Jesús, quien murió por cada ser humano en este mundo, trajo consigo la verdadera libertad para que podamos elegir entre el camino de la salvación o el camino de la perdición. Su sacrificio en la cruz abrió la puerta de la gracia, permitiendo que todo aquel que crea en Él tenga vida eterna. Sin embargo, a lo largo de la historia, muchos hombres y mujeres han rechazado ese precioso don, eligiendo caminos de maldad, corrupción y desobediencia. En la antigüedad, el pueblo de Dios se desvió hacia ídolos y placeres temporales, olvidando los mandatos del Altísimo. Estas acciones reflejan el corazón endurecido del ser humano, que prefiere la oscuridad antes que la luz. Aun así, Dios, en su infinita misericordia, continúa llamando al arrepentimiento, deseando que todos procedan a la salvación y no a la condenación.
El libro del Apocalipsis, lleno de revelaciones divinas y simbolismos proféticos, nos recuerda la seriedad de ese llamado. En él, Juan recibe una visión gloriosa de lo que sucederá en los últimos tiempos. El Señor le muestra el destino final de los justos y de los impíos, revelando tanto el juicio como la promesa eterna. Juan fue escogido como instrumento de Dios para transmitir esperanza a una iglesia que enfrentaba persecución, idolatría y desánimo. El mensaje es claro: aquellos que perseveren hasta el fin, cuyos nombres estén inscritos en el libro de la vida, heredarán las bendiciones del reino eterno. Esta verdad sigue siendo una advertencia viva para nosotros hoy, recordándonos que la santidad no es una opción, sino una condición para ver al Señor.
El capítulo 21 del Apocalipsis nos conduce al punto culminante de la historia humana: la restauración de todas las cosas. Allí, Dios promete un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no habrá más llanto, ni dolor, ni muerte. Sin embargo, el mismo pasaje advierte que nada impuro entrará en esa ciudad santa. La nueva Jerusalén no será un lugar para los rebeldes, sino para los redimidos por la sangre del Cordero. En esta visión, Juan contempla las murallas resplandecientes, las puertas de perlas y las calles de oro puro, símbolo de pureza y justicia. Pero también recibe una advertencia solemne: solo los inscritos en el libro de la vida del Cordero tendrán acceso a esa gloria eterna.
Hoy vivimos en una generación que necesita volver sus ojos a Dios. Las mentiras, la inmoralidad y la rebeldía abundan, tal como en los tiempos antiguos. Sin embargo, el Señor sigue extendiendo Su misericordia. Él no desea la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva. Por eso, cada día es una oportunidad para reconciliarnos con Dios, para limpiar nuestras vestiduras y permanecer fieles hasta Su venida. La verdadera libertad que Cristo nos dio no debe usarse como excusa para pecar, sino como poder para vencer el pecado.
Hermanos en Cristo, si anhelamos ver la promesa del cielo nuevo y la nueva tierra, debemos vivir en obediencia, confiando en las promesas del Señor. Perseveremos en la fe, amemos Su palabra y busquemos la santidad sin la cual nadie verá al Señor. No hay bendición más grande que escuchar de los labios del Maestro: “Bien, buen siervo y fiel; entra en el gozo de tu Señor.” Que nuestro nombre esté escrito en el libro de la vida del Cordero, y que cuando Él regrese, nos halle velando, sirviendo y adorando. Porque aquel que prometió es fiel y cumplirá Su palabra. Amén.