Yo estaré dando gloria al que está sentado en el trono

Hermanos en Cristo Jesús, levantemos nuestras voces y alabemos el nombre de nuestro Dios grande y poderoso, porque Él es digno de toda honra, gloria y adoración. No existe otro nombre bajo el cielo que merezca ser exaltado como el de nuestro Señor. Desde la creación del mundo, Su poder ha sido manifiesto; todo cuanto existe fue hecho por Él y para Él. Por eso, arrodillémonos con humildad y reverencia, reconociendo que sin Su misericordia y amor no podríamos respirar ni ver la luz de un nuevo día. Cada latido de nuestro corazón es una muestra de Su fidelidad.

Si día y noche los ángeles alaban Su santo nombre, llenando los cielos con cánticos de adoración, ¿cómo podríamos nosotros, que fuimos redimidos por la sangre del Cordero, permanecer en silencio? El apóstol Juan nos describe en el libro de Apocalipsis una escena celestial donde los seres vivientes y los ancianos rodean el trono de Dios proclamando Su gloria. Esa visión nos invita a unirnos en espíritu a esa adoración eterna, reconociendo que solo el Señor es digno de recibir toda alabanza, toda gloria y toda acción de gracias. Alabarle no es una obligación, sino un privilegio que nace del amor y la gratitud que sentimos por Su infinita bondad.

Así lo expresa Juan en el libro de Apocalipsis, donde revela lo que vio en aquel glorioso momento de adoración celestial:

Por eso, hermanos, exaltemos Su santo y bendito nombre con gozo y sinceridad. No esperemos al día de estar en Su presencia para comenzar a adorarle; hagámoslo hoy, con corazón agradecido y espíritu humilde. Que nuestras voces se unan a las del cielo, proclamando que Él reina sobre toda la creación. Aun en medio de las pruebas y dificultades, la alabanza debe brotar de nuestros labios, porque Dios es bueno y Su misericordia es eterna. Alabarle nos fortalece, nos llena de paz y nos acerca más a Su corazón.

No olvidemos que si caminamos conforme a Su voluntad y guardamos Su Palabra, un día estaremos en aquella gloriosa multitud descrita por Juan, alabando al Señor junto a los millares de ángeles que adoran Su nombre. Ese será un día de perfecta alegría, donde no habrá lágrimas, dolor ni tristeza, solo una adoración eterna al Dios Todopoderoso que vive por los siglos de los siglos. ¡Aleluya! Sea Su nombre exaltado por toda la eternidad. Amén.

Los pecadores serán destruidos por su propia perversidad
Este es el triste final de aquellos que no honran a su padre y a su madre

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