Debido a las grandes injusticias cometidas en Jerusalén, la ciudad se había convertido en un lugar lleno de corrupción, idolatría y desobediencia. El pueblo había abandonado el pacto con su Dios y vivía conforme a sus propios deseos. El agravio delante del Señor era tan grande que Su paciencia llegó a su límite. A pesar de las repetidas advertencias de los profetas, el pueblo no quiso escuchar la voz divina, sino que continuó en su pecado, desoyendo los llamados al arrepentimiento. En lugar de buscar la justicia, los gobernantes oprimían al pobre, los jueces se dejaban sobornar, los sacerdotes profanaban el templo y los profetas hablaban falsedad. El corazón del pueblo se había endurecido, y por eso la ira de Dios estaba a punto de manifestarse.
El profeta Sofonías, instrumento escogido por Dios, levantó su voz para anunciar el juicio inminente sobre Jerusalén. Su mensaje era claro: el Señor no toleraría por más tiempo la maldad. El hombre de mente perversa había perdido toda vergüenza. Ya no le importaba el bien ni el mal, ni las consecuencias de sus actos. Actuaba según sus pensamientos torcidos, siguiendo el consejo de su propio corazón corrompido. Este tipo de personas, endurecidas por el pecado, ya no sienten culpa ni temor ante Dios. Han olvidado que el Señor es justo y que su justicia se manifestará a su debido tiempo. Por eso, la advertencia de Sofonías no era solo para su generación, sino también para nosotros hoy.
A pesar de la rebeldía del pueblo, el mensaje del profeta también revela la fidelidad del Señor. Dios había prometido enviar juicio para limpiar la nación, quitando a los hombres malos y todo lo que contaminaba la tierra. Su propósito no era destruir por completo, sino purificar. El juicio de Dios nunca es injusto ni impulsivo; tiene como fin restaurar la santidad y establecer un pueblo que le adore en espíritu y en verdad. El fuego del juicio es el medio por el cual Él elimina la impureza, para que de las cenizas surja una generación nueva, consagrada a Su nombre. Así como el oro se refina en el fuego, el pueblo de Dios debía ser purificado por medio de la corrección divina.
Hoy, el mundo no es muy diferente a la Jerusalén de aquel tiempo. Vivimos en una generación donde abundan las injusticias, la corrupción y la inmoralidad. Los hombres han perdido el sentido del bien y del mal, y la vergüenza ha desaparecido. Muchos justifican el pecado, celebran la iniquidad y llaman “bueno” a lo que Dios llama “malo”. Pero así como el Señor juzgó a Jerusalén, también juzgará a las naciones. No podemos ignorar Su voz. La paciencia de Dios tiene un límite, y cuando se cumpla Su tiempo, el juicio será inevitable. Por eso, hoy es el momento de arrepentirnos y volvernos al Señor con todo el corazón.
Aun así, en medio del juicio, Dios promete redención a quienes se humillan ante Él. Su justicia no anula Su misericordia, y Su castigo no elimina Su gracia. En el mismo libro de Sofonías, Dios promete restaurar a los humildes y purificar los labios de Su pueblo para que todos invoquen Su nombre. Él sigue siendo el mismo Dios justo que aborrece el mal, pero también el Dios de amor que perdona al que se arrepiente. Mientras el mundo sigue en su pecado, la esperanza permanece abierta para quienes escuchan Su voz y se apartan de la maldad.
Hoy el Señor nos llama a vivir con integridad, a no ser parte del sistema corrupto de este mundo. Nos exhorta a caminar en Su justicia, a ser luz en medio de las tinieblas y a levantar una voz profética que denuncie el pecado, pero también que anuncie la gracia salvadora de Cristo. Porque aunque el juicio se acerca, también se acerca la redención. Cristo viene pronto a establecer Su Reino de justicia, donde no habrá más iniquidad ni vergüenza. Por tanto, oigamos Su voz, apartémonos del mal y preparemos nuestros corazones para Su venida. Amén.