¡No me deseches en mi vejez, Dios del cielo!

Este salmo es una oración profundamente humana y espiritual, escrita por un hombre que conoció tanto la gloria como la angustia. El salmista David se encuentra en los días de su vejez, en tiempos de debilidad física y de conflictos emocionales, pero aun así su corazón se mantiene firme en la fe. A pesar de su cansancio, sus labios no dejan de exaltar al Dios poderoso. David entendía que las circunstancias podían cambiar, que las fuerzas podían disminuir, pero que el amor y la fidelidad del Señor permanecerían para siempre. Este salmo nos enseña que la verdadera fe no depende de la juventud, ni de la vitalidad, sino de una relación constante y profunda con el Dios eterno.

Es por eso que, al escuchar al salmista decir «no me deseches en mi vejez«, podemos sentir la sinceridad y humildad de su corazón. Él sabía que llegaría el momento en que su cuerpo ya no tendría la misma energía que en los días de su juventud, cuando enfrentaba gigantes o dirigía ejércitos. Sin embargo, David no pide poder ni riquezas, sino la presencia continua de Dios. Su oración revela una dependencia total: “Cuando mi fuerza se acabare, no me desampares”. Es una súplica cargada de confianza, no de desesperación. Aun cuando todo a su alrededor se debilitara, él sabía que el Señor seguiría siendo su roca firme y su refugio seguro.

Este verso que veremos a continuación nos muestra a un David creyendo fielmente en las promesas del Señor. No habla desde la duda, sino desde una fe experimentada. Había visto al Señor librarlo de enemigos, levantarlo del polvo y restaurarlo después del pecado. Por eso puede decir con seguridad que Dios sería su roca fuerte hasta el final de sus días. Es el testimonio de un hombre que no se rindió ante el peso de los años, sino que convirtió su debilidad en motivo de adoración.

Al igual que el salmista, todos nosotros enfrentamos momentos de debilidad, momentos en los que el ánimo decae y las fuerzas parecen agotarse. Sin embargo, quienes confían en el Señor nunca están solos. El Dios que fue roca fuerte para David sigue siendo el mismo hoy. Él no cambia, no envejece y no abandona a los suyos. Aunque el cuerpo se desgaste, el espíritu se renueva cada día en Su presencia. Cada oración, cada palabra de gratitud, cada lágrima ofrecida al Señor es un acto de fe que demuestra que dependemos completamente de Él.

Hermanos, aprendamos de este pasaje a adorar a Dios en todo momento, incluso cuando nuestras fuerzas disminuyan. Que nuestras vidas sean como la de David, un testimonio vivo de fe y esperanza. Que podamos decir: “Señor, en nuestra vejez no nos deseches, Dios del cielo, porque Tú eres nuestro refugio”. Recordemos que en los tiempos difíciles no debemos lamentarnos, sino refugiarnos en Su gracia. El Señor nunca desampara a los suyos, y su fidelidad se extiende de generación en generación. Por eso, mientras tengamos vida, exaltemos Su nombre y proclamemos que Él es nuestra roca eterna, nuestro protector y nuestro sostén hasta el último día. Amén.

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