Adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia: Obras de la carne

De la única manera en que verdaderamente podremos combatir la carne y sus deseos es permaneciendo en oración constante y poniendo nuestras vidas completamente en las manos del Señor. No se trata de una batalla física, sino espiritual, una lucha diaria entre lo que el Espíritu desea y lo que la carne busca satisfacer. El creyente maduro entiende que su victoria no depende de su fuerza humana, sino del poder de Dios obrando en su interior. Por eso, Jesús mismo enseñó a sus discípulos a velar y orar, para no entrar en tentación, porque el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Solo una vida de oración y comunión continua con el Padre puede mantenernos firmes frente a los ataques del enemigo.

Las malas obras son como trampas diseñadas por el adversario para debilitar al creyente y alejarlo del propósito divino. La carne, con sus deseos y pasiones, es el campo donde el diablo intenta sembrar sus semillas de pecado. Si no fortalecemos nuestro espíritu con la Palabra de Dios, pronto caeremos en el error de ceder a la tentación. Por eso, es fundamental conocer las obras de la carne, identificarlas y apartarnos de ellas. Solo cuando comprendemos la gravedad del pecado y sus consecuencias, podemos resistirlo con convicción. La Escritura nos advierte una y otra vez sobre los peligros de seguir los deseos carnales, porque estos nos separan de la comunión con Dios.

El apóstol Pablo fue muy claro al decir que estas inclinaciones no provienen de Dios, sino del enemigo que busca destruir la pureza de la iglesia. Estas son herramientas del diablo para debilitar la fe de los hijos de Dios y atacar al cuerpo de Cristo. Si el creyente se encuentra pasando por momentos de debilidad espiritual y deja que su fe mengüe, entonces se convierte en blanco fácil para las artimañas del maligno. Satanás aprovecha cualquier grieta de descuido, cualquier momento de frialdad espiritual, para tentar, confundir y derribar. Por eso debemos vestirnos cada día con la armadura de Dios: el yelmo de la salvación, la coraza de justicia, el escudo de la fe y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios.

Por tanto, hermanos, busquemos siempre las cosas espirituales. No dejemos que las distracciones del mundo ni las debilidades del cuerpo nos aparten de la presencia del Señor. El enemigo está al acecho, observando cualquier oportunidad para desviarnos del camino. Por eso debemos mantenernos alertas, firmes y llenos del Espíritu Santo. Recordemos que la victoria sobre la carne no se logra una sola vez, sino cada día, al decidir obedecer a Dios en lugar de a nuestros deseos. Que cada oración sea un escudo, cada palabra de fe una espada, y cada acto de obediencia una victoria sobre el enemigo. Así viviremos en libertad, no esclavos del pecado, sino siervos de Cristo, llenos de Su poder y guiados por Su Espíritu. Amén.

Ven, Señor Jesús
Vosotros sois de vuestro padre el diablo