Desde los inicios de la humanidad, el hombre ha buscado su propia gloria. Esta inclinación a exaltarse, a recibir reconocimiento y honra de los demás, ha sido una constante en la historia. Sin embargo, las palabras de Jesús en el evangelio de Juan nos invitan a reflexionar profundamente sobre este error espiritual. El Señor exhortó a los hombres a no buscar la gloria personal, sino la gloria que proviene de Dios. El deseo de ser admirado, aplaudido o ensalzado puede parecer inofensivo, pero en realidad revela una falta de fe genuina y una desviación del propósito divino. Jesús mismo, siendo el Hijo de Dios, nunca buscó la gloria humana, sino que glorificó al Padre en todo lo que hizo.
El hombre que vive para sí mismo y para ser reconocido por otros, en realidad vive en una ilusión. Su corazón se llena de orgullo y su mente se aleja del verdadero propósito para el cual fue creado: glorificar a Dios. Cuando el ser humano se aferra a la gloria del hombre, se sumerge en la vanidad, en la apariencia, y olvida que la verdadera honra proviene solo de Dios. Jesús confrontó este comportamiento con una pregunta penetrante en Juan 5:44: “¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?” Esta pregunta revela que el amor a la aprobación humana puede ser un obstáculo para la fe. Es imposible servir a dos señores: no se puede amar la gloria del mundo y la gloria de Dios al mismo tiempo.
La gloria del hombre es temporal, frágil y engañosa. Se desvanece con el tiempo y no deja frutos eternos. Muchos buscan ser elogiados, tener éxito o reconocimiento, pero todas esas cosas son pasajeras. El apóstol Pablo escribió que “el que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Corintios 1:31), recordándonos que toda gloria legítima debe apuntar a Dios y no al yo. Cuando el hombre se exalta a sí mismo, su caída es segura, pero cuando humilla su corazón ante el Señor, entonces Dios lo levanta en Su tiempo. La gloria divina no destruye, sino que transforma; no ensoberbece, sino que purifica.
Jesús, en Su sabiduría, enseñó que la verdadera grandeza está en servir, no en ser servido. La gloria que viene de Dios no se obtiene buscando ser admirado, sino caminando en humildad, obediencia y amor. El Maestro, siendo el Hijo del Dios Altísimo, lavó los pies de Sus discípulos como ejemplo de servicio. Ese acto de humildad fue un reflejo de la gloria celestial: una gloria que se manifiesta en la obediencia y en el sacrificio. La gloria de los hombres busca brillar por sí misma; la gloria de Dios ilumina a otros a través de nosotros.
De una manera u otra, Jesús quiso mostrarles a los fariseos y a todos los que le escuchaban que la gloria del hombre solo conduce a la ruina espiritual. Los líderes religiosos de Su tiempo buscaban ser vistos, ocupar los primeros lugares y recibir alabanzas, pero ignoraban al Dios que debía recibir toda gloria. Por eso el Maestro les cuestiona por qué no buscan la gloria que proviene del Dios único, aquella que no se marchita y que conduce a la vida eterna. La gloria divina es perfecta, pura y transformadora; es la que cambia al pecador, restaura el alma y nos da acceso a la salvación por medio de Jesucristo.
Querido lector, examina tu corazón: ¿has estado procurando tu propia gloria o la de los demás, olvidando la gloria de Dios? Si tu vida se ha centrado en la búsqueda de reconocimiento o en la aprobación de los hombres, es tiempo de detenerte y volver tu mirada a Cristo. Solo en Él hay salvación y verdadera gloria. Jesús dijo: “El que se humilla será exaltado” (Lucas 14:11). Ven a Jesús, entrégale tu corazón y deja que Su luz te transforme. Busca la gloria de Dios por encima de todo, porque en esa gloria encontrarás la paz, la vida eterna y el propósito por el cual fuiste creado. Amén.

