una sola de ellas tiene algún componente impío. ¿Nos acusas porque no apoyamos las buenas obras? Ven y trata de entrar a nuestra iglesia, y pronto tendrás una prueba que estás equivocado. Vamos, no te recibiríamos, caballero, aunque nos dieras mil libras esterlinas, si no te consideráramos un hombre santo. Si no tienes buenas obras, pasará mucho tiempo antes de que te recibamos; y si vivieras en el pecado y en la injusticia, y te introdujeras subrepticiamente en nuestra iglesia, saldrías en una semana; pues pronto serías reportado al pastor y a los diáconos, y podrías comprobar que sostenemos la necesidad de las buenas obras. Si no las exhibieras diariamente te echaríamos fuera, pues no queremos tener comunión con las obras infructíferas de las tinieblas, sino que más bien las reprobamos. Nuestro orden eclesiástico es la mejor refutación de esa calumnia.

¿Qué más podemos agregar, entonces? Esperamos haber demostrado nuestros puntos a todos los hombres honestos y consistentes. Únicamente los despedimos a ustedes, hipócritas, con este mensaje resonando en sus oídos: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.» A menos que vivan según Cristo, no estarán con Cristo al final; si su espíritu no es santificado en este mundo, Dios no los santificará cuando vengan delante de Su trono.

Pero ustedes, pobres pecadores, que no tienen ninguna santidad propia, y que no tienen buenas obras: sé que no tienen ninguna porque no son hijos de Dios. ¿Sienten que no las tienen? Vengan, entonces, y Cristo les dará algo: Él se dará a Sí mismo a ustedes. Si creen en el Señor Jesús, Él les lavará de todos sus pecados, les dará un nuevo corazón, y de aquí en adelante la vida de ustedes será santa, su conducta será consistente, Él les guardará hasta el fin, y con toda certeza serán salvos. ¡Que Dios bendiga este testimonio para cualquiera que esté viviendo en pecado, para que pueda ser rescatado de él; por Cristo nuestro Señor! Amén.