Quien a Dios alaba es aprobado

En el capítulo 10, verso 18, del segundo libro de Corintios, el apóstol Pablo nos enseña una de las lecciones más poderosas sobre la humildad y la verdadera fuente de la aprobación espiritual. En un contexto donde algunos se jactaban de su posición, de sus dones o de sus logros dentro de la iglesia, Pablo recuerda a los creyentes que la gloria no pertenece al hombre, sino únicamente a Dios. A lo largo de este capítulo, el apóstol enfatiza que los seguidores de Cristo no deben vivir buscando reconocimiento humano, sino que su mayor anhelo debe ser recibir la aprobación divina. La verdadera grandeza no se mide por la apariencia ni por los títulos, sino por un corazón rendido a la voluntad del Señor.

Este mensaje es una advertencia directa contra la arrogancia espiritual. Pablo, un hombre que había experimentado visiones celestiales y grandes milagros, no se gloría en sí mismo, sino en el Señor que lo llamó y lo fortaleció. Él comprende que los dones, la sabiduría y la autoridad que posee provienen del Espíritu Santo, y no de su propio mérito. Por eso, exhorta a los creyentes de Corinto a no caer en el error de pensar que su valor se basa en lo que hacen o poseen, sino en quién los aprueba. En un mundo donde muchos buscan ser vistos y alabados, Pablo nos recuerda que lo importante no es la opinión del hombre, sino la de Dios, quien examina los corazones y conoce las verdaderas intenciones.

El apóstol también menciona que nuestras armas no son carnales, sino espirituales. Esto significa que la batalla del creyente no se gana con orgullo, soberbia o poder humano, sino con oración, humildad y dependencia de Dios. El orgullo eleva muros entre nosotros y el Señor, mientras que la humildad derriba toda fortaleza de vanidad. Cuando Pablo dice que nuestras armas son poderosas en Dios, está afirmando que solo bajo la guía divina podemos vencer los pensamientos arrogantes que se levantan contra el conocimiento de Cristo. Por eso, el llamado a los cristianos es claro: despojémonos de la soberbia, y vistámonos de humildad para que el poder de Dios repose sobre nosotros.

El apóstol también nos recuerda que la verdadera aprobación se mide por la fidelidad, no por la apariencia. Dios mira la obediencia silenciosa, el servicio sincero, la fe constante y el corazón que se mantiene firme aun cuando nadie lo ve. En cambio, el hombre orgulloso busca reconocimiento inmediato, pero se aleja del carácter de Cristo. Jesús mismo nos dio el mayor ejemplo de humildad: siendo Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo (Filipenses 2:6-7). Si el Maestro se humilló, ¿cómo no habríamos de hacerlo nosotros?

Querido lector, este pasaje nos invita a revisar nuestras motivaciones. ¿Buscamos agradar a Dios o impresionar a los hombres? ¿Servimos para Su gloria o para recibir reconocimiento? Recordemos que Dios no comparte Su gloria con nadie, y que el orgullo precede a la caída. Pero a los humildes, Él les da gracia y honra. La verdadera aprobación viene de aquel que nos conoce, nos corrige y nos ama. Caminemos, pues, con un corazón sencillo, dando gloria a Dios en todo lo que hacemos. Que nuestras obras reflejen Su poder, y que al final, cuando nos presentemos delante de Él, podamos escuchar las palabras más bellas que un creyente puede oír: “Bien, buen siervo y fiel; en lo poco has sido fiel, en lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.” (Mateo 25:21). Amén.

Los que sirven de tropiezo y los que hacen iniquidad serán echados en el horno de fuego
Los malditos que se desvían de los mandamientos son reprendidos