Desde el principio de la historia humana, el juicio del Señor ha sido firme, santo y justo. Dios no cambia, Su carácter es el mismo ayer, hoy y por los siglos. En los primeros capítulos de la Biblia vemos cómo el Señor estableció orden, autoridad y límites para el bien del hombre, pero la desobediencia trajo consigo la consecuencia del juicio. Desde Adán y Eva en el Edén, pasando por el diluvio en los días de Noé, hasta la destrucción de Sodoma y Gomorra, la Palabra nos muestra que Dios no pasa por alto la maldad ni la rebeldía del corazón humano. Sin embargo, en medio de Su justicia, siempre extiende misericordia a quienes se arrepienten y se humillan delante de Él.
Recordemos que después de liberar al pueblo de Israel de Egipto con mano poderosa, haciendo maravillas y prodigios ante sus ojos, el Señor les entregó Su ley y Sus mandamientos para que vivieran conforme a Su voluntad. Pero muchos de ellos, aun viendo la gloria de Dios, decidieron endurecer sus corazones. Murmuraron, se rebelaron y despreciaron la dirección divina. Es por eso que Dios escogió líderes como Moisés y Josué, hombres de obediencia y fe, para mantener al pueblo enfocado y reverente delante del Señor. Este patrón se repite a lo largo de toda la Escritura: donde hay desobediencia, hay consecuencias; pero donde hay arrepentimiento, hay restauración. Dios es justo en Su juicio, pero también es abundante en perdón.
El libro de Hebreos nos recuerda con claridad que la ley de Dios y Su orden no son opcionales. El autor nos exhorta a vivir con respeto y reverencia, entendiendo que nuestra vida debe estar alineada con la voluntad divina. En cada página de la Escritura se nos llama a obedecer, a caminar con temor del Señor y a apartarnos del mal. Esta advertencia no es para atemorizarnos sin propósito, sino para conducirnos hacia la santidad. El cristiano debe vivir consciente de que Dios observa los caminos del hombre y que toda obra, sea buena o mala, tendrá su recompensa.
La frase “el Dios vivo” nos recuerda que no servimos a un ídolo sin poder, sino a un Dios que ve, escucha, actúa y juzga. Su justicia es perfecta, y aunque Su paciencia es grande, no será eterna. El día del juicio se acerca, y en ese día el Señor separará a los que fueron fieles de los que le dieron la espalda. Por eso debemos cuidar nuestra conducta, ser cuidadosos y santos delante de Él. La santidad no es una opción, es una necesidad para todo aquel que quiere ver a Dios.
Sin embargo, no debemos perder de vista que este mismo Dios justo también es compasivo. Él no desea que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. Si nos humillamos delante de Su presencia, si reconocemos nuestros pecados y pedimos perdón, Él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad. Pero si cerramos nuestros oídos a Su voz, si despreciamos Su corrección, seremos disciplinados con justicia. El juicio no es un castigo sin propósito, sino un acto de amor que busca restaurar el orden quebrantado por el pecado.
Amado lector, reflexionemos en esta advertencia del libro de Hebreos. No juguemos con la gracia de Dios. Vivamos con temor reverente, sabiendo que “horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo”. Apartémonos del pecado deliberado, cuidemos nuestros pasos y mantengamos la mirada fija en Cristo. Él es nuestra defensa y nuestro mediador ante el Padre. Caminemos en obediencia, con corazones agradecidos, recordando que el juicio de Dios no es para los que están en Cristo Jesús, sino para los que rechazan Su amor. Que el Señor nos conceda sabiduría para vivir en Su voluntad y mantenernos firmes hasta el fin. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos!