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Adora a Dios

Pero él me dijo: Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios.

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Juan, el amado discípulo del Señor, fue escogido por Dios para recibir una de las revelaciones más gloriosas y profundas de toda la Escritura. El libro del Apocalipsis, también conocido como el libro de la Revelación, es una ventana abierta hacia los eventos del fin de los tiempos, donde se nos muestra el triunfo final de Cristo sobre el mal y la victoria eterna de los santos. Juan, exiliado en la isla de Patmos por causa del testimonio de Jesús, fue visitado por un ángel del Señor, quien le reveló misterios celestiales que ningún ojo humano había contemplado. En medio de estas visiones llenas de gloria, Juan experimentó una de las escenas más conmovedoras y reverentes de todo el relato: su encuentro con aquel mensajero celestial.

En una de esas visiones, Juan fue dirigido por un ángel poderoso, quien tenía la misión de mostrarle lo que “debe suceder pronto”. Este ángel no era un ser común, sino un enviado directamente del trono de Dios. La majestad y santidad que irradiaba eran tan grandes que Juan, impresionado y sobrecogido, cayó de rodillas en señal de adoración. La visión era tan gloriosa, tan sublime, que el apóstol no pudo contenerse ante aquella manifestación divina. Pero en ese preciso momento, el ángel, con humildad y fidelidad a Dios, le detuvo y le recordó una verdad esencial: la adoración pertenece única y exclusivamente al Señor.

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Pero él me dijo: Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios.

Apocalipsis 22:9

Este pasaje nos enseña una lección poderosa sobre la adoración verdadera. Aun los ángeles, seres celestiales que sirven día y noche delante del trono, reconocen que solo Dios merece honra, gloria y alabanza. El ángel no permitió que Juan se postrara ante él, porque comprendía que toda reverencia debe dirigirse al Creador, no a la creación. Esto contrasta con muchas prácticas humanas, donde las personas tienden a idolatrar a otros seres, imágenes o incluso a sí mismos. Pero el mensaje del cielo es claro y contundente: “Adora a Dios”.

El corazón de Juan estaba lleno de reverencia. No fue su intención adorar a otro, sino que su asombro ante la gloria de aquel mensajero lo llevó a reaccionar así. Sin embargo, el ángel lo redirigió hacia la verdad central del Evangelio: solo Dios es digno de recibir postración. La adoración genuina no es una emoción superficial, sino un acto profundo de rendición. Es reconocer la soberanía absoluta del Señor, su poder creador y su misericordia redentora. Cuando el ángel dice “adora a Dios”, está invitando no solo a Juan, sino a toda la humanidad a centrar su devoción en el único digno de ella: el Dios Todopoderoso.

En la actualidad, muchas personas han desviado su adoración hacia cosas pasajeras. Algunos adoran el dinero, otros el poder, la fama o incluso a seres humanos. Pero la Palabra de Dios nos recuerda que la verdadera adoración no se ofrece a criaturas, sino al Creador. Jesús mismo dijo: “Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás” (Mateo 4:10). La adoración es la esencia de nuestra relación con Dios; cuando adoramos con sinceridad, reconocemos Su grandeza y nuestra dependencia total de Él.

Este episodio también revela la humildad de los seres celestiales. El ángel no buscó protagonismo ni gloria propia, sino que desvió toda honra hacia Dios. Ese es el ejemplo que debemos seguir. Todo lo que hagamos, todo lo que digamos, debe apuntar a la gloria de Dios. Cuando alguien nos admire por nuestras obras o palabras, debemos recordar que somos solo siervos, instrumentos en las manos del Señor, y que toda la alabanza debe volver a Él. Así como el ángel lo hizo, debemos decir con firmeza: “No me adores a mí; adora a Dios”.

Hermanos, nunca olvidemos esta enseñanza celestial. Nuestra vida debe ser una continua adoración al Señor, no solo con palabras, sino con actos, obediencia y corazón puro. Adorémosle en la magnificencia de Su poder, alabemos Su nombre en todo lugar, y exaltemos Su gloria en nuestras oraciones, cantos y acciones. Que todo lo que respire alabe al Señor, porque solo Él es digno de adoración por los siglos de los siglos. Amén.

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