El profeta Isaías fue uno de los grandes hombres escogidos por Dios para revelar Su santidad y gloria al pueblo de Israel. En su libro, encontramos visiones que muestran el poder del Señor y Su majestad sobre todo lo creado. Uno de los momentos más impresionantes ocurre cuando Isaías contempla el trono celestial y presencia la adoración de los serafines, esos seres ardientes que proclaman sin cesar la santidad divina. Este pasaje nos invita a reflexionar sobre la verdadera adoración que merece nuestro Dios, quien es tres veces santo y digno de toda alabanza.
Isaías, profeta del Señor, nos muestra la adoración que realizaban los serafines delante del Dios todopoderoso. Frente a Él, no era suficiente decir «santo» una sola vez, sino que debían hacerlo todas las veces que fuese necesario.
La santidad de Dios es intrínseca a Su ser y a Sus acciones; Su poder se extiende sobre todas las cosas, y Su dominio abarca todos los reinos de la tierra, ya que la tierra está llena de su gloria. Su amor es santo, y todo lo que le rodea comparte esa santidad.
Entonces, ¿podemos nosotros cantar o adorar al Señor con todas nuestras fuerzas? ¿Acaso estos ángeles tienen más motivos para agradecer y alabar al Dios todopoderoso que nosotros? Sí, verdaderamente, debemos agradecer por lo que Él ha hecho por nosotros, incluso al contemplar nuestra maldad, pues murió por nosotros en la cruz.
Pueblo, tribu y nación, tierra, mar y cielos, canten y adoren al Señor, porque la tierra está llena de toda Su gloria. Adoremos al que vive por los siglos de los siglos.
Cuando Isaías vio la gloria del Señor, su primera reacción fue reconocer su propia condición: “¡Ay de mí, que soy hombre inmundo de labios!”. Esta confesión nos recuerda que la santidad de Dios no solo debe inspirar adoración, sino también arrepentimiento. La verdadera adoración no se limita a palabras o cánticos, sino que nace de un corazón transformado, purificado por el fuego de Su presencia.
Así como los serafines clamaban “santo, santo, santo”, también nosotros somos llamados a reflejar esa santidad en nuestras acciones. El cristiano que comprende la gloria de Dios no puede vivir igual; su vida se convierte en una expresión continua de gratitud, obediencia y reverencia. Todo lo que hacemos debe apuntar a exaltar el nombre del Señor, desde nuestras palabras hasta nuestros pensamientos.
Este pasaje de Isaías también nos enseña que la adoración celestial es constante, sin interrupciones. En el cielo, no hay distracciones ni cansancio; todo ser creado rinde homenaje al Creador. En cambio, en la tierra, a menudo nos distraemos con lo temporal y olvidamos que fuimos creados para adorar. Por eso, la visión de Isaías es una invitación a reorientar nuestro corazón hacia lo eterno.
La triple repetición “santo, santo, santo” también tiene un significado profundo: expresa la perfección absoluta de Dios. No hay impureza en Él, ni sombra de maldad. Su santidad abarca todo Su carácter: es justo, amoroso, fiel y misericordioso. Cuando comprendemos esto, la adoración se convierte en un acto natural, una respuesta espontánea a Su grandeza.
Por tanto, queridos lectores, aprendamos del profeta Isaías y de los serafines. Que nuestra adoración no sea ocasional ni superficial, sino una entrega total a Dios, quien merece toda honra, gloria y alabanza. Vivamos conscientes de Su presencia, proclamando con nuestras vidas: “Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos; toda la tierra está llena de Su gloria”.
Que cada palabra, cada acción y cada pensamiento sean un canto de adoración al Dios que reina por los siglos. Amén.